No puedo dejar de pensar en él desde que ayer supe que nos
había dejado Claudio Abbado. Las nuevas tecnologías han hecho que lo supiera
cuando aún no lo había recogido prácticamente ningún periódico ni se habían
hecho eco las redes sociales. Hoy en día todo se comparte al instante, así que
este vacío repentino en soledad me golpeó con especial amargura.
Claudio lleva atrayendo mi mirada desde siempre a través de
las portadas de discos y cd’s. Ya en mi adolescencia, cuando Bernstein y Karajan
se disputaban el puesto de número uno, Claudio estaba ahí, también en ese
olimpo privilegiado del que pareció ser heredero cuando el gran Herbert
falleció y los miembros de la Filarmónica de Berlín decidieron por unanimidad
que debía ser él quien le sustituyera. Hasta aquí todo normal… Dentro de la “normalidad”
de la élite de los directores de orquesta. Sin embargo, en Claudio había algo
extraordinario que he ido descubriendo a lo largo de los años, algo que le
diferencia de la saga de Toscaninis, Von Bulows y Furtwanglers que le habían
precedido. Todos ellos fueron insustituibles y sus formas de dirigir dibujaron
cimas aún hoy no superadas. Pero con Claudio llegó la humanidad y la cercanía a
ese rígido paraíso de la primera división de la música clásica. Es algo que
comparte con más profesionales de su generación, que quizá venía con los
tiempos, que incluso se puede discutir que Leonard Bernstein ya lo comenzó a
practicar, pero que él asumió como tarea principal e hizo de ella un arma con
la que lleva luchando toda su vida. Sin abandonar el rigor, la profundidad
intelectual ni la grandeza de miras, Claudio supo despojarse de ese aurea de arrogancia
y elitismo del pasado para acercar la música a todos, desde una mirada cercana,
apasionada y directa. Porque siempre situó en primer lugar la música en sí y no
cualquier otro criterio. La música como instrumento esencial del hombre, como
herramienta para el desarrollo humano y para hacernos mejores. La música como
bálsamo y refugio, la música como transformadora de la sociedad, como vehículo
inspirador de la solidaridad y de la belleza.
Su compromiso con esta causa ha sido firme, desde su juventud, apostando por los jóvenes compositores y sacando la música clásica de las salas de conciertos y llevándola a fábricas o a colegios, o a la misma calle. Y hasta la actualidad, con la creación de orquestas de jóvenes promesas y su esfuerzo por demostrar que con una adecuada disciplina y compromiso pueden interpretar la música con la misma calidad que las más veteranas orquestas del mundo. Un compromiso que ha incluso reforzado desde la aparición del cáncer que le mantuvo alejado de los escenarios una época y con el que ha convivido hasta su muerte, sin dejar de trabajar dirigiendo y promoviendo la música. En estos años ha sido impagable su labor de impulso, entre otros, al sistema de orquestas de Venezuela, que es uno de los proyectos de desarrollo humano más esperanzadores del último siglo.
Por todo ello Claudio es el baluarte de una nueva generación
de músicos comprometidos con la música, pero también con su valor y su
potencial en la consecución de un mundo mejor. Malos tiempos para luchar por la
música, y de muestra la desaparición, tan solo unos días antes de su
fallecimiento, de la última orquesta de jóvenes que fundó, la Mozart de
Bolonia, con la que tan excelentes grabaciones y conciertos ha producido en los
últimos años. Desaparición a la que no han sabido poner remedio ni autoridades
ni mecenas ni responsables culturales de una Italia que no deja de ser el
espejo de una Europa en franca decadencia cultural y humana.
En cuanto a su visión como director de orquesta, creo que el
recorrido de Claudio ha sido extraordinario, tanto como para haberse convertido
en el director más completo y excepcional del siglo, con una visión de la
música llena de vida y de belleza, de significado y de coherencia. Una manera
de interpretar que se ha ido enriqueciendo en su larga trayectoria profesional,
desde aquel joven rutilante y lleno de potencia que nos embriagaba con su gesto
apasionado, que nos traducía la música con una fuerza y un arrebato extraordinarios,
pero sin caer en el exceso ni en la banalidad. De esa época son sus
inigualables lecturas de Tchaikovski, Mussorgski, Prokofiev o sus increíbles versiones
verdianas con la orquesta del Teatro Alla Scala. Y es que en su rol de director
de ópera consiguió que Verdi sonara como nunca antes, y grabaciones de aquella
época como las del Simon Boccanegra o Macbeth aún no hayan sido superadas. No
fueron las únicas, pues con autores tan dispares como Rossini o Alban Berg
también realizó notables versiones, algunas de ellas absolutamente
referenciales hoy en día.
No podemos olvidar tampoco sus versiones de los ciclos
sinfónicos de Beethoven, Brahms o Mahler de los años 90, verdaderas joyas de
claridad de visión, coherencia y emoción. Fue por aquella altura cuando le vi
por primera vez, dirigiendo a la Filarmónica de Viena, con la sinfonía Titán de
Mahler. Yo, pobre, adolescente melómano que de repente se daba de bruces con un
momento musical impagable, del que recuerdo sobre todo la intensidad y la magia
que brotaba de aquella orquesta de sueño, pero también la energía y la
contundencia de aquel director, elegante y expresivo.
Luego vino la enfermedad, y todos nos temimos lo peor. Pero
la fuerza de Claudio estaba en su amor por la música, sin la que no sabía
vivir, porque la amaba infinitamente, y fue ello lo que le dio fuerzas para
volver, transformado en un director de una visión transcendental, honda y de
una intensa espiritualidad, reduciendo su repertorio y sus apariciones a aquello
que más le llenaba. Fue el renacer de un grandísimo director de orquesta que se
transformó en casi un dios, del que se ha llegado a decir que no dirigía, sino
que se aparecía. Su sabiduría y su exquisito sentido de la belleza nos han
regalado una década más de versiones inigualables como por ejemplo La Flauta
Mágica de Mozart, Fidelo de Beethoven o las sinfonías de Mahler, del que en
estos últimos años se ha convertido en una referencia absoluta. Sus conciertos
se habían convertido en acontecimientos, porque eran una garantía de
experiencia trascendente y llena de emoción y belleza. En esa excelencia de su
oficio, en esa humanidad poderosa quiero recordarle, como en ocasión del último
concierto de él que presencié, hace unos años, interpretando ese grandioso edificio
sonoro que es la novena sinfonía de Mahler, con sus músicos amigos de la
orquesta del festival de Lucerna, en una velada que jamás podré olvidar porque
no creo que vuelva a escuchar nunca algo semejante.
Ese final que va
deshaciéndose poco a poco, pero que no pierde la intensidad ni el asombro, ante
un músico para el que la música lo es todo, que a pesar de luchar contra una
enfermedad tan severa, mantiene la fuerza y esa sonrisa suya llena de
humanidad, ese gesto cercano y esa mirada como de quien ve todo por primera
vez. Aquellos minutos de silencio ante el estupor, y aquel aplauso posterior,
entregado y pasional, como lo era él. Porque nos ha dejado un grandísimo
músico, pero también un grandísimo ser humano, sin el que este mundo habría
sido peor. Ojalá que su espíritu siga vivo y que muchos otros recojan su
legado.
Seguirás para siempre con nosotros, Claudio.