8 de febrero de 2011

Nueve



El que acaba de empezar es un año que se inició de la manera más triste posible, y que además daba por terminado uno de los más anodinos y apagados de toda mi vida. A veces la pérdida nos sacude con tal violencia y fatalidad donde menos lo esperamos que el resto de la existencia cobra, de repente, una óptica diferente, aunque no lo pretendamos. Con la tristeza y la ausencia aún en muchos rincones de mi día a día, esa quiebra de la perspectiva de la realidad me ha dejado la sensación de que hay cosas que empiezan a moverse. Dentro de mí, de repente, siento que tras muchos meses de ausencia de motivación y de ganas de hacer cosas, por fin, algo comienza a inspirarme entusiasmo, energía, vitalidad. Me considero una persona vital, enérgica, contundente en ejercer lo que me apasiona, siempre atento a disfrutar de la vida, de aquellos a los que quiero y de todas las cosas en las que veo o siento belleza y por las cuales, irremediablemente, siento una sana obsesión. Aún no ha sucedido nada, pero me siento más responsable de intentar continuar la búsqueda de mí mismo, que creo que abandoné accidentalmente hace un tiempo, de manera gradual. Igual de gradualmente espero que surja de nuevo ese camino, donde lo dejé, y con quienes lo dejé. Estar en el mundo no es fácil, y sobre todo precisa de un cuidado continuo, que quizá desatendí, animado o preocupado por otras inquietudes que ahora ya ni recuerdo. En fin, así es la vida: perderse, para poder encontrarse de nuevo.

Así, esta semana recupero muchas cosas con entusiasmo y con intensidad. Es curioso cómo sin que apenas haya cambiado nada, el hecho de uno sea capaz de mirar las cosas de otro modo, que uno decida vivir con honestidad y con los ojos bien abiertos su vida, puede cambiar absolutamente la manera de sentir. Siempre he sido demasiado inquieto, demasiado exigente, demasiado precipitado con el deseo (a pesar de que quienes bien me conocen discreparían en algunos de estos puntos). No es fácil entender qué le hace a uno feliz, cómo, por qué y con quien; implica mirarse demasiado a uno mismo por dentro, y eso es algo que nos suele asustar. A mí el primero. Por ello, muchas veces lo más importante que tenemos, por obvio que sea (o quizá debido a ello) queda como escondido, y hasta termina por hacerse invisible.
Casi siempre tenemos ahí, al alcance de la mano, lo que más nos hace sentirnos bien. Sólo hay que cuidar de ello. Yo, acabo de empezar a hacerlo.

Y todo ello precisamente esta semana, una semana con mucho significado, que me llega con cifras que suman ilusiones, deseos, decisiones y voluntad. Me escapo a celebrar. A celebrar que vivo, que siento, que estoy con quien quiero estar. Con serenidad, como en uno de esos dúos maravillosos de felicidad que escribió Handel. Porque la felicidad más rotunda se escribe así, sin estridencias, con caligrafía discreta y serena, pero firme, sin artificios.

1 de febrero de 2011

Colpo di fulmine.

(Colpo di fulmine: innamoramento immediato e intenso)

Io sono l'amore, Luca Guadagnino, 2010


No sé qué ha sido lo que me ha atrapado de esta película. Quizá que está muy bien contada, más allá de posibles carencias. Quizá que, a pesar de un tono demasiado épico y grandilocuente, sabe llegar a la médula de la historia de este colpo di fulmine arrebatado e inevitable que nos cuenta con gran sutilidad. Y que lo hace con una mirada, posiblemente criticable, pero inmensamente poderosa.

Como ocurre con la mayoría de las atracciones fatales, el azar más inocente e inesperado enciende de manera inicialmente inapreciable una curiosidad que en un momento dado empieza a rodar y a acelerarse, a ganar pasión, desconcierto y fuerza descomunal, siendo capaz de quebrar todo lo que se interpone en su camino.



La atracción se presenta aquí como lo que es muchas veces: Un vértigo poderoso que nos consume, que nos arrastra sobre todas las cosas. Que destapa de repente todos los vacíos existenciales, las insatisfacciones, los deseos ocultos e invisibles que nunca evidenciamos. Un sentimiento que, en definitiva, es capaz de hacer desmoronar el esqueleto de una vida entera que en realidad lleva muchos años sin funcionar. Un nudo que se va estrechando cada vez más hasta ahogar a la protagonista en su propia existencia.
Y aquí uno puede llegar a preguntarse si es posible que ese sentimiento, abrasador donde los haya, no nazca precisamente como respuesta a una frustración vital acallada durante años. Que el cuerpo y la mente respondan de manera salvaje haciéndonos experimentar lo más intenso que podemos imaginar, como revulsivo a una vida que no funciona, o a una insatisfacción que nos envenena. ¿O verdaderamente la pasión descontrolada de un colpo de fulmine como éste tiene una razón física o química que la sostenga? Seguramente hay un poco de ambas cosas. La pasión no es parangonable, imagino, y cada historia es única, con sus condicionantes y sus razones. Sin embargo no es difícil identificarse en ese tobogán de sentimientos que provoca la pasión de la protagonista. La película lo muestra de una forma sutil, pero carnal y volputuosa, en fusión con una naturaleza excesiva de belleza y esplendor, como lo es el éxtasis al que conduce.



Después viene el vacío, un vacío que comienza casi en sordina pero que después continúa como un ruido que se eleva por encima de todo y de todos, ensordecedor, aniquilante, visceral, simbolizado por una música estridente y desproporcionada, pero que nos conmueve hasta el agudo final. Y ya no hay nada que hacer: el golpe de pasión se transforma en golpe seco que hace desmoronar la familia, los vínculos, las rutinas, los cariños, evidenciando así la inhóspita y frágil naturaleza que los soportaba, a pesar del aparente halo con el que casi nos había cegado al inicio.

Después no hay nada más que contar. La continuación, el futuro, la fortaleza del amor que nace, ya no interesa. Es una historia quizá predestinada a acabar rápido. O no. Pero eso es ya otro cuento, uno que desde ese mismo instante empieza a contar hacia atrás. Y así, tras el estruendo, volvemos de nuevo a un silencio que nos deja mudos, absortos en la idea de un esplendor que no hace más que rondar nuestro propio deseo.

La mirada de Luca Guadagnino es abiertamente efectista, pero no deja de ser personalísima. Por el ángulo con el que nos muestra los espacios, por los silencios y las miradas, que encierran tantas cosas, por una lectura honda del poder de los sentidos, reflejado en un sólo aparente preciosismo que sin embargo oculta todo un universo de sensaciones, por una estética contundente, pero del todo coherente y llena de sentido. Un sentido que intenta provocar algo físico en nosotros, algo que nos evoque, aunque torpemente, el nudo en la garganta, el vacío, el vértigo que se produce en la vida de la protagonista. A mi juicio, lo consigue. Repito, la película tiene carencias, y se puede criticar desde muchos aspectos, pero también, si te dejas llevar, puede conquistarte, hacer que sientas, de repente un intenso y afilado colpo di fulmine hacia ella. Yo, así lo confieso, lo he sentido.

¿Qué opináis de los amores fatales?