28 de febrero de 2006

Mardi Gras chez Mozart versus Pamina

Anna Moffo

Hoy es martes de carnaval, y para comenzar la celebración por la mañana, nada mejor que comprar el CD del País de hoy, que nos hace una selección de grandes cantantes mozartianos en algunas de sus arias. Una de mis mejores amigas es soprano, y siempre recuerdo oírle decir que cantar un aria de Mozart proporciona un placer físico que ningún otro compositor puede hacer lograr a un cantante. Cuando en mi emoción, a veces, me descubro a mí mismo cantando (¡sacrilegio!) por encima de estos cantantes profesionales y llenos de emoción, mientras les escucho, ciertamente debo reconocer que algo de verdad tiene que haber en eso. Un placer físico, un placer de la carne, ideal para sumergirme en este don carnal al que toca festejar hoy y que nunca he sabido afrontar demasiado bien (falta de costumbre, de cultura carnavalera, ¡qué sé yo!). El elenco de cantantes que nos ofrece la grabación de hoy es espectacular... Desde un primer corte con Fritz Wunderlich que, poseedor de esa voz masculina y arrebatadamente aterciopelada, podría derretir el alma de más de una y de más de uno. Son muchos, y sólo me detengo en mis preferidos. Victoria de los Ángeles está sublime en la transparencia de una de las arias de concierto más bellas de la historia de la música, como es el "Ch'io mi scordi di te" (¿que yo me olvide de ti?) envuelta en esa especie de concierto de piano con el que orquesta la canción (Mozart siempre audaz y rompedor). ¿Qué hace que una voz sea mozartiana? No lo sé, supongo que ante todo la sencillez y la transparencia. Y luego, seguramente transmitir rotundidad la línea melódica de su música, resultar sincero. Con Mozart hay poco que interpretar. Hay más bien, que dejarse llevar, disfrutar mientras se canta, ese placer mozartiano del que hablaba, que es indudable que se refleja a la hora de cantar. También aparece Elisabeth Schwarzkopf, indiscutible mozartiana que está en muchas de las versiones de referencia de las operas de Amadeus, porque siempre indaga de forma extraordinaria en la psicología de los personajes, y porque su forma de cantar limpia y celestial creó escuela en el mundo de los roles femeninos mozartianos. También está Imgard Seefried, en esa misma línea, con un tono de gravedad, de oscuridad, también muy interesante. Yo la recuerdo sobre todo en el rol de la FIordiligi del Così fan tutte de Eugen Jochum, lleno de tristísimos acentos, que envolvió de melancolía toda una primavera de mi juventud. Aquí canta un aria de concierto también deliciosa. Al final veo a Anna Moffo, una cantante injustamente tratada por los críticos, para los que es una muy buena segundona, cuando la realidad es que es toda una primera cantante, sensible y contenida, pero capaz de hacernos rozar el cielo con una Susana o, como aquí, cantando Il Re pastore. Además, mirando su foto, con ese glamour perdido de cine italiano de los 50, ¿quién se atreve a decir que tras esa mirada, tras esa boca, no se esconde toda una mozartiana? No es posible.
Así, en medio de esta excitación de placer mozartiano, de este jubilo que hace de una mañana anodina de martes, en la oficina, escondido tras mis auriculares, algo verdaderamente especial, llego al segundo corte, que me trae a una también amada Lucia Popp en la flauta mágica... Yo, que admito no conocer la lengua germánica y por lo tanto no he sabido descifrar qué aria cantaba, la he imaginado en esa Reina de la Noche de la que es la mejor intérprete, de la que tanto se ha escrito, de la que conjuga con perfecto equilibrio belcanto e intensidad emocional, justo como Mozart habría deseado. Pero no, me choco de bruces con Pamina. Esa Pamina que se nos escapa en la melancolía, que vuela por encima del mundo descargando su infinita tristeza, en ese estupor que me sigue produciendo cada vez que, dentro de esa Flauta Mágica llena de alegría y júbilo de la existencia, se me cuela ese llanto inexplicablemente triste de una Pamina que raya lo extraterrenal en un aria que abre y cierra todo un mundo de emociones. Lucia Popp la atraviesa con sinceridad, con honda sensibilidad... Recuerdo esas otras Paminas sin las que no se puede explicar esta música: Edith Mathis, Hilde Gueden, Gundula Janowitz, que a su vez son algunas de las olvidadas en este CD. Así, escuchando esos acordes de la cuerda finales del aria de Pamina, me envuelvo en lo mozartiano, en lo humano de su mensaje, en lo real de su música, que pasa del júbilo a la tristeza en sólo un segundo (no es más lo que los separa en la vida), que es capaz de hacer la vida más feliz a todos, a los que le cantan, a los que le escuchan, a los que le descubren por primera vez, a los que disfrutamos volviendo a él siempre.

27 de febrero de 2006

Nudos

Los dos amantes no se han intimidado ante las miradas curiosas de la vecina que tiende la ropa. No han detenido sus besos ni la efusión de su cercanía porque esa mirada, ni la sentían. No se han escondido detrás de la cortina, no han ocultado su desnudez total mientras bailaban, mientras se cubrían la piel de besos, de lenguas húmedas, de manos alargadas, de miradas concupiscentes. Los detalles materiales (un cepillo de dientes, un frasquito de perfume) han sido preparados con precisión, pero son rápidamente olvidados al entrar en la habitación. Allí las horas pasadas pierden sentido dentro de algo llamado noche, dentro de algo llamado día, dentro de algo llamado mañana, o desayuno, o siesta. Y la realidad comienza a desdibujarse, y comienza a surgir con materialidad el tiempo del deseo, el espacio de los anhelos. Y durante esa tarde, esa mañana o esa noche, el Universo entero adquiere un sentido concéntrico, sin fisuras, que sirve para explicar las pasiones, los velos que caen y la sinceridad en la que no queremos creer, que nos invade. Tras la música, un final seco. Salen por la puerta, cada uno hacia un lado. Ella para un instante para ajustar mejor su pie al tacón. Él busca unas monedas en su bolsillo (“necesito suelto para el autobús” piensa). El resto del día aún buscarán rincones en su cabeza, que se abrirán como ocasos en la monotonía del final de un domingo. Al día siguiente, con las primeras claridades de la mañana, de camino a la oficina, de repente, todo les parecerá extraño: madrugar, los pequeños problemas laborales, las citas sociales de la semana, el programa de la televisión que querían ver por la noche. Incluso las horas juntos les parecerán fuera de lugar, inconscientes, raras.
Él baja la calle, y a la luna débil se la traga un anuncio de neón. Se detiene y mira a los transeúntes, parece que quiere decirles “¿dónde vais?, ¿qué hacéis?, No os dais cuenta que nuestras vidas en realidad no tienen sentido?”
En ese momento ella baja los escalones del metro. El cartel naranja de la parada oculta, al descender, el horizonte rosado del amanecer. Bruscamente, también la extrañeza la asalta con una intensidad que la marea, y la detiene en el vértigo de las escaleras mecánicas. Una larga fila de personas, en sentido contrario, asciende sin mirar a ninguna parte. Ella también quiere gritarles. El mundo parece haberse detenido un instante, y nadie parece enterarse. Él busca impaciente en el bolsillo de su cartera, rastrea hasta encontrar la novelita de Natalia Ghinzburg que han leído juntos ayer, a ratos... Ella se coloca con ansia los auriculares. Suena el adagio de la sinfonía concertante de Mozart que le regaló él, y que escucharon mientras se amaban. Él siente que todo vuelve a recobrar el sentido, las palabras escritas, en plena calle, desbloquean su nudo. Mozart la acaricia, pone el equilibrio justo, la gente sigue ascendiendo con la mirada distraída y ella se sonríe. El primer rayo de la mañana roza los tejados , y la vida continua, que no es poco.

24 de febrero de 2006

El Portal

Es bastante tarde, y en mi camino de vuelta a casa encuentro con sorpresa que dos chicos se besan con intensidad en un portal de la calle. Me detengo un instante a observarles. Nunca he tenido curiosidad por los actos de amor ajeno. Tampoco me considero un "voyeur", ni suelo encontrar morbo en asistir en secreto a escenas de este tipo u otro. Y, sin embargo, algo me detiene a observar. No, no son precisamente adolescentes. Bien entrados en los treinta me da la impresión. Y ahí siguen, retorciéndose en un amasijo del que resulta difícil reconocer los miembros de uno y otro. Manos, que parecen multiplicarse y ropas de las que no reconozco bien ni el color ni el tejido. ¿Cuándo fue la última vez que me besé en un portal con alguien, en plena calle?, he pensado. Hace mucho, casi no lo recuerdo. Fue un beso rápido, seguido de algún que otro empujón contra la pared, mi mano ni siquiera fue capaz de descender más allá del final de la espalda. No he sido nunca demasiado expresivo en mis demostraciones de cariño en la calle, y besos como éste que recuerdo ahora me temo que no se repitieron muchas veces. Siempre me he sentido extraño al descarnar un acto de tanta intimidad en un lugar de paso, de una forma tan vulgar. Ellos siguen a lo suyo, ni se enteran de que estoy al lado, muy cerca, observando. También susurran palabras, por las que súbitamente siento una desmedida curiosidad. Me acerco un poco más. No pasa nadie por la calle, no temo ser descubierto. "Te deseo, te deseo, te deseo, te deseo, te deseo..." escucho, y de repente, un escalofrío me recorre el cuerpo. El estremecimiento de la pareja, envuelto en pequeños gemidos, me conmueve. "Volemos, volemos, volemos, volemos.." , y mi corazón comienza latir con un ritmo que me hace temblar, perder el equilibrio. "Respira aquí..." Y siento que me falta el aire. Paralizado en mi estupor, no consigo mover mis piernas, tampoco mis brazos. Permanezco allí, espectador de una escena que me ciega, que me consume, que me entristece profundamente. Tras el último y prolongado gemido, el silencio y la quietud parecen trasladarse de mí a ellos. Las respiraciones, aún agitadas, se van calmando, y las caricias se vuelven lentas, acompasadas, bellas... Me miran, acaban de descubrirme. Y se vuelven para salir huyendo con rapidez. Yo no consigo aún articular movimiento. Mi pensamiento parece que también se ha detenido. En la carrera, tropiezan con un cubo de basura que en su ruido desalentador me despierta y me hace recuperar la movilidad. Respiro lentamente, me reconozco, prosigo mi camino. El silencio retorna a la calle, y yo siento ese escalofrío certero que me indica que algo no funciona, que algo nunca funcionó.

23 de febrero de 2006

Un Instante


Ayer entrasteis en el vagón atropelladamente. En seguida reparé en vosotros. Supongo que porque erais guapos. Pero también porque pronto me percaté de que la belleza no la exhibíais con vanidad. Sentí esa naturalidad que desprenden algunas personas en sus actos cotidianos. Esa humanidad que no todos somos capaces de mantener fuera de la intimidad. Un viaje en metro puede ser momento para la lectura, para la ensoñación, para la sonrisa, para destilar la tristeza en la mirada, para exhibir el aburrimiento, incluso para el morbo y las miradas atrevidas, para algún roce al límite. Pero es difícil que me llegue a conmover escuchando u observando a alguien, sin que medie mi mirada, claro. La gente habla de trabajo, se queja continuamente, busca en el interlocutor asentimiento a su visión de los problemas, busca afianzamientos, seguridades. A veces la gente, en los vagones, habla de cosas por no callar, pero también los delatan las palabras y los tonos. Vosotros no. Hablabais sin ser conscientes del lugar público en el que estabais. Hablabais en inglés, aunque sólo uno de vosotros lo era. Quizá eso os servía de aislamiento, de pared de intimidad. Os miráis a los ojos y no sois conscientes del resto de miradas, de mi mirada curiosa que acentúo más aún porque sé que no la percibís. Y conversáis con un tono de dulzura que me llama la atención, a pesar de la poca importancia del argumento. "¿Qué has hecho hoy?", "¿Cuándo tienes libre el sábado?", "¿quieres que vayamos al cine?..." Os habéis desabrochado los abrigos, compartís el color, compartís algo más, me temo. Al cabo de unos minutos os decidís finalmente a ocupar los dos asientos frente al mío. Desde la cercanía sois aún más guapos. Y vuestra sonrisa os favorece, os favorece la cercanía del otro. Os miro con atención, casi con desafío, pero vosotros no lo sentís, en ese mundo vuestro no existen miradas ajenas. Me caben dudas de la naturaleza de la relación. O, más bien, del momento en el que está. De repente, una mano que roza el pantalón del otro, levemente, como con aparente descuido, pero con una intensidad que se desprende en el gesto, en la microscópica lentitud del segundo en el que piel y pana sobre piel se acarician. Y, sin saber cómo, de repente esas sonrisas, esa intimidad ajena expuesta ante mi sed de voyeur, cobran sentido, se hacen reales. Una mirada me llega, y yo desvío la mía. Pero ya es tarde, el encanto de la intimidad convencida se deshace, y un sentimiento de extrañeza se instala entre vosotros. Os ajustáis la bufanda y miráis fuera, como si algo percibieseis en la oscuridad del túnel. "Creo que el viernes estoy libre para cenar, si te apetece". Pero ya no es lo mismo, la dulzura se desvanece, y el tono de las palabras se confunde con el del vagón, con el del resto de historias mínimas contadas desde el disfraz de la cotidianeidad mecánica. Desde lo aprendido, desde la fórmula. Salís del vagón, es vuestro destino. Os miro con cara de disculpa, culpable de haber roto vuestro momento. Uno de vosotros me sonríe. Y el vagón recupera para mí su humanidad perdida.

22 de febrero de 2006

La finestra di fronte, diframmentata


Dedicado a Massimo Girotti.

Mio caro Simone. Dopo di te, il rosso non é più rosso, l’azzurro del cielo non é più azzurro. Gli Alberi non sono più verdi. Dopo di te devo cercare i colori dentro la nostalgia che ho di noi.
(“Mi querido Simone, después de ti el rojo ya no es rojo, el azul del cielo no es ya azul. Los árboles ya no son verdes. Después de ti debo buscar los colores en la nostalgia que tengo de nosotros” Carta de Davide a Simone, ya muerto)

Ho ancora bisogno di una tua parola, Davide, di un tuo sguardo di un tuo gesto. Ma poi, all’improviso sento i tuoi gesti nei miei, ti riconosco nelle mie parole. Tutti quelli che se ne vanno ti lasciano sempre addoso un po’ di se... E questo il segreto della memoria? Se é così, allora, mi sento più sicura, perche so che non sarò mai sola.

(“Aún necesito una palabra tuya, una mirada tuya, un gesto. Pero después, de repente, siento tus gestos en los míos, te reconozco en mis palabras. Todos los que se van te dejan siempre encima un poco de ellos... ¿Es ese el secreto del recuerdo? Si es así, entonces, me siento más segura, porque sé que no estaré nunca sola” Giovanna, a Davide, ya muerto)



Son las siete, y la ciudad se pliega sobre sí misma. Dos trenes se cruzan en la estación más subterránea que se conoce. Unos suben, otros bajan, nadie se reconoce. Yo subo, mirando las sombras que se proyectan sobre los azulejos de colores chillones. El tren prosigue, se detiene dentro de un túnel, y algún pasajero incluso se preocupa. En ese espacio de tiempo, llego a casa, y subo la persiana, dejo que el último atisbo de claridad entre en la habitación. La vecina riega unas flores en su ventana y al descubrirme corre con rapidez la cortina. Dentro suena esa música con la que me persigo desde hace días. Alguien pasa por la calle y mira hacia arriba. Tú desciendes las escaleras del metro con lentitud, hundiéndote en las luces de los fluorescentes que te indican el camino. Me acerco al dormitorio, siento aún el sexo sobre las sábanas, húmedo, pellizcante, humano, todavía su recuerdo me excita, me produce un cosquilleo entre las piernas. La música continúa, y yo, algo ausente, sintiendo por primera vez el vacío del día, me siento en una silla e intento leer sin conseguirlo, los titulares del periódico. Las letras se alargan y tú, al chirriante sonido del freno de la máquina, sientes un resorte que se quiebra dentro de ti. Te levantas, y sales del vagón. Yo pienso, me hundo en imaginar qué tiene este día para ser tan frío. Y siento calor en una brisa que me alcanza. Una brisa imaginaria, que va a detonar el impulso de atrapar mi abrigo, mi bufanda de líneas de colores, y salir, escaleras abajo, como en un tornado que gira con fuerza titánica . Al llegar al segundo piso agarro con fuerza la esquina del pasamanos, dejo mi olor en ella. Las escaleras mecánicas te alzan en la tarde, en las nubes frías que se rasgan en el horizonte añil. Mi cuerpo, todo abrigo, bufanda que gira en mi cuello, recorre la calle estrecha, y el cartero me mira con sospecha, también la anciana del segundo que vuelve con la compra en mano... No veo el final de la calle, no lo veo. Me siento volar sobre los coches que se aprestan a enfrentarse al último atasco de la tarde. Detrás, apoyado en la esquina, espera tu mirada. Mirada y labios que se cruzan en la tarde, que no dicen nada, que lo dicen todo. Respirar el crepúsculo, soñar, y hundirse de nuevo en la rutina que nos dirige, a un nuevo vagón, a un nuevo titular no descifrado, a un café, a una noche nueva de sexo, al sueño que repara y deshace.
De regreso, he vuelto a ver algunas escenas de la ventana de enfrente, de Ferzan Ozpetek. Giovanna (Giovanna Mezzogiorno) bajando esas escaleras me persigue desde hace meses. Ese arrebato de la vida posible que se le escapa abajo, ese pastel que prepara entre sus manos, y que deja impulsivamente para salir corriendo en un instante, ese resbalar en la esquina, la desesperación, esas zapatillas que dificultan la bajada atropellada, el corazón en un puño, esa mano que deja una leve mancha de harina en la esquina del pasamanos, el aire de fuera que no envuelve finalmente ya a nadie, y esos ojos asustados de Giovanna. Sí, la vida puede llegar y pasar de largo, si no la asimos con fuerza. Pero, para hacerlo, debemos querer hacerlo con fuerza, con decisión. Ella deja pasar a Lorenzo, y Lorenzo la deja pasar a ella. Hay personas que cambian nuestra vida. Otras, que nos hacen reflexionar sobre si queremos lo que tenemos. Acertar o errar, sólo depende, en realidad, del corazón. Me sigue conmoviendo la actuación de Massimo Girotti, en su último papel en el cine. Su recreación del enigmático amnésico Davide, que va desvelando poco a poco su oculto e intenso amor por Simone, se deshace en su mirada de una forma conmovedora, con la sencillez que sólo un grande podía llevar a la pantalla. Su pasión invisible, entregada, nos desarma cuando los fantasmas entran en escena y las miradas certeras del deseo cruzan la pantalla, dejándonos sin aliento, emocionados por su sinceridad.

20 de febrero de 2006

La Scuola degli amanti. Una mirada compartida de Cosí fan tutte

Cosí fan tutte Kv588, ópera bufa en dos actos. Música: W. A. Mozart. Libretto: Lorenzo da Ponte

Introducción.

Invitado: Ferrando, alguien especial, con quien he compartido últimamente mi pasión por esta ópera y a quien pedí que escribiera una pequeña introducción

Ferrando:
Un'aura amorosa del nostro tesoro
un dolce ristoro al cor porgerà.
Al cor che
nutrito da speme,
d'amore,
di un'esca migliore bisogno non ha.
(acto I, Cosí fan tutte)

La sensualidad se vuelve música en cada rincón del Cosí. El juego, el riesgo, incluso el desafío. Cuatro vértices asediados por la astucia de don Alfonso y la picardía de Despina, dignos herederos de la commedia dell’arte, cuyos designios guiñolescos se tuercen imprevisibles al igual que se retuerce e inventa casi todo en Mozart. Así, el aura amorosa que canta Ferrando traspasa el pentagrama y se hace, ante nuestros atónitos oídos, eminentemente carnal. Jubilosamente libre. Una ópera que recoge el tópico literario de las pruebas de amor para subvertirlo sin fisuras. Para transgredirlo desde la ambigüedad. Para alejarse de la moral rígida y vetusta de quienes no son capaces de entender la vida como suma de sentidos, de impulsos, de latidos comunes. En el Cosí laten cuatro corazones que se estremecen al tocarse, al sentirse, al saberse próximos. Y se prometen fidelidades mientras huyen o preparan la huida mientras les asalta el amor en toda su crudeza. Así son todas, reza el título de esta ópera. Así son todos, nos alerta su desenlace. Así somos. Así –si nos atrevemos a beber la vida en su plenitud- deberíamos ser. Piezas que siempre pertenecen a más de un puzzle. Piezas polisémicas que, en el aura adecuada, sienten el corazón latir tan fuerte como la música –sublime, siempre- de Mozart.

Mi visión.

Hoy, aprovechando que El País regala una edición del Cosí fan tutte, quiero hablar de esta ópera, mi favorita de Mozart, y quizás mi favorita de toda la historia de la ópera. Las razones para ello son demasiadas y no quiero entrar a enumerarlas. Hay muchas personales, puesto que el asistir a esta ópera en directo varias veces ha abierto y cerrado ciclos importantes de mi vida. Pero el arrebato viene del origen mismo de la música, del hallazgo de Mozart para crear, a partir de un pretexto absolutamente frívolo y hasta mezquino, una reflexión honda sobre la naturaleza humana, sobre los anhelos y las debilidades, sobre el hecho de enfrentarse con estupor a las emociones del mundo a través de nuestras reacciones ante el hecho sentimental y ante el magnetismo de la carne y de los deseos.
Lorenzo da Ponte, libretista de la ópera, subtitula la obra “la scuola degli amanti”. Y parte de un argumento con un tema muy superficial sobre el papel, en el que los protagonistas juegan a apostar la fidelidad de sus amantes (hermanas entre ellas), haciéndolas creer que se marchan a la guerra y retornando disfrazados en forma de caballeros albaneses que intentarán conquistar cada uno a la doncella del otro en un juego cruzado de seducciones que crea situaciones realmente curiosas. Toda esta farsa es ideada por el “filosofo de la vida” Don Alfonso, que se ve ayudado en su empeño por demostrar la infidelidad innata de la mujer por Despina, la criada de las doncellas. El libreto de Da Ponte tiene el hallazgo de hacer girar la acción dramática en estos personajes secundarios, que traman la historia y la retuercen hasta donde quieren, demostrando a su vez otra apuesta que en realidad está patente sin ser hablada, la del cuestionamiento del poder de la clase superior sobre la clase dominada. La historia se puede observar como un desafío al poder establecido y un grito a favor de la igualdad de clases. Esta critica es muy velada, pero evidente, y el carácter cómico de la obra lo refuerza.
Sin embargo Mozart se centra en otra segunda lectura, yendo a un más allá en esta historia frívola y banal, donde los personajes y sus reacciones, además de las situaciones a las que se enfrentan, no son en absoluto creíbles... Donde las mujeres parecen caer en la seducción ante cualquier simple palabra de amor, donde la pureza y la castidad parecen irrealmente pétreas, pero caen con un soplo leve de ardor, donde el engaño parece un juego sin consecuencias... Mozart, sin embargo, consigue aprovechar esta llamémosla sit-com del siglo XVIII, para hacernos reflexionar. Reflexionar sobre lo que normalmente más nos importa, es decir, los sentimientos. Y lo hace siguiendo el hilo de este cóctel de celos, seducciones, fidelidades e infidelidades, y demás representaciones de la volubilidad e inseguridad del alma humana que es el guión de Da Ponte.... Para ello se remite a un “segundo nivel”, que es el nivel orquestal, el nivel de lo musical en su desnudez. Mozart improvisa un laboratorio donde meticulosamente experiementa sensaciones. Su música aquí fluye ecléctica, desgranando mil sensaciones, una sorpresa continua que sin embargo hila constantemente con un grave de fondo, un grave que deja al descubierto para quien sepa escuchar un impulso que lleva las palabras aparentemente jocosas a un estado reflexivo, melancólico a veces, que deja expuesto en un entrelíneas musical la descarnada alma humana:
El sonido de la cuerda de la orquesta, luminosamente radiante, se vuelve con frecuencia grave y yo diría trisitísimo, tañendo a golpes certeros, una emoción que nos conmueve. Así, por ejemplo, en el final del primer acto, es patente que el acercamiento de las dos doncellas hacia los dos caballeros que fingen morir bajo el efecto de un veneno que han tomado por causa del desamor de ellas, en la comicidad de texto y situación, Mozart penetra en nuestra intimidad con una orquesta que nos transmite, a ritmo de latidos de corazón, ese asalto agudo de un amor que brota volcánico a la vez que iracional y prohibido, pero que quizás Fiordiligi (¿quién no?) no es aún capaz de reconocer.
El abundante uso del viento en la parte orquestal, que deja patente una sutilidad y un enriquecimiento de matices que está más allá de las palabras cantadas. Desde la obertura inicial hasta los tutti vocales, pero con un ejemplo evidente en el rondó del segundo acto, donde Fiordiligi se pide perdón a sí misma por ceder al amor que la invade sin que ella pueda hacer nada por remediarlo, acompañada de esas flautas y, sobre todo, esa trompa bellísima, que subraya la melancolía y la humanidad de sus palabras con un fraseo mozartianamente inolvidable.
El tono incisivamente menor de los recitativos, de un carácter agudo y extrañamente dramático como en ninguna otra obra del músico, que ahonda en una oscuridad que toca más los sentimientos universales que evocan los personajes que el simple argumento que trasciende en la superficie.
Mozart era un genio y en sus manos todo alcanza una dimensión trascendente, que araña un extraño más allá. Escuchando esta ópera desde su tejido musical, impresionantemente perfecto, es imposible que los personajes no queden como meras marionetas de la comedia, más dramática, que dibuja la música y que nos susurra entre líneas, como un hilo conductor, un grave sentir que se despoja de todos estos sentimientos de los que habla la obra (seducción, infidelidad, infidelidad, celos....qué importantes que son en nuestra vida!!) y que no es otro que la amarga realidad humana de la soledad, ese vacío que nos mueve a al amor y al desamor, pero siempre (volviendo al inicio, cerrando el círculo) enredado en nuestra eterna e inevitable inercia a buscar, a seducir, a dejar volar el deseo, a caer en el desengaño.
En fin, más allá de todo ello está siempre el milagro mozartiano, que nuevamente nos deja asombrados. Asombro por una música que se retuerce en la perfección, por una ópera que, a pesar de su carácter casi camerístico, hace brotar una ingeniería de voces y conjuntos que raya en una perfección, que nos deja estupefactos en un lirismo y, a la vez, en un dinamismo, que vuelve a ser de nuevo motivo para celebrar con gozo ese milagro diario de la existencia. Existencia que en compañía de Mozart, por supuesto, se alarga, se alarga en líneas de infinita verdad y belleza.

17 de febrero de 2006

Soave sia il vento

Comienza un nuevo viernes, con las bolsas del hipermercado en la mano, y el móvil que con su vibración me indica la llegada de un mensaje. Un mensaje que anuncia que el fin de semana no tendrá epílogo. En la muchedumbre, deseo estar solo un instante, pero no es posible. Debo imaginar mi soledad, fantasear con ella mientras la gente se agolpa para salir del centro comercial a empujones. Es viernes y la gente acude rápida a sus planes.
En la radio del coche busco música clásica, que amortigüe un poco el desconcierto de coches impacientes por salir raudos a la orden verde de los semáforos, a girar y adelantarse a los más pacientes... La puerta del fin de semana se abre dibujada de verde, brillante y fresca. En los restaurantes los manteles limpios aguardan ya con cierto cosquilleo que los secretos de tertulias sinceras y superficiales se entierren en sus hilos.
En casa, me dispongo a descansar un rato mientras en mi cabeza ordeno con cariño los acontecimientos de la semana. Me sonrío mientras observo mi mano que descuidada acaricia el pantalón vaquero.
No debo esperar llamadas, no tengo que buscar a nadie. Mi viernes ya está planeado, con una de esas fechas que llevan tiempo jugando en la cabeza, transformándose y pasando de curiosidad a impaciencia, de impaciencia a inquietud, de inquietud a tranquilidad. La música también está en sordina, escondida aún en la guitarra que respira aún desnuda en una silla.
Cada uno con sus pequeños hilos de vida se dispone a colmar la ilusión de la semana, o del mes, o del año. Nadie sabe qué puede pasar. Al final he decidido no ir solo, aumentar las posibilidades de que se crucen vidas me parece tentador para la noche del viernes. La noche es aún una incógnita. Luego vendrá el sol de la tarde, las lecturas en el sofá o los paseos por la montaña. La compañía de una sonrisa día y noche. Una espalda donde abrazarse la noche y dos o tres encuentros con amigos que no he visto hace tiempo. En la imaginación quedarán tardes naranjas y juegos confidentes. Miradas y alientos que aún recuerdo con secreto temblor. De repente, mientras giro la llave de casa para cerrar la puerta, un nombre despierta en mi pantalla de móvil. Todo se desmorona en un instante. La fantasía llama con fuerza y yo, bajo las escaleras a impulso de golpes en el pecho.

16 de febrero de 2006

El andén


Has mirado hacia la derecha. Yo hacia la izquierda. En realidad los dos miramos al mismo lado. En realidad ambos miramos a los ojos del otro, de pie, en cada lado del anden, a la espera de que el convoy nos separe y nos lleve a nuestro mar privado. En el fondo, ambos pensamos que dos o tres minutos más de retraso aumentan el placer de mirarnos un poco más, en esa distancia equívoca del espacio de las vías. En la espera, observada, muevo mis pies adelante y atrás, como en una danza lenta. Cruzo mis piernas, imagino que te abrazo con ellas. Y sonrío. Y te delato en el secreto, en el deseo. Un deseo que quiero que lleves contigo a casa, o dondequiera que vayas. Enlazado a tu pensamiento, enredado en él, cruzándote en la melancolía del vagón lleno de almas que retornan al hogar. Diluido en esa mirada que lanzas al chico de gafas alto, que te recuerda a mí. Sugerido, en ese pensamiento fugaz que cruza tu imaginación, mientras imaginas la piel que se adivina debajo de su camiseta. Y te hundes en el túnel mientras yo te envío un beso que se lleva el aire que se desplaza. Y saludo, reverencia a los habitantes del andén en un gesto que sólo despierta indiferencia, alguna sonrisa cómplice, en esas otras personas que siguen a la espera mientras sienten envidia de los que han tenido que esperar menos para subir.
Desde la ventana, la escasa luz del exterior se pasea alargada por tus pupilas, y sientes que el beso (sí, te has dado cuenta) persigue al vagón pero no, no lo alcanza. Porque los besos te llegan con retraso en la aceleración de la tarde, de incumplir tus planes, de torcer el camino bajo el deseo de un encuentro del que esperas confirmación en la pantalla del móvil. Y que al final, llega.
Yo subo a mi vagón, en sentido contrario, y pienso en nuestros pasos ascendentes, en nuestra conversación deshilvanada, que cosemos nosotros de mordiscos y manos veloces. Y en mi tarde quebrada. Inclinada al deseo, a la tentación de un color que de repente me desafía desde la pantalla del móvil. Y acudo a él, porque plegar la ciudad y encontrarte se convierte en un instante en la aventura más apetecible.
Nuestras reflexiones, acaso imaginarias, caminan en sentidos opuestos, en vagones opuestos de una línea que no tiene prisa por llegar a su destino. Y en ese anden, espejo imperfecto de nuestra simetría vital, yo rompo la regla para ofrecerte mi papel de intérprete, de sonrisa, de imán. Y tú, en tu mirada inquieta, me diriges, sientes jugar tu fantasía con el deslizar de mis pies en el suelo.
Somos artífice e impulso: partícipes, sonrientes dueños de manos que se desbordan, de bocas que se buscan, de pasos que se persiguen, de miradas que se delatan, pero juegan a no saberlo.

14 de febrero de 2006

Silencios


No quiero hablar de mi idilio con el piano, salpicado de innumerables infidelidades con otros instrumentos. Al final, siempre vuelvo a él, porque me llena, porque es el que más se acerca a mi forma de expresar, única, pero a la vez con la extraña capacidad de la polifonía.Ayer, en mi silla de abono del Auditorio, contemplando al gran Sokolov, ese divo con aire indiferente en su paseo hasta el instrumento, que se sabe genio y despliega esa sencillez escénica, que uno no sabe si es timidez o arrogancia, quedé de nuevo arrebatado. En este mundo desvirtuado hasta la saciedad y centrado en copiar y reproducirlo todo, es una sorpresa encontrarnos con un intérprete que es capaz de hacer que la obra sea creada en sus manos, que nos suene a recién inventada. Él tiene ese don exacto de la interpretación, transformando la obra e incorporándole su mirada, pero respetando el espíritu del compositor. Y con ello, consigue conmocionar, provocar, exaltar. Y hacerlo, además, desde esa aparente sencillez. Desde cualquiera de las obras del repertorio alemán (y eso en música es hablar del más sublime de los repertorios, del más grande) que abordó. Desde el Bach de la suite francesa número 3, que hizo movimiento universal y sonido de estrellas detenido en la Sarabanda, hasta la pasión desgarrada de la primera sonata de Schumann que quizás desestructuró demasiado en sus pasajes apasionados, pero que ciertamente convenció por la sinceridad de su enfoque, coherente y siempre sutil, perfecto en lo técnico y rotundo en lo espiritual, verdadero fresco de un universo interior que desde la locura enfermiza del músico, nunca deja de asombrarme. En el corazón del concierto estuvo el Beethoven de la sonata Tempestad. Ahí donde Sokolov quiso hacer su refugio, en esa partitura llena de dudas, de preguntas, la mayoría sin responder (ya le llegaría el turno a los románticos para hacerlo), que marca ese cambio en la forma de hacer en piano de Beethoven. Y ahí, con esa apabullante técnica del pedal que tiene, consiguió los silencios más hermosos que yo haya escuchado jamás. Escondidos en la partitura y perfectamente definidos y necesarios. La suavidad de sus pies acariciaba las notas que los provocaban. Esos silencios dieron sentido a mi noche, ¡a tantas noches! En su generosidad, Sokolov siempre nos regala muchas pequeñas piezas fuera de programa, sobre todo del gran Chopin, del que se sabe interprete de referencia en los últimos tiempos. Verdaderos regalos. Y al final, como si a mí sólo me estuviese hablando, en su parsimonia estética, nos regaló, sin razón alguna aparente, esa sonata de Scarlatti que siempre he guardado en mi corazón con las manos de aquel a quien primero amé en mi vida. Sí, claro que dejé de respirar, y casi de vivir... Sokolov es un genio, de la música, de los silencios, de los sentimientos, de las casualidades. Gracias.

13 de febrero de 2006

Mozart y el abismo del mar


Concierto nº 20 para piano y orquesta en Re menor, K466.

Cuando yo era adolescente, vivía en una casa que miraba al sur, a un sur de cielos azul blanquecinos, desvirtuados por el poder del sol. Me gustaba desde allí mirar al final del horizonte, a los tejados del centro, a la magnética giralda que se torcía para mirar de soslayo. Los campanarios, los colores y las antenas.
Desde mi discreta pasión por el entonces obligado vinilo, adquiría con fervor aquellos discos de la sección del círculo de lectores de los que mi madre me dejaba elegir cada mes un ejemplar. La colección tenía un diseño que imitaba el papel de periódico y en ella las obras e interpretes también aparecían según la disposición de un diario. Eran versiones que era capaz de identificar como diferentes a las que lucían los discos (ya en aquella época comenzaban los flamantes compactos a exhibirse en las estanterías) de la Deutsche Grammophone, con fotos seductoras y artistas que siempre parecían tener un punto de glamour. No adivinaba yo que aquellos, en el fondo extraídos de los fondos de RCA, correspondían a grabaciones de esa época histórica en la que las orquestas americanas se vieron tocadas por el halo mágico de los músicos que huyeron de la Guerra Mundial y se terminaron exiliando después en los Estados Unidos, y que constituían una gran élite de la música en la Europa de antes del 40. Así, orquestas aparentemente poco sofisticadas como la de Dallas, Detroit, Pittisburgh, Marlboro o Columbia se vieron convertidas en orquestas de primer rango, competidoras de las grandes americanas y europeas. Fue un sueño que el dinero americano contribuyó a hacer de américa una continuación en general del mundo intelectual europeo de la primera mitad del siglo XX.
Aquel mes no había nada que me interesase, y decidí, a pesar de todo, pedir un disco con los conciertos para piano de Mozart, que cuando llegaron a casa, admito que pasaron una temporadita en la estantería, sin abrir. En aquel momento yo no sabía deducir que nombres como George Szell y Rudolf Serkin, eran nombres mucho más grandes de lo que imaginaba. Ellos miraban con pose antigua e hierática desde la cubierta, fundidos en el diseño austero que les habían elegido. Y yo los tuve olvidados en aquella estantería durante meses. Mozart era aún para mí ese músico bromista de la pequeña serenata nocturna, lejos de las melancolías románticas de veinteañero que me invadían en aquellos años y que más se acercaban a lo que me podía proponer Brahms o Schumann.
Una mañana de domingo, sin embargo, me quedé solo en casa. Era una mañana de invierno, llena de luz, casi irreal, que redondeaba la perfección estética de sentirme solo en un espacio, de disfrutar de que mis pensamientos se expandiesen por toda la casa. Y caí sobre ese disco, amarillo y negro. Lo abrí y decidí que tenía que darle una oportunidad. Era la versión del concierto número 20 de Mozart por Rudolf Serkin y la orquesta de Columbia dirigida por el (ahora lo sé) gran George Szell.
Desde que las primeras notas, confusas, de la cuerda comenzaron a sonar, algo profundo se conmovía dentro de mí. Porque aquella no era la música del clasicismo que yo esperaba. Era una música sutilmente profunda, que entraba dentro de mí. Y mi casa con ella se convirtió de repente en playa infinita, y el cielo en mar que me lamía los pies, en espuma que llegaba y partía, y Serkin que acariciaba ese desconcierto imposible que sentía yo con la vida. Nunca antes ni nunca después he sentido que una música pudiera representar, en su absoluta falta de vinculación con la palabra o las ideas, de forma tan nítida, lo que yo soy, cómo yo siento. El mar, continuamente cerca, significando el borde de ese abismo que es a la vez deseado y temido, pero que en los días de calma amansa infinitamente, seda los sentidos, los envuelve, y te deja deambular por su orilla hasta el infinito. Con el Romance que le sucede, descubrí que cada vez que el mundo me aturdiese, podía volver a él, porque me sosegaría, como aún sigue haciéndolo, en mis ratos de incomprensión con el mundo. Con el rondó final, sentí lo que probablemente habría sentido alguien de la época escuchando esa furia, más propia de un Beethoven (no en vano era su concierto mozartiano favorito) que se desataba y que concentraba y proyectaba hacia fuera toda esa tempestad, toda esa lava dormida que siempre he guardado dentro de mí. Imagino a alguien del siglo XVIII acostumbrado a las artes de un Haydn o de un Boccherini, verse totalmente atrapado por la furia de este movimiento, de esos violines y ese viento que desde una renovada forma de describir, hurga en nuestros rincones y nos desata desde los instintos más recónditos. ¡Dios!, me dije, y no podía creer lo que sucedía. La música salía por ventanas, por puertas, y yo quería gritar, quedar exhausto de probar esa belleza intensa y sensual, era mi primera iniciación, mi primer escarceo con el lado carnal de la música. Brahms me dejaba esa ansia profunda de belleza que me hundía en la melancolía. Pero Mozart no, me proyectaba, me realizaba, me lanzaba al mar y a las estrellas, sin melancolía, con intensidad. Era la vida que me atravesaba, que me invitaba a vivir cuando yo aún no sabía que me estaba esperando en la siguiente esquina.
Aquel disco desapareció hace muchos años, olvidado por no ser compacto y sustituido por las más modernas versiones de Serkin de los conciertos mozartianos, con Claudio Abbado en los ochenta... Pero tengo que confesar que no es lo mismo, Aquel Serkin anciano sacaba de sus manos un Mozart dulce y cristalino, perfecto, pero se había olvidado de aquellas oscuridades de juventud. Así, esta mañana, cuando he ido a por el País, recordando que el concierto 20 de piano era uno de los que ofrecía en su colección de Mozart, he recordado violentamente aquel sonido de Serkin en juventud, y he debido pasar de largo. Amazon me asegura que en pocos días tendré en casa la versión histórica de juventud, con esa orquesta de Columbia que ya nadie sabe qué es de ella...

12 de febrero de 2006

Apolo

Hiciste bien en escaparte. En doblegar la realidad a los deseos de Apolo, que esperaba con mirada fría que nuestros besos le acercasen su carnalidad olvidada. Y reír por nuestra calle, que sube y que baja, y que nos hace esquivar la mirada al ruido y a las otras miradas, pero que acelera tu boca en un instante. Y recorrer nerviosos la oscuridad dentro de la luz, y llegar a la frontera de la piel, para dejar en ella la marca del futuro deseo.
Dos océanos se persiguen en su redondez. El círculo quiere cerrarse pero la tierra seca sus bordes. Y las corrientes submarinas, en su espesor, en su turgencia, en tu indecente tibieza, siguen acelerando haces de luz azul, como en una película de Lynch. Y los coches siguen su recorrido, las parejas sus besos, los curiosos sus miradas... El ritmo de la ciudad, que sigue su vertiginoso descenso a un sábado en el que olvidar la mediocridad de la semana.... cada uno en su danza y en su veneno, pero con nubes de Apolo aún en la memoria. Ella, en su azotea, seguro que se sonríe.

10 de febrero de 2006

Mozart y las estrellas


En los charcos de las calles de Madrid, los gatos han visto esta noche reflejadas las estrellas. ¡Qué raro!, habrá pensado algún lúcido, que siempre los hay, si en Madrid no se ven las estrellas nunca. Son aquellos dos locos, ¿no los ves? Se les caen de los bolsillos.

Esta mañana, con el sueño pegado a mis párpados, y el temblor de besos de imposible definición aún agarrándose a mi deseo, distingo todavía las estrellas que nadaron entre los charcos, mientras caminábamos en inútiles rutas hacia la negación del amanecer. Y, sin embargo, el sol está levantándose ya, rozando levemente los tejados y formando nubes en mi estómago. Nubes de manos y miradas, lluvia de palabras torrenciales pronunciadas en mi noche de gato, de felino minúsculo que se funde con los estados de la luz caprichosa que nacen de una farola vertical o que se cuelan entre las franjas irreales de una persiana para recortar tus movimientos. Mi memoria no puede detenerse, recorre veloz los estados de mi ánimo, que ayer viajaron por la longitud de un día inolvidable. Y Mozart, en su alquimia poliédrica, se defragmenta, en drama y comedia, existencia y júbilo. Y sobre todas las melodías escuchadas ayer, mi nuevo Exultate Jubilate, incidiendo con alevosía en mis neuronas, abriendo un camino de ternura melancólica en la que recorrer la noche de deseos que juegan a esconderse entre miradas tímidas. Y se fragmenta de nuevo, en un sonido único que nace y se despliega como las olas del minueto de la sinfonía 40, escrito desde la necesidad de crear, de llegar más allá. En un mar que funde, que atrapa la carne, que extiende la espuma, que cubre y descubre, que enlaza. Como mis manos y las tuyas, como mi mirada y la tuya, como mi boca y la tuya.

9 de febrero de 2006

Un coeur en hiver

Algunas noches de invierno, sin razón aparente, retorna, de ese otro invierno, tu mano sobre mi espalda. Y entonces recojo en mi memoria las palabras que, sí, me dijiste la primera vez, en tu coche, debajo de mi casa: yo intentando convencerte de que subieras, con el corazón acelerado al sentir tus dudas que yo las imaginaba sólo como resistencias. Pero lo dijiste bien claro, "si subo, es para pasarlo bien, pero no va a significar nada". El corazón enamorado no escucha algunas palabras. Sólo las he recuperado en su correcta pronunciación muchos años después. Yo deseaba amarte, y dejar que esa sensibilidad con la que me sedujiste, cerrara su círculo en nuestra piel y en nuestras entrañas. Y quizás sí lo fue aquella primera vez, en aquel descaro con el que dejé entrar a mi amante en mi casa compartida. Con el salvaje dulzor de tu lengua y el leve sonido de tu respiración.. Te quedaste a dormir. Ahora entiendo que en realidad sí fuiste mi amigo, y por eso pudiste. Porque lo necesitabas en tu asfixia existencial, en la soledad del abismo que se abría en tu vida de aquellos años. Llegaron los siguientes acercamientos, y yo me sentía una Jessica Lange que quería destrozar la mesa de tu cocina mientras mezclábamos nuestros sexos con ritmo volcánico. Y tu, desatabas mi arrebato con tu mano sobre mi espalda. Recogías mi deseo y lo transformabas en ternura. Los enamorados somos miopes y no podemos entender la obviedad de la no correspondencia. Fuiste generoso, supongo, porque fueron muchos meses los que me sosegaste con tus dedos. E incluso, en un engaño conseguido por mi inteligencia, en el fondo equivocada, llegaste a pensar que aquel sexo frenético y aparentemente carente de amor, en el que explorábamos y nos divertíamos con frivolidad, se terminaba ahí. Y sin embargo nunca supiste de las noches de insomnio y ansiedades que sufrí compartiendo tu almohada. Mis reflexiones siempre me traían a la cabeza aquella mirada profundamente inquietante y frágil de Daniel Auteil en "un corazón en invierno". Yo sabía que tu corazón estaba en invierno, que no podías amarme. Pero en una inexplicable vuelta de tuerca que mi mente era capaz de formular para mí, me dejaba arrastrar por ese sentimiento, sólo aparentemente femenino, de ser redentor del alma amada, y soñar con que el invierno terminaría, y yo te llevaría a esa primavera en la que finalmente entenderías que era irremediable que te enamoraras de mí. Entonces llegó aquella primavera injusta de año impar, y fuiste deslizándote de mi vida, de mis dedos, de mi obsesión. Quisiste hacerlo poco a poco, por mitigar mi dolor en un proceso progresivo que pudiera deshacer todos los vínculos que habíamos creado. Siento aún el peso de aquellas noches en las que me faltaba el aire, en las que sentía escapar la vida, y la ilusión. Y el desconcierto que me provocaba la incomprensión. Me sentía Emmanuelle Béart en su vórtice de desconcierto ante la frigidez sentimental de un Daniel Auteil que sólo sabía mirar en su curiosidad, pero que intuía esconder un secreto que nunca podíamos conocer. Pero esa omisión no era ningún engaño. Era una omisión que no omitía más que la nada, o quizá sólo las barreras indestructibles de quien no se lanza a la vida ni a la pasión con convencimiento. Durante todos estos años de consciente olvido, siempre he querido dejar la puerta semiabierta, porque la omisión de tu secreto me seguía inquietando, creando espacio en mi deseo para imaginar que me recordarías y que podrías volver.
Tuvieron que llegar mis inviernos de año par, y el amor verdaderamente correspondido y liberador, para que la razón me devolviese mis gafas para verte. Sí, ahora te miro y te veo como eres, y como fuiste. Alguien herido, quizá, por la vida. Pero definitivamente no ese ayudante de Luthier que lanzaba miradas equívocas a la intérprete de Ravel. No me puedo engañar. Tú buscabas a alguien a quien desear. Y yo, no era el objeto de tu deseo.

8 de febrero de 2006

Cinéma

Cuando yo era pequeño, en casa, veíamos todas las películas de la televisión. En esa época en la que sólo había dos cadenas y las películas que se emitían eran en su inmensa mayoría películas de hacía más de 15 años en el más reciente de los casos. La hora de la película era sagrada, y en muchos casos, si la película lo merecía, hasta excusa para no tener que acostarse temprano. He descubierto más tarde que en otras familias no era así. Que en otras casas no se veían las películas de la tele (de aquella época) y que el "blanco y negro" era considerado un verdadero tostón (yo, sin embargo, tenía la percepción de la las pelis en Blanco y Negro eran las "buenas").
En fin, en aquella época no era yo consciente de que cada casa, cada familia, tiene su forma particular de ver las cosas y que ésta difiere profundamente en muchas ocasiones de una puerta a la vecina. Tampoco era yo consciente de que mi madre era una cinéfila empedernida y que ese amor por el cine, tenía mucho que ver en la percepción que del cine nos hizo tener. Mi madre siempre ha sido muy vehemente en sus gustos, algo que creo haber heredado (por fortuna) y las películas que le gustaban a ella, siempre venían precedidas de grandes augurios por su parte... Ella siempre había visto las películas en el cine, en "su época". Y sabía transmitirnos esa necesidad de ver el cine y sentirlo con la pasión que lo sentía (y lo siente) ella.
Con este precedente, me encomiendo a la tarea que yo mismo propuse: resaltar 5 películas.
En mi caso, he decidido apostar por películas que no tienen que ser las mejores ni siquiera mis favoritas, pero son en todos los casos películas que me han cautivado en su primera vez (quizás no después) y que han contribuido con rotundidad a alimentar mis pasión por el CINE. También he decidido renunciar a mencionar películas más recientes, porque en los últimos 15 años yo he sido ya totalmente consciente de que el cine era algo importante en mi vida... Quizá en otros textos deje caer (sin duda lo haré) películas más recientes.
Doctor Zhivago. Porque para mí supuso el descubrimiento de la fascinación visual y plástica del cine y su capacidad para recrear paisajes físicos y humanos absolutamente cautivadores: fue el descubrimiento de lo que el cine podía sorprenderme.
Porque me sentía demasiado identificado con ese Yuri poeta que se sentía incomprendido y que buscaba intensidad en la vida. Porque la música de Jarre me arrebataba y me descubrió ese importante papel que la música juega en el cine. Yo creo que esta película, a pesar de quizás no ser la más redonda de David Lean, apunta muchos elementos que después se han desarrollado mucho en el cine posterior.
Gilda. Para mí fue el descubrimiento de la sensualidad y de la fatalidad del amor. Yo quedé abrasado literalmente por esa relación tormentosa de Glenn Ford y Rita Hayworth en la que sólo se adivinaban los hechos, pero que mantenía un secreto oscuro que nos inquietaba y nos hacía estremecernos. Recuerdo sentarme sólo ante el vídeo y repetir innumerables veces la escena donde ella brinda por la mala suerte de la mujer que había herido a Glenn Ford, con ese arrebato que nos revelaba el secreto de ese Don Juan Femenino que se lanza al desastre sin temor. A mí me temblaba el interior al verla y reconocer yo dentro de mi una fatalidad latente que aún no había comenzado a "sentir". Esta película sirve un poco de representante de otras muchas (Perversidad, por ejemplo de la que ya ha hablado alguna vez con alguno de vosotros...Laura, la mujer del cuadro...)
Vértigo. El cine americano de los años 50 y 60 me fascina. Las películas de Ophüls, Stahl, Ray, Hitchcock y tantos otros. Para mí vértigo tuvo esa fascinación del personaje de Kim Novak, con su doble personaje, ese provocador voyeurismo que inyecta Alfred, esa fascinación arrebatada, aún desde la frialdad de su prisma. Pero esta es una representante de innumerables películas más o menos contemporáneas que me gustaría poner en un lugar de honor (Picninc, La noche de la Iguana, Que el cielo la Juzgue... Aquí la lista sería interminable).
La ragazza con la valigia. Una película quizás menor, pero que a mí me cautivó tremendamente, por ese modo especial de hacer del cine europeo, en su descarnada sinceridad y en su apuesta por dejar fluir una mirada no convencional sobre las cosas. Por su lírica y por la fuerza de los personajes en una adolescencia retratada con maravillosa delicadeza por Zurlini. Acaba de salir en DVD y la he comprado... Y creo que hay alguien por ahí que está invitado especialmente a verla conmigo. Esta película representa aquí de alguna forma al cine europeo de los 50 y 60, los franceses y la nouvelle vague, el neorrealismo italiano... ¡tanto cine estupendo!
Bleu. La película de Krzysztof Kieslowski me resultó también todo un sobresalto, una manera diferente de mostrar historias "de otra forma" en el cine. El poder de lo visual, la plástica escénica conducida a hacernos sentir con fuerza. La elipsis y las incomprensiones, ese cine que deja que el espectador entre en le película y se implique en ella. Fue mi convencimiento del apasionado fervor que profeso por la cultura y el cine francés, que en aquella época ya se complementaba bastante con su literatura. En fin, es mi pequeño homenaje a la cultura que más admiro. Al concepto de civilización que han inspirado y a los valores que nos han aportado, que forman parte irremediablemente de nuestra europeidad. Bleu para mí representa también en esta lista a tantas y tantas películas que en los últimos 15 años me han fascinado.

7 de febrero de 2006

Inflexiones


En la contraportada de la vida de estos días, he olvidado leer el argumento, la síntesis de lo que me está pasando. La naturaleza, en un imperturbable continuo de noches heladas y tardes de sol, no me envía signos ni advertencias. Ha habido una distancia que ha ocupado toda nuestra cercanía. Una distancia que se ha instalado entre miradas, periódicos leídos a destiempo y cenas en la cocina. En la cama y en los desayunos descoordinados y sin miradas comunes. Bebo con nostalgia un vaso de agua, después del café, y en él se ahogan mis palabras. De repente las tuyas te han salido ásperas y nos hemos ahorrado el “te quiero” que esperaba en los labios. El camino hasta el autobús es frío cuando no me miras a través de esas gafas como otras veces, desde esa profunda ternura que me hace olvidarme del mundo. Mis pensamientos se han ido cayendo por la calle oscura, a ritmo de los frenazos del conductor. Leo mi historia en los ojos de esa chica que cada mañana se tropieza conmigo al irse a sentar en el asiento de al lado. Hoy no ha sacado su libro de lectura. Yo tampoco. Nos hemos mirado y ella ha sonreído. Después ha vuelto la cabeza hacia el cristal, hacia la noche, y sé que se la ha escapado una lágrima.
Cuando duermo de espaldas a ti mis sueños no son bonitos, amor. Necesito tus manos cerca, y tu respiración tibia de frente a mí, para fundir nuestros deseos no confesados, que se pasean juntos por la sábana mientras jugamos en sueños. Sabemos que necesitamos perdernos, alejarnos de vez en cuando, cuando no entendemos que la vida sigue siendo extraña. Sabemos que somos felinos que necesitan la soledad con capricho, y volver cuando se termina la noche de las palabras. La vida no nos deja tiempo para sentir sus leves mecanismos, sus incomprensiones.
Ver salir del vagón del metro, de vuelta a casa a mi hermano de secretas palabras, a mi felino favorito, en simétrica mirada y negro jersey, como en un imposible desafío a lo que puede suceder, me ha zarandeado con firmeza. El río de palabras y mi emoción desbordada han templado al sol del mediodía una confidencia sutil y llena de reflexión, de inteligencia siempre compartida. El desbloqueo de mis palabras ha fluido y ha encontrado inflexión en un abrazo inmenso en el que discretamente he querido embriagarme de su piel un instante. Nuestras estrellas se han separado y el día encuentra, lentamente, su significado. Has vuelto a casa con una sonrisa de las que brillan. Y lleno de intensidad para mí. He respirado dentro de ti y has entendido que mi animal ha regresado. Cargado de ríos de lava, de historias, de miradas. Y hemos salido a vaciar la tarde de Madrid con ansia, corriendo por la calle como niños, los que siempre somos cuando estamos solos. Después hemos recorrido las distancias con las frases y con las preguntas. Y me has dado la mano muy fuerte, y a los dos se nos ha acelerado el corazón, ese que nunca se gasta desde que hace 4 años (sí, mañana hace ya 4 años) se encontraron nuestras miradas en esa noche fría de Granada . Esa nieve blanca que brillaba en la noche, como un cielo imposible, siempre ha estado gravitando sobre nosotros. Llenando nuestras miradas de esa curiosidad infinita del estupor extraño del amor. Mi niño, corro a buscarte, despierta de tu ovillo de sueño, necesito amarte ya.

5 de febrero de 2006

De Omnes


W.A.Mozart. Misa en do menor Kv417a. "Gran misa"

Hoy he salido a pasear solo. Lo necesitaba. A veces necesito salir de mi vida y entrar las otras, no porque mi vida no me parezca adecuada o porque la sienta aburrida, nada más lejos de la realidad. Pero, a veces siento en mi piel la llamada del universo, que me recuerda la infinitud de la existencia, a pesar de su limitación temporal. Y siento que cada calle, cada rincón, cada café, está lleno de vida de la que, de repente, puedo también yo formar parte. He paseado por el sol y la belleza dominical, y por la sombra de las calles alargadas, por las descarnadas y empinadas aceras del desengaño de la ciudad. He ido cruzándome historias, miradas, suspiros, retazos de conversaciones, alguna música, y muchas ilusiones dibujadas en rostros. He observado, he intentado sonreír, he intentado sumarme a alguna de las estelas que dejaban a mi paso, pero no he podido. A veces, la vida sólo ocurre más allá de ti. Y me he limitado a observar. He ojeado el periódico, reparando en el compacto de mañana... La gran misa de mozart... He imaginado la primera vez que en silencio, aquella amiga me descubrió el secreto de ese “et incarnatus est” que cantaba una impecable Barbara Hendricks. Mozart siempre tuvo una especial sensibilidad para describir ese momento de la misa en la que el texto recoge la encarnación de Jesucristo en su madre. Era la primera pista que me llegaba para intentar descifrar ese lado religioso de un Mozart que en aquel momento, sólo comenzaba a conocer de cerca. La iglesia, en el siglo XVIII no era, efectivamente, una institución que pudiera uno evitar así como así, no sólo por su poder espiritual y moral sobre los hombres, sino también por su poder económico que para un músico caprichoso y despilfarrador como era nuestro Wolfgang debía ser una razón decisiva a la hora de ponerse a componer misas o motetes. Sí, porque al chico, mucha espiritualidad no se le veía a la hora de musicalizar el evangelio. No llegó a la rebeldía de mi querido Schubert, sutilmente eliminando las frases que no le convencían de los textos. Pero Mozart, hacía suyas las palabras de la misa y las reinterpretaba con la ayuda de la música convirtiéndolas en verdadera expresión del grito profundo del hombre que era. Grito de incomprensión, grito de placer y de júbilo, de ternura, de melancolía, de vida. La misa quedó, desafortunadamente, incompleta (para mí que no le llegaba a motivar el tema y en mitad de la composición se le hizo aburrido terminar una misa que se adivinaba de dimensiones más grandes de lo esperado). Aún así, el resultado de lo que dejó, es de un espíritu poco “escolástico”, pero encuentro que más allá de todo, es un vehículo por el que conocer un poco la relación que Mozart debía tener con la religión, y con la espiritualidad. La misa, en su línea melódica y en su teatralidad y dramatismo nos ofrece un fresco arrebatador del hombre como ser que es incapaz de entenderse y de entender el mundo al que se enfrenta con todas sus virtudes y todos sus defectos. Cuando empecé a conocer esta obra, siempre sentí que en el fondo estaba, más allá del texto, ante una verdadera ópera en la que la humanidad se expresaba con infinita claridad y belleza. Desde el profundo kyrie inicial que nos deja estupefactos ante la (físicamente al límite) melodía de la soprano que nos lleva del cielo a las oscuridades en unos segundos, los coros se van alternando con escenas de dúos, tríos, cuartetos, en una creciente simbiosis operística que casi recuerda al “crescendo” vocal del segundo acto de Las Bodas de Fígaro. El resultado es sinceramente irregular a ojos de “lo que debería ser una misa”, pero es innegable el efecto embriagador de esas voces que nos llevan del júbilo de la existencia en el Gloria, a la arrebatadora musicalidad festiva del Laudamus te, para hundirnos acto seguido en la irremediable tristeza de ese breve Gratias que en un minuto consigue un efecto dramático insospechado. Mozart lo enlaza, desafiante, con un dueto, el Domine, de elegancia y morbosidad desbordadas, en un juego de 2 sopranos que nos lanza a la belleza en estado puro, a la contemplación como camino del éxtasis. Pero la inexorable condición humana nos arrastra a ese Qui tollis peccata mundi, que nos sumerge en la profundidad de tristeza desgarrada que sin embargo, se descubre con grietas bellísimas de esperanza. Para recuperarnos de esa sima de triste intensidad Mozart nos regala a continuación una de las páginas “operísticas” más bellas que salieron de su mano: Quoniam tu solus sanctus, maravillosa pieza en la que los cuatro solistas se apasionan en un crescendo musical de vitalidad y bellezas embriagadoras en su humanidad y en un frenetismo que nos arroba y nos arroja al pecado musical. El pequeño intermedio del Jesu Christe, nos enlaza al Cum Sancto spiritu, que nos acelera lentamente en un casi canon desbordado de vitalidad y júbilo. Ese camino nos abre la puerta de un Credo que nos va a dejar sorprendidos, en su exultante grito de principios, que Mozart, a pesar de optar por el coro para representarlo, lo vuelve a dotar de un engranaje absolutamente operístico que nos empuja a una melancolía que fusiona tristeza y alegría en una atmósfera no carente de ambigüedad. Pero la gran sorpresa del Credo la tenemos una vez que el coro deja la palabra a la soprano, que recita el et incarnatus est en una verdadera aria operística llena de inmensa ternura, en la que quizás sea la más excelsa representación de la maternidad del arte occidental. La soprano juega con todos los instrumentos de viento a ser uno más. De nuevo Mozart, osado, se arriesga en una fusión imposible con el estilo concertante, creando un verdadero “concierto” para voz humana. Como siempre, con un resultado que está más allá de la lógica. Maternidad y fusión con la naturaleza, en una melodía en la que Mozart deja salir toda su humanidad, su infinita humanidad. Y la destila a través de ese genio compositor e inventivo. En fin, que esta obra, bien merece una misa, je je je.
Una pena que Mozart, a pesar de todo, abandonara el proyecto, que continúa con un contenido Sanctus, que sin embargo nos abre las puertas de un cielo que, precedido del Hosanna, verdadero, esta vez sí, canon, nos enmarca el BENEDICTUS final, fragmento verdaderamente impecable de genialidad que resume toda la inconmensurable humanística de la obra en un delicado y aéreo juego operístico (de nuevo) e imposible de los solistas que verdaderamente juegan en una página de melancolía casi romántica que nos salva la vida a toda la humanidad con su cristalina musicalidad. Una página que nos anuncia ya lo que va a ser el Réquiem inigualable del Tuba Mirum o del Recordare
En cada mirada un sentimiento, un grito de existencia, una inútil llamada a la irrevocable brevedad de la vida. Mientras lo he vuelto a escuchar esta mañana, arropado de esta ciudad que me acompaña también en su humanidad dulce de domingo, he comenzado el primer capítulo del “Microcosmi” de Claudio Magris, que a su manera, retratando al inicio el complejo universo (verdadero microcosmos humano) del café San Marco de Trieste, retrata también, irremediablmente a toda la humanidad. Me he sentido furiosamente feliz de formar parte de este experimento de la existencia, desde la intimidad de mi voz que se enlaza a la de los otros, de ti que estás preocupado, de ti que estás triste, de ti que me amas sin que yo pueda amarte, de él al que amo sin saberlo yo aún, de ellos que están dejando de amarse, de ella, que siente celos, y de ella, que se siente cansada, de él que lee sin saberlo su futuro, de ellos que crean y de ellas que se ilusionan, de nosotros que jugamos, de él que cierra los ojos para no ver lo que no quiere ver, de ellos que tienen tanto amor que no saben cómo beberlo, de ella que se siente, en esta mañana de domingo, sola, y va a pasear al parque, donde se mezclan los colores de los abrigos de solitarios, vividores y enamorados. Y el sol se acuesta lentamente, y deja que las sombras se hagan crujientes, y las acaricie el viento de la tarde, y de nuevo llegue a su fin un día más de la humanidad, un día más de aliento universal, tal y como nos lo cuenta Mozart.

3 de febrero de 2006

La Discordia de la Belleza


Del día que lo conocí, recuerdo sus ojos oscuros y profundos, y recuerdo también que los míos se hundían en ellos como si fuesen pozos de agua fresca abiertos al calor de agosto. Nos encontrábamos por casualidad, siempre cruzándonos por la calle, cuando yo iba con María y él se paraba a saludarla, pues también era amiga suya. En cada encuentro hablábamos más y, sobre todo, yo intervenía más. Y así, una tarde tibia, los tres bajo un árbol que susurraba la llegada del verano, lanzó él dos flechas en forma de palabra, que pararon bruscamente mi tiempo, y rompieron el muro de mi más profunda intimidad durante unos segundos de ingravidez, que yo viví con ese vértigo acelerado de la adolescencia. Aquellas palabras las convertí en memoria de piedra, en un recuerdo que ya nunca he conseguido desalojar de mi secreta lista de principios de vida y que, inconscientemente, llevan guiándome en la mayoría de mis caminos. Ahora, cuando lo pienso, con la distancia del tiempo, creo que realmente nunca conseguí entenderle. En nuestras escasas conversaciones, sólo quise entender a alguien que yo fabriqué en mi cabeza, en esa especie de egoísmo salvaje que yo sentía cada vez que el túnel de salida de la mediocridad del mundo brillaba en los ojos de alguien. Por ello, aquellas palabras formaron un concepto sólido y esférico que sentí desde entonces gravitar en el fondo de mi pecho: Vivir para buscar la belleza. El concepto me llegaba como un rumor sordo que me inundaba, como una ansiedad que sólo podía saciarse con esa extraña sensación de la contemplación de la hermosura. Esa idea, no obstante, se convirtió con el paso de los años en condena y en liberación al mismo tiempo, dolor y éxtasis, melancolía e incomprensión. Una especie de secreta religión capaz de abrir distancias infinitas con aquel que no creía en ella. Supongo que la semilla que hizo crecer esos sentimientos siempre debí tenerla, pero fue aquella tarde de mayo cuando sus palabras la hicieron brotar, con ese dolor seco, como de nacimiento. Tocaba el violín, a pesar de que nunca llegué a escucharlo. Y tenía ese dulce y a veces displicente aspecto bohemio que le correspondía como músico. Aquellas palabras suyas, que también tenían mucho de musical, se enredaron en las frías puntas de las estrellas de la noche que ya apuntaba cuando nos separamos, y , en aquel ocaso que me conmovía, sólo supe asentir, creyendo haber dejado claro que una complicidad indestructible acababa de nacer entre nosotros. Aquel encuentro produjo en mi interior un maremoto intenso y salvaje de emociones, sueños e hipótesis de belleza del que tan sólo supe salir con vida escribiéndole una larga carta que, como pude, enmascaré de comentarios musicales, pero que en el fondo escondía una subterránea declaración de amor. Pensándolo ahora, casi me resulta curioso esto que voy a decir, porque juraría que era más probable que fuera yo quien hubiese intentado quedarme con algún recuerdo físico de él. Pero la vida es así, y en el fondo yo tan sólo guardo sus palabras, aquellas eternas palabras que afortunadamente ya he aprendido a domesticar. Él, sin embargo, sí se quedó con algo mío: unas grabaciones de las sonatas de Brahms que le presté para preparar una audición. El día que me llamó para pedirme el favor, conocedor de mi discoteca, sentí que era el momento. Escondí en el CD aquella carta, con mis palabras, en el fondo, descarnadas. Nunca las comentó, ni las mencionó, y la devolución del disco compacto se convirtió en un eterno juego de excusas que he perdido en la memoria. Creo que sólo volví a tener dos o tres conversaciones más con él. La complicidad de aquella tarde se esfumó, casi como si nunca hubiera existido. ¿Escuchará a menudo aquella grabación? ¿me recordará cada vez que las oiga? ¿Permanecerán olvidadas en algún rincón de su discoteca? Son preguntas que me hago a menudo, en una evocación no exenta de cierta amargura y siempre marcada por la sombra de una incógnita que inconscientemente agranda el poder de su magnetismo en mi recuerdo. Hace un par de días lo he vuelto a ver, después de más de diez años. Iba con una mujer, los dos callados, y con un niño que jugaba a su alrededor con entusiasmo, pero al que él parecía no hacer mucho caso. Se sentaron, por casualidad, en una mesa cercana a la mía, en un café del centro. Quise saludarle, pero no tuve valor. El peso de mi dios particular, buscador de la belleza, me paralizó los brazos. Lo vi cariñoso con ella, con esos gestos cargados de una dulzura que no ha perdido. Pero algo había en él que faltaba. Algo que, en aquel rato que pasé inadvertidamente junto a ellos, quebró un tenue hilo que aún quedaba en mi interior. Su sonrisa le delató. Una sonrisa cansada y torcida, carente de brillo. Unos gestos llenos de monotonía que con seguridad no pertenecían ya al que yo conocí. Sus manos ya no tenían esa luz que brillaba cuando exhibía sus gestos elegantes de músico. Ni el cabello le dotaba de ese toque despreocupado de poeta. He sabido hoy (le pregunté por él a María, y me lo contó) que dejó el instrumento hace años, y que ejerce de profesor de primaria en una escuela. Vive con esa chica con la que le vi, al parecer una compañera de trabajo discreta y poco habladora. Tienen un hijo, se llama Jaime, igual que la intérprete del compacto que le presté en aquella ocasión, ¡qué curiosa es a veces la vida!. Me ha dicho que no salen mucho, que hacen más bien una vida familiar. Ella sólo los ve cuando se cruza con ellos por el centro, de compras, y nunca se deciden a sentarse en algún sitio y hablar un poco más. Llevo algunas horas inquieto y triste... El otro día, cuando le observé, es posible que fuera sólo un anhelo mío, pero a pesar de todo, creí todavía ver en el fondo de su mirada la sombra de sus ilusiones. Y, sin embargo no, no se trataba de una sombra, ni del signo de ningún letargo. He comprendido por fin que lo suyo es una elección, un camino ya emprendido que nos ha separado del todo. Un camino de hecho ya emprendido cuando nos conocimos, sin ni siquiera saberlo ninguno de los dos.Los encuentros, como las notas musicales, tienen su momento único para acordar. Y el milagro se produce tan sólo en ese instante y en ese lugar. Nunca antes, nunca después. Yo me equivoqué de momento y lugar. Pero mi búsqueda particular de la belleza sigue ahí, animándome día a día a vivir y a indagar en la vida. Algo me dice que él, sin embargo, no debe conservar ya aquel Brahms maravilloso que le regalé y que yo he soñado con desvelo tantas noches de primavera.

2 de febrero de 2006

The Secret Life of Words

Com o que será que sonha a mulher barbada?
Será que num sonho ela salta, como a trapezista?
Será que sonhando se arrisca, como o domador?
Vai ver ela só tira máscara como o palhaço.
O que será que tem, o que será que hein?
O que será que tem a perder a mulher barbada?

Adriana Calcanhoto.




Los sentimientos, con el tiempo, se transforman en palabras propias. Palabras que, a veces, se transforman a su vez en ríos ocultos, como aquel de Granada que nos contaba Lorca. Ríos que recorren los labios encarnados de las heridas del alma. Detrás de mi seguridad, sé que siempre supiste que corrían ríos de palabras secretas. Porque eres inteligente e intuitivo. y porque habita entre nosotros esa rara capacidad de la comunicación en silencio.
Ayer dejé que el agua brotase para ti, porque es agua para ti. Y en cada paso que me descubro, que me quito la máscara, encuentro que ese río es un mar, y que ese mar es único y diferente. Que te has quedado ahí, donde quiera que estés, y vas a quedarte, para siempre, presente o ausente, unido por una delgada línea que continuará dibujando conmigo ese mar, como el de Baricco que te di en navidades. Te he regalado mi aliento para que sea tu ancla. Tu ancla aquí, detrás de ese océano que separa nuestro origen, que te deja, lo sé, diluído en tu río subterráneo, ese difícil desarraigo vital que te marea. De nuevo la mañana, la ducha tibia y el eco de las palabras escritas, me han traído con violencia la vida secreta de las palabras que te he regalado. Ahora sé que existen, brotando de la herida que tus zarpas dejaron. Herida solitaria durante tanto tiempo sobre la que hoy, mientras caminaba por Madrid, he sentido la blandura de tu mano.
Gracias, my nice to meet you

1 de febrero de 2006

El Estupor de la Existencia.


W.A. Mozart. Quinteto de cuerdas en Sol menor, Kv 516

Para todos lo que por aquí se pasean, no quería dejar de pasar hoy la oportunidad de recordaros que El País, en su edición de hoy, permite comprar el volumen 12 de su edición Mozart, dedicado a sus quintetos de cuerdas. Entre ellos, el número 3 en sol menor.
No voy a enumerar la cualidades de un músico al que me he dedicado a adorar en múltiples escritos y comentarios por estas páginas. Simplemente quiero expresar que no estamos ante una obra cualquiera. Estamos ante una de las más demoledoras, arrebatadoras e intensas declaraciones de la existencia humana, en la infinita soledad del hombre ante la nada. Mozart exploró innumerables aspectos del ser humano, siempre con precisión quirúrgica, con intensidad inusitada para la época. En este caso, nos abre una ventana al interior reflexivo de la contemplación de la existencia, como acto finito y declaración truncada de deseos. Por supuesto, la maestría del autor nos hunde en la angustia de la existencia, en ese afilado borde que nos recuerda que el abismo hacia la nada existe perpetuamente desde que nacemos, y que enfrentarnos a nosotros mismos como seres en absoluta soledad es un acto de profundo desgarro interior. Esta mirada, esta ventana abierta al interior, es afilada y certera. No podemos sino dejarnos caer en esa melancolía inicial del quinteto, que nos va sumiendo poco a poco en una profundidad espesa y sombría, con cimas de dolor que se van desplegando con sutilidad y belleza aplastantes. El minueto nos deja un leve respiro, no exento de elegancia contenida, que nos introduce en el primer adagio. Con él, nos deslizamos por una música de silencios imaginarios, que con una sencillez que nos aplasta, nos va preparando para el terrible zarpazo de la soledad que nos ataca de improviso. Vendría Beethoven en el futuro a recordarnos que las cimas del género de cuerda estaban aún por escribir. Es posible. Pero la inspiración inigualable de Mozart nos deja en este adagio esa insuperable sencillez con la que esa (literalmente) garra de las violas, con sólo tres notas, nos hiere a muerte, tatuándonos a fuego ese estupor intenso de la existencia, de la más absoluta soledad frente a un Universo inexplicable que nos paraliza en la desolación. Después de haber oído esos compases, ya nada es igual, a pesar de que Wolfgang, con su sutileza, nos intente levantar, para de nuevo herirnos, con certero golpe. Para terminar, tuvo la tremenda osadía de (en un siglo de las luces, de la ilustración) encadenar otro adagio a continuación. No sé si os lo podéis imaginar, pero para la época es un absoluto desafío a lo establecido. Si el adagio anterior nos hería de muerte ante la contemplación cruda de la soledad de la existencia, el siguiente adagio nos hunde en un mar de absoluta belleza, provocadoramente triste y decadente, conmovedor, oscuro, grave, de melancolía infinita y jamás igualada: absolutamente escalofriante. Que nos abandona al placer de un orgasmo musical, y enlaza (es Mozart, ¡¡¡¡cómo sino!!) con un allegro exultante, que nos devuelve triunfantes y arrolladoramente frenéticos a un gozo de vivir, a una celebración de la existencia, de la vida, de las pasiones, si cabe, más rotundamente delirante, después de las simas de las que salimos...
Desde mi primera audición de esta obra, se quedó grabada dentro de mí, con profunda convicción de ser una de las obras de arte más arrebatadoras, sinceras, y bellas de la historia de la humanidad. No quiero exagerar, pero de verdad que la obra está más allá de nuestra capacidad de asimilación, siendo, sin embargo, el más claro espejo del abismo inexplicable de la existencia. Para mí, el verdadero testamento musical del salzburgués. Ya sé que están las Óperas, y el Réquiem. Pero aquí no hablamos de grandes orquestas, voces, un libreto y una serie de posibilidades dramáticas, contamos con 5 instrumentos y su capacidad cromática y expresiva, una desnudez con la que Mozart es capaz de llevarnos al límite. Os animo a compartirlo conmigo. Escuchadlo, y respirad hondo, el misterio de la vida está ahí, explicado.