28 de abril de 2008

Las tardes de domingo.

Cada dos domingos la misma historia. Julia acompaña a Leo hasta la estación a tomar el tren rumbo a la capital. Suben en coche por la avenida principal desde el puerto, despacio (siempre se toman el tiempo necesario para no llegar con prisas), y aparcan un minuto en el vado de los taxis, con las luces de emergencia. A Leo no le gustan las despedidas, así que siempre ruega a Julia que no entre con él en el edificio. Se dan un tímido y rápido beso antes de que Leo tome su pequeña maleta de fin de semana y se encamine a la puerta principal, siempre con tiempo de comprar en la cafetería una botella de agua mineral. Son muchas horas de trayecto y la marca de agua que venden en el tren no le gusta mucho. Antes de cruzar el umbral, se vuelve a mirar fuera. Julia, ya desde el interior del vehículo, le hace un gesto cariñoso de adiós.
Hoy Leo piensa en lo tranquila que está siempre la avenida los domingos a primera hora de la tarde. Ya comienza a hacer algo de calor y hay un par de heladerías en el camino. Se fija en que los veladores de fuera no están al completo, y algunos niños sorben su helado con parsimonia, como si así pudiesen resultar aún más grandes. Leo ha bajado la ventanilla para verlos mejor desde el semáforo en el que se acaban de detener. El coche se pone de nuevo en marcha y el aire comienza a entrar, y Leo respira hondo, tiene la sensación de que hace tiempo que un aire tan fresco no alcanza su rostro. Los niños han quedado atrás, y los observa, como pequeñas figuras, en el espejo retrovisor. Siente de repente una nostalgia enorme, que se le incrusta en la garganta. Siente que los domingos son como una losa extraña y pesada que se le posa sobre los hombros nada más despertar. Da igual que llueva o que, como hoy, haga un día estupendo. Los domingos son amargos, porque siempre tienen despedidas. Mira los transeúntes que caminan distraídos por la acera. Para alguno supone que también el domingo debe tener algo de tedioso. Imagina cómo debe ser el lunes, con todo el tráfico de los coches por la avenida, y el trajín de personas recién duchadas y con ropa limpia caminando a sus trabajos, a sus obligaciones, a sus citas. Siente con fuerza que le gustaría quedarse para poder verlo, que querría quedarse allí y sentir toda esa energía de los lunes desde las aceras. La tarde de domingo se le antoja triste, decadente, casi amarga a pesar del sol anaranjado que baña la ciudad y el mar, allá a lo lejos ya. Después de dos años y medio, en realidad, nunca había sentido esa atracción por quedarse. Nunca han hablado de ello, como si estuviese prohibido. Y cuando la casualidad ha hecho que traten el tema de manera circunstancial, ambos han sentido que pronunciar esa frase les iba a arañar demasiado, como si hubiese una pared entre las palabras y ellos mismos. Y han cambiado siempre de tema. Leo piensa un segundo si podría cambiar de trabajo y venirse. Sabe que en realidad Julia lo tiene más fácil, pero sabe también que no le gusta la gran ciudad, al menos es eso lo que siempre ha dicho. Piensa en qué diría si se lo plantease. Que se viniera con él, y que los domingos dejasen de ser tan tristes. Casi le rozan la lengua las palabras, pero se echa atrás. Se le adelanta Julia.
- ¿Te lo has pasado bien?
- Sí, claro, como siempre.
- Yo este finde me lo he pasado mejor que otras veces. Me da pena que te vayas.
- Ya, a mí siempre me da pena.
- Bueno, ya sabes, en realidad así es más bonito, si estuviésemos juntos igual estábamos ya aburridos.
- No sé, es posible... pero también es posible que no. Vivimos un poco lejos, ¿no te parece?
- Sí, un poco... ¿es que te da pereza venir?
- No... pero...
- Bueno, con todas las horas que trabajamos, tampoco nos veríamos mucho más, ¿no crees?
Se hace el silencio en el coche. El ruido de la ciudad, suave, como adormecido, se vierte de lleno en el interior y Leo siente que le duele respirar.
Hoy su beso de despedida será un poco más largo de lo habitual. Y Julia, por primera vez en muchas semanas, insistirá para acompañarlo hasta el anden.
- No, de verdad. Ya sabes que me pone muy triste.
- Llámame al llegar, ¿vale?
- Sí, claro, como siempre.
Pero siente que nada es ya como siempre. Y al volver la mirada, y ver a Julia en el coche partir y fundirse con el resto de ciudadanos aletargados en las aceras, como tirando del tiempo para que se detenga, Leo siente de nuevo con fuerza que le gustaría quedarse hasta el lunes y levantarse y salir a la avenida limpio y con una camisa recién planchada, a sentir el frescor del mar en la cara, y ver cómo la ciudad se va despertando poco a poco. Una lágrima se le escapa cuando ya no está a la vista de Julia, y en ese mismo instante, mientras se la seca discretamente con la manga de la cazadora mientras sube y se instala en su asiento, nace por primera vez en su interior la idea de que ya no volverá más.

25 de abril de 2008

Extraño



Siempre por el borde de la calle oscura,
Sin mirar,
Sin escuchar las flores rotas.

Detrás de las esquinas,
Como cuchilla fría,
Ese vacío que crece cuando lo escucho.

Impenetrable,
Incrustado en las entrañas,
Inútil.

Algunas tardes me traen descalza la extrañeza
Como un virus, sin tarjeta de visita,
Como un contagio casual que no tiene explicación
Ni cura que no sea el reposo.

Extraña la tarde azul,
Extrañas las nubes cruzando.
Extraña hasta tu piel templada,
Extraña mi propia sangre.

Y mi vacío que medra
Que sin remedio se escapa
Y se derrama
Sobre los dedos.

Con el sol se pasa,
Me digo,
Con el sol.
Sana, pequeño, sana.

21 de abril de 2008

Música para la memoria.

No me gusta dejarme llevar por el exceso de expectativas. Por ello quizá entré con cierta incredulidad el sábado pasado en el Teatro Real, en una de las veladas que se anunciaban como históricas para el teatro madrileño. Todo un triunfo para sus directores el haber podido apuntarse el tanto de ser uno de los 5 teatros del mundo donde el mítico Claudio Abbado, a sus casi 75 años ya, dirige su primera aproximación al Fidelio de Beethoven. Esta ha sido, además, la primera visita del director italiano a España, como director de ópera.
Nunca me arrebató el milanés, a pesar de que sus discos de juventud al frente de la Orquesta Sinfónica de Londres me parecen de lo mejor de la fonografía del siglo XX. Su Beethoven siempre me ha parecido brillante, aunque no sobresaliente como el de Fürtwangler o Kleiber. A pesar de todo había suficientes ingredientes para pensar que algo extraordinario podía ocurrir. Así lo auguraban las crónicas del estreno de la producción en el Teatro de Reggio Emilia. La obra beethoveniana no exige menos. Es una de esas grandes obras maestras infinidad de veces grabada, pero extrañamente poco representada. Es una pena que Beethoven no siguiera por ese camino del Singspiel pues de alguna manera, tomando el relevo de la Flauta Mágica mozartiana, llevó el género a su cumbre. La calidad y la hondura musicales se conjugan en esta obra con una acción dramática brillante que en escena resulta sobrecogedora.
La fidelidad y la libertad guían el mensaje de esta ópera: fidelidad sentimental, la de Leonora a Florestan, que siempre he querido ver en realidad como una metáfora de la fidelidad a las ideas y a lo que uno siente como forma de encontrar la libertad interior, la cual es, a su vez, la única manera posible de alcanzar cualquier otra forma de libertad. Hablando desde una concepción más objetiva de la libertad, el director milanés siempre se ha posicionado políticamente a la izquierda y son ya célebres sus conciertos en las fábricas como manera de democratizar la música o su participación en todo tipo de proyectos en pro de la difusión de la música sin barreras ni discriminaciones. Así, es de imaginar que el impulso de la lectura de esta obra maestra nace de la convicción ideológica personal de uno de los más grandes directores de orquesta vivos, que la transforma en un mensaje musical y vital que nos llega en todas las dimensiones de la sensibilidad. Y así fue desde su salida, abrumadora, la más calurosa y entregada que recuerdo yo para la salida de un músico a escena. Desde los primeros compases de la imponente obertura Abbado consigue un Beethoven fluido y dramático, que nos llega directo al corazón, que es donde tiene que llegar la música. La partitura beethoveniana no es fácil, porque su imponente entramado vocal y orquestal la hacen proclive a caer en lo pesado. Pero el milanés consigue ese milagro de hacer que parezca una música leve sin perder toda la hondura que tiene. Y da igual que el cuadro de solistas, aunque fuese de primera fila, no resultase perfecto y tuviese algún que otro desequilibrio (a destacar, con diferencia, la brillantísima voz de Anja Kampe como Leonore-Fidelio) o que la puesta en escena tuviese poca acogida en el teatro madrileño (aunque a mi parecer sólo adoleciese de un poco de rigidez y alguna que otra libertad de interpretación discutible, pues consiguió sin duda momentos memorables, como el de la bajada a las mazmorras de Fidelio y Rocco), o que los dos coros que participaron (todo un acierto juntar el Arnold Schoenberg Chor y el Coro de la Comunidad de Madrid) estuviesen soberbios, en una obra en la que es uno de los engranajes más importantes. Sí, en el fondo todo eso da un poco igual, porque el verdadero artífice del milagro fue sin duda el gran Claudio Abbado. Porque es su mirada la que estuvo impresa en toda la representación a través de su magnetismo especial, que se desplegó nada más salir a escena. Su aspecto aparentemente circunspecto se rompe nada más tomar la batuta. Porque detrás de ella están, no sólo años y años de estudio de la partitura y de análisis de la música del gran compositor alemán, sino toda una concepción de la música, del mensaje y de su manera de ser transmitido. Lo importante es ya no sólo emocionar, pues eso lo consiguen muchos músicos, sino trascender, conseguir hacer sentir que uno está viviendo algo que está más allá de nuestra comprensión racional, algo único y que es absolutamente irrepetible. Y así lo consigue Abbado. Su final es grande, inmenso... y nos sobrepasó. El reconocimiento final del público madrileño, arrebatado como nunca, fue honesto en este sentido. Acabábamos de presenciar uno de los momentos operísticos más redondos de la historia del Real, de la memoria de muchos de los que allí estábamos, uno de esos momentos que quedarán para siempre en la memoria. Y sino al tiempo.

16 de abril de 2008

Imperceptible

Ya he dejado de preocuparme por él. De imaginarlo cada mañana detrás de la cortina de la ducha. He dejado de pensar en él cuando hago un viaje o cuando compro yogures de melocotón en el supermercado. También en el teatro o cuando subo una montaña. He perdido incluso el miedo a que me asalte en cualquier bar en medio de la noche, cuando el alcohol hace descender la guardia y reta a la voluntad.

Alguien me dijo una vez que hacía falta un año, y sin embargo transcurrieron cinco sin poder olvidarle. Ahora son ya ocho, y me digo que en realidad no pienso ya nunca en él. Eso, en realidad, no es cierto del todo. Pero bueno, nunca le diría a nadie que no puedo evitar fantasear con él cada vez que siento que estoy a punto de llegar al orgasmo porque es la única forma en que sé ya provocarlo. A pesar de que el olor que inunda mi casa es ahora otro. El que quiero.

Por fin me siento feliz, o al menos eso le digo a todo el mundo que me pregunta. Con Alex son ya tres años juntos. Sí, me siento mucho más realizado que antes, mucho más yo. Mucho más que antes, mucho más de lo hubiese podido imaginar.

Por eso, esta tarde, cuando de nuevo lo he visto aparecer ante mis narices, no ha sucedido nada. Acababa de dejar a Alex a la salida del cine porque tenía prisa, y me he quedado un minuto haciendo una llamada de móvil mientras miraba distraídamente los carteles de los próximos estrenos. Ha sido él quien me ha visto y ha venido a saludarme. Llevaba a un chico de la mano. Bastante guapo. Siempre he sido muy observador, y no se me ha escapado el detalle de que mientras hablaba le apretaba fuertemente la mano, como un niño obediente. La conversación ha sido muy corta, como si fuésemos simples conocidos. Me pregunto si en realidad no fuimos más que eso.

- ¡Cuánto tiempo!
- Sí, unos años. He estado viviendo fuera una temporada.
- Ah
Silencio
- ¿ Y, todo bien?
El acompañante sonríe, tiene una sonrisa preciosa.
- Sí, genial. ¿Qué tal tú?
- Bien, estoy contento.
- Me alegro - sonríe, lleno de encanto - Disculpa, llegamos tarde - Se muerde el labio. Siempre se lo mordía cuando estaba nervioso.
- Sí, sí, claro. Yo también tengo prisa.
- Hasta otra.
- Sí, eso, hasta otra.

Había temido ese momento muchas veces. ¡Ha sido tan sencillo, sin embargo! En realidad sé que en el fondo se me ha arrugado el alma un poco. Una de esas arrugas como las que a veces le hago a las camisas por error mientras las plancho y que son tan difíciles de eliminar después. Me he vuelto para mirar hacia la puerta del cine y lo he descubierto girándose él también para mirar hacia mí. Lo inesperado de la acción ha hecho que haya cazado su mirada triste. Posiblemente más triste que ninguna de las que recuerdo de él. Una mirada llena de desazón. Me he vuelto en seguida y sus ojos, de repente clavados en mi retina, han comenzado a desvanecerse. A los pocos segundos me ha llegado un sms de Alex. Siempre me envía uno cuando me acaba de dejar. He sonreído y todo ha vuelto a su lugar. Pasado mañana ni me acordaré. Claro. En realidad estoy deseando que llegue esta noche para poder follar con Alex. Aunque sepa que no voy a poder evitar pensar en él, como siempre... Pero eso sólo lo sé yo. No importa. Siempre he sabido que hay cosas que, mientras no salgan de mi imaginación, en realidad, no suceden.

14 de abril de 2008

Lluvia de abril.


Llegar como la lluvia,
Discreta,
En mitad de la semana.
Fría,
En la primavera veloz, a la que nada detiene.
Y pasar de largo, paraguas bien abierto.

Ojos inquietos que te han reconocido
Aunque no sepan si fingir que no
Y pasar,
pasar de largo.

9 de abril de 2008

Desmontaje

Mientras la tarde se va apagando Miguel encuentra en el sofá uno de los momentos de inactividad de la semana. Necesita descanso porque en la oficina lleva varias semanas sin tener un minuto libre. O al menos eso es lo que dice a todos. No es que la situación sea para tanto, pero él no para de quejarse, como si así pudiese creerlo. Su acto reflejo de encender la televisión y ver uno tras otro todos los programas de la tarde noche se ha visto abortado, aún no sabe por qué. Desde ese rincón observa el salón en silencio, los muebles de diseño en color claro. El silencio le oprime, sabe que tras él todos esos pensamientos se agolpan esperando cogerle desprevenido. Teme que le asalten así, todos de golpe, enredados, asfixiantes. Toma el mando, todos los objetos de la sala impecablemente colocados en su sitio le observan amenazantes. Es fácil cuando la tele está ya encendida. Pero algo, no sabe bien qué, lo retiene. Se queda mirando la pantalla gris, sintiendo ese leve deseo de la inoperancia. Estoy cansado, se dice, intentando poner un poco de razón al momento.
Laura no ha pasado hoy por casa antes de su clase de yoga. O al menos no ha dejado ninguna nota, ella siempre suele dejarlas cuando no pueden verse. Se levanta, intenta comprobar si se le ha pasado por alto. En la cómoda de la entrada no hay nada. Laura se ha dejado su monedero pequeño junto a la bandeja de las llaves, casi no se ve. Sólo duda un instante, en el fondo no siente demasiada culpa mientras lo toma y abre la minúscula cremallera que lo bordea. Entre las monedas hay varios papeles. Tickets de compra de diferentes tiendas, un par de entradas de cine, la tarjeta del último restaurante donde han cenado. Siempre dejándose cosas por ahí, Laura es un desastre.
Como si no estuviese satisfecho, Miguel examina todo lo que ha sacado. Algo nervioso sí que está. Las monedas al caer sobre la mesa han sonado en la habitación con un estruendo que se le ha instalado en su oído con un incómodo eco. Al abrir una de las entradas de cine lo ve, escrito con una caligrafía torcida y rápida. Un número de teléfono. Lo primero que se le ocurre, como una intuición, es tomar su móvil y marcar las cifras que acaba de leer. Se lo piensa un segundo, pero marca el botón de llamada. En seguida el número se transforma en un nombre. Alfredo parpadea en la pantalla sólo un par de veces antes de que Miguel cuelgue. Un nudo terrible se le ajusta en el estómago y el silencio, sólo roto por sus propios pasos inquietos que han comenzado a caminar de un lado a otro, parece oprimirle más y más a cada segundo. Lo imagina desde hace tiempo. En realidad desde siempre, desde que invitó a Alfredo la primera vez a casa. En aquel momento no supo descifrarlo, pero siempre intuyó que algo extraño se había desencadenado entonces. Quizá hasta ahora no había visto con tanta nitidez que a Laura siempre le había gustado Alfredo. Por aquel entonces había pasado ya mucho tiempo desde que se había acostado con él por última vez. Pensó que había sido algo temporal, aislado. Creyó que llevándolo a casa, haciendo que conociese a Laura, mezclándolo con sus amigos, conseguiría hacer que todo cambiase, borrar aquellas tardes de junio, como si nunca hubiesen sucedido. Se han casi desvanecido ya. Pero hoy, sus sospechas, no teniendo nada que ver con aquello, se lo han hecho recordar con la más cruda de las cercanías. Los celos, ásperos, se apoderan de él, y no es capaz ni de entender de quién ni por qué.

En la calle llueve aún, cada vez con más fuerza. Las gotas alargadas dibujan aristas debajo de las farolas y el ruido, como en sordina, le atraviesa la garganta. Los fantasmas han salido en tropel desde la pantalla inerte del televisor. Ojalá pudiera encenderlo y olvidarse, inventarse que es una tarde cualquiera, como todas las demás, como siempre. Abre la ventana y el ruido de la lluvia entra, esta vez de lleno, invadiendo la habitación. Necesita salir, caminar, mojarse, espantar todos los pensamientos que no quieren huir de su cabeza y que a duras penas consigue esquivar. Sin pensarlo más toma las llaves y sale por la puerta, sin acordarse de cerrar la ventana o apagar las luces. Al girarse para encaminarse al ascensor descubre a Iván que acaba también de salir de su casa. Iván ha llegado tan sólo hace unos meses al edificio. Es joven y bastante aparente, además de tremendamente encantador. De los que lo son de manera inconsciente, como si estuvieran hechos de otra materia, más leve, más divina que la de los demás. Miguel se muestra alterado, incapaz de fingir lo que está sintiendo. Iván no le ha pasado desapercibido nunca, desde el día que llegó. Como con otros muchos hombres, su deseo, a la fuerza apagado, ha pasado a formar parte de esa otra realidad que conforma todo lo que no le sucede. Esa realidad que no existe y que lleva ya alimentando demasiados años sin poder probar.
Entran ambos en el ascensor y Miguel contiene la respiración. El olor corporal de Iván, en la estrechez de la cabina, lo atraviesa. Ambos hacen el gesto de abrir la puerta al llegar a la planta baja y sus manos se tocan al hacerlo. Miguel se queda paralizado. El rumor intenso de la lluvia sobre el portal se escapa a través de los pocos centímetros que se ha abierto la puerta. Iván, extrañado, se queda mirándole fijamente. Su piel es tan suave, casi la puede sentir. Se acerca un poco, pero finalmente abre la puerta del todo y le deja salir. Iván le sonríe, y Miguel le responde con un hasta luego que suena lleno de tristeza. Iván sale rápido, algo extrañado. Otro chico le espera en la puerta y ambos se introducen en un coche que se escapa calle abajo. Miguel sale y deja que las gotas le golpeen y le enfríen las mejillas. La calle le trae por fin el alivio que necesitaba. La soledad y la rabia se mezclan amargamente bajo su lengua. Los nudos se van deshaciendo mientras la cara y los cabellos se mojan más y más, casi impidiéndole ver por dónde camina. Sus pasos saben donde quieren ir. El olor de Iván no se le despega de las entrañas, y necesita saciar esa sed como sea. Sabe bien donde debe ir para hacerlo. Rápido, discreto, sin preguntas, en plena oscuridad. Sus piernas aceleran el paso aún más. Se siente empapado y lleno de fuego a la vez. Sin proponérselo, imagina qué le dirá a Laura esta vez.
Sabe que no le preguntará nada. Que cenarán como si nada hubiese pasado. Sabe que le ha prometido pensarse lo de tener el niño, probar al menos. Sabe que no sabrá decirle que no. La lluvia arrecia. Sabe que todo seguirá como siempre. Se baja la cremallera del pantalón con fuerza, su polla está dura ya. En seguida siente la humedad rodearla. En unos minutos se habrá desahogado. Respira hondo. Sabe que no debería, pero piensa en Laura, y sabe también que le dirá que sí, otra vez, sabe que le dirá que sí otra vez...

5 de abril de 2008

Historia de Mario y Pedro.



La melancolía caminaba siempre a su lado, descalza. Con frecuencia silenciosa, su presencia se podía oler en el aire cuando caminaba interminablemente por las calles a última hora de la tarde, al quedarse solo. Por más que necesitara hablar, ella le cosía los labios, los mismos que durante la noche se deshacían en llamas.

La razón le golpeaba las sienes con fuerza cuando Pedro le hablaba, y su mirada, directa a las pupilas, le fragmentaba el aire de los pulmones. Las palabras de las frases de Mario, sin embargo, se escapaban entre sombras y caían siempre en el pozo oscuro de lo que no se puede entender. Algo que él creía ser más fuerte que su voluntad habitaba sus venas, y las invadía de escarcha blanca cada vez que sus pies contemplaban con deseo el precipicio de la espalda de Pedro.

Los ojos de Pedro eran en la noche como dos túneles de felpa negra que giraban sin parar, y en ellos se adivinaba una galaxia inmensa sin estrellas que parecía necesitar beberse el universo entero para no tener que estallar de pena. Tales eran su magnetismo y su tristeza que el viento todo de las montañas trepaba hasta ellos creando un huracán que al soplar hacía heridas en los oídos de Mario. Pero los oídos de Mario no sangraban jamás. En la espesura de su pecho habitaban sonidos desconocidos y las más inhóspitas oscuridades, guardadas celosamente. La luz nunca entró en ellas, y jamás entenderá Mario que las grutas del alma son inevitables e inocuas a la luz del sol de mediodía.

Por ello, una tarde de marzo, a pesar del primer sol tibio de la estación, Mario se marchó sin avisar. Sin despedirse tampoco. Huyó de la mano de su furiosa melancolía y no dejó apenas rastro de sí entre los dedos de Pedro. Tan solo el olor intenso de su piel se quedó enredado en los cabellos de Pedro, y allí continúa peinando sus rizos en las tardes de lluvia. A Mario he creído verle varias veces. En París, en Palermo, en Marraketch.... ya no recuerdo todos los lugares. Siempre lo acompañan chicos muy guapos, de mirada temerosa. Él cree que busca, pero sigue evitando la gruta oscura de su pecho. La melancolía se perdió, aburrida, en una noche de verano.

2 de abril de 2008

Verdes sombras

Lleva varios días levantándose con una extraña sensación de prisa. Sabe que no es ansiedad, porque ya la tuvo otras veces, diagnosticada, y sabe que duele, en el pecho, como si te faltase el aire y los huesos todos se comprimieran para querer buscarlo en alguna parte.
No, ahora no es eso lo que siente. Ahora es diferente. Se toma el desayuno inquieta, como si la vigilasen. Mira con insistencia su gran maceta y las hojas anchas que de ella salen. Sobre todo mira la oscuridad que se escapa entre ellas. La mira una y otra vez, y desearía ser diminuta para poder internarse en esa frondosidad.
La prisa la invade de nuevo mientras baja la cuesta, camino del metro. Los días se están haciendo más largos y ya casi se ve el sol salir entre los edificios rosados antes de bajar las escaleras. Sin embargo, ella lleva la oscuridad de su maceta grabada en la retina como una aguja incisiva que la asfixia.
Los pasillos llenos de gente adormilada son como selvas llenas de lianas y de bostezos. De miradas tristes y somnolientas. La suya, indiferente y lejana, escapa de las que se posan sobre ella y sobre su cuerpo. Como si alguien la persiguiera, quiere huir de la ligera concupiscencia que siente que invade el subterráneo algunas mañanas. El murmullo de las voces encerradas es más ligero a esas horas, y el sordo rumor de decenas de auriculares de músicas machaconas se mezcla como un espeso caldo que cuesta beber. Sobre ellas, la música sombría de aquel piano que escuchó ayer suena martilleante en su cabeza. Una música que, en su imaginación, sale del corazón sombrío de su maceta como si alguien la tocase desde allí. Los graves le arañan el estómago cuando las puertas del vagón se abren y, empujada por la masa, sale a trompicones del tren, entre codazos y empujones de indiferencia. Siente desde la garganta esa prisa indefinible que le agarrota el cuello. Como si no llegase a tiempo y ya nada tuviese sentido, s ube las escaleras andando y adelantando a los que se dejan. Al salir, el primer sol ya ilumina las cumbres de los edificios más altos. Ella los mira con temor, aún siente la asfixia en su pecho. Se dirige con paso firme al Café Versalles y se sienta en uno de los desvencijados taburetes de la barra. Mira alrededor con avidez. Su mirada la encuentra. Como siempre, al final del pasillo, con la mirada perdida en las noticias del periódico. Pide un café y enciende un cigarrillo. Vuelve a su retina la imagen de las sombras de su planta, y casi siente el frescor de las ramas ocultas soplarle en los labios. El café le quema la garganta y parece que la alivia un poco. Por fin ella cierra las páginas y se dispone a pagar. De repente repara en ella y sonríe. Un mechón de su pelo se desliza de repente sobre su sien y el contraste con su piel blanca se le clava con fuerza en los ojos.
- ¿Otra vez aquí? - dice sonriendo - Creía que volvías a tu trabajo en las afueras ya hoy.
- Eh, no. Pues no. Me llamaron para decirme que aún me necesitaban aquí unos días más y... Bueno, pues aquí estoy - dice esforzándose por parecer natural, pero la mirada se le ha paralizado.
- No te he visto, sino me hubiera venido aquí a tomármelo contigo. Ahora ya no, que hoy llevo prisa, tengo que presentar un trabajo a primera hora.
- No te preocupes, es que se me ha hecho tarde, casi acabo de llegar.
- Pero mañana estaré atenta para no perderte. Tu conversación es mucho más interesante que las opiniones de los periódicos.
Sonríe temerosa.
- Yo... así, medio dormida, a estas horas, tampoco es que dé para mucho.
- Así estamos todas, maja - sonríe de nuevo - en fin, que me alegro de verte. Como el viernes te fuiste tan de repente, sin despedirte. Te iba a dar mi dirección de e-mail para que me siguieras contando cómo va lo de tu proyecto de viaje, ¡me pareció tan interesante! Pero con las prisas.
- No pasa nada, mujer, ya un día de éstos.
- Sí, ya te digo, ahora me voy corriendo, que fíjate qué horas.
- Sí, sí, vete, ya mañana hablamos.
- Venga, hasta mañana.
- Que tengas buen día.
Al salir, su falda le ha rozado levemente en su tobillo y al hacerlo se ha llevado consigo la música del momento. De nuevo las sombras verdes oscuras han invadido su cabeza al ritmo de los tacones de ella que se alejan, de nuevo se alejan.
Ella termina su café despacio, y apura su cigarrillo con tristeza, con inmensa tristeza. Paga y sale del local.
En la calle todo es movimiento y la luz del sol ocupa ya todo el espacio. Respira hondo, de nuevo sintiendo cómo la inquietud se instala en ella desde esas sombras a las que aún no termina de acostumbrarse. En su cabeza, la sonrisa de ella se ha paralizado y todas las mentiras que lleva semanas inventando se revuelven como envueltas de espinas. En el trabajo le deben estar echando de menos ya. Comienza a caminar y siente que su voluntad acaba de ser raptada por esa sensación que la oprime los últimos días. Por primera vez la idea certera de no saber qué hacer, de no saber a dónde dirigir sus pasos, se cruza con descaro por su cabeza. De repente siente que las sombras se desvelan y que el piano sordo que la persigue desde ellas le muestra la verdadera cara de una palabra que no quiere pronunciar, pero que se dibuja en sus labios con claridad.
- Miedo - susurra despacio.
Sus pasos se dirigen al trabajo. Enseguida imagina una excusa para la tardanza. En ese momento, desde su casa, solitaria, la maceta tiembla en su rincón.