27 de abril de 2006

VUELVO AL SUR



Cada uno tiene su propio sur , su propia concepción de lo meridional, su íntimo lugar geográfico al que denomina Sur. Yo, siendo del Sur, lo he tenido siempre más difícil. Y sólo ahora que ya hace muchos años que no vivo allí he comenzado la búsqueda de ese lugar. Durante los últimos años, el Sur para mí han sido esas playas que nos gustan, ésas a las que nos acercábamos con pasión y de las que regresábamos con nuestras músicas en el coche, degustando el aire caliente de la tarde con los dedos a través de las ventanillas abiertas (aunque a ti te gustara más el aire acondicionado). En esa realidad de tintes africanos mi Sur fue intensidad, color, y dejarse llevar por un amor que navegaba siempre con las velas llenas. Ahora sé bien que ahí estaba mi Sur, sólo porque estabas tú. Ahora que ya no estás allí, sino aquí, vuelvo a tener que buscar ese Sur en el que ya no sé si creer. Ahora que mi familia sufre cambios, que quizá se desequilibre su habitar hacia el Oriente, es posible que mi Sur se desplace hacia allí. En el fondo da igual. El Sur, el mío, siempre camina dentro de mí.
De momento, mañana vuelvo... Sin que sirva de precedente, te dejaré poner la música a ti. Yo sólo eligiré la primera canción y te propondré que nuestro nuevo Sur lo busquemos juntos:



Vuelvo al Sur

Música: Astor Piazzola
Letra: Fernando Ezequiel Solanas
Voz: personalmente... Caetano.


Vuelvo al sur
Como se vuelve siempre al amor
Vuelvo a vos
Con mi deseo, con mi temor

Llego al sur
Como un destino del corazón
Soy del sur
Como los aires del bandoneón

Sueño el sur
Inmensa luna, cielo al revés

Busco el sur
El tiempo abierto y su después

Quiero el sur
Su buena gente, su dignidad
Siento el sur
Como tu cuerpo en la intimidad

Vuelvo al sur
Llego al sur
Te quiero

Camisetas


La primavera se despliega definitivamente estos días, y casi roza el futuro verano en algunos momentos del día. Es extraño que alguien para quien el sol y la calidez de la temperatura son tan importantes como lo son para mí, sienta una resistencia tan grande a lucir ropa veraniega antes de que comience la temporada. Supongo que es un signo físico de mi natural resistencia al cambio.
Ayer, rompiendo mis barreras, estrené por fin camiseta de manga corta. Qué bien sienta el primer aire tibio sobre los brazos. Ese viento en desequilibrio de temperatura que sopla a veces cálido, a veces fresco, pero que nos hace sentir vivos, ya no vuelve a ser lo mismo cuando se instala el verano. Los días de primavera son por lo tanto únicos e irrepetibles, más que los de cualquier estación del año. Incluso el otoño camina hacia el invierno de una manera más gradual. Yo en días como éstos siento una enorme necesidad (no carente de cierta frustración), de sentir la luz, la calle, el aire, las miradas.
Tras una desastrosa sesión de cine en el Círculo de Bellas Artes, ayer necesité despedirme de mis amigas y quedarme en el silencio tumultuoso de ese centro neurálgico de nuestra ciudad. Solo, atravesado de pensamientos que me recorrían pero que no era capaz de retener, reflejándose el sol en espejos y vitrinas, parabrisas de coches en movimiento, como en un gigantesco caleidoscopio monocolor que me absorbía con fuerza. Y de repente, toda esa necesidad de primavera se vio colmada en la marea de personas en movimiento que me rodeaba. Tanta piel de repente al descubierto, los cuellos despejados, algunas miradas incisivas que recibía de soslayo... todo ello me dejaba ebrio en pocos minutos. La tristeza zigzagueaba entre mis zapatos y se filtraba en forma de palabras duras bajo mi piel. Y me detuve con calma, sintiendo la marea que quería arrastrarme y yo que necesitaba asirme a algo: luz, piel, aire, pensamiento. Entonces pasaste a mi lado. Con seguridad no eres el chico más guapo que he visto últimamente. Tampoco el más atrayente cuerpo, que envolvías en esa camiseta azul. Pero tu sonrisa me ha llegado, como un pequeño signo de esperanza. Luego me he fijado en tu piel, sonrosada y fresca, tersa, adivinando la turgencia de tu carne. Y mis pensamientos se han hecho hilo que se enreda en tus brazos. Caminando así, en secreto, detrás tuya, mientras fantaseaba en tu nuca, me has llevado a mí destino, despacio, siguiendo el ocaso, casi en una danza que me liberaba, que me hacía avanzar dentro de mí. Unos minutos después desaparecías en una estación de metro. Pero ya no necesitaba seguirte. El momento se había deshecho y de repente volvían los aguijones del pensamiento, las inseguridades del alma, la piel como un instrumento más que se pasea por las calles, las miradas de nuevo inquisidoras de mi lujuria dormida. Y mis hilos que de nuevo se deshacían en mi garganta. Supe que tu camiseta azul es un mar que ya echo de menos, un mar que me llama con insistencia, un mar al que tengo que acudir para verter los hilos rotos, para ahogar los discursos innecesarios, para dejarme llevar por el infinito rumor del oleaje, que me susurrará, como siempre lo hace, mi verdad.

26 de abril de 2006

Intento, Intentos


"La vie de chacun d'entre nous n'est pas une tentative d'aimer. Elle est l'unique essai"

Pascal Quignard, Vie secrète.

Y entonces miro tus zapatos imaginariamente tibios en el armario, y eres tú. Y miro aquella sonrisa entre brumas en la fotografía, y fuiste tú. Y leo en mi estantería un nombre de escritora española, y sé que fuiste tú. Y vienen mis ojos a parar al lomo de esa película italiana. Y sé que eres tú, intensamente. Entonces se abre la puerta y entras. Entras, como siempre, con tu sonrisa amplia, y tu mirada que corre a perderse en la mía, aunque a veces la mía huya. Eres tú, amor, intensamente ahora.

25 de abril de 2006

El fracaso existencial.


El hasta ahora interesante Roger Gual cuenta con una voz propia a la hora de hacer cine que en este momento de falta de ideas se agradece. Nos ofrece, esta vez en solitario, Remake, una película desalentadora sobre el ocaso de la utopías, el fracaso del idealismo, la estrechez de los modelos de vida, los abismos generacionales, y tantas otras pequeñas cosas que se cuelan entre las palabras del metraje. Porque el gran acierto de esta película, a mi parecer, es el dialogo, un dialogo que surge absolutamente vertebrador, demostrando que, sostenido por sólidas interpretaciones (salvo pequeñas excepciones, como es el caso aquí) un buen diálogo y poco más pueden ser suficientes para hacer cine con mayúsculas. La espontaneidad es abrumadora y sólo falla en contadas ocasiones. La película adolece quizá de algunos momentos algo impostados y no todos los personajes son del todo creíbles. Pero el ritmo y la sinceridad de los diálogos dejan esos pequeños desajustes en el olvido.
Reconozco que he salido del cine hundido en una amargura que la película se encarga de ir contagiando a medida que las rupturas dramáticas se suceden en este fin de semana de un grupo de personajes y sus hijos que después de veinticinco años se reúnen de nuevo para recordar los tres años que pasaron en comuna en una masía. Salvo uno de los personajes, que ha permanecido fiel a las ideas que motivaron aquella convivencia, el resto de los personajes ha evolucionado hacia un inevitable aburguesamiento. Pero Roger Gual no disculpa aquí a ninguno. Es durísimo con todos los personajes. Y no tiene piedad con ninguno de ellos a la hora de mostrarnos el fracaso existencial de la generación de los padres, así como la amarga falsedad en la que se mueve la generación de los jóvenes, como en un intento demoledor de crítica feroz de los arquetipos sociales y de las miradas alternativas sobre ésta. Todas conducen al fracaso cuando se viven de manera doctrinal y no sincera. La película termina destruyendo todo y al finalizar la proyección quizá nos gustaría que diese una visión más esperanzadora de los modelos de convivencia. Pero no, la película es implacable. Me he quedado un buen rato reflexionando sobre la naturaleza de la crítica y de la rebeldía. Los modelos teóricos de cuestionamiento de la realidad no siempre conducen a soluciones mejores. Siempre he sido partidario de la sinceridad ante uno mismo como camino de felicidad. La debilidad inevitable nos conduce a adoptar modelos prefabricados para desarrollarnos como personas, y éstos pueden cegarnos, sobre todo si superan algunas de las limitaciones de los que nos ha impuesto la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Pero en última instancia yo creo que siempre hay que encontrar el camino propio, y saber desligarse de modelos y estructuras aún a riesgo de parecer incoherente. La coherencia es siempre un equilibrio interior que por definición no puede traspasar los límites de la propia intimidad personal. Me desazona esta película en la que, en el intento de defenderse de la propia frustración, las palabras se convierten en detonadores que con rapidez hacen naufragar las vidas de todos, haciendo desbordar de manera más o menos evidente los océanos individuales del fracaso existencial de todos los personajes, incluidos los más secundarios. La brillantez de la mirada de Roger Gual nos sitúa en un plano en el que somos espectadores de este hundimiento desde que se empieza a intuir y en el que, a través del diálogo, casi sentimos radiografiar muchos de nuestros propios comportamientos y los de las personas de nuestro entorno en una forma de crítica muy ácida e inteligente. No me gustan necesariamente los finales felices, pero creo que los hombres nos movemos en un continuo en el que, a veces, la superación es posible. De todas formas, la película es un inmejorable argumento para la reflexión. Y lo hace desde la espontaneidad de un discurso y una acción nada convencionales, desprovistos de la moralina y la previsibilidad habituales.

23 de abril de 2006

Liber, Libri

Hoy es 23 de Abril, y además de ser San Jorge (Jordi para los catalanófilos), es el DIA DEL LIBRO. Recuerdo muchos 23 de abril recorriendo el centro de Madrid con una brisa primaveral y un sol casi apuntando al verano, que se derramaba por la Gran Vía madrileña, llenándolo todo de vida. Y hoy, porque en esta época del año la inestabilidad es lo que la naturaleza tiene, nos han tocado espesuras grises en el cielo, brisas que poco tienen de templadas y algún que otro rayo de sol. Aún pensando qué libro me voy a comprar esta tarde, intento recopilar una listita de 5 libros de adolescencia, tal y como cierto blog-habitante me ha retado por ahí. Y es que la iniciación a la lectura es algo demasiado importante para olvidar. Malas iniciaciones supongo que han hecho abandonar el placer de la lectura y la entrada posterior en la literatura para adultos a muchas y a muchos.
Yo, con esto de tener una madre enseñante, además de liberal y libre pensante la verdad que tuve mucha suerte, ya que siempre fue una excelente guía de referencia que nunca me censuró nada y sí me recomendaba, con una vehemencia que creo haber heredado.
En fin, voy a hacer un pequeño elenco de lecturas juveniles que me ayudaron a amar la lectura y a que se convirtiera en lo que es, una de las miradas a través de las cuales siento la vida, además de compañera inseparable que me acompaña casi a dondequiera que voy. Sí, a veces ha salido por la noche con un libro en el bolsillo, por si me aburría, que todo puede pasar en el noche.

MAFALDA, de Quino.
Sí, como muchos, imagino, empecé a aficionarme a la lectura a través de los comics, de los tebeos, como decíamos entonces. Y de Mortadelo y Zipi y Zape, yo pasé rápido a las lecturas de mis primos mayores, cuando veía con recelo lo mucho que se reían con las ocurrencias de los personajes de Quino. Yo, empecé a leerlos, y llegué a reunir la colección completa, que iba comprando los veranos en aquel mercadillo de libros, en la playa... Al inicio, con 12 años, la verdad, la mitad del humor del argentino, pasaba por mí sin mucha gracia. Pero con los años llegó a ser para mí referente de casi todo tipo de situaciones en las que yo, parafraseaba, incluso interpretaba, las palabras de esta niñita repelente y filósofa, destructora de la racionalidad occidental.

CUANDO HITLER ROBÓ EL CONEJO ROSA, de Judith Kerr.
Un libro quizá algo irrelevante y seguramente tampoco con nada por lo que recomendar. Sólo que a mí, ese libro me tocó especialmente, porque fue el primero en el que me identifiqué de forma intensa con el protagonista, en este caso una niñita judía alemana que huye con su familia de la Alemania nazi, dejando en su casa olvidado su conejito rosa de peluche (de ahí el título) y que terminan en la Suiza francófona. Recuerdo especialmente la experiencia de ella en su adaptación cultural y lingüística, del alemán al francés... ¡Quién me iba a mí a decir que yo debería vivir un par de ellas también en el futuro! Es extraño, pero creo que aquel relato me despertó una fuerte curiosidad por esos procesos, que aún me dura hoy.

EL MUNDO PERDIDO, de Arthur Conan Doyle.
Esta novelita de Dinosaurios, para mí representa todo el género de aventuras que tanto disfruté en la adolescencia. Verne, Dumas, etc.. Pero aquella aventura del genial del profesor Challenger en la tierra de Maple White me mantuvo literalmente pegado a las páginas. Las sensaciones y lo mucho que inspiró mi imaginación aquella novela son realmente inolvidables. Años después, recuerdo que en mi colegio gané un premio de redacción (creo que lo único que he ganado jamás por escribir algo, jeje) y el regalo fue precisamente esa novela... Quizá no contaban con que un niño de esa edad (11 ó 12 años debía tener yo) tuviera un biblioteca tan completa... Además, era la misma edición. La de Anaya que tantos otros títulos acumulé...

EL MISTERIO DEL CUARTO AMARILLO, de Gaston Leroux.
También de esa edición juvenil de Anaya. Un libro que representa otro gran género de la literatura de la que disfruté mucho en la adolescencia, el de las novelas de misterio. Pronto agoté a Agata Christie, más que nada porque me había leído ya todas sus novelas, y porque, francamente, como escritora, se agota rápido. Pero sirve de iniciación para entrar en otros autores y en otras novelas. Ésta es una de las que más me apasionó, porque aquel misterio irresoluble del asesinato en un cuarto cerrado a cal y a canto la verdad que me trajo absorbido e aquel verano lejano en el que lo leí. Y es que recuerdo en mi adolescencia sobre todo esa sensación de estar absorbido con la lectura, que me trae a novelas como ésta. El fantasma de la Ópera, del mismo autor, también ejerció ese influjo sobre mí (algunos estarán pensando que cómo no ha sido éste el que he puesto, pero la verdad que lo leí años después y ya no era lo mismo...)

EL TALENTO DE MR RIPLEY, de Patricia Highsmith.
Éste, lo sé, no es un libro para adolescentes, pero yo es que yo a mis 15 años, ya había superado a la Christie, y la verdad, necesitaba más “carnaza”. Y eso me lo dio Patricia, con esta novela que yo la leí en una traducción que la titulaba A Pleno Sol, como la película (la antigua, con Alain Delon en el papel del obtuso Ripley). En fin, el misterio aquí estaba garantizado también, pero de repente reconocí ese salto literario a la profundización psicológica de los personajes, a esa ambigüedad sexual que recorre muchas páginas y que en algunos pasajes llegaba al límite de la provocación sexual en mi mente. Sí, la verdad que disfruté mucho con esa novela. Descubrí ese placer de estar leyendo algo que muchos reprobarían, y que estimulaba mi mente de maneras que esos mismos considerarían pecaminosa, pero que yo llegaba a dudar en ocasiones que en ellos operara de la misma manera. Y todo así, sentado en un sillón, en la más inocente tranquilidad de una tarde de verano. A mí esa novela me aportó esa sensación física de constatar los mundos tan reales que puede esconder una novela y el desafío que puede suponernos a nuestra capacidad de imaginar... Ni que decir tiene que aquel decorado de glamour de la Riviera Italiana, me seducía tanto como después lo haría en la película o en otras (sí, alguno sabe bien que se trata de ésa de Hitchcock, aunque en la riviera francesa).

21 de abril de 2006

Quienes me gustan


Gracias, Adriana, gracias por escribir mejor de lo que yo hubiera hecho, ese manifiesto en el que me sigo reiterando cada día.




SENHAS

Eu não gosto do bom gosto
Eu não gosto do bom senso
Eu não gosto dos bons modos
Não gosto
Eu aguento até rigores
Eu não tenho pena dos traídos
Eu hospedo infratores e banidos
Eu respeito conveniências
Eu não ligo pra conchavos
Eu suporto aparências
Eu não gosto de maus tratos
Mas o que eu não gosto é do bom gosto
Eu não gosto do bom senso
Eu não gosto dos bons modos
Não gosto
Eu aguento até os modernos
E seus segundos cadernos
Eu aguento até os caretas
E suas verdades perfeitas
Mas o que eu não gosto é do bom gosto
Eu não gosto do bom senso
Eu não gosto dos bons modos
Não gosto
Eu aguento até os estetas
Eu não julgo a competência
Eu não ligo para etiqueta
Eu aplaudo rebeldias
Eu respeito tiranias
Eu compreendo piedades
Eu não condeno mentiras
Eu não condeno vaidades
Mas o que eu não gosto é do bom gosto
Eu não gosto do bom senso
Eu não gosto dos bons modos
Não gosto
Eu gosto dos que têm fome
Dos que morrem de vontade
Dos que secam de desejo
Dos que ardem…


Adriana Calcanhoto

20 de abril de 2006

El gran Shostakovich.



Irónico, displicente, hasta abyecto. Así se nos muestra, entre luces y sombras, éste que es el último gran clásico de la música, que aún andaba escribiendo obras maestras cuando yo nacía... Su última sinfonía (la gran 15, de rítmica sutil y melodías subyugantes) si no recuerdo mal es del año 74. Un clásico, porque sólo de clásicas y absolutamente rotundas se pueden calificar obras suyas como la sinfonía número 5 o el cuarteto de cuerda número 8. El pasado martes, escuchando alguna de sus obras en el auditorio, de la mano de una Elisabeth Leonskaja no demasiado inspirada, retomé de nuevo con intensidad la pasión por un músico difícil, pero que indudablemente atrae con la misma facilidad fílias que fobias. Me he propuesto que alguien a quien bien quiero lo aprecie... No es tarea fácil, después de escuchar una sonata escrita bajo el influjo del asedio de Leningrado en el año 42, hundida en la atonalidad que a veces abrazó. Shostakovich, no obstante, debería ser considerado como un gran músico tonal, y su música está llena de ritmos y de melodías sorprendentes, que en su genio compositor y orquestador nos han dejado algunas de las páginas más memorables de la historia de la música clásica. Amado y criticado por el régimen comunista, supo ajustarse a su mensaje programático y temático pero siempre desde la autocrítica y el riesgo. Siendo colectividad o profunda individualidad... Jugando con la forma, atado a ella o liberándose del todo, en un ejercicio casi de burla al desmesurado debate que inspiraba aquella a los teóricos del régimen. Su música, que abarca un abanico muy amplio de colores y humores, está sin embargo profundamente marcada por un tenebrismo devastador. Su experiencia en la segunda guerra mundial, desde el asedio de Leningrado, donde escribió la primera parte de la sinfonía del mismo nombre, estrenada cuando él ya había sido evacuado, mientras caían las bombas sobre el teatro, le marcó en una oscuridad que, siento globalista y colectiva, parte del dolor individual como motor de la denuncia, que sin ser esencialmente humana, parte del humanismo como herramienta transmisora, en un difícil ejercicio que no siempre vieron con buenos ojos las autoridades Stalinistas. Quizá eso sea difícil de asimilar, pero hay que ser conscientes de que la experiencia vital de las guerras del siglo XX, con armas de destrucción masiva y medios de comunicación que dejaban al alcance de todos la imagen dura y cruel de la muerte salvaje, cuando no vivida en piel propia, marcó de alguna manera todo el Arte occidental, que se tornó oscuro y siniestro, como una necesidad de expresar el rotundo inconformismo con una Humanidad cruel y desnaturalizada que caminaba, que camina, hacia la autodestrucción.
Yo estos día necesito quedarme con su tristeza, con su profundo desgarro que nos devasta, que no deja grietas a la esperanza en un fatalismo que abandera la destrucción y el sin sentido. Los cuartetos de cuerda son buena muestra de ello. Estos días lo necesito, necesito hundirme sin grietas en la tristeza, por las calles de mi ciudad, por las calles de mi interior, por las miradas ajenas y a través de ese indefinible desequilibrio de la primavera. Siempre he ocultado que en realidad me apasionaba Shostakovich, quizá porque era el favorito de mi hermano, y yo con su visión fatalista de la vida (que de alguna forma apoyaba su música) nunca estuve de acuerdo. Pero a escondidas escuchaba con devoción sus discos de las sinfonías y de los cuartetos, y le profesé esa extraña admiración que surge desde la "clandestinidad", imaginando por ejemplo el duro, casi imposible, milagroso viajar de la partitura de la Séptima a través del frente de guerra y su posterior estreno, transmitido por radio al mundo entero, bajo el sonido de las bombas fascistas. Ahora debo ser honesto y reconocer que desde una visión que, aunque a mí me parece parcial, de la vida, Shostakovich es el último grande de la música. Inmenso me atrevo a decir. Porque es consecuente, sincero en el planteamiento e infinitamente inspirado en su trabajo. Y quien no quiera aceptarlo sólo debe asistir a una ejecución de la sinfonía número 5 en directo. Cuando la amargura le ahogue, cuando la orquesta, en su frenético final se le cuele bajo la piel y se la erice, cuando sienta que la música, incluso desde la devastación, nos libera y nos hace mejores, entonces, a lo mejor amará un poco a este músico complejo pero grande, tan grande...

18 de abril de 2006

Perlas deslizantes.


La línea 6 de autobús baja desde el barrio más aristocrático de la ciudad hasta el centro. En una ciudad tan preocupada por el medio ambiente como ésta, el número de ciudadanos que toman este medio de transporte es considerable. Especialmente los sábados por la tarde, en los que la gran afluencia de público a los lugares de ocio y entretenimiento se acusa, a pesar del reforzamiento del servicio que proporciona el previsor ayuntamiento. Los autobuses de la línea 6 descienden por la larga avenida de las palmeras, que pronuncia una grandísima pendiente. La ligera curva hacia la derecha que ésta traza, unida a la monumental cuesta y a los desconsiderados conductores, hacen del recorrido toda una experiencia, y eso bien lo saben muchas de esas señoras con collar de perlas que lo toman a diario para bajar al centro a reunirse con sus amigas para tomar el té o ir de escaparates a las boutiques. Me gusta situarme entre ellas, dejarme empujar en las frenadas, caer accidentalmente de forma leve sobre sus pechos, bucear en sus perfumes. Su buena educación me permite no ser amonestado verbalmente a pesar de usar la situación para rozar y tocar con cierta alevosía en lo que no es más que un ejercicio de puro desafío a sus principios. El sábado pasado, el servicio se vio prácticamente colapsado ante la cantidad de personas que querían acercarse al centro para disfrutar de uno de los primeros días de buen tiempo de la primavera. Y así, nada más entrar, me vi empujado hacia uno de los espacios centrales que dejan los asientos laterales, sin saber muy bien con quién de mi alrededor se relacionaba cada miembro de mi cuerpo. Te descubrí pegado a mí, mi pecho contra tu espalda. Y en seguida, una calidez especial me recorrió desde el hombro hasta la cadera. Me apoyé un poco más y no sentí que ello te incomodara. Una pena que no podía ver tu cara, me tuve que conformar con la de una señora de unos 50 años que, inconsciente de la llegada de la primavera, se enfundaba en un largo abrigo de pieles en el que seguramente la temperatura alcanzaba ya, con el amontonamiento de personas, el grado de fusión de algún metal dúctil. Sobre la piel de una supuesta marta cibelina se deslizan bien las perlas de su collar, pensé, mientras la curva dichosa se pronunciaba un poco y mi cadera se aproximaba a la suya. Me lanzó una primera mirada de desagrado. "tengo derecho a un espacio para mí y para mi abrigo", seguro que había pensado. Pero yo seguí concentrándome en mi desconocido compañero, cuya mano se había deslizado suavemente por la barra de sujeción hasta llegar a la mía, y tocarla suavemente. ¿Casualidad o intención?, pensé. Solté mi mano un instante y volví a asir la barra, no olvidándome de rozar levemente la piel de su meñique, indicando claramente que entendía su maniobra. Giró un poco la cabeza, pero no del todo, dejando que descubriera que no estaba exento de atractivo. Pero no llegó a mirar. Yo me acerqué aún más a él, adaptando mejor mi pecho a su espalda, sin que él se inmutara. Un frenazo del conductor para detenerse en una parada nos desplazó a ambos, en nuestro intento de fusión, hacia la señora del abrigo, que se unió a nosotros en un apretado encuentro contra el cristal. Ahí sí, no pudiste evitarlo y miraste, primero a la señora de las perlas, que se mostraba incómoda, con una incomodidad de esas en la que uno no sabe muy bien cuál es la causa. Después a mí, para sonreírme buscando la complicidad del momento, pero no desaprovechando la ocasión para fijar tu mirada en la mía, para escrutarme. Tras el frenazo, la única que buscó separarse en seguida fue la señora, ayudándose de un estrepitoso suspiro que atrajo las miradas de los pasajeros más cercanos. Yo me quedé a escasos milímetros de ti, como con ansia de seguir sintiendo el calor que traspasaba tu chaqueta. De nuevo, no pareció incomodarte. Es más, mi respiración caía ahora directamente sobre tu nuca y tampoco eso pareció obligarte a desplazar unos centímetros tu cabeza. Yo tampoco me moví, en un desafío que comenzaba a moverse con el nuevo arranque del autobús. Descensos, nuevas curvas, frenazos, y nosotros siempre guardando esos escasos dos milímetros de separación, pero dejándonos llevar por los movimientos provocados por el vehículo e incluso ampliándolos de manera evidente entre los demás pasajeros que, a nuestro alrededor, comenzaron a sentir el sinuoso movimiento circular en torno a la barra vertical, y el otro, ondulante, en el espacio que abarcábamos y conquistábamos en cada curva. Sobre nosotros, las miradas atónitas de varias señoras, algunas de las cuales, bajaron incluso antes de llegar a la calle de las cafeterías, como cualquiera diría que iban a hacer. La de las perlas no, ésa se quedó hasta la terminal, como nosotros, y miraba de reojo sacudiendo un pañuelo entre sus manos, en un intento vano de airear el sofoco de su rostro. La música del momento, conformada por cientos de palabras pronunciadas al mismo tiempo, pequeños susurros, gritos de adolescentes y más de una conversación sobresaliente salida de la boca de alguna ama de casa poco discreta, nos envolvía sin ritmo ninguno, pero nuestra lambada particular no la necesitaba. Cada curva era un casi rozar de los labios, y a cada parada, nuestros sexos se aproximaban un milímetro, incluso se rozaron levemente en una de las últimas; aquella en la que una nueva señora ataviada con perlas nos preguntó si salíamos ya, en un intento absurdo de separar el imán de nuestras pieles. Inútil, los dos milímetros de rigor se impusieron de nuevo tras su paso. El calor que desprendía tu piel aterrizaba en la mía con los zarandeos del autobús, y ese ir y venir de los demás y nosotros iba haciéndose cada vez más elástico, más elegante también, unidos todos al deslizar de las perlas, al aireo de pañuelos y al crepitar de sexos bajo las faldas y pantalones.
Al bajar, en la última parada, todos nos dispersamos en distintas direcciones. Tú en la contraria a la mía. Sin embargo, caminé dando la vuelta a la manzana, retrocediendo en realidad al lugar donde nos había dejado el autobús. Allí, en el portal que hay frente a la marquesina, vi tu gabardina deslizarse dentro. Te seguí sin dudarlo un instante, ése mismo en el que llegué a pensar que el servicio de autobuses urbanos está mejorando bastante. De hecho, a los varios días, el ayuntamiento, siempre pendiente de las necesidades de los ciudadanos, ha anunciado que reforzará aún más la línea 6 los sábados en horario comercial debido a su constante masificación. Y es que hay que apoyar el transporte público. Yo, por mucho que lo refuercen, seguiré tomando el de las siete treinta y seis. Allí estarás. Me temo que la de las perlas, también.

17 de abril de 2006

Dudas y Olvido

Comenzaste deteniéndote unos minutos en aquella estación. Unas palabras, un gesto, una sonrisa con la que me querías decir, aunque yo aún no lo sospechase, que aquella detención no era algo casual y sí algo buscado, esperado con mimo durante el día. Después comenzamos a vernos fuera, en cafeterías, en paseos nocturnos, en bares oscuros. Eran, aparentemente, días como otros cualquiera. Salíamos de casa como cuando salimos a una cena con compañeros de trabajo, o con los excompañeros de facultad a tomar un vino. Quizá, un toque presumido en el vestuario debería haber hecho delatar más de alguna de aquellas salidas, pero no lo hizo. Aquello duró sólo unos meses. Hasta que comenzó a hacerse difícil mantener un equilibrio entre vida disciplinada y de buenas costumbres y caídas cada vez más frecuentes en tus brazos. Yo, la verdad, nunca había desaparecido así tantas tardes, tantas noches de casa sin decir dónde iba, sin dar ningún rastro de mi paradero. Pero esconderme contigo en los huecos de la tarde, en la extensión de la noche, era olvidarme del mundo. Era sentir placeres dormidos durante años, dormidos quizá desde siempre. Caer en empinadas pendientes de intensidad, de mundos que se abrían detrás de cada palabra que pronunciabas o que pronunciaba. La vida era otra cosa en aquellas tardes. Nada nos preocupaba, nada nos importaba, importándonos todo tanto. Porque desde aquellos estrechos abrazos, desde aquellos oscuros besos, brotaba un mundo perfecto, y al mismo tiempo, se deshacía entre nuestros labios esa visión compartida de la existencia que fundía nuestra mirada entre nosotros y la hacía soñar hacia el exterior.
“Hoy no puedo salir”. Fue la primera frase que quebró aquel dulce pasar de las tardes. Y es que en cada ocasión, el precio a pagar por olvidarnos del mundo era más alto. Así que, antes de que todo se desmoronara, decidimos parar. A veces con los sentimientos puede ocurrir lo que con el cuerpo. Que se modelan, que se entrenan, que se transforman. La Humanidad lleva milenios pensando que el cuerpo muere, pero que hay algo en nosotros que perdura de alguna forma, algo que no tiene que ver con la naturaleza, que no está sujeto a sus leyes de espacio y de tiempo, de perdurabilidad. Pero los sentimientos son más fáciles de domar de lo que pensamos. Su maleabilidad es menos evidente, porque el alma no es física, no es visual. El alma, en el fondo, no es más que un conjunto de reacciones químicas que se producen en el cerebro. Transmisiones neuronales que nos provocan lo que tenemos que sentir. Por eso, el día que me dijiste, que yo me dije, que debía salir de tu vida, me propuse un ejercicio de disciplina del alma. Una férrea disciplina para olvidar. Olvidar, me dije, es el mejor remedio para sanar. Sí, sanar. Porque cuando uno tiene que salir de esas playas del cielo, siente el dolor intenso de la vuelta a la mediocridad, a la nadería, a la monótona existencia de una vida que se construye día a día, llena de proyectos, llena de personas amadas: llena en fin, pero llena sobre la tierra inútil de la brevedad. Pensé que no volvía a la nada, que en mi vida había todo cuanto cualquier hombre del mundo puede desear. Pero soñar la eternidad tiene una condena difícil. Y tuve que cerrar puertas, ocultar recuerdos, esconder canciones, evitar imágenes. Y así, poco a poco, me fui acomodando a esa suave monotonía de la realidad, ejerciendo el olvido. Aplacando mi amargura poco a poco, retomando ilusiones asequibles, antiguos sueños de vida, sumergiéndome de nuevo en mi océano, en mis horizontes creados con tanto mimo, con tanto cariño. Y cuando pensaba en él, notaba algo que se había quebrado, una escalera truncada, una vida disuelta en el aire. Y siempre ante este pensamiento las olas de la duda me azotaban, me zarandeaban con una fuerza que me abría puertas y ventanas a la desazón. La lucha entre el olvido y la duda se libraba siempre. Y siempre, cada vez más, ganaba el olvido. Así que poco a poco, la duda ha ido perdiéndose, haciéndose más pequeña, haciendo evidente la flexibilidad de los sentimientos, el poder de la disciplina. Hoy en día la batalla está finalmente vencida... o eso creo. Sí, eso creo.
Aquí, como un pequeño secreto, tengo que confesar que a veces, escuchando aquella canción, no puedo evitar volver y volver a repetirla una y otra vez... Entonces, le mando un sms, sólo uno. Y sé que en media hora, 45 minutos como máximo, nos encontramos en el café de siempre. De todas formas, esos sms sólo los veo yo, y también he ganado la batalla en esa otra disciplina de hacer como si no existieran. Descubrir que la escalera a las playas del cielo no estaba rota fue todo un alivio. En el fondo, los cuartos traseros siempre esconden sorpresas. Y el mío, no iba a ser menos.

11 de abril de 2006

Samba pa gosá

Hay pocas cosas en la vida que nos hagan perder esa conexión permanente con la parte física de nuestras existencias. Entre ellas, para mí, junto al amor verdadero, la música. Así que cuando se juntan amor y música, me despego del suelo y casi me transfiguro en una especie de nebulosa que se expande y se difumina, pero sobre todo, se olvida de los sentidos, volcado en ese karma de las miradas de la persona amada. Bueno, al menos hasta ayer. Ayer la música fue pura física, pura existencia delimitada por elementos tangibles. Para empezar, desconocía la existencia de esos garitos de música para hispanos que nacen en sitios aparentemente incomprensibles. Con paredes toscas pintadas de colores con brochas baratas, suelen cerrar su paso a la calle a través de una puerta nada elegante, de metal oxidado y cerrojo de pestillo. No sé cómo llegué allí, supongo que Wilson-José, después de la copiosa cena de grupo y las cañas que llevábamos encima nos convenció finalmente para acercarnos a una de esas salas de música brasileira a la que acude los sábados con sus amigos de pandilla. Así que allí nos tienes, a los cinco, sin haber pasado por casa, con las corbatas desanudadas pero aún al cuello, y más cervezas encima que uno de esos hooligans que salen en los telediarios revolcados por el suelo en Mallorca. Tras el minuto inicial de miradas de extrañeza lloviendo sobre nosotros (allí éramos nosotros los extranjeros) las cosa se calmó y comenzamos a sentirnos a nuestro aire, sobre coto después de que Wilson trajera caipirinha para todos. Desconozco si la cachaça tiene algún efecto alucinógeno, o tan sólo levemente secundario. Lo cierto es que tras haber ingerido cuatro, aquel sonido de lambada lastimosa que sonaba desde que habíamos llegado, comenzó a cosquillearme en las piernas. Y decidí salir a la pista, harto también de las conversaciones repetitivas de mis compañeros de curro. Y fue salir, y cambiar la música... La lambada lenta se transformó en samba frenética. Una samba que nacía de un grave de percusión que retumbaba en toda la sala, que me hacía temblar por dentro, sintiendo el ritmo en la piel. Y entonces, de entre una de las esquinas en oscuridad de la pista, surgiste tú, rotundamente sensual, absolutamente enfundado en la música, moviéndote casi como una máquina humana, clavando tu mirada en mis ojos justo en el instante de mayor intensidad rítmica. Siempre he sido algo patoso para el baile, sobre todo para los bailes que exigen demasiada coordinación de movimientos y amplio uso del cuerpo, como es el caso. Pero, por alguna extraña razón, la cachaça me inyectó ese dulce veneno del ritmo y comencé a saltar sobre la pista para convertirme en una simetría casi aérea de ti, para trazar con mi cuerpo piruetas que jamás habría imaginado. En un lazo visual contigo del que sólo tú y yo éramos conscientes. Fueron varias horas exhaustas de samba y tambores huecos acariciándome la piel del estómago mientras tus pupilas me arañaban los párpados. Y te fuiste, de repente. Puse una excusa rápida para salir detrás de ti, y con una pequeña carrera te alcancé en la esquina. Agarré tu brazo, húmedo de sudor, y te volviste con los ojos deslizando sus cuchillas sobre los míos. No pronunciaste palabra, tan sólo un gesto leve con la cabeza. Debía seguirte. Y llegamos a ese piso destartalado donde la oscuridad me hizo tropezar, entre las respiraciones de las varias (calculo) personas que debían estar durmiendo allí. Me empujaste a la cocina, donde el olor de banana frita cocinada con seguridad horas antes, se pegaba a las baldosas y a los olfatos. Te quitaste la camiseta con un gesto brusco que dejó a la vista, iluminada por la suave claridad de las farolas de la autopista del exterior, tu torso limpio de vello y brillante de sudor. Mi camisa la sentí arrancada literalmente mientras me empujabas contra los fogones y deslizabas tu mano grande y cálida por mi pecho, arrastrándola hasta mi pubis, que temblaba entre tu mano y la presión de los mandos de la cocina. Sobre mis nalgas, de repente, la sensación de un descomunal tamaño y una dureza férrea que se extendía por mi trasero. Me arrodillé para bajarte los pantalones y sacar tu sexo abundante y alargado, curvilíneo, inclinado por la gravedad de su peso. Inmenso entre mis manos, lo saboreé con ansia, con un ansia que se acrecentaba al olor de los alimentos que atesoraba la cocina, de las especias que se esparcían por la habitación y que, al magnetismo del sexo concupiscente, desgranaban con indecencia sus olores. Súbitamente te diste la vuelta y te agachaste, dejando al alcance de mis dedos la carne turgente y redondeada de tus nalgas. Y yo las palpé con deseo, sintiendo aún el sonido atronador de la percusión de una samba que de nuevo hacía mover mis miembros, deslizar mi sexo fuera del boxer para recorrer la línea de tu espalda y hundirse lentamente en tu blandura, lentamente, como los tambores que salían de mi estómago, que hacían temblar los cajones de la despensa, que nos lanzaban a sambear de nuevo, yo detrás tuyo, internándome en ti, recorriéndote por dentro y por fuera, sudando de nuevo, abrasado por el calor que desprendía tu cuello que mordía y saboreaba mientras me perdía en ti, intoxicado por el olor de especias extrañas que se volatilizaban en nubes esparcidas entre nuestros alientos, que me picaban en la boca, que se posaban en la lengua que recorría tu cuello, que masticaba tus cabellos, que se bañaba en tus labios con sabor a canela picante. El temblor de la piel se extendía y, de rodillas, nos dejamos caer al suelo, nos revolcamos por un terrazo lleno de manchas de aceites exóticos que se pegaban a la piel y que saboreamos con ansia, con salvaje frenetismo. Mis manos que se apoyaban en el suelo y con las palmas levantaron los dos cuerpos que aún giraban, que aún se balanceaban con los timbales clavándoseles en el sexo, en un sexo que llegó, en el rápido compás de la penetración, a un orgasmo al unísono que desgarró las bocas y la piel, que detuvo el placer en el aire, que nos dejó secos y vacíos, sin música ya, exhaustos, en el suelo...
Tras recoger rápidamente la ropa, me dirigí a la puerta y salí, despedido por una mirada anodina que ni siquiera me dio las buenas noches. De vuelta a casa, con ese dulzor sedante del los músculos cansados de sexo, en mis oídos sonaba una samba melancólica, dulce y noctámbula... Sin apenas percusión, con el cepillo sutil sobre la piel de la batería... me dormí con esa nana tropical, que me envolvía, que me marcaba el destino. Mañana, sin duda pensé, quemaré todos los libros de poesía, toda la música clásica... Estoy harto de la química, de lo etéreo, de lo místico. Yo lo que quiero es samba... samba pa gosá...

10 de abril de 2006

Las aristas de la duda.




Demoledora la última película de André Techiné, "le temps qui changent", mal traducida en español como "Otros tiempos". Quizá no para afirmar que sea una obra maestra, pero sí el trabajo de un grandísimo realizador, que sabe mirar con un prisma muy personal, y que sigue sabiendo cómo remover en el espectador los mecanismos sutiles del equilibrio de la vida.
Ésta es una película de perdedores. Una película en la que vemos pasar una serie de personajes que viven sus existencias con cierto conformismo. Existencias que pese a no ser juzgadas en ningún momento (Téchiné sabe exponer muy bien desde un objetivo carente de todo moralismo) arrastran las consecuencias ciertamente amargas de decisiones vitales dudosas, que les han hecho dejar aparentes posibilidades de felicidad al margen de sus vidas. El dúo Depardieu-Deneuve es simplemente perfecto. Pocos actores podrían hacer creíble un personaje como este Antoine que ha dedicado su vida a rumiar un amor truncado hasta que se vuelve a encontrar con él en condiciones de aparente igualdad. Catherine Deneuve es una inflexibe y fría Cécile que, sin embargo, expone sus grietas a través de unas miradas que la historia del cine bien puede agradecerle. Esos instantes en los que nos enfrentamos a la mirada entre inquietante y desoladora de la Deneuve, sentimos con dureza esa (que imaginamos) enorme dificultad de mantener la coherencia de una decisión que la ha inmerso en una exsistencia a la que no quiere mirar de frente, pero que sin duda la tortura. No se queda atrás Gilbert Melki, en un personaje que traza con pocas pero intensas e impecables apariciones. De nuevo el tema de la homosexualidad desde la ocultación, tan presente en el cine del director francés, nos deja en este caso un personaje profundamente incoherente, aunque sin fisuras aparentes.
La historia que nos cuenta Téchiné va engarzándose con esa habitual dureza de cámara, con esos planos torcidos, desenfocados a veces, quebrando continuamente el ritmo de la narración en un valiente ejercicio de poca amabilidad, que nunca deja a la belleza desplegarse, que la recorta siempre con lo feo, con la sordidez, con la suciedad. Así, el escenario de Tánger, ya usado por él para otras películas, se convierte en un reflejo de esa forma de narrar, ciudad de profundos contrastes donde la infinita belleza del blanco recortándose sobre el océano se ve asaltado por la miseria, la suciedad, el hipermercado destartalado o un McDonalds impostado. Donde un bosque frondoso, escenario de una de las pocas escenas románticas de la película, se ve roto por la presencia de los que aguardan en una situación precaria y miserable la salida en patera hacia España. Téchiné es un inconformista y se aleja de todo cliché a la hora de desarrollar estos personajes que en muy pocos momentos del metraje llegamos a comprender, pero que en sus pasiones no nos dejan indiferentes. Los personajes secundarios componen una galería de seres complejos, heridos, dependientes, desconfiados, todos difíciles, que aumentan ese sentimiento inquietante que tan bien sabe dibujar el director de "roseaux sauvages"
La posibilidad de cambiar la vida, de retomar decisiones equivocadas planea todo el tiempo sobre los personajes, los atraviesa y nos permite vislumbrar dentro de ellos atisbos de sinceridad, pero la mayoría del tiempo, la turbiedad de las intenciones nos incomoda y nos deja un sabor amargo en la boca. Las lluvias del final del verano traerán algo de transparencia por fin a las historias, y Téchiné, afortunadamente, se deja a sí mismo filmar un guiño a la esperanza que se agradece bastante en una película como esta, sin por supuesto desempañar del todo ese suave vértigo de la incomprensión que domina toda la historia. Téchiné de nuevo nos desafía, y, como siempre, gana él.

5 de abril de 2006

Madrid.



Hoy hace 7 años que amanecí por primera vez en Madrid... Es curioso, amanecí a menos de 100 metros de donde ahora trabajo. Era una mañana fría, como la de hoy. Soleada también. Mi primer recorrido fue llegar a mi nueva oficina, que ya no lo es. El mismo que me dispongo a hacer ahora, para asistir a una reunión de trabajo. El día anterior, en una operación retorno de Semana Santa, entraba de lleno en esta metrópoli de irregularidades, de contrastes y de fuertes sentimientos encontrados. Llegué con una maleta llena de tristeza aplastada por un año fatal. El espacio se lo reservaba a una esperanza que en ese día transformaba mi vida de forma radical. Madrid, más allá de una independencia que ya había yo practicado desde hacía años, supuso para mí otra independencia aún mayor... La de mi propio inmovilismo. La de provocar la vida y zambullirme de lleno en ella. Armado con mi plano desplegable, iba deslizando mi dedo por las calles y plazas, glorietas y avenidas que, desde el mapa, siempre resultaban intrigantes, desconocidas, con la fantasía de imaginarlas latiendo en sus rótulos. Santa Engracia, Velázquez, Alberto Aguilera, Quevedo, Islas Filipinas... Las calles se fueron dibujando poco a poco. Mi nueva vida también. Y, al mismo tiempo, esa mirada que recordaba yo de las novelas de Carmen Martín Gaite se iba también imponiendo sobre las tardes de la Gran Vía, los cafés enredados de Lavapiés, las noches de Malasaña o Chueca o las mañanas frías de sol bajando la interminable Castellana. En ese inicio de vida sin raíces, sin familia, sin pasado, viví, me lancé a las noches de insomnio y alcohol, a las madrugadas en taxis que me llevaban a pieles anónimas. A mañanas en las que me abandonaba a desayunos de melancolía, y tardes que vagaba entre calles llenas de suciedad. A éxtasis y soledades desordenados e imprevisibles. Madrid es injusta en su belleza. Aparentemente sobria, destartalada, ingrata. Se precisan tiempo y curiosidad para descubrir el secreto de su imán. Ese que, en una tarde de primavera, te asalta salvajemente en una esquina, frente a la fachada de una casa, o que en un amanecer te conmueve ante la perspectiva alargada de una calle que se estira y se baña de tenue color.
La vida seguía construyéndose en este Madrid en el que me he ido asentando poco a poco. Mi casa, mis amigos, mis lugares, mis paseos, mis rincones, mis historias secretas... El libro de Madrid tiene ya muchas páginas, muchas anclas que me agarran con fuerza a esta ciudad de ilusiones que nunca duerme, que nunca para, en la que nunca la tristeza te rodea, siempre se escapa algo de esperanza en esos cielos infinitos que conservan un azul constante y feliz. En la que el sueño te confunde, y te persigue, y te engaña, y te susurra que aquí, escondidos en ese flujo constante e imparable de voces que se mueven de un lado para otro, transitan todos los seres amados, todas las noches de deseo, todas las mañanas del mundo.

3 de abril de 2006

Noche rasgada.


El sonido del telefonillo me sorprendió en una leve somnolencia, una somnolencia causada por la hora intempestiva de la noche. La fatiga acumulada y las horas de insomnio de la semana traicionaban mi carne y mis párpados. En los altavoces, sonaba el quinteto de cuerdas Schubert, ése en el que probó suerte con la combinación inusual de dos violonchelos, desequilibrando el conjunto hacia al zona grave del registro sonoro. Ése que en el centro de esa placidez (en el fondo, llena de tensión) hace irrumpir con fuerza estrepitosa un canto desgarrador de asfixia, intenso e hiriente, profundo como sólo Schubert podía escribir. Abrí el portal, y de paso la puerta de casa. Me retiré en un ángulo del salón mientras los violonchelos rompían el aire con furia, en ese espejo de infiernos vitales que trazan sus arcos en el centro del adagio. Cuando el grito se hacía más y más desesperado apareciste, surgiendo de la esquina del pasillo, oscuro, detenido al cruzar tu mirada con la mía. Detenidos los dos un instante, conteniendo el temblor de manos y labios, degustando ya con ansiedad contenida el placer de la carne que desprendía la electricidad de nuestra escasa distancia. Avanzaste con lentitud, casi deslizándote entre los chelos, para llegar a mis caderas, para rodearme en tus brazos, para invadir mi cuello con tus labios, para respirar entre mis cabellos, intensamente, dejándote llenar hasta el fondo de mí en tu pecho. Un pecho que, en nuestra sed, presionaba fuertemente el mío. Cuatro labios que se hicieron uno en un instante. Lenguas que se extendieron por bocas inhóspitas, conocidas y llenas de secretos a un tiempo. Deslizarme en tu camisa de lycra fue como abandonarse a un tobogán infantil, que te descarga esa pequeña dosis de adrenalina brotando en realidad de ese pozo de felicidad que es el mismo juego. Desabotonarte, y ya nadabas en el sofá. Schubert volvía a la calma, y el recorrido de caricias se hizo nave que surcaba mares de piel. Después, la danza de un vuelo raso hasta la cama, revueltas las ropas en el suelo, revueltos los miembros sobre las sábanas. Schubert fue haciéndose silencioso, y el salvaje juego, las caricias de ternura, el aliento cruzado de nuestras bocas, nos envolvían en un tórrido enlace animal, en una maraña de sensaciones que retorcían la capacidad humana de percepción. Ahora no recuerdo las horas que duró aquello. No recuerdo los detalles. Recuerdo sólo tu mirada clavada sobre mí, penetrada de deseo, tus manos abarcándome, mis piernas disfrazadas de las tuyas, las tuyas atenazándome, fundiéndose en mi boca y en mi sexo. Recuerdo las caricias leves, el tímido sueño sobre tu piel, las respiraciones sobre un Schubert que se extinguía. Y recuerdo, entre sueños azules, tu discreto deslizarte dentro de tu ropa, y salir dejando a tu paso un silencio mortal sobre el que el sueño posterior enterraría esa incertidumbre de la inverosimilitud. Esta mañana al despertar, el cd de Schubert sigue sonando, muy bajito, ha estado dando vueltas toda la noche. No queda nada de ti. Schubert encuentra su lado dulce para despertarme. Y me surge con intensidad la duda de si es cierto lo que ha pasado, si no habrá sido un sueño. Tus ojos fueron reales, clavándose en los míos. Tus manos fueron reales, deshaciéndose en mí. El recuerdo me excita, me turba profundamente, me lleva a un orgasmo involuntario sobre las sábanas vacías. Me acerco a ellas y respiro. Y surges tú, con la misma vehemencia que el Schubert que de nuevo despierta, que de nuevo me recuerda que la vida irrumpe así, rasgando, sin avisar.