21 de enero de 2014

Claudio Abbado, el valor de la música.



No puedo dejar de pensar en él desde que ayer supe que nos había dejado Claudio Abbado. Las nuevas tecnologías han hecho que lo supiera cuando aún no lo había recogido prácticamente ningún periódico ni se habían hecho eco las redes sociales. Hoy en día todo se comparte al instante, así que este vacío repentino en soledad me golpeó con especial amargura.
Claudio lleva atrayendo mi mirada desde siempre a través de las portadas de discos y cd’s. Ya en mi adolescencia, cuando Bernstein y Karajan se disputaban el puesto de número uno, Claudio estaba ahí, también en ese olimpo privilegiado del que pareció ser heredero cuando el gran Herbert falleció y los miembros de la Filarmónica de Berlín decidieron por unanimidad que debía ser él quien le sustituyera. Hasta aquí todo normal… Dentro de la “normalidad” de la élite de los directores de orquesta. Sin embargo, en Claudio había algo extraordinario que he ido descubriendo a lo largo de los años, algo que le diferencia de la saga de Toscaninis, Von Bulows y Furtwanglers que le habían precedido. Todos ellos fueron insustituibles y sus formas de dirigir dibujaron cimas aún hoy no superadas. Pero con Claudio llegó la humanidad y la cercanía a ese rígido paraíso de la primera división de la música clásica. Es algo que comparte con más profesionales de su generación, que quizá venía con los tiempos, que incluso se puede discutir que Leonard Bernstein ya lo comenzó a practicar, pero que él asumió como tarea principal e hizo de ella un arma con la que lleva luchando toda su vida. Sin abandonar el rigor, la profundidad intelectual ni la grandeza de miras, Claudio supo despojarse de ese aurea de arrogancia y elitismo del pasado para acercar la música a todos, desde una mirada cercana, apasionada y directa. Porque siempre situó en primer lugar la música en sí y no cualquier otro criterio. La música como instrumento esencial del hombre, como herramienta para el desarrollo humano y para hacernos mejores. La música como bálsamo y refugio, la música como transformadora de la sociedad, como vehículo inspirador de la solidaridad y de la belleza. 


Su compromiso con esta causa ha sido firme, desde su juventud, apostando por los jóvenes compositores y sacando la música clásica de las salas de conciertos y llevándola a fábricas o a colegios, o a la misma calle. Y hasta la actualidad, con la creación de orquestas de jóvenes promesas y su esfuerzo por demostrar que con una adecuada disciplina y compromiso pueden interpretar la música con la misma calidad que las más veteranas orquestas del mundo. Un compromiso que ha incluso reforzado desde la aparición del cáncer que le mantuvo alejado de los escenarios una época y con el que ha convivido hasta su muerte, sin dejar de trabajar dirigiendo y promoviendo la música. En estos años ha sido impagable su labor de impulso, entre otros,  al sistema de orquestas de Venezuela, que es uno de los proyectos de desarrollo humano más esperanzadores del último siglo.
Por todo ello Claudio es el baluarte de una nueva generación de músicos comprometidos con la música, pero también con su valor y su potencial en la consecución de un mundo mejor. Malos tiempos para luchar por la música, y de muestra la desaparición, tan solo unos días antes de su fallecimiento, de la última orquesta de jóvenes que fundó, la Mozart de Bolonia, con la que tan excelentes grabaciones y conciertos ha producido en los últimos años. Desaparición a la que no han sabido poner remedio ni autoridades ni mecenas ni responsables culturales de una Italia que no deja de ser el espejo de una Europa en franca decadencia cultural y humana.
En cuanto a su visión como director de orquesta, creo que el recorrido de Claudio ha sido extraordinario, tanto como para haberse convertido en el director más completo y excepcional del siglo, con una visión de la música llena de vida y de belleza, de significado y de coherencia. Una manera de interpretar que se ha ido enriqueciendo en su larga trayectoria profesional, desde aquel joven rutilante y lleno de potencia que nos embriagaba con su gesto apasionado, que nos traducía la música con una fuerza y un arrebato extraordinarios, pero sin caer en el exceso ni en la banalidad. De esa época son sus inigualables lecturas de Tchaikovski, Mussorgski, Prokofiev o sus increíbles versiones verdianas con la orquesta del Teatro Alla Scala. Y es que en su rol de director de ópera consiguió que Verdi sonara como nunca antes, y grabaciones de aquella época como las del Simon Boccanegra o Macbeth aún no hayan sido superadas. No fueron las únicas, pues con autores tan dispares como Rossini o Alban Berg también realizó notables versiones, algunas de ellas absolutamente referenciales hoy en día.

No podemos olvidar tampoco sus versiones de los ciclos sinfónicos de Beethoven, Brahms o Mahler de los años 90, verdaderas joyas de claridad de visión, coherencia y emoción. Fue por aquella altura cuando le vi por primera vez, dirigiendo a la Filarmónica de Viena, con la sinfonía Titán de Mahler. Yo, pobre, adolescente melómano que de repente se daba de bruces con un momento musical impagable, del que recuerdo sobre todo la intensidad y la magia que brotaba de aquella orquesta de sueño, pero también la energía y la contundencia de aquel director, elegante y expresivo.


Luego vino la enfermedad, y todos nos temimos lo peor. Pero la fuerza de Claudio estaba en su amor por la música, sin la que no sabía vivir, porque la amaba infinitamente, y fue ello lo que le dio fuerzas para volver, transformado en un director de una visión transcendental, honda y de una intensa espiritualidad, reduciendo su repertorio y sus apariciones a aquello que más le llenaba. Fue el renacer de un grandísimo director de orquesta que se transformó en casi un dios, del que se ha llegado a decir que no dirigía, sino que se aparecía. Su sabiduría y su exquisito sentido de la belleza nos han regalado una década más de versiones inigualables como por ejemplo La Flauta Mágica de Mozart, Fidelo de Beethoven o las sinfonías de Mahler, del que en estos últimos años se ha convertido en una referencia absoluta. Sus conciertos se habían convertido en acontecimientos, porque eran una garantía de experiencia trascendente y llena de emoción y belleza. En esa excelencia de su oficio, en esa humanidad poderosa quiero recordarle, como en ocasión del último concierto de él que presencié, hace unos años, interpretando ese grandioso edificio sonoro que es la novena sinfonía de Mahler, con sus músicos amigos de la orquesta del festival de Lucerna, en una velada que jamás podré olvidar porque no creo que vuelva a escuchar nunca algo semejante.

 Ese final que va deshaciéndose poco a poco, pero que no pierde la intensidad ni el asombro, ante un músico para el que la música lo es todo, que a pesar de luchar contra una enfermedad tan severa, mantiene la fuerza y esa sonrisa suya llena de humanidad, ese gesto cercano y esa mirada como de quien ve todo por primera vez. Aquellos minutos de silencio ante el estupor, y aquel aplauso posterior, entregado y pasional, como lo era él. Porque nos ha dejado un grandísimo músico, pero también un grandísimo ser humano, sin el que este mundo habría sido peor. Ojalá que su espíritu siga vivo y que muchos otros recojan su legado.

Seguirás para siempre con nosotros, Claudio.