27 de agosto de 2008

El fin de agosto y el límite de la belleza.

W. A. Mozart

Antes de que la mayoría volvamos a la rutina con ese empeño habitual del final de la época vacacional llegan estos últimos días de agosto. Intensos, porque en ellos el aroma del final del verano se respira con fuerza y eso hace que de alguna manera inconsciente (aún sabedores que la estación del estío todavía tiene casi un mes de vida por delante) sintamos que su esplendor ha terminado. Sabemos que enseguida llega Septiembre, mes del inicio, de la renovación, del continuar y del imaginar nuevas vidas, nuevos planes, en la mayoría de las veces casi con más fuerza que ese otro cambio que supone el pasar de un año al siguiente en el calendario. Aún así, abandonar agosto me deja siempre un poco triste.

Por eso los sentimientos suelen ser contradictorios estos días, que siempre se me presentan bañados en una melancolía que responde a no querer que la parálisis y el hedonismo del verano se terminen, a pesar de saber que continuar es necesario para la vida, y para que el verano y su esencia también tengan sentido. A mí me suele ocurrir que quiero aprovechar al máximo estos últimos días de tranquilidad, de dolce farniente, de no querer mirar lo que viene después, de vivir intensamente cada instante como si el tiempo se hubiese detenido ahí para siempre.
Lo pensaba ayer mientras escuchaba la Sinfonía Concertante K364 de Mozart, especialmente su andante central, que mientras sonaba en mi casa a última hora de la tarde me parecía que no podía reflejar mejor esa especie de distanciamiento de la vida que supone el verano. Esa comunión con el equilibrio cósmico, con la naturaleza, con el olvido de los caminos emprendidos, con el placer de las cosas más sencillas. Por eso la he traído aquí, para compartirla, porque me parece que es una excelente compañía para una de estas tardes de verano.

Mozart escribió para este concierto uno de los tiempos lentos más rotundos de toda su producción y en realidad de toda la historia de la música. Quizá mi favorito.


Este concierto, concebido como una sinfonía con acompañamiento solista de dos instrumentos -el violín y la viola- que Mozart procura situar en términos de igualdad a pesar de sus desigualdades tímbricas, es uno de los más populares entre los apasionados de Mozart, y ello es especialmente debido a este segundo movimiento.
Mozart consigue aquí no sólo una escritura en la que ambos instrumentos se fusionan con pasmoso equilibrio y armonía, sino que parece haber sido alcanzado por una inspiración melódica absolutamente increíble. El movimiento entero es un rotundo ejercicio de belleza y de lirismo que se va construyendo compás a compás, y que nos envuelve lentamente en una espiral de placer musical que Mozart lleva hasta el mismo límite.
Y hablo de límite porque siempre he pensado que la belleza tiene un límite, ya que nuestra capacidad para percibirla es limitada. Creo que más o menos se puede trazar una línea a partir de la cual sabemos que el exceso de belleza nos hace caer en la desmesura.
Mozart era un genio y además era totalmente consciente de ello. Así, en una sublime osadía, en este andante nos lleva hasta ese límite para rozarlo pero nunca traspasarlo. En un alarde de genialidad transforma toda esa belleza al límite de lo soportable en drama, en desolación, en abismo. En efecto, cuando llegamos a la cadencia del final y parece que ya no somos capaces de asimilar tanta belleza, cuando parece que continuar la línea melódica que nos propone Wolfgang nos llevará sin duda a un exceso que no podrá sostenerse, de repente Mozart como forma de terminar el movimiento, nos hunde en un abismo oscuro ante el que nos estremecemos del espanto de sentirnos en realidad frente a nosotros mismos.
Es ese grito de auxilio frente al tiempo el que nos devora sin piedad. Como este Septiembre que llega y que en el fondo nos devolverá al camino, a la vida, pero al cual todavía tememos en algún lugar de la mente, porque supondrá el fin de este reino del verano, del placer y del olvido. Un Septiembre que se intuye lleno de vida y de planes, de movimiento, de ese sentimiento certero de que el mundo sigue su curso. En unos días llegará, como un tercer movimiento, como el que le corresponde a la sinfonía concertante, como así lo escribió Mozart...

25 de agosto de 2008

Verano 2008. Preludio desordenado.


Cada viaje tiene sus momentos, sus cumbres y sus valles, sus horas de tedio y de felicidad. Y en cada uno de ellos se alcanza un día, acaso por casualidad, por necesidad, porque el universo nos arropa de repente sin decirnos por qué, ese o esos momentos de perfección que hacen merecer cansancio, calor y lejanía. Incluso en un destino tan poco proclive a dejarme indiferente o aburrido en instante alguno, también llega ese día en el que me gustaría poder vivir para siempre.

Este año la idea era recorrer la región de Puglia, es decir toda la costa Sureste de la península italiana, desde el promontorio del Gargano hasta llegar a la península Salentina, el punto más oriental de Italia.

El Sur de Italia es siempre desconcertante y atractivo al mismo tiempo. El retraso económico, la aparente desidia generalizada, la suciedad a veces, la frágil presencia de los poderes públicos, el olvido y el descuido que parecen campar a sus anchas en medio del desarrollo, como si del polvo en una vieja casa se tratase, se unen al mismo tiempo a una notable calidad humana en el trato diario y a una cultura rica y compleja, no exenta de incoherencias, pero que descansa sobre un innegable hedonismo que la belleza de las ciudades, los paisajes y el mar, de unos colores rotundamente intensos, parecen provocar por sí solos.
A destacar, como siempre, la inimitable simpatía y emotividad de los italianos, la alegría y familiaridad que en verano desborda este país, su apabullante riqueza artística y su no menos intensa riqueza gastronómica (esta es la región de origen de la Burrata de Bufala, uno de mis iconos sobre la mesa, y de la que ya he hablado aquí).
Si a eso sumamos la posibilidad de poder hablar italiano (que para mí es siempre un verdadero placer) y esas costumbres que adopto nada más llegar y que reconozco que adoro (il caffé, il gelato, la granita, l'aperitivo...) es de suponer que es, por un lado, difícil que nada en Italia me decepcione y por otro también igualmente difícil poder destacar algo entre tal magnitud de sensaciones.

En Puglia he sentido con fuerza todos los tópicos de Italia. Quizá por eso sorprenda menos, porque todo es (más o menos) tal y como cabría esperar. Además, porque muchos de los paisajes de la naturaleza y de los pueblos de esta región italiana, aún profundamente auténticos y pintorescos, son mucho más reconocibles para quienes venimos de regiones también autenticamente mediterráneas.

Una de las características más interesantes de Italia (relacionada quizá con su pasado fragmentario) es la de la diversidad de sus perfiles y características regionales y hasta locales. Cada comarca, cada ciudad incluso, tiene una personalidad estética única y diferenciada, lo cual convierte viajar por Italia en un continuo y delicioso ejercicio de observación que nunca se agota. Esto se sigue cumpliendo en Puglia. A pesar de que en un primer momento nos pueda parecer más monótona que otras regiones o más parecida a otros lugares conocidos (por ejemplo, el sur de España), las particularidades van apareciendo y precipitando en la visión del viajero poco a poco. En mi caso, además, organicé inconscientemente el viaje de manera que terminó convirtiéndose en todo un ejercicio de introspección en las raíces y en la historia de esta región.

Comenzando por el centro de la región y viajando hacia el sur nos empapamos de toda la riqueza del esplendor barroco de ciudades como Lecce o Martina Franca, que es quizá más parangonable al barroco andaluz, aunque en el fondo sea muy diferente, para después descubrir las raíces medievales de esta región representadas en su personalísimo y único arte románico, de origen fundamentalmente normando, pero con influencias de los muchos pueblos que dominaron estas tierras (bizantinos, ostrogodos, carolingios, lombardos y hasta sarracenos).

La Edad Media fue sin duda una de las épocas de mayor esplendor de esta tierra, pues en ella estaban los puertos de los que partían los caballeros a las Cruzadas (Bari, Brindisi) y ello permitió un intenso intercambio económico y cultural con el resto de Europa y con el Oriente. Este momento histórico irrepetible dio lugar a una necesaria arquitectura religiosa de características muy especiales, a la que nos dedicamos en el último tramo de nuestro recorrido.

Uno de los últimos días del viaje, una vez pasada una temible ola de calor que nos impidió disfrutar de la costa adriática y de sus ciudades de una manera más agradable, pudimos disfrutar por fin en la costa del Gargano del mar, del viento y de las olas perfectas a la última hora de la tarde. Es de ese momento la foto del inicio.
Después de respirar tranquilamente desde las alturas la inmensidad de la arena de esta playa de Vieste que retaraté, nos dejamos caer en ella y probamos la espuma del borde del mar hasta que la tarde y el interminable vaivén de las olas nos dejaron como en una especie de silencio de los sentidos (sólo aire, olas rompiendo, sal en los labios, luz naranja) desde el que era difícil evitar que la felicidad nos atravesase.

Al día siguiente partimos desde la Foresta Umbra, uno de los bosques más antiguos de Europa, en el corazón de la península del Gargano, para emular la ruta que solían hacer los cruzados en su camino hacia los puertos de partida a los Lugares Santos, desde la capilla del Arcángel San Miguel, junto a la tumba del rey Rotary de los lombardos en Monte Sant'Angelo, descendiendo hasta el nivel del mar para pasar por las capillas románicas de la desaparecida Siponto.

Finalmente nos acercamos también ese día al promontorio de Troia, pequeña ciudad, bastión levantado sobre una colina desde la que se domina toda la llanura del norte de Puglia, la segunda en extensión de Italia.


Sin turistas, bañada en el silencio del mediodía pero sin mucho calor, pudimos disfrutar en completa soledad de una de las más fantásticas catedrales románicas italianas, no tanto por su perfección sino por su maravillosa armonía, su exuberante decoración de influencias orientales y el sorprendente bestiario que está representado en su portada.







No sé cuánto tiempo pasamos sentados observando estas piedras. Mucho, como si no consiguiéramos fijar en la retina toda su belleza, todo su exotismo. Aún me parece poder estar allí si cierro un poco los ojos y hago el esfuerzo. Quizá es que aún quiero estar allí escuchando el silencio y el tiempo pasar, degustando aquella maravilla de bruschette y laticini que nos sirvió aquel chico tan amable en una vinoteca cercana, al frescor de la sombra, con los ojos aún estremecidos.


Sí, definitivamente esos han sido los momentos más especiales del verano. Y los recordaré una y otra vez, y harán sin duda más dulce la llegada del frío, de los días cortos, de la luz más frágil que llegará cuando se acerque el otoño.


(continuará)

20 de agosto de 2008

Aquellos veranos.


A veces los recuerdos nos ponen muchas cosas en orden. Siempre tiendo a pensar que la fuerza de los momentos que nos quedan grabados en la memoria de alguna manera tiene que ver con la intensidad con la que los vivimos, con las dosis de pasión que nuestra forma de sentir les dio entonces. Y en parte así es, puesto que esos días en los que amamos intensamente, o nos hirieron con crueldad, o sufrimos con toda nuestra alma, están siempre ahí, en algún rincón, cubiertos con el matiz que a lo largo del tiempo le hayamos querido dar (indiferencia, aprendizaje, plenitud...) pero siempre conscientes de que rascando un poco podemos llegar a aquella sensación casi como si nos acabara de suceder.

Otras veces, sin embargo, momentos mucho menos intensos, vividos desde la sencillez con la que tantas veces pasamos por los instantes de mayor felicidad -a pesar de su aparente levedad y su más discreta substancia- también quedan adheridos entre los más importantes recuerdos que conservamos. Uno podría pensar que tienen menos fuerza que aquellos otros para fijarse en la memoria, o que al recordarlos su intensidad es menor.

Pero conforme pasan los años mi recuerdo me va iluminando cada vez más y más momentos de aquellos que cuando sucedieron me dieron mucha paz y equilibrio, pero que nunca sospeché que en el futuro iban a quedar en mi memoria en la cima del ranking de recuerdos especiales, de esos que uno siente que son los que le dan sentido a la vida y sustancia al pasado.
Me ocurrió ayer, mirando al cielo, escuchando los insectos de la noche de verano, y recordando aquella cocina donde mientras preparábamos la cena aún ebrios de sol y agua de la piscina donde tantas cosas importantes sucedieron me enseñaste a cantar a dos voces el Pie Jesu del réquiem de Lloyd Weber. Quizá porque es difícil que un momento así vuelva pues ya no existe aquel lugar ni la inocencia con la que vivíamos aquellas noches de verano mirando las estrellas con música de Strauss, ya amando la belleza por encima de todo y viviendo ese cariño que siempre hemos sentido espontáneo e independiente de tantas cosas que nos separan, pero inconscientes aún de la vida y de lo que nos tenía preparado a cada uno. Y sin embargo, sé que es uno de esos momentos que más feliz me han hecho en toda la vida, de los que sin duda caminan conmigo y con mi sonrisa para siempre. Me alegro tanto de que existas...

13 de agosto de 2008

Interiores.


Hay días en los que, que sin saber muy bien por qué, ciertas lecturas, ciertas imágenes o ciertas músicas se hunden hasta el fondo de mí, haciéndome también hundirme a mí con ellas. Y entonces me alejo, me pierdo entre mis propias olas, como bajo los efectos de un narcótico o de la parálisis que provocan los estados de hipnosis. Se abre ante mí todo el universo de millones de minutos acumulados, dormidos entre los pliegues de mi memoria esquiva.

Las razones de estos estados no importan. Será mi extrema sensibilidad ante la belleza de lo humano, o la facilidad con la que la intensidad, el dolor o la incomprensión del pasado son capaces de romper la frágil membrana de mi olvido. Extraña alquimia del alma que me empuja a bucear a través de mis abismos personales, como si de un deporte de riesgo -pero de placer inevitable y adictivo- se tratase.

Casi nadie entiende. Ni mi mutismo, ni la melancolía que emana de mí cuando me ocurre.
No es grave, les digo, pero siento que no me creen. Debo continuar, me digo a mí mismo. Llegaré al final, y continuaré. Y no habrá sucedido nada.

Cuando estos estados cristalizan, las historias que de ahí nacen, los pensamientos, las imágenes, las melodías con las que viajo, surcan toda la oscuridad de la que parten y con ellas atravieso los mapas de mi desconocido interior, y desciendo a los valles más recónditos. En mi viaje sumo ejércitos de miradas en las que se funden todo aquello que sucedió y también lo que nunca llegó a suceder. Las lanzas son sueños e imposibles. Los caballos galopan mudos, llenos de soledad. Y las armaduras reflejan en azul recuerdos y deseos. Todo se mezcla y todo se ramifica, y la literatura que brota es como un río al que no puedo dejar de escuchar. Y siento que me alejo más, desde la piel hacia dentro, y que mis ojos se pierden en una tristeza que en realidad es sólo distancia. Distancia que me aleja del mundo y que no puedo evitar, pues ese mundo hipnótico me seduce y me enseña quién soy detrás de todos los pliegues.

El tiempo poco a poco me calma, y la epidermis comienza a respirar de nuevo, retomando la realidad, sedando ese río sobre el que caminan descalzas las palabras, hacia ninguna parte. Así lo hacen, y aunque muchas se pierdan atravesando esa selva oscura que me separa de mí mismo antes de llegar al sol, algunas, muy pocas, llegan, heridas e impuras, hasta el papel.

11 de agosto de 2008

Caos Calmo


A veces son las pequeñas películas sin pretensiones las que nos llegan más dentro y las que más consiguen conectar con todas esas inquietudes desordenadas que llevamos y a las que les cuesta definirse en el seno de la vida pragmática y limitada de nuestro día a día. ¿Qué nos importa de verdad? ¿En qué momento nos sentimos más llenos de felicidad? ¿Qué percepción tenemos del tiempo que pasa? ¿Nos importa de verdad toda la vida que se desarrolla a nuestro alrededor, la de quienes queremos? ¿Interactuamos con nuestro entorno o nos limitamos a caminar por la senda que marca nuestra agenda? ¿Nos saltamos nuestras normas de vez en cuando? ¿Qué necesitamos para no sentirnos vacíos?

En un momento dado de nuestra juventud sentimos que todo el caos de la vida comienza a poner en peligro esa necesidad de construir algo sólido que va fructificando con la madurez. Un día, de repente, cae repentinamente sobre nosotros y se convierte en una especie de animal que de manera inconsciente necesitamos domar. Y así lo hacemos, creando una barrera propia entre nuestro camino y el resto del mundo. A partir de ese momento la vida comienza a fluir por un camino vallado en el que las puertas y posibilidades de intercambio con el exterior están siempre controladas. Y podemos caminar por él durante mucho tiempo. A veces, sin embargo, nos rebelamos contra él conscientemente, o simplemente ocurre algo que nos hace salir de él de manera imprevista.

Así ocurre en la última película de Antonello Grimaldi, protagonizada por el gran Nanni Moretti que realiza en esta cinta un grandísimo trabajo de actor. En ella se nos habla de la vida en general de una manera aparentemente leve, pero que obliga al espectador a emprender más reflexiones de las que cabría esperar.

Al protagonista, la tragedia le saca bruscamente de su camino y le arroja a un estado de extrañeza del que no consigue salir. En seguida somos conscientes de que el trazo grueso de la acción camina más por lo simbólico que por lo real, pero hay que reconocer que a pesar de ello, y quizá debido al ritmo pausado pero intenso que el director imprime a la película, la historia no nos hace caer casi nunca en la incredulidad.

La irracionalidad de necesitar tener la vida de su hijita bajo control lleva a Pietro a refugiarse en el microcosmos de la plaza en la que está situada la escuela de la pequeña. En él, la vida revuelta de su trabajo, de sus amigos, de sus familiares, parece diluirse en la rutina de los personajes que pueblan ese espacio. En esa calma de la vida de ese pequeño jardín, todo parece tener más sentido y así la vida de Pietro empieza a ordenarse a la vez que su catarsis personal toma lugar poco a poco sin drama alguno. La película, esbozada así, podría caer sin problemas en el dogmatismo y en la excesiva previsibilidad. Es, sin embargo, todo el universo de personajes que habitan ese espacio, casi mudos testigos apenas trazados en la película - una pena- y el de sus amigos y familia (inmensas y llenas de fuerza escénica Valeria Golino e Isabella Ferrari) que acuden a la plaza para estar con él -a pesar de no estar tampoco demasiado dibujados- los que van dando vida a todo ese microcosmos de la existencia de Pietro y los que con sus pequeños gestos, palabras y acciones van tocando colateralmente asuntos que obligan a reflexionar al espectador.

Al final, a pesar de la indefinición de los personajes secundarios, que redunda en el fracaso de la pretendida coralidad de la película, ésta termina dibujando un fresco de lo que puede ser la vida si nos paramos y miramos con honestidad alrededor, si rompemos esas barreras de nuestro camino y aspiramos el aroma de nuestros horizontes vitales y locales. La película, pese a sus irregularidades y a lo poco logrado de algunos personajes secundarios y de algunos momentos del guión, consigue trasladarnos bien un mensaje profundamente humanista y lleno de sutiles invitaciones a la reflexión, que alcanzan a casi todas esas preguntas que hacía yo al principio. Al salir de la sala seremos conscientes de que lo más profundo y lo más importante tiene siempre su reflejo en las cosas más simples y leves de la vida. Que todo el caos existencial puede ser vivido desde nuestros propios microcosmos de calma, pero que es esencial no perder la capacidad de ser libre y consciente de ello en cada momento. Como siempre, es una cuestión de sinceridad y de voluntad.

7 de agosto de 2008

Negro asimétrico

No sé lo que me hizo entrar en su habitación. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que necesitaba respirar su aroma cada vez que le servía el desayuno en la cafetería del hotel. Era un olor que me obsesionaba, que escapaba a mi control. Por ello, estaba seguro de que la habitación olería toda a él, como si su sueño y su cama fueran un frasco de perfume del que nacía esa fragancia que luego se iba desprendiendo de su piel a lo largo del día, pero que nacía ahí, junto a las sábanas. Cada mañana al inclinarme para dejar la taza sobre la mesa me fijaba en su cuello, de piel blanquísima, con dos o tres pecas alineadas, como una señal. Respiraba discreta pero profundamente y escuchaba su gracias, seco y contundente, sin ningún atisbo de necesidad de comunicación.
Fue mientras recordaba esto cuando reparé en el cuaderno. Estaba en la mesilla, perfectamente colocado, siguiendo el contorno del borde. Era un moleskine de color negro, cerrado con una goma también negra. En ese momento no había nadie en el pasillo. Los huéspedes habían salido y las limpiadoras se afanaban aún en el primer piso. La habitación estaba perfectamente recogida, no se veía ropa ni desorden alguno. La cama, sólo arrugada un poco, deba la impresión más bien de que hubieran dormido sobre ella, sin deshacerla. Me acerqué un poco más. El olor, aquel olor, me rodeó. Entonces lo tomé en mis manos y acaricié lentamente sus pastas negras y suaves. Su suavidad era como la continuación de ese aroma que casi me mareaba. Quise abrirlo, pero no pude. Sin embargo un impulso extraño me llevó a tomarlo entre mis manos y deslizarlo debajo de mi chaqueta. Así, con él en mi poder, volví a salir de la habitación cerrando la puerta con sigilo. Mientras me alejaba por el pasillo, sentí como su olor se iba desvaneciendo poco a poco.

Jorge Z. L. Así constaba su nombre sobre la hoja de registro. No la hice yo, pero reparé en su presencia al día siguiente de llegar, nada más cruzó el pasillo de las escaleras camino de la cafetería. Camiseta negra y pantalones estrechos, de color gris. Gafas de sol, a pesar de la relativa oscuridad. Y su voz, circunspecta y escueta, pidiendo un café solo y una rebanada de pan tostado. Después, tras beber el café de un sorbo, aquel cuaderno negro que abría y sobre el que dejaba caer su mirada durante larguísimos minutos, apuntando alguna breve palabra o garabato al margen.
No sé qué hace nacer la fascinación por las personas. Tampoco si se reproduce o tiene algún patrón común. Creo más bien que es algo insondable y que responde a todas esas necesidades que pasan inadvertidas a nuestra razón. Como un cuchillo de hoja dentada que espera nuestros momentos de vulnerabilidad para hundirse hasta los más oscuros objetos de nuestro deseo, provocado por algún reflejo de ese mismo deseo desconocido que no podemos controlar.
La fascinación nace con excusas que nos sorprenden, que nunca adivinaríamos, pero que nos sobrecogen, como una imagen de todo lo que desconocemos de nosotros mismos. Así lo hizo conmigo, en la forma de cerrar y abrir aquel cuaderno, en cómo dejaba los objetos sobre la mesa, como si calculara escrupulosamente la posición de cada uno, pero sobre todo en ese olor que quedaba cuando se marchaba, esbozando una media sonrisa.

Durante toda la mañana el cuaderno permaneció junto a mi pecho, y no veía el momento de llegar a casa para tomarlo de nuevo entre mis dedos. Sin embargo, poco a poco, las dudas me fueron consumiendo y empecé a mortificarme por mi comportamiento. Ciertamente no estaba bien haber hecho una cosa así. No tenía ningún derecho, estaba abusando claramente de mi trabajo. Lo sabía, estaba absolutamente seguro, pero mi mente era incapaz de ordenar a mi cuerpo que deshiciese lo que había hecho. Mi cuerpo no luchaba, mi cuerpo más bien desoía, pues sólo deseaba poseer aquel cuaderno. Al llegar a casa así lo intentó. Y no sé qué me retuvo cuando entre las yemas de mis dedos la gomilla estaba a punto de abrir aquellas páginas. Simplemente no lo abrí. Lo olí profundamente y la turbación de su aroma me excitó sobremanera, como si de una droga insospechadamente eficaz se tratara. Mi erección no se hizo esperar. En principio intenté apaciguarla pero mi deseo se derramaba sin poder evitarlo como en olas gigantes sobre mi mano que corrió a acariciarlo con violencia, con esa necesidad ciega del placer corrupto de la intimidad.

Miguel, el más veterano recepcionista, me había dicho que llevaba 3 años viniendo por aquellas fechas y que siempre se alojaba en la misma habitación. También fue él quien me comentó que coleccionaba esas bolas de cristal que al agitarse reproducen copos de nieve al caer y que se venden como souvenirs turísticos. Los iba adquiriendo allí donde iba, y los enviaba siempre por correo a casa, cuidadosamente envueltas en pequeñas cajitas de cartón. Para las que envió aquellos años que coincidí con él en el hotel me pidió ayuda a mí. Yo mismo las llevé a la oficina de correos y las certifiqué rumbo a aquel apartado de correos de Madrid.
Él no demostró nunca ningún interés especial en entablar conversación conmigo, ni siquiera en prolongar la charla nunca más allá de lo estrictamente laboral. Tampoco pude saber de qué manera me observaba ya que no pude ver su mirada tras las gafas oscuras que nunca se quitó.
Todo era tan extraño en torno a Jorge que mi interés por él se multiplicaba día a día. Aquel cuaderno negro se convirtió en la clave de todo, y así terminé obsesionándome hasta que aquella mañana me apropié de él.
Jorge nunca reclamó el cuaderno negro. La mañana que se marchó y al hacerlo le pregunté si estaba seguro de no haber dejado nada en la habitación. Solía hacerlo con los huéspedes que se quedaban más de dos o tres días. Me dijo que no, sin más explicaciones. Lo cierto es que ningún año más volvió al Hotel. Yo, pasados unos días de su partida, pensé en enviar el cuaderno a aquel apartado de correos, donde intuí que lo recibiría él o alguien que podría devolvérselo. Estaba arrepentido y de todas formas no había conseguido abrirlo, siempre me detenía antes de hacerlo. Su perfume, no obstante, me conducía inevitablemente a intensas fantasías mientras me masturbaba. No, nunca llegué a enviarlo. Pero tampoco a abrirlo.
Poco a poco me fui olvidando y con los años terminé dejando aquel trabajo y aquella pequeña ciudad de provincias al lado del mar. También dejé de usar el aroma del cuaderno para excitarme. Supongo que mi deseo se fue apaciguando. Pero lo cierto es que no he vuelto a sentirlo así, con tal fuerza e irracionalidad.

Hace unos años me volví a encontrar con él. Aquí, en Madrid. Llevaba años ganándose la vida como fotógrafo con no poco éxito. Ya era famoso cuando acudía al hotel, pero yo lo ignoraba.
No me gusta mucho la fotografía, pero el cartel de una de sus retrospectivas me llamó la atención cuando lo vi por la calle. En ella, una de aquellas bolas de nieve posaba en el borde de una ventana desde la que se divisaba el mar. La perspectiva, dejaba ver también algo del interior de la estancia donde sobre una mesilla descansaba, apenas imperceptible, una libreta negra. Reconocí todo en seguida. La habitación del hotel, la bola de nieve, el cuaderno... Bajo la foto, la leyenda Jorge Z, Antología. La inauguración era esa misma tarde. Decidí que quería ir, por curiosidad. Pero antes quería pasar por casa para buscar aquella libreta de la que me apoderé sin saber muy bien por qué. Me costó un buen rato. Tras varias mudanzas le había perdido la pista. Al final apareció. Lo primero que hice fue intentar aspirar su olor. Seguía conservando un levísimo aroma. Aquel aroma que tantos momentos de placer me había proporcionado. Sentí unas ganas terribles de abrirlo pero una vez más, como todas las otras, no pude.

Jorge apareció a última hora a su propia inauguración. Solo y provisto de sus gafas de sol, como la última vez. Era como si estos años no hubiesen pasado por él, seguía igual de atractivo que entonces. La soledad y el secreto parecían rodearle aún. Casi nadie se acercaba a él, y los que lo hacían, le felicitaban brevemente y se alejaban después. Yo, sin embargo, me propuse seducirle. No me reconoció, como imaginé. Es curioso, su olor, aquel olor, al aproximarme, no me dijo nada. Comencé a hablar con él y me di cuenta de que no me reconocía. Con sorpresa descubrí que no me resultaba difícil acercarme a él ni entrar cada vez más en confianza. La cosa terminó en una noche de desenfreno y varias copas de más. Terminamos en su casa donde por fin se quitó las gafas. Su mirada no tenía nada de especial. Era más bien inexpresiva. Comencé a besarle y fui consciente de que no sentía atracción alguna por él. Era extraño, igual que la fuerza que me impedía abrir el cuaderno negro, pero no pude evitar seguir besándole y buscando el calor con mi mano bajo su ropa. Él si parecía desearme. No entendía lo que estaba pasando. Me bajó los pantalones y acercó su sexo al mío. Yo no tenía erección ninguna. Nada, no podía seguir adelante. Él se agachó e intentó excitarme con su lengua. Parecía desatado en su pasión. Fue entonces cuando tuve que pedirle que paráramos. Intenté no ser demasiado brusco, pero creo que sí lo fui un poco final. Nos tiramos ambos sobre el sofá, semidesnudos. Él acercó su nariz a mi cuello y aspiró profundamente.

- Me vuelve loco cómo hueles.

Me pareció raro, casi una broma.
Fue entonces cuando decidí decirle la verdad.

- En realidad nos conocemos.
- ¿Por trabajo? No me suena.
- No... Bueno, fue hace unos años ya. Cuando solías ir al hotel Roma.
-¡Ah! Sí, hace años que no voy. En realidad no me gusta mucho ese lugar.
- Trabajaba allí, sé que ibas con frecuencia. Todos los años...
- Sí fui durante algunos años, pero... No, no te recuerdo
- Da igual, lo imaginaba. En realidad quería conocerte porque tengo algo tuyo
- ¿Algo mío?

Su voz sonaba con sorpresa, pero también con inquietud, la misma que había tenido yo en torno a él todos estos años y que sin embargo parecía estar ahora evaporándose.
Le hablé del cuaderno, de cómo no había podido resistir la tentación de tomarlo aquel último año, de cómo me había arrepentido, y de la misteriosa fuerza que me había impedido devolvérselo hasta hoy.

- Tampoco he podido abrirlo nunca. Pensé que leyéndolo averiguaría algo más de ti, de tu extrañeza, de todo ese misterio que veía en ti.
- ¿Es que ya no lo ves?
- Ahora te conozco. He hablado contigo, por lo menos. Eso cambia las cosas, ¿no?
- Y por qué has ve...
- Porque vi el cuaderno en la fotografía que anunciaba la exposición. Fue como una especie de resorte.
- ¿Sabes una cosa? En realidad, aunque no me acuerde de ti sí que recuerdo bien el Hotel Roma.

Yo no estaba bien en aquellos años. Necesitaba cambiar... El cuaderno, en el fondo, lo dejé conscientemente allí, en la habitación. Me extrañó que nadie me llamase para decirme que lo había dejado olvidado. En el fondo no lo quería. ¿Sabes? Tampoco era mío. En realidad yo también lo había robado.
Fui hasta la silla donde descansaba mi ropa y lo saqué. Él lo miró como con miedo un segundo y apartó la mirada.

- No, yo no lo quiero. De verdad, tíralo, destrúyelo, léelo, haz lo que quieras con él, pero apártalo de mi vista, te lo ruego. Es tuyo ahora
Me sentía extraño ahora con él en las manos, como dueño de un secreto que no me pertenecía.
- Dime al menos de quién es.
- No puedo... No quiero, en realidad no nos conocemos de nada.
- Pero... llevo años con él, y he llegado a ti de nuevo. Debe haber alguna razón, ¿no? No me puedes dejar así.
- Ese cuaderno fue el objeto de mi obsesión durante años. Todos los que acudí al hotel Roma. A su dueño lo conocí el primer año que fui.
- ¿Allí?
- Sí, allí... Fue una historia extraña. Terminó rápido, él no me quería. Pero, al igual que tú, sentí la necesidad de robar el cuaderno. No me preguntes por qué, me es muy difícil de explicar. La diferencia es que yo sí lo abrí. Abrí el cuaderno y quedé hipnotizado por lo que había en él
- ¿Qué era? ¿Qué es lo que hay ahí escrito? Dime
- Es tuyo, puedes comprobarlo tú. Es posible que a ti no te digan nada las palabras que hay ahí dentro, pero a mí me llenaron de deseo. A él no le volví a ver, claro. Y más después de lo que había hecho yo. Pero continué deseándole mucho tiempo. De hecho cada año volvía al hotel como una especie de exorcismo. Necesitaba olvidarle y olvidar nuestra historia. Pensaba que quemándolo podría hacerlo desaparecer. Pero en el fondo no era más que una excusa para cada año volver al mismo sitio donde le conocí y atormentarme con los recuerdos. Así año tras año, hasta que al final tuve fuerzas para terminar. No lo pude quemar, pero lo dejé olvidado adrede. Era ese resquicio que mi debilidad necesitaba. Ahora hace años que ya no me importa nada. Hasta he sido capaz de usar de nuevo una foto en la que aparece ese cuaderno. ¿Sabes? Era como una especie de reto, de pulso al destino. Y no quiero perderlo. Por favor, vete, no quiero perderlo...

No sabía qué contestar. Sobrecogido por sus repentinas lágrimas, sin una pregunta más que hacerme ni hacerle yo a él, recogí mi ropa y salí despacio, con el cuaderno en la mano. Al cerrar la puerta respiré hondo, como aliviado, casi como si saliera de una pesadilla. Me daba pena Jorge, pero al mismo tiempo era consciente de su fuerza, de cómo cuando hacía años lo había imaginado frío y misterioso, era en realidad alguien débil y lleno de tristeza. Y de cómo ahora acababa de dejarle llorando en un acto que sin embargo demostraba en el fondo una tremenda fuerza personal, una inmensa valentía por su parte.
Después pensé en todo ese deseo mío de años atrás que se dirigía en realidad hacía algo inexistente. Y en esa otra persona cuyas letras encerradas habían trastornado de alguna forma la vida de varias personas. Aquel cuaderno que tenía yo entre mis manos tenía algo extraño, como un exorcismo. En la calle se levantó viento de repente. Y yo sentí que debía abrirlo de una vez y desvelar su secreto. Suponía que cabía la posibilidad de que no me hiciese ningún efecto, de que me resultase indiferente. Pero necesitaba poner punto final a la historia de aquel desdichado cuaderno negro.
Cuando pasados unos interminables minutos por fin deslicé la goma de aquel moleskine, me encontré con la mayor sorpresa de toda mi vida.
En sus páginas reconocí en seguida mi propia escritura. Palabras y palabras salidas de mi mano hacía muchos, muchísimos años. Pequeños poemas y reflexiones. Algunas confesiones también, pero todo muy vago. Pertenecían al tiempo en que no me atrevía a llamar a todo por su verdadero nombre. Era uno de mis cuadernos moleskine de primera juventud. Nunca lo había echado en falta. Lo imaginaba en casa de mis padres, con todas mis cosas de cuando vivía allí. Cosas que hacía muchísimos años que no revisaba, que creo que llevé en alguna mudanza porque no me cabían o me estorbaban. Mis manos temblaban, y mis ojos hacían el ejercicio de buscar la época en la que fueron escritos. La intensidad de las palabras no ofrecía dudas. Fue la época de mi gran primer desamor. Sentimientos que supongo debí querer olvidar y que por ello desterré también al olvido. En ese momento volvían sin saber yo que se habían ido.
En los márgenes, como notas crípticas, como pequeñas oraciones, se repetía interminablemente un nombre escrito a lápiz una y otra vez. No era el mío. Tampoco era mi letra.
Y al final del cuaderno, como un presagio, escrito también en tinta negra la siguiente frase:
"todas las palabras se escapan como en globos de helio. Nada queda, ni el eco de la voz en las paredes del alma. Las palabras vuelan y se esconden durante vidas enteras y, de repente, precipitan como copos de nieve para tocar nuevas vidas, pero son las mismas con otra piel. Y el dardo siempre es asimétrico. Y las palabras retoman su vuelo otra vez, pero el deseo vaga interminablemente de una piel a otra hasta que al fin se ahoga bajo las aguas"

Las primeras gotas de lluvia emborronaron aquella última frase hasta hacerla ilegible. Yo me quedé mucho rato bajo la tormenta, aguantando el frío,.esperando pacientemente hasta que el agua deshizo cada una de las palabras. Todas corrieron calle abajo, en un pequeño hilo negro de tinta, hasta la cloaca más cercana. Aquellas últimas, sin embargo, no he podido olvidarlas jamás.

4 de agosto de 2008

Despedidas.

Fernando Argenta y Araceli González Campa.

La semana pasada la radiotelevisión pública puso punto y final a uno de los programas que desde mi punto de vista más han contribuido a la difusión de la música clásica en nuestro país. La prejubilación de Fernando Argenta y Araceli González Campa, en una de esas maniobras de naturaleza inhumana (también llamados ERE) que a veces incomprensiblemente realizan tantas empresas hoy en día, ha provocado el final del programa de radio que Fernando dirigía y presentaba desde hace más de 32 años: Clásicos Populares.

Clásicos Populares siempre se ha caracterizado por un indudable espíritu didáctico y con él se han aficionado generaciones de niños y de adultos a este mundo tan especial y tan enriquecedor que es el de la música “seria”.

Yo les he seguido intermitentemente a lo largo de muchos años en su emisión diaria a través de Radio1 y Radio Clásica. Pero en el último año diversas circunstancias han hecho que les escuche cada día a las tres mientras vuelvo a casa del trabajo. Han sido siempre una compañía excepcional que mientras cruzaba la ciudad me conseguía evadir de todos los problemas por dura que hubiese sido la jornada laboral y al tiempo me dibujaba una sonrisa de felicidad. La del placer por la música reconocido en la forma de hacer y de presentar este programa. A Fernando estoy seguro que muchos le criticarán por su aparente carácter campechano, por su simplicidad a la hora de comunicar, por su falta de seriedad a veces. Y sin embargo cualquiera que tenga conocimientos musicales sabe que es alguien con una amplísima formación en musicología que no nos inunda con su conocimiento, sino que se sirve de él para combinar entretenimiento y rigor como herramienta didáctica que ha hecho entender, aficionarse y sobre todo dejarse contagiar de su entusiasmo a tantísimos oyentes a los que ha hecho entrar al mundo de la música clásica de la forma más efectiva. Su labor, por lo tanto, es impagable y creo que con sinceridad no valen las críticas cuando el resultado es evidente.

Todos los melómanos nos reconocemos entre sí y somos conscientes de la dimensión tan enriquecedora para la vida que supone el amor a la música culta, el universo precioso e insustituible que nos proporciona. Los que como yo hemos aprendido a amarla en familia hemos sido unos privilegiados, pero sabemos también que es un mundo con un acceso difícil y que requiere esfuerzo y trabajo por querer aprender y entender muchas de las cosas que se escapan a un neófito y que son necesarias para poder disfrutarla de verdad. Por ello, también somos conscientes de la importancia de que existan programas así de libres y comprometidos, que llevan tantos años contribuyendo a la difusión de esta parcela de la cultura que los que conocemos sabemos cuánto puede contribuir al desarrollo personal y a la humanización de la vida. Así, considero una pena no ya la retirada de este programa de la parrilla de la programación, sino más bien la forma tan aséptica en que radio nacional ha hecho finalizar el programa y la labor de estos dos maravillosos profesionales (afortunadamente los oyentes y sus compañeros de oficio han dejado en la web de rtve y a través de las ondas el homenaje merecido y sincero de todos los que nos hemos sentido tan acompañados por el viaje de descubrimiento y de placer con el que nos cuidaban día a día) y también el aparente vacío que dejan, que no parece vaya a ser sustituido por nuevos proyectos de naturaleza similar.

Yo desde aquí quiero dejar a todo el equipo del programas mi agradecimiento por la labor que han realizado en todos estos años. Y la esperanza de que programas como éste vuelvan a nacer en la radio y en la televisión pública, pues la cultura musical de nuestro sistema educativo está tan llena de lagunas en este sentido que la labor didáctica que desde los medios de comunicación públicos se pueda llevar a cabo me parece fundamental.

Os dejo con el enlace al programa del viernes, que fue un resumen de momentos muy intensos de la historia del programa, creo que merece la pena escucharlo, sobre todo para el que no conociera el programa. Toda una lección de cultura, emoción, entretenimiento y humor.

Y como última aportación, una de las anécdotas que más me emocionaron de los últimos tiempos. Hace meses, mientras realizaban en directo una entrevista a la famosísima mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli en su última gira por España, se abrieron los micrófonos para que los oyentes pudieran participar en el programa (cosa que afortunadamente siempre han hecho mucho) y felicitarla personalmente. Ocurrió entonces que un señor de Palencia llamó a la emisora, profundamente emocionado de poder hablar con Cecilia a la que admiraba muchísimo. Fernando Argenta, que siempre ha sido muy curioso, le preguntó qué estaba haciendo. Él contestó que estaba montado en su tractor, arando el campo, que siempre ponía Clásicos Populares a las tres, que le acompañaba mucho.
Imaginar esos campos silenciosos de Castilla atravesados por la bellísima voz de la Bartoli era algo tan embriagador que ella misma confesó su agradecimiento y emoción por compartir algo tan sumamente bello e íntimo a la vez. Sí, algo tan bello e íntimo como sólo la música puede conseguir: abrir el tiempo y dejar que nos alejemos del mundo para descansar un poco del terrible peso que a veces supone existir, para entregarnos a la música, que también es existir, y lo es en una de sus vertientes más intensas, de las que más ganas de seguir viviendo nos pueden contagiar, porque en ella se concentra gran parte de la grandeza del ser humano con sutil e inefable belleza.
Algo así como lo que el gran Mozart nos hacía sentir con tanta facilidad con músicas como la que hoy os dejo, que no por ser compuesta en una muy temprana juventud es menos certera en hacernos vislumbrar la eternidad.
E imaginar tras ella los campos y su silencio. Y detrás de ellos el nuestro, como en tantos y tantos mediodías que se han ido ahora para siempre.