22 de junio de 2009

Bálsamo de espinas.

Era una tranquila mañana de verano cuando el joven Wolfgang se asomó a la ventana de su casa paterna junto al río Salzach en Salzburgo. Sólo entonces se dio cuenta de que la voz de la joven cantora de la taberna de la Hannibalplatz había dejado de escucharse. Pensó que tal vez estuviese enferma, o de peor humor que de costumbre, aunque era difícil imaginar que una chica que tenía una de las sonrisas más bonitas de la ciudad pudiese estar enfadada por algo. Wolfgang llevaba varios días atascado con una nueva ópera seria, de nombre El Serrallo. El argumento le parecía tan simple y aburrido que no le inspiraba nada. A sus veinticuatro añitos el joven Mozart tenía muchas otras cosas en mente, quizá por eso se le estaba atravesando aquel libreto. Conocedor de su talento y posibilidades, aquel músico prometedor se ahogaba en la estrecha y oprimente Salzburgo. Quizá las preocupaciones de su reciente y tan largo como poco prometedor viaje a varias ciudades europeas en busca de un futuro mejor le rondaran aquellos días. La reciente muerte de su padre Leopold, las deudas crecientes o el rechazo de Aloysia Weber, en sus últimos días en Munich le acechaban sin duda. Resignado a aceptar el modesto y castrante puesto en el oscuro arzobispado de Salzburgo, aquellas mañanas grises de julio se vieron aliviadas tan solo por la voz de la joven Elise. No escucharla aquella mañana le produjo una insólita y aguda melancolía. Sobre la mesa, la escena de Zaide, que se enamora de uno de los esclavos del harém mientras éste duerme, y que le entrega su retrato. Él ya sabe que serán descubiertos, llevados en presencia del sultán, y que éste les negará el perdón. Después… después aún no está seguro de cómo continuar. Pero en ese momento, el joven Wolfgang toma la pluma y se deja llevar por el impulso de su extraña amargura, de su parálisis personal, de la falta de la voz de Elise cruzando la plaza, llegando hasta su ventana.
Y de ahí pudo haber salido esta pequeña aria, que en realidad es inmensa. Mozart aún no lo sabía, pero estaba a punto de dar el gran salto de su vida, viajar a Viena, componer para el emperador, tener éxito en la corte, ser admirado por todo el mundo… Un camino que, también, le llevaría a la libertad personal y profesional, y que le conduciría del mismo modo al amor de su vida… Pero no, eso aún no lo sabía. Aquel Serrallo, hoy en día recuperado con el nombre de Zaide (por evitar la confusión con su otra gran ópera de Serrallo, compuesta poco después, nada más desembarcar en Viena) quedó incompleta y olvidada. Y quedó en la sombra del misterio cuál sería el destino de Zaide y su enamorado Gomatz. Sólo nos queda su inicio, en la cual está incluida esta aria, con una de las más hermosas melodías que compuso el Salzburgués, elevándose sobre todo espacio y sobre todo tiempo, sobre toda realidad, imponiéndose por encima de todo bien y de todo mal, llegando al futuro con la misma honestidad con la que fue escrita una mañana de verano, para llegar hasta nosotros, hasta todos los que sinceramente le apreciamos.



Ruhe sanft, mein holdes Leben,
schlafe, bis dein Glück erwacht!
da, mein Bild will ich dir geben,
schau, wie freundlich es dir lacht:
Ihr süßen Träume, wiegt ihn ein,
und lasset seinem Wunsch am Ende
die wollustreichen Gegenstände
zu reifer Wirklichkeit gedeihn.

Descansa tranquilo, dulce amor de mi vida,
Duerme hasta que te vuelvas a despertar en la felicidad.
Aquí te entrego un retrato mío,
Mira qué amorosamente te sonríe.
Oh, deja que esos sueños dulces le acunen,
Y dejen que todas las cosas sensuales que desea
Se hagan finalmente realidad.

18 de junio de 2009

Este huir sin acertar...

Qué mal se me da huir cuando el deseo es cierto.
Y sin embargo ¡qué cierto el deseo de huir! Huir del deseo para desear más, huir de mí para encontrarme más, aún más. No acertar... no acertar y desear, y existir, y huir, siempre huir, huir para encontrar, huir...



Dúo de Clorilene y Celauro

(A dúo)
No sé qué blando temor
Me haze creer que es valor,
Este huir sin acertar

(Celauro)
Pues mis ojos
(Clorilene)
Mis enojos

(A dúo)
Se quisieran retraer,
Sin acertarse a apartar,

No sé qué blando temor, Etc.

De la Ópera "Las Amazonas de España"
Música: Giaccomo Facco
Libreto: José de Cañizares.
Estrenada en el Coliseo del Palacio del Buen Retiro de Madrid el 22 de Abril de 1720.

17 de junio de 2009

Les nuits d'été.

Comienza la estación de la noche, la del deseo y la incógnita, la del olvido y la distancia. Se nos van despegando lentamente las vendas del hábito y el ancla que agarra los apetitos insospechados. Las lunas crecerán más blancas y lechosas, y su influjo lloverá sobre las aceras tibias, invisible a los sonidos de la noche. Y nos atravesará el silencio como una daga en mitad de la metamorfosis, para recordarnos esa piel que tan sólo rozamos una vez, pero que se quedó sumida en la amnesia de nuestros dedos, atada únicamente al perfume aquel que vendrá a despertar, como un milagro inesperado, en el inicio de cualquier noche de sábado, el único soplo que podremos recordar en las largas noches de invierno.

9 de junio de 2009

El tiempo de las cerezas.



Era un día de finales de mayo y en el frigorífico de Joaquín quedaban algunas cerezas en un bol verde, tapadas con una de esas finas mallas de plástico protectoras que, tras toda una mañana cerrando el recipiente, recogía ya unas minúsculas gotas de agua en su parte interior.
Cuando salió del metro subiendo lentamente las escaleras que daban a la calle Sagasta, Joaquín aún tenía los labios húmedos y su espalda guardaba algo del frescor metálico de la columna sobre la que Juanjo le había empujado en aquel rincón oscuro del andén.
Un gran termómetro digital sobre la acera marcaba con precisión la temperatura (veintiséis grados y dos décimas) y sus pasos rotundos sobre el granito de los escalones comenzaban a fundirse ya con el bullicio de la calle, con los cientos de pasos de zapatos, tacones y chanclas que pisaban sobre el pavimento.
Fue entonces cuando se detuvo, y miró hacia arriba. El azul oscuro se derramaba abundante y opulento, invadiendo el perfil de los edificios, y el sol rozaba los brazos de los transeúntes. No llegaba a abrasarlos, pero cegaba sus miradas lo suficiente como para embriagarlos. Mayo se desvanecía ya ante la llegada del verano y aquel día parecía haber sido creado para una indescriptible eternidad.
Sacó su lengua puntiaguda y compacta y la deslizó lentamente sobre los labios. Aún conservaba el sabor en la boca, casi idéntico al de las cerezas de su desayuno.
Comenzó a caminar, y fue entonces cuando sintió que la felicidad, tras un instante detenida en su garganta, se quedaba a pasear perezosa por su estómago. Encendió su ipod, y todo el caudal de música de ese barroco sublime andaluz recién descubierto con entusiasmo aquellos días, cayó sobre él, sobre el azul, sobre las ramas y sobre los brazos peinados por el sol. Las gotas de agua sobre las cerezas, sin que él lo supiera, acababan de evaporarse sobre el bol.



6 de junio de 2009

treinta y siete.



El tiempo se va, un día detrás de otro, una semana y después otra, un mes, el siguiente… A pesar de que pongamos contadores el tiempo es continuo, y cada milésima de segundo es seguida de otra sin posibilidad de que sea de otra manera. Nada permanece.
Los contadores, vaya usted a saber por qué, nos hacen balance de lo que hemos vivido con un peso, con una cantidad que no siempre nos resulta agradable porque no hay manera (como en lo infinitesimal) de que se detengan, siempre aumentan sin parar.
Así, yo sumo hoy 37 de esos años que acostumbramos a festejar. Y me digo que lo importante es ese 37, ese verano, ese mes de junio, ese mismo día 6 que estoy viviendo ahora. Eso es lo que tenemos. Y no es que no quiera ser consciente de la importancia de la experiencia, de la memoria, de lo aprendido, de lo que hemos construido en ese tiempo que queda detrás, simbolizado en ese (en mi caso) número 37... Por supuesto, sino no tendría sentido.
Pero cada día me siento más tentado a viajar con bisturí en mano, extirpando lo que no quiero que me determine, lo que no me gusta, lo que no quise... Siempre con precaución de no borrar en el gesto también lo que de enseñanza hubo y hay en el dolor, en la amargura, en la frustración...
Pero me niego cada día más a caminar con amarguras, frustraciones o dolores, a viajar con ellas presentes. Lo hablaba con alguien a quien quiero mucho últimamente. Uno debe vivir de nuevo cada día. No olvidar quien uno es, pero nacer de nuevo cada mañana... o al menos intentarlo.

Nacemos sin sueños, y a medida que la caja de años se va llenando, también lo hace la de los sueños, al tiempo que la de la memoria… De todas ellas, sólo la de los sueños podemos aligerar, modificar, retorcer o hasta vaciar. Lo mismo que hacer infinita. Y yo me veo con esta maleta de treinta y siete años, una caja de memoria de un peso sentimental quizá excesivo, pero sobre todo me veo con una ligera a la vez que infinita e intacta caja de sueños. Y es con esa con la que intento despertarme cada día, para agrandarla, y dejarla intacta cada noche al irme a dormir. Sé que la humanidad inevitable me hace errar y caminar por paisajes con equipajes queridos, hipócritas, deseados, aburridos, constantes… pero ese deseo de soltar lastre y continuar sólo con los sueños y lo aprendido es mi intención (al menos mi intención) cuando me levanto cada día. Y así quiero que siga siendo. 37, 38, 39...

1 de junio de 2009

La piel de la manzana

Miguel pelaba las manzanas de un solo corte, dejando que de la hoja del cuchillo se fuese escapando la fina piel en una cinta perfecta que iba cayendo como un inmenso tirabuzón, bajo la palma de su mano. Yo lo intentaba en casa, pero la cinta de piel resultaba irregular y terminaba siempre rompiéndose en algún momento, para mi frustración. Me llegué a obsesionar con aquel ejercicio que Miguel, sin embargo, parecía ejecutar casi con los ojos cerrados, como un héroe. Había otras muchas cosas que Miguel hacía a la perfección. Además, sus opiniones eran sabias y justas. Era capaz de decir la frase precisa para hacer reflexionar sobre algo en lo que aparentemente uno estaba seguro, provocando como nadie una extraña sensación de incomodidad y pudor que se te quedaba en la intimidad pero que te hacía odiarle y envidiarle a partes iguales. Yo consideraba inquietante aquella capacidad suya para hacerte creer que siempre estaba en lo cierto, que siempre tenía razón, ya fuera en un asunto de cultura general, de memoria sobre cualquier cuestión o incluso de relaciones personales. Su juicio siempre te hacía sentir que, de alguna forma o en alguna dimensión, tú eras inferior a él. Y todo ello sin arrogancia alguna, siempre haciendo gala de una modestia y de una generosidad impecables.

Durante muchos años me quedó la secreta costumbre de comparar todo lo que yo pensaba o hacía con lo que haría o diría Miguel. La opinión de Miguel, su visión de las cosas, siguió pesando en mayor o menor medida en mí aún cuando, tiempo después, dejé la ciudad y hasta el país, y había perdido el contacto con muchos de mis amigos, incluido él. Hasta que un día, en una de mis visitas a mis padres lo volví a encontrar casualmente por la calle y se empeñó en invitarme a comer para ponernos al día.

El Miguel de aquel día era mucho menos seguro del que yo recordaba. De aspecto descuidado y con aire cansado, me contó que tras dos divorcios en cinco años, se encontraba solo ahora y que por fin estaba recomponiendo su vida. A pesar de lo escueto que fue en sus explicaciones, me pareció que lo de estar solo no lo llevaba muy bien. Tampoco su trabajo, que le daba para vivir bien, pero le resultaba una carga, aunque que no había tenido la fuerza de buscar otro. Ahora, con la pensión que debía pasar a su segunda mujer, no podía permitirse arriesgarse a cambiar. Lo dijo con un tono amargo que jamás habría imaginado en el pasado. Como si al final todos aquellos consejos, todas aquellas opiniones suyas, por perfectas que pareciesen, no hubiesen logrado evitarle error tras error. Ya no hablaba de la misma manera que antes. Se había vuelto más relativo en todo. Cuando le conté lo bien que me iba en el extranjero, se alegró mucho, pero no comentó nada más.
Miguel no había sido nunca una persona tendente a lamentarse y tampoco lo era ahora, pero su semblante triste se te clavaba en los ojos, incluso cuando, como entonces, volvió a pelar de manera impecable la manzana que tomamos de postre mientras yo destrozaba la mía como siempre. Sí, seguía siendo una proeza aquella piel extraída de manera tan perfecta y matemática. Sólo que ahora creo que ya no me parece algo tan envidiable.