27 de octubre de 2008

ROMA


Desconcertante Roma.
Por el desafío que supone para los sentidos. Por su aguda belleza que se te clava en la retina a presión, inyectada por el sol infinito de un octubre casi estival. Y los pinos siempre en el horizonte, de larguísimos troncos y esféricas copas que con su verde oscuro refrescan la fantasía de la mirada. De todas las miradas que sobre ella se han posado a lo largo de su milenaria historia. Millones de miradas de todo el planeta, de todas y cada una de las épocas. Desde la Antigüedad al Futuro. Todas se han quedado allí, quizá sobrecogidas por el descaro de esa íntima grandeza que inspira este centro de gravedad del mediterráneo, alma profunda de lo latino, de la romanización, de toda esa forma de existencia que expandieron sus habitantes a través de las orillas antiguas del mare nostrum.

Continuamente reinventada desde su origen. Superpuesta como un rompecabezas tridimensional, donde las diferentes capas de la historia no se superponen sólo en vertical sino que se entremezclan y se fusionan como en un mosaico de teselas ínfimas y sin embargo indispensables. Roma que ha sido la capital de uno de los imperios políticos y humanos más grandes de la humanidad aún nos despierta seduciéndonos con la imaginación de su esplendor descomunal entre las piedras caídas, las estatuas desmembradas o las solitarias columnas que apoyan el sueño de los arquitrabes como una memoria que se recorta siempre en el naranja de esta ciudad que se llama eterna porque así lo es. Eterna en no rendirse al olvido ni al capricho de ser reino de Papas guerreros y déspotas, desmesurados e ingratos o ciudad provinciana y decadente a pesar de su refinada aristocracia .

Ciudad casi de mentira a veces en su personalidad ecléctica y teatral, sacra e infinitamente pagana a la vez. Cuidad que no se deja comprender, que se retuerce en el cliché y que esconde otras subterráneas realidades, como las del subsuelo hueco que sella su pasado. Roma invadida de ideas y de piedras que ocupan el espacio de los sueños de todos los que la aman y de todos los que la han vivido. Grandeza que no epata por el tamaño ni la simetría ni la perfección, sino por el caos espontáneo de su belleza desmedida y caprichosa, desparramada sin límite, pero siempre encerrada en el equilibrio de su milenario clasicismo. Copiada a sí misma en la arquitectura que se encaja en plazas y esquinas, en explanadas y avenidas, en lo grande y en lo pequeño, fundido con esa milagrosa inspiración que no existe más allá de sus siete colinas.

Roma llena de vida y de sonrisas, y de gestos al aire y olor intenso de queso pecorino sobre pasta con tomate y albahaca. Helados y miradas al fondo de los ojos, galantería en las aceras, elegancia y desmedida manera de significarse en ese sentido de la responsabilidad de tener que representar la originalidad del made in italy. La sonrisa de quien lo ve desde fuera, entre condescendiente y con sentido del ridículo, pero con secreta e inexplicable envidia.

Roma inexplicable e infinita, inigualable y desconcertante de nuevo, única entre las ciudades únicas, secreta y universal, pequeña y gigante, inagotable y rotunda. Antigua, siempre antigua. Milenaria y sabia, y por ello también futurista, trampolín de la cultura occidental, reflexión de lo que somos y de lo que seremos.

Humana y viva...
Eterna, siempre eterna.

21 de octubre de 2008

Música y Futuro.

El próximo viernes se entregan los premios Príncipe de Asturias y en la presente edición no me voy a perder la entrega de uno de los reconocimientos que más me han emocionado en los últimos tiempos. El premio Príncipe de Asturias de las Artes, que ha recaído en el Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela.

No sólo porque la labor que llevan realizando durante años ha sido bella y fructífera, sino también porque está basado en unos principios que comparto desde lo más profundo de mis valores y que además consigue algo tan sencillo e importante como universalizar el acceso a la creación, a la interpretación y a la capacidad de entender y disfrutar de algo tan beneficioso como a veces desgraciadamente inaccesible es la música clásica.
El artífice del nacimiento de este sistema es José Antonio Abreu, que en sus palabras de agradecimiento al jurado del premio declaraba de manera muy concisa el objetivo de este proyecto:


"el objetivo esencial del Sistema Nacional de las Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela no se refiere sólo al plano artístico, sino que se inserta, directa y profundamente, en el contexto global de una estrategia de Participación, Capacitación, Prevención y Rescate de Jóvenes y Niños en y por el Arte. En su condición de comunidades en perpetuo ejercicio de concertación, las Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles representan el modelo de una avanzada y auténtica Escuela de Vida Social. En Venezuela, la Práctica Orquestal y Coral cotidiana ha demostrado ser herramienta particularmente eficaz para hincar sólidamente a jóvenes y niños en el quehacer colectivo, en la coexistencia solidaria, en un quehacer creador profundamente realizador de la personalidad, propicio a la forja de un espíritu solidario y fraterno, tanto como a un formidable desarrollo de la autoestima. La pobreza material comienza a ser vencida por aquella sublime riqueza espiritual que germina en y por la Música. "

En este vídeo que podéis ver si pincháis aquí y seleccionáis la pestaña de El Comunicador, encontraréis un resumen de la película Tocar y Luchar en el que el propio Abreu explica estas razones de manera más detallada. Os recomiendo escucharlo. A mí me parece que su mensaje es humano y emocionante como pocos.

Siempre he pensado que la música culta era un notable instrumento de crecimiento y maduración personal. Además, también tengo la convicción de que para quien quiere ir más allá de aprehender su belleza y se lanza con esfuerzo a desentrañar los universos formales, conceptuales y humanos que encierra, el regalo que ésta nos ofrece como compensación es tan inmenso como imposible de explicar, pero tengo la certeza de que en general nos hace mejores seres humanos y más libres.

Por ello, desde mi punto de vista, este premio viene a celebrar la labor de una institución que no sólo ha contribuido a ampliar los horizontes vitales de miles de niños y adolescentes que por el contexto que les ha tocado vivir se habrían visto abocados a la mendicidad o a la violencia, sino que está de hecho sembrando en ellos una serie de valores que les permitirán sin duda (independientemente de su éxito profesional como músicos) crecer y madurar como seres humanos. Es más, les reglará tres inmensos dones como son la capacidad de apreciar la belleza, el instinto crítico para con ellos y con el mundo, y el valor del esfuerzo como herramienta de superación.

Es por ello que el mensaje de este proyecto es universal y profundamente humano como pocos. Porque constituye toda una filosofía de educación para una sociedad y un mundo mejor, a nivel individual y colectivo. Algo de lo que podemos aprender en todos los demás países independientemente de nuestra riqueza, educación o nivel de vida.

El Sistema de Orquestas ha asombrado ya a una gran parte de la comunidad musical internacional y cuenta con apasionados abanderados de la talla de Claudio Abbado, Simon Rattle o Daniel Baremboim (tres de los mejores directores de orquesta del mundo en este momento). Además, ha dado ya sus frutos lanzando a músicos de la proyección y personalidad de Gustavo Dudamel (probablemente el director revelación con la proyección más fulgurante de los últimos 50 años) o Edicson Ruíz (el más joven interprete que haya ingresado nunca en la Filarmónica de Berlín).

Por ello, quiero expresar mi más profundo agradecimiento a José Antonio Abreu y a su esfuerzo maravilloso, que sin duda contribuye bastante a que la esperanza en un mundo mejor pueda ser un poquito más grande. Que no es poco.

Os dejo con el trailer de un interesante documental sobre otro de los éxitos de este proyecto, la Joven Orquesta Simón Bolívar. Creo que se estrena en breve en España.

17 de octubre de 2008

Cine para olvidar.

Hace mucho tiempo que Julio no va al cine solo. Solía hacerlo hace años, y le gustaba especialmente esa sensación de silencio que llegaba con el final de los títulos de crédito que observaba religiosamente hasta el final, sobre todo si la película le había hecho reflexionar. Adoraba ese momento en el que las letras pasaban mientras la música contribuía a alargar un poco más la atmósfera de la película.
La gente se iba levantando de sus butacas y abandonando la sala, pero él se quedaba hasta que el ruido del cinematógrafo cesaba y disfrutaba de esos instantes de silencio y oscuridad que antecedían al encendido de la iluminación.
Le gustaba estar solo y dejar que la película madurase en su interior sin que nada ni nadie le perturbase, para así poder llenarse de esas otras vidas y sensaciones que la película le había sugerido.
Si la película le había gustado mucho, solía pasear durante horas. A veces sin rumbo fijo, perdido, caminando sin ser consciente de hacia donde iba, con la cabeza llena de colores y de músicas, de palabras y de pensamientos. Cuando volvía a la realidad descubría por fin dónde le habían llevado sus pasos. Madrid es tan grande que veces ni siquiera podía reconocer dónde estaba, así que se veía forzado a pedir un taxi para volver a casa.

No sabe cómo, pero dejó de hacerlo. Pasó a apreciar la compañía de otros para ir a ver pelis, y a veces incluso usó el cine para alguna que otra actividad que poco tenía que ver con la vista. Le terminó gustando compartir sus impresiones primeras con alguien y no le importaba sacrificar que la película se le escapase rápidamente de la cabeza devorada por las opiniones de los demás.

Julio ha olvidado la intensidad de aquellas tardes en las que iba solo a las salas de cine, y de cómo fueron importantes en su proceso de descubrir quién quería ser.

Julio no necesita ya pensar ni llenar su cabeza de colores, de belleza o de reflexiones. Se siente completo y cómodo con su vida. Más o menos desde que conoció a Andrés y se enamoró de verdad. Desde que vive con él y por fin ha conseguido llegar al final del camino de acercarse a quien quería ser.

La suerte le sonrío por partida doble ya que justo unos meses después de conocer a Andrés aquella multinacional le aceptó tras un arduo proceso de selección. Consciente de que en principio no era el trabajo que quería, les había enviado una respuesta a un anuncio de trabajo porque estaba harto de no obtener respuestas a las ofertas que en realidad le interesaban. Era un trabajo cualificado y le pagaban bien. Debía viajar, pero a él siempre le había gustado hacerlo. Los horarios tampoco eran muy humanos, pero imaginó que a fin de cuentas tampoco uno puede pedir mucho más cuando está empezando. El salario estaba muy bien, y eso sí que contaba. Contaba para dejar aquel cuchitril compartido con estudiantes de paso. Contaba para poder hacer muchas de las cosas que siempre había querido hacer. Contaba para llevar un nivel de vida como el que quería llevar con Andrés. En el fondo, de alguna forma, siempre consideró que aquel golpe de suerte estaba inevitablemente unido a haberle conocido.

Los años pasaron y poco a poco se incrementaron los viajes y las jornadas saliendo cada vez más tarde de la oficina. Pero también lo hicieron con creces sus ingresos. Lo consideraba algo normal, como la vida misma. Con Andrés las cosas iban bien, cada vez mejor, se atrevía a imaginar. También él tenía muchas horas de trabajo, así que cuando llegaban a casa, se dedicaban todo el tiempo y la energía que les quedaba. Ambas cosas, sin embargo, fueron poco a poco disminuyendo con los años, y lo hicieron tan sutilmente que nunca lograron llegar a hacerles cuestionar aquella sensación de plenitud que algún día sintieron.

Hace poco, en el transcurso de un viaje de trabajo a Londres, Julio tuvo un importante retraso en Heathrow, así que dedicó sus horas de espera en el hotel que le asignaron a chatear un poco en Internet. Lo hacía de vez en cuando, por mero pasatiempo, sobre todo cuando estaba solo. Le gustaba mentir e inventarse vidas que contar. Le gustaba incluso coquetear con otros. Pero se aburría rápido, en realidad nadie conseguía captar su atención más de veinte minutos, así que abandonaba las salas de chat pronto, cerrando aquellas vidas imaginarias de un golpe veloz y aséptico de tecla. Así lo hizo aquel día.

Fue entonces cuando comenzó a teclear nombres y frases sin mucho orden en google. Nombres de lugares primero. Lugares en los que había estado, lugares que quería visitar, lugares donde le habían sucedido cosas importantes. El tiempo pasaba, y le resultaba mucho más entretenido que ponerse a revisar trabajo para el día siguiente o volver al chat.

Pero con ese jueguecito aparentemente inofensivo, empezó a penetrar en un terreno que nunca supuso que tuviera prohibido. Pero lo tenía. Y las grafías por las que viajaba le condujeron a sus correspondientes semánticas personales que, de manera aplastante, le fueron llevando de un lugar a otro, de una persona a otra. Así hasta que se decidió a teclear aquel nombre, aparentemente olvidado desde hacía años, supuestamente inocuo.

Tras la pesquisa aparecieron una serie de entradas. Un par de la universidad y varias más en diferentes periódicos. Cuando pulsó sobre la primera de aquellas, la noticia, como un rayo, le dejó fulminado. Era la lista de víctimas mortales de un accidente de trenes del año anterior. Su nombre era uno de ellos. Siguió investigando y descubrió que en un periódico local de su ciudad se hacía una breve referencia a él y a su familia, pues era bastante conocido. Estaba casado y tenía dos hijas pequeñas. Hacía un viaje a Barcelona, por motivo desconocido. En noticias posteriores se especulaba con la posibilidad de que no hubiese hecho aquel viaje en solitario y hasta se le relacionaba con otro de los pasajeros que habían fallecido en el accidente y que viajaría a su lado. En otras declaraciones al periódico su mujer confesaba que desconocía el hecho de que su marido viajara en el tren accidentado. Parece que llevaba una vida normal. Sus vecinos apreciaban su generosidad y su simpatía.

Las tripas le hicieron un nudo a Julio. Un nudo muy fuerte, lleno de dolor y vacío. Cerró la página e intentó no pensar en ello, pero los recuerdos y los pensamientos, inevitablemente, se precipitaban en el estómago. Le faltaba el aire. Era como si media vida se le escapara entre los espacios de las palabras que acababa de leer.

Decidió que necesitaba salir a pasear. Lo hizo, y se lanzó a la calle sin mucha idea, caminando con prisa, como si sus pisadas pudiesen borrar el trazo de vida amarga que acababa de nacerle muy dentro. Al poco se dio cuenta que no sabía bien donde estaba, pues no conocía la zona. Fue cuando de repente recordó aquellos paseos que solía dar sin ninguna orientación después de las sesiones de cine. No sólo volvía a estar físicamente perdido. También era la primera vez en mucho tiempo que se encontraba frente a un sentimiento que le hacía dudar de su sensación de seguridad con su vida aparentemente sin fisuras. Se sentía incómodo. No podía evitar pensar en aquel tren, en la sonrisa de Óscar, que nunca había en realidad olvidado, en las circunstancias en las que salió de su vida, en cómo tantas veces había querido volverle a ver para explicarle tantas cosas que ahora ya nunca podrían llegarle. Respiró hondo y miró al horizonte. Andrés se desdibujaba en su pecho, como un personaje secundario de una película. Sintió un terrible miedo frente a lo que sentía.

Fue entonces cuando decidió pensar que sólo había visto una película, como entonces. Una película desconcertante, pero una película al fin y al cabo. Y ya le había dado muchas vueltas a esta película. Demasiadas. Ahora debía volver a casa. Como entonces también. Sólo que entonces en casa no le esperaba nadie. Ahora sí. Alzó la mano con fuerza, para hacerse ver bien en la avenida donde los vehículos cruzaban a gran velocidad. Un taxi se detuvo y Julio entró en él.

- Sheraton Hotel, Heathrow, please. I am in a hurry.

Pensó así que Óscar desaparecería definitivamente, con su correspondiente silencio y su fundido en negro.

14 de octubre de 2008

Au revoir, Guillaume.

Guillaume Depardieu (1971-2008)


Cuando en 1993, Alain Corneau estrenaba en los cines su versión cinematográfica de la novela de Pascal Quignard Tous les matins du monde, yo vivía en Inglaterra y tenía tan sólo 1 año menos que él. La película me embriagó por su belleza, por la extrema delicadeza de su música, que en aquel momento contribuyó a acrecentar el interés por el hasta entonces aparentemente anodino barroco francés.
Me fascinó cómo trataba la hondura que la música puede ejercer en la vida y en la búsqueda de uno mismo. Me impactó mucho, me influyó mucho, me magnetizó mucho. Escuché aquella música como un poseso durante meses. Sigue estando entre mis compactos favoritos.

Pero también recuerdo aquel jóven Guillaume. 20 años. 1 menos que yo. La viva imagen de su padre, el célebre Gérard. Qué juventud tenían aquellos ojos azules, tan sólo unos meses mayores que yo. Ese espacio de tiempo que hemos compartido muchos años, todos esos en los que alguna vez de pasada leí alguna vez de su vida al límite, de sus coqueteos con el alcohol y las drogas, de su accidente de automóvil... En fin, de su vida, de la que yo siempre he guardado aquel recuerdo del joven Depardieu interpretando a un adolescente Marin Marais. A partir de ahora esos meses que nos llevamos irán creciendo, agigantándose, porque para él su vida se ha detenido a causa de una neumonía fulminante (sic).

Su muerte, aunque no fuera un personaje cercano a mí, me ha causado especial estupor. Quizá por compartir generación. No sé. Me voy a dormir con cierta inquietud, con una extraña, aunque agridulce necesidad de seguir exprimiendo la vida con fuerza, hasta con ansia, mañana cuando me despierte. Mañana, antes de que la nada me trague, antes de que pueda tragarme fulminante como ella sería capaz de hacerlo. Ansia de vivir y de buscar la belleza cada vez que puedo, y de hacer todo aquello que a veces no consigo descifrar, pero que poco a poco voy sabiendo que me hace feliz: abrazar cada mañana a quien deseo, aprender cada día algo nuevo, besar todas las veces que puedo a quienes quiero, viajar hasta el fin del mundo, oler cuantas veces puedo a quien amo, emborracharme de todo aquello de me gusta, no menoscabar la intensidad, escucharme más a mí mismo, intentar cada día entender mejor a quien no soy capaz de entender... y por supuesto alargar siempre que pueda esta lista con paciencia.

6 de octubre de 2008

Noches en blanco.



Había noches en las que reconozco que no era aplicado. Me escapaba sin ser visto y echaba a andar calle abajo, hasta que la oscuridad me tragaba. Confiaba en el sueño pesado de Íñigo. A pesar de la libertad que siempre me había dado, en el fondo el estómago se me hacía un nudo al cerrar la puerta y apretar el botón de llamada del ascensor. Y eso que creo que nunca notó nada.

Aquellas noches la sangre me hervía y el frío de la calle no refrescaba mi excitación ni un ápice. Acudía a los bares de entonces. Esos a los que iba antes de conocer a Íñigo. Seguían yendo casi los mismos. También él, aunque nunca le hablé. En eso las cosas no habían cambiado. Al primer sorbo de vodka el estómago se apaciguaba y comenzaba a borrarse esa extraña sensación de no estar haciendo lo correcto. A veces me quedaba hasta pasadas las tres de la mañana y al volver a casa no siempre quería recordar todo lo que había sucedido. El filo del ecuador de la noche solía sorprenderme en lugares insólitos como parques, portales o incluso algún que otro interior. Pero hasta ahí alcanzaba mi indisciplina. Estuviese donde estuviese, retomaba mis pasos y me marchaba a casa. Nunca hubo palabras. No las necesité. No las necesitábamos.
Al volver, con el frío retomando mis manos y mis pies, olía mis dedos con ansia y dejaba que por última vez el caudal de sentimientos encontrados chocase en mi interior. Después entraba sigiloso en casa, me lavaba silenciosamente en el lavabo, entraba en la cama y me acercaba a Íñigo, que respiraba profundamente hundido en su sueño. Era muy especial sentirlo tan tibio entre las sábanas. Como volver a casa después de un largo viaje.

Después de Íñigo vino Felipe, pero con él nunca me he escapado. No sabría muy bien por qué. Felipe es diferente. Y supongo que también porque su sueño es demasiado ligero. Pero también porque es más frágil, más débil, más inseguro, y eso me hace preocuparme más por él. Supongo que es una relación más descompensada. No sé, hasta ahora no lo había pensado. Y es que tampoco echaba de menos el peligro de las noches ausente de casa en secreto.

Hoy, sin embargo, aquella sensación ha vuelto. Esta tarde me ha parecido verle en un vips del centro mientras hojeaba una revista. He salido enseguida, sin ser visto, eso creo. Pero no me detenido hasta llegar a casa y encontrar aquella camiseta rebuscando entre la ropa vieja. Me ha costado, casi pensé que la habría tirado. Pero allí estaba, perdida entre las cosas de verano, en el fondo del altillo del armario. Aún tiene aquel olor. Y su efecto no se ha hecho esperar.

Esta noche Felipe no está, se ha ido a pasar la noche con su madre, que anda mala la pobre. No es la primera vez que lo hace, pero sí la primera que siento esta desazón, como un animal que mordisquea mis entrañas. He puesto música alegre, de la que nunca suele fallar. Pero hoy, esas mismas notas se me cruzan en la cabeza y me empujan hacia la puerta. Siento un deseo atroz de calzar mis pies desnudos en los zapatos que descansan inmóviles a tan sólo unos metros. Después, es tan fácil como tomar una chaqueta y llegar hasta el pomo frío de la puerta. Siento ya cómo calmará mi mano que arde. Abrir y salir. Tan sencillo. Hoy, ni siquiera tengo que preocuparme de no ser escuchado.
Me detengo y tomo una decisión. Sonrío, porque la duda acaba de esfumarse. Ya pensaré en lo demás mañana por la mañana, me digo.

2 de octubre de 2008

El otoño imaginario





Este inicio de otoño me trae atardeceres que no quieren ser noche.
Noches que quieren escapar del sueño
Y sueños de recuerdos y olores que de allá escaparon.

De allá donde no había mar,
De allá donde la isla vagaba rozada por el olvido
Y las estrellas invernales.

Se agotan en mi garganta.
Allí naufragan y se hunden en mi lengua,
Pero arrojan su daga en el pozo oscuro

La pared es alta y callada,
Sólo Mozart osa mirar a través de sus huecos
Para sonar también detrás de ella.

Y en el otro lado crece la hierba que no escucho,
Desde la playa la arena sigue un trazo frío de pasos
Hasta la sorda espuma.

Pero a mi espalda a veces llegan pequeños alientos
Suaves vacíos de humo ligero que en su curva
Sin tocarme... me atraviesan.