29 de marzo de 2006

Estado de Gracia.



Esta frase es comúnmente utilizada en crítica musical para describir esas conjunciones del universo por las que la interpretación de una determinada obra (en vivo o en una grabación) resulta no tanto perfecta, sino excepcionalmente vibrante, llena de emoción, sumamente especial. Yo la escuché por primera vez en una crítica de óperas de referencia, en una de esas revistas de actualidad de música clásica. Estaba referida a las históricas grabaciones de La Bohème y Madama Butterfly por Karajan, con Luciano Pavarotti y Mirella Freni en los años setenta. Y es que realmente lo son. Yo, en mi escepticismo de algunos de los componentes de ese cocktail (especialmente Karajan y Pavarotti, dos de mis menos preferidos en estos mundillos) no era capaz de dar crédito a semejante afirmación. Así que la primera vez que las escuché, admito que me dominaban mis prejuicios. Pero éstos no duraron mucho ante la inmensa grandiosidad pucciniana que logra Karajan. El director consigue un imposible de intensidad abrasadora, modelando unos tempi que fijan a fuego sobre nuestro oído los momentos de éxtasis musical que nos brinda Puccini. Yo a Pavarotti lo encuentro correcto (aunque los críticos se empeñen en decir que aquí está especialmente apasionado. Supongo que a mí su pasión no me llega). La que sí está impresionante es Mirella Freni, esa grandísima voz que se adapta tan bien a estos papeles femeninos del músico italiano. Pero es que con Mirella los milagros son posibles. Y es que su sinceridad a la hora e cantar es intensamente arriesgada, y esa Mimí de verdad se rompe en su amor, en su infinito deseo de amor truncado por lo inexorable de la enfermedad, en el fondo, por la inexorable crudeza de una pobreza que no entiende de belleza ni de sentimientos, que los alcanza a todos con sus garras. La grandeza de la música de Puccini, tan criticada y vilipendiada por sensiblera, en mi opinión, radica en su extrema sinceridad. Si bien es cierto que las historias que escoge no tienen esa fuerza teatral ni ese espíritu crítico y revolucionario de alguno de sus contemporáneos, y ciertamente su aportación conceptual a la evolución de la música es escasa (aunque siempre he pensado que Turandot, escuchado con atención, nos presenta muchos hallazgos en ritmos y tonalidades), los sentimientos los recoge de manera precisa y los transforma en vibraciones que comunican con autenticidad ese fondo intenso del éxtasis de las pasiones, de las melancolías de la imposibilidad. Con un lirismo y una poesía que nos llegan. Es el retrato del mundo interior, de la intimidad de los sentimientos amorosos... ¿Por qué rechazarlos por poco relevantes? ¿Acaso no son casi siempre, en el fondo, el motor de las demás pasiones humanas? La intimidad de los sentimientos tiene para mí una enorme dignidad y la siento como una de las piezas clave de la existencia.
Mirella Freni interpreta estos papeles desde una (también) sinceridad palpable y delicada. Imagino que en esas grabaciones debieron vivirse momentos de especial intensidad, y eso de alguna manera se transmite en la grabación, a través de (todo hay que decirlo) una toma de sonido ciertamente impecable para la época.
Estos días en el Real, La Bohème que nos están sirviendo no pasa de correcta. La escenografía ampulosa y fácil, tendente a asombrar más que a recrear o enmarcar, unida a un reparto vocal algo gris, no contribuyen a que se vaya a hablar mucho en el futuro de estas sesiones. Pero ayer, dentro de esa simplemente correcta intención, el estreno como Mimí (en su primera representación además) de una soprano joven y poco conocida, Ángeles Blancas, dio a Mimí en algunos momentos, esa intensidad especial que tienen las voces magníficas, que aún no han llegado a una gran madurez técnica y expresiva, pero que prometen mucho y que por encima de ello, transmiten con sinceridad. Tengo que reconocer que, por primera vez en mi vida en un teatro de ópera, alguna lágrima cayó cuando cantó ella. Quizá tenía yo el día sensible, o fue aquello algún efecto secundario del té que me tomé previamente, pero el resultado es que me emocioné. Hace muchos años que descubrí ese extracto de su monólogo en el primer acto en el que se presenta a Rodolfo, con esa candidez y esa poesía que enamorarían a cualquiera. Lo he repetido miles de veces, y adoro hacerlo en esa especial cadencia lenta en la que lo pronuncia La Freni, con un ardor inexplicable, con una entrega absolutamente volcánica. Ángeles, en ese preciso pasaje, ayer no derritió, pero sí enamoró.

Vivo sola, soletta
là in una bianca cameretta:
guardo sui tetti e in cielo;
ma quando vien lo sgelo
il primo sole è mio
il primo bacio dell'aprile è mio!


¿Quien no se enamoraría de alguien así en una buhardilla de París, por fría que fuese? El milagro, como siempre, lo termina Puccini.
Pobre Mimí, pobre...

28 de marzo de 2006

Fronteras


Hoy lo he visto. Han pasado cuatro años desde la última vez, aquella última vez. Sí, claro que recuerdo bien qué hicimos aquella última vez. Fuimos al puerto a ver los barcos, a pasear por nuestro andén favorito. Entonces, yo no sabía que dejaría de verlo, pero así fue.
Descendía por la acera de la avenida principal, y desde mi velador en la amplia cristalera del café central, lo distinguí. A esas horas la avenida está muy concurrida, y hubiera sido fácil no reparar en él, distraído en el ir y venir de las personas, en los otros clientes del bar, en las páginas de mi libro. Pero no, después de todo este tiempo perdidos en la inmensidad de esta gran ciudad, sin ningún aviso previo, como ocurren las cosas importantes, ahí estaba de nuevo.
Sigue siendo atractivo. Y se mueve con ese mismo aire de seguridad que siempre me atrajo. Le sienta estupendamente esa camisa naranja. La perspectiva de la avenida desde el café central, en suave descenso, es bastante larga, así que tuve tiempo de observarlo bien. Sentí deseos de levantarme y detenerlo, ya no tiene sentido esconderse, como en los primeros tiempos.
En aquellos primeros meses sí tuve que evitar ciertos lugares, ciertas paradas de metro, ciertas actividades. Cuando tomo una decisión, la llevo a efecto con todas sus consecuencias, y en aquel caso, tuve que pasar con frialdad sobre el dolor que me producía cada acto de evitar. Después, fui poco a poco relajándome en aquella decisión consciente de pensar en las probabilidades de encuentro que ofrecía cada acción mía. Fui olvidando poco a poco, en ese olvido de la superficie, de lo cotidiano. Fui cerrando la puerta de mi mundo con él de manera sutil. Y el mundo, naturalmente, siguió su curso, como siempre sucede. Se cortan unas ramas, pero nacen otras.
Cuando llegó a la mitad de la avenida, empecé a ver con nitidez su cara y sus gestos. Supe que sabría distinguir perfectamente si estaba triste o contento, si le ocupaba alguna preocupación o si se sentía relajado. Mi brazo quiso apoyarse sobre la mesa para levantarme y acercarme a saludarlo. Pero no pude.
Conocí a Sergio una noche de invierno. De un invierno del que sólo recuerdo los mediodías de sol, los correos electrónicos por la mañana esperándome en la oficina, las escapadas a su casa a media tarde para vernos una hora, a veces menos, y los conciertos de Jazz a los que solía llevarme, que tanto nos apasionaron en aquel tiempo. Un invierno marcado por nuestro mundo común que se creaba, y del que aún conservo tantas cosas.
No, su expresión me dice que, a pesar de lo impecable de su aspecto, del atractivo bien cuidado que se afana en exhibir, no es feliz. En su mirada no hay intensidad, no hay ilusión. Él sabe bien refugiarse en otras cosas, pero a mí no puede, no podría engañarme. Me levanté de la silla, dispuesto a acercarme a él y saludarle, ya lo tenía decidido. En ese preciso instante, el camarero se acercó a mí para preguntarme si no iba a tomar nada, si me iba ya. Entonces me quedé paralizado. Le miré unos segundos. Volví la mirada de nuevo hacia la calle. Sergio se perdía ya entre la multitud que llenaba el final de la avenida. Un segundo más. “Un vermouth, por favor”, dije. Y me senté de nuevo.
Sergio volvió a desaparecer de mi vista como lo hizo de mi vida aquella otra vez, improvisadamente, a pesar de ser la mía una decisión consciente. Hoy y aquella tarde.
Hay historias que no pueden ser, a pesar de todo. Aquella tarde, mientras mirábamos el sol acostarse sobre las olas pequeñas del puerto, aquello estaba terminando. La realidad nos golpeó aquella misma noche. Y ya no hubo más paseos por el andén, ya no más llamadas, ya no más encuentros. Nada. Mientras muevo con la varilla de plástico el vermouth miro fijamente al final de la avenida. Presiento que se ha detenido. Y que me espera, también él me espera.

27 de marzo de 2006

Rosalía...



Adivínase el dulce y perfumado
calor primaveral
los gérmenes se agitan en la tierra
con inquietud en su amoroso afán
y cruzan por los aires, silenciosos
átomos que se besan al pasar
Hierre la sangre juvenil, se exalta
lleno de aliento el corazón, y audaz
el loco pensamiento sueña y cree
que el hombre es, cual los dioses, inmortal
No importa que los sueños sean mentira
ya que, al cabo, es verdad
que es venturoso el que soñando vive
infeliz el que vive sin soñar
¡Pero qué aprisa en este mundo triste
todas las cosas van!
¡Que las domina el vértigo creyérase!...
La que ayer fue capullo, es rosa ya
y pronto agostará rosas y plantas
el calor estival

Rosalía de Castro

24 de marzo de 2006

Eat and flirt.


Te mueves con torpeza entre las mesas, y cuando estás en la caja, te muerdes discretamente las uñas. Me mata esa mirada tuya frágil y desorientada cuando te pido un plato extraño. No lo sabes, pero lo hago precisamente por eso. Soy consciente que sólo te has fijado en mí porque te miro constantemente cada día que aparezco por el autoservicio, lo cual hago cada vez con más frecuencia. También sé que al principio me evitabas. Hasta te descubrí un día, mientras estabas ya preparando mi plato, susurrando a tu compañera que terminara de atenderme ella a mí, que tú tenías que ir a la caja a solucionar no sé qué problema. Pero yo seguí insistiendo. Siempre llego a la misma hora y me siento junto a la barra, para tenerte más cerca. Tú, evidentemente, evitas la mirada. O, al menos, la evitabas al principio. Evitabas incluso cruzarte conmigo en alguno de mis desplazamientos por el local, al baño o a buscar un poco de aceite para la ensalada. Después no, después comenzaste a mirarme tú, cuando yo estaba distraído. Me mirabas un segundo, dos... y no podías sostener la mirada más tiempo. Era curiosidad. La curiosidad ante la atracción que podemos causar a un desconocido, cuando ésta es insistente y voraz, como lo es la mía, provoca un irremediable efecto de fascinación. Una necesidad que nace tímida de una vanidad que albergamos todos, y sobre la que podemos perder el control si no somos capaces de dominarla. Yo seguía mirándote con insistencia. Incluso comencé a sonreírte con cierto deseo escondido, en una valentía que tu incipiente curiosidad alimentaba. Me seguías evitando, pero cada vez descubría más miradas tuyas sobre mi espalda, sobre mi nuca. Tampoco he dejado de reparar que el otro día, cuando con un amigo comenté en tono de voz audible, mientras pedíamos la cuenta en la barra, que a mí los chicos con barba no me gustan, fingiendo conscientemente que no reparaba en tu presencia al lado, tú te la rasuraste a los dos días. Mmmm, dos días de reflexión para mí sólo, pensé. Debo confesar que en ese momento comencé a aburrirme un poco. Esta semana me he llevado un libro que leo sin levantar la mirada mientras termino el plato a mediodía. Creo que debo cambiar de sitio, me digo. Y me levanto para recoger mi bandeja. Antes de irme, cada día, visito al baño con la intención de lavarme los dientes. Hoy también, pero, al entrar, te descubro agazapado en una, esquina, indeciso. Te acercas al urinario y sacas tu sexo, con torpeza, tienes una tremenda erección que acaricias con una mano temblorosa. Me miras con un ansia animal, felina, que no me deja alternativa. Los camareros, pienso, siempre me han dado mucho morbo.

23 de marzo de 2006

Inseguridades

Leif-Ove Andsnes

Leo en el periódico la crítica del concierto que el martes dio en Madrid el pianista noruego Leif-Ove Andsnes, con un programa romántico de obras, que incluía tres "pesos pesados" del piano: Schumann, Schubert y Beethoven. El crítico, además de aprovechar, en su escasez de ideas imagino, para dedicar medio artículo a las toses (ciertamente abusivas) que inundaron los pasajes beethovenianos, destaca la gran madurez del pianista, pese a su juventud. Es cierto, 36 años son aún una suerte de adolescencia para cualquier pianista. Y llegar con esta edad a interpretaciones tan redondas de obras difíciles y ciertamente llenas de complejidades técnicas y conceptuales, no es habitual. Tocó un milagroso Schubert, se anima a decir. Así fue, milagroso y coherente: maduro, repetiría yo. Mis palabras aquí no buscan rematar o puntualizar las palabras de un crítico que más allá de su capacidad de acierto, francamente se gana poco y mal su trabajo en lo que a calidad expresiva se refiere. Un día de estos voy a presentar mi candidatura a alguno de estos periódicos. Con algo de suerte, copiaré menos del programa de mano, que no es poco. Mi intención con estas palabras era inclinarme un poco sobre la tremenda sonata de Schubert, la primera de sus tres últimas, reivindicadas tan solo hace lustros como una cima indiscutible del piano. Ser un romántico poco al uso, diferente, a contra-corriente incluso, al mismo tiempo que contemporáneo del gran Beethoven, Dios (para algunos) indiscutible del género de la sonata, ciertamente no benefició a Schubert en un merecido reconocimiento a su aportación a la música y (en particular) al piano. Miente ese mismo crítico cuando habla de la visión del romanticismo de Schubert como "consoladora", frente a la "inconformista" de Beethoven... No hay mayor inconformista que el primero y eso es algo difícil de negar a un músico que cometió rebeldías continuas en sus obras, que fue displicente en su visión de la realidad, y que vivió en una atormentada y visionaria melancolía vital. Beethoven también fue un visionario, pero de la forma, llevándola a su máxima expresión, torciéndola incluso a lo imposible. Y Schubert supo bien beber de él en esto, pero no podía evitar practicar una rebeldía extrema a la hora de no acatar las ilógicas reglas del mundo de la forma en la música. Sin embargo, la aportación INMENSA e innegable de Schubert está en un terreno diferente, muy intangible: el de la profundidad. La hondura musical y expresiva de Schubert no tiene precedentes. Sus inspiraciones en el terreno de la reflexión melódica nos transportan a un verdadero nudo filosófico donde el terrible dilema romántico de la imposibilidad de reconciliación de ideal y realidad, de la vida y la muerte, de la existencia y la no existencia, de la luz y la oscuridad, encuentran una expresión cromática que difícilmente vuelve a encontrar en la música otro exponente parecido, al menos desde esa sencillez formal. La Sonata 19 de Schubert, además, irradia una inseguridad inmensa, en sus temblores, en su estructura, en sus contrastes, sus claroscuros. Para mí, personalmente, eso la hace especialmente hermosa. Más sencilla que sus dos hemanas de trilogía, es aparentemente menos atractiva y evidente, pero no menos inmensamente profunda en su planteamiento ideológico. La delirante tarantella final rompe toda tensión en una danza que nos produce extrañeza en sus incomprensibles ecos cósmicos. Una danza que en esa oscuridad tiene tintes demoniacos, que no contribuyen en absoluto (como leo que se ha escrito por ahí) a cerrar la obra con claridad. Lo repito, es una obra difícil, irreconciliable, que se termina sin cerrar nada, que deja abiertas todas las heridas que nos abre en la conciencia. Una obra que técnicamente muchos estudiantes de piano de cursos intermedios serían capaces de tocar, pero que sólo un gran pianista puede interpretar. Porque se necesita una madurez personal y una profunda reflexión y revisión de las ideas que la obra dibuja para poder decir algo con ella. Por ello, durante muchos años, este Schubert fue despreciado por los propios pianistas, que no encontraban en ella elementos para su lucimiento personal. Si alguien recuerda la película Farinelli, entenderá a aquel castrato que, vacío de interpretar arias llenas de notas inútiles destinadas al asombro ante la espectacularidad, asistía en secreto a las interpretaciones organísticas de un Handel que llenaba, con sólo una nota, el espacio de sentido. Así, mi gran asombro ante Leif-Ove Andsnes, fue reconocer que su madurez interpretativa, su visión reflexiva y contundente de Schubert, transformó esa partitura llena de inseguridades en una música que fue trazada con seguridad, expuesta con sinceridad, abriendo heridas en la razón, en el pánico, en el estupor de la vida, pero con firmeza. La seguridad está más próxima de la inseguridad de lo que imaginamos. Y eso, los grandes lo saben.

20 de marzo de 2006

Intermitencias.

Cada diciembre, sin falta, Juan recibe una carta envuelta en papel sepia, a veces es un paquete, siempre delicadamente envuelto, pero no con uno de esos preciosos papeles de decoraciones navideñas que se pueden comprar en las papelerías. El papel suele ser reciclado, cartón, celofán de color, papel de embalaje, eso da un poco igual. Pero siempre viene decorado por una mano precisa que dibuja algún motivo, que añade algún color, que da un toque artesanal que no lo desvirtúa sino que lo personaliza, lo hace único. Un toque que pretende decir al destinatario que no puede confundir esa carta con las otras muchas que seguro recibirá en esas fechas. Juan, cuando recibe esa carta, la reconoce al instante, y sonríe. La guarda con complicidad en el fondo de su mochila y prosigue camino ese día, como si nada extraordinario sucediese. Le espera una tarde de compras quizá. O una cena con amigos, visitas a la familia, un taxi circulando entre copos de nieve que cruza la ciudad. En medio de todas esas actividades, Juan siempre encuentra un rato de tranquilidad para abrir con cuidado la carta y leer su contenido. Los matasellos alemanes tienen una delicada línea ondulada que no borra demasiado el diseño de los sellos. Ella siempre escoge sellos especiales para ese sobre. Flores, personajes célebres, obras de arte, todo lo que sabe que a él le gusta. Dentro del envoltorio siempre hay varios folios escritos a mano, con esa escritura que siempre le pareció extremadamente pulcra, digna de una profesora como ella. Y es que desde hace más de quince años, ésta ha sido la única comunicación que Juan tiene con Kristin. Él sí le escribe con más frecuencia, incluso después de tantos años. Ella, sin embargo, siempre guarda sus respuestas para esta fecha. Como solía decir, “soy tan aburrida, nunca me pasa nada... ¿de verdad que no te aburres conmigo?”. Pero sabía que era pura ironía, que de su imaginación brotaban continuamente historias y reflexiones, esas que les mantuvieron intensamente unidos aquel año en que se conocieron siendo becarios en Bruselas. Desde el principio sabían que aquella historia iba a ser difícil, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a renunciar a ella. Los dos tenían otra vida en sus países, otro futuro, otros anhelos por los que llevaban luchando mucho tiempo. Y aquel año en Bruselas se convirtió en una inflexión del tiempo, un continuo reto por la felicidad que ambos sentían, que vivió durante aquel año, medio invisible, medio tolerada por la complicidad de los pocos amigos que lo sabían. El final de aquel año se hizo difícil, la seguridad de ambos se quebraba, y a Juan su futuro en Madrid se le escapaba. Las últimas semanas, las casualidades les hicieron imposible disfrutar de una despedida con la intimidad que los dos necesitaban. Juan desatendía sus prácticas y nadie se explicó muy bien el porqué de la repentina melancolía que le envolvió en su vuelta a España. “Si es que ese clima belga te mete la tristeza en los huesos”, le decía su madre “ya verás que rápido vas a estar contento aquí con el sol y la alegría de la gente...”. Desde entonces sólo se volvieron a ver una vez, un año después, en París, como despedida, porque se lo merecían. Y fue uno de los fines de semana más felices de la vida de Juan, pero también ella le hizo prometer que no volverían a verse. A partir de aquel año, ya sólo hubo aquellas cartas. Cartas por las que poco a poco se fue enterando de la vida de Kristin, en esa lenta periodicidad anual que dejaba tantos y tantos momentos de ensoñación el resto del año. Supo de su matrimonio y de su felicidad, del nacimiento de su hija, fotografiada para él en un retrato del que esa mirada le devoró con intensidad, mordiéndole en la certeza de que si las cosas hubiesen sido diferentes, esos ojos podrían haber sido los de su hija. Pasaron los años, y esa niña fue creciendo, como también crecían los árboles del jardín, del que casi todos los años le enviaba una foto. Con nieve o con sol, con las hojas caídas o con la hierba fresca del verano nórdico. La vida de Juan ha terminado siendo una suerte de segunda elección. Un trabajo que le gusta, pero que no le apasiona, un amor que le adora, pero con quien no termina de encontrar el ardor. Unos hijos que ninguno de los dos se atreve a tener, una vida de conveniencia con la que Juan ha terminado por conformarse. Una vida en la que las cartas navideñas de Kristin caen como ventanas hacia lo imposible, llenas de estímulos, pero cerradas con candado, imposibles de atravesar. Por ello, después de todo el tiempo pasado, Juan no se extraña de que la carta de hoy no contenga nada. Absolutamente nada. Un sobre malva, confeccionado esta vez con una especie de papel de decoración para paredes, con grandes estrellas rojas dibujadas por su mano firme. Juan se extraña, pero decide aceptarlo así. Sin embargo, no puede evitar pensar en la carta del año pasado. Lleva todo el día buscando el momento de quedarse a solas para buscarla y releerla. Ya no es como antes, que se las aprendía de memoria. Por la noche lo consigue, y la lee con atención, como queriendo encontrar algún signo que explique el significado del silencio de este año. Nada, la carta no habla mucho de ella. Le contaba con mucho detalle su viaje, el verano anterior, a Sicilia. Las ruinas, el calor, la vida mediterránea de repente descubierta. Se detenía especialmente en la descripción de una erupción del Etna que les había tocado asistir, por azar y le enviaba varias fotos tomadas por ella misma. La lava bajando, con ese increíble color fluorescente, el magnetismo del crepitar de las rocas fundiéndose, el olor a azufre, los turistas haciendo fotos, la pasmosa tranquilidad de los habitantes locales. Nada, relee palabra por palabra y no encuentra nada. Juan no sabe qué tiene que entender. Y, en su desidia, también lo olvida. Las cartas de ella finalizarán este año, aunque él no lo sabe aún. Las que él envíe le serán devueltas por desconocimiento de destinatario. Y él, de nuevo, terminará por aceptarlo sin mayores indagaciones. Es una pena que Juan haya perdido la ilusión. Alguien ilusionado no se habría conformado, y habría rebuscado con ahínco en el sobre. En el sobre, que descansa ya en el cubo de los desperdicios, en realidad, hay algo que Juan no ha visto, casi escondido en doble papel del envoltorio, cubierto de estrellas rojas. Una foto de ella, radiante, vestida de naranja, el color preferido de Juan, en el lugar favorito de ambos en Bruselas, bajo un sol de otoño que la besa y devuelve a su sonrisa una felicidad que, en realidad, hace años que no conoce.

15 de marzo de 2006

Servicio discrecional.


El vagón de metro frena lentamente y la ventana, que va dejando pasar el andén con suavidad, se detiene enmarcándote al parar. Justo frente a mí. Las puertas se abren y tú sólo puedes mirarme. Lo haces durante un instante. Ese instante en el que tienes que decidir si vas a apartar la vista y hacer como que no te has dado cuenta de quien soy o afrontar un saludo que se adivina extraño cuando menos, después de más de un año sin saber nada de ti. Optas por sonreír y acercarte. Sigues teniendo esa jodida sonrisa que me desarma, que me vuelve loco, que acompañas además (lo sigues haciendo) de esa mirada certera al fondo de los ojos, que me seduce, que me hipnotiza. Pero no quiero sonreírte, no. La última vez (y las otras también) desapareciste sin dejar rastro alguno y por más que te llamé, que te dejé mensajes, nada, era como si la tierra te hubiese tragado. En nuestros encuentros siempre jugué con desventaja, lo sé. Pero con tal de robarte una de esas sonrisas fui capaz de doblegarme a tus retorcidas "disponibilidades". Trabajo, pareja, más trabajo, citas, amigos, más amigos, zonas oscuras de tu agenda... De repente, una hora libre, un miércoles a las siete y media, comunicada en un escueto sms. Y yo rompía cualquier plan y cruzaba la ciudad para llegar a tu casa y robar esa sonrisa mientras te arrancaba la ropa sobre las sábanas en las que amabas a tu novia y (lo sé) seguro que a más amantes ocasionales como yo. Yo sabía que tras la puerta de entrada, que siempre dejabas abierta al llegar yo para que no se oyera el timbre, y los gin-tonic de los que nunca llegábamos a apurar más de dos sorbos, algo más que una sonrisa conseguía de ti. Un sexo salvaje que te descontrolaba, te deshacía en mis manos, te revolvía en violentos orgasmos en los que te abandonabas al placer sin barreras. Me encantaba mirarte, como poseído, mientras exhalaba de tu boca el éxtasis en sonidos que me gustaba respirar. Algún día incluso fui capaz de terminar la copa mientras charlábamos, después de hacer el amor. Desviabas la conversación como un buen canalla, en un laberinto de palabras que no me dejaban duda de tus únicas intenciones conmigo. Pero esa mirada me atrapaba a cada segundo, y yo no podía culparte de nada. Las citas terminaban con promesas en un corto plazo que siempre se incumplía. Pasados unos meses, de nuevo, un mensaje en el móvil me obligaba a cambiar el rumbo del día y los pensamientos de varias semanas. Hasta que aquella vez, sin que pasara nada diferente a las otras veces, se convirtió en la última. Mi vida también cambió, y el no recibir más mensajes tuyos cayó en el alivio personal más que en el olvido. De vez en cuando mi vista reparaba aún en tu nombre sobre mi agenda, y entonces mis piernas temblaban casi imperceptiblemente, pero en seguida pasaba la página y te olvidaba con la misma rapidez.
–¿Qué tal te va todo? –me preguntas
–Bien, ahora tengo pareja, desde hace tres meses, estoy muy contento– te digo –¿qué tal tú? –
– Pues todo igual, exactamente igual– recalcas.
– ¡Ah!- respondo – pero, ¿estás bien?, ¿estás contento? –
– Sí, como siempre– me dices de nuevo –Me bajo aquí, ¿tú sigues?–
– Pues... – dudo – iba hasta la siguiente, pero puedo bajarme contigo y seguir andando, así hablamos un par de minutos más– Sé que no estoy haciendo bien.
Mientras subimos ambos por las escaleras mecánicas, especialmente lentas, me miras y sonríes – hay que ver qué casualidad, ¡eh! –
– Pues sí, después de tanto tiempo pensé que no querrías saber nada de mí– te digo
–Ya sabes la vida tan complicada que tengo– aclaras.
Hemos salido de la boca del metro y caminamos juntos desde hace un minuto.
–Aquí vivo ahora– dices, y me doy cuenta que ni siquiera recuerdas que en esa casa he estado ya más de una vez. –¿quieres pasar un rato y nos tomamos una copa? – me preguntas mientras me tomas con suavidad del brazo. Yo siento que la respiración se me para. Sé que no debería. Sé que esta vez no va a ser diferente de las otras.Que, además, ahora no lo necesito ya.
– no tengo mucho tiempo, he quedado– te miento.
– Como quieras – me contestas con indiferencia, para seguidamente penetrarme con su sonrisa, con su mirada.
– Bueno, sólo una – cedo.
Abres el portal con suavidad, y me guías con paso firme a través de la oscuridad del pasillo. Casi puedo sentir ya tus dientes clavados en mi carne, tus gritos ahogados en la almohada, y el gusto amargo de la ginebra en tu boca.

14 de marzo de 2006

Pequeños desórdenes


Me gusta tener mi casa bien ordenada. Las cosas en su sitio, pues cada una tiene el suyo. Los libros colocados por orden de autores, alineados con pulcritud, igual que los compactos. Las plantas en su sitio, la ropa recogida, doblada y metida en los cajones. La cocina con aspecto de limpieza, sin restos de comida a la vista. Todo con la intención de sentir un espacio en equilibrio, capaz de transmitir serenidad. Me gusta sentirlo así, sobre todo al llegar a casa, después de estar todo el día fuera. Percibir esa impresión de refugio limpio que me transmite cierto sentimiento de perfección. Sí, el orden y el equilibrio son dos importantes criterios por los que medir la estabilidad personal. No resulta demasiado difícil mantenerlos. Se necesitan, eso sí, ciertas dosis de disciplina. La disciplina es relativamente sencilla si se redactan horarios y se tiene un mínimo cuidado para seguirlos después. Dedicar cada día media hora a recoger, y asunto resuelto. Nunca entendí a aquellos que no son capaces de mantener un mínimo de orden en el espacio donde viven. Esas casas con las revistas desordenadas esparcidas por mesas y sillones. Esos restos de desayunos o cenas en lugares insospechados. La cocina con el fregadero que siempre acumula vajilla usada, la cama sin hacer todo el día... Pequeños signos de vidas que no terminan de encontrar la armonía, que caen en el peligroso camino de la dejadez, de la indiferencia ante sus propias existencias. No, definitivamente nunca he conseguido entenderlo, y, ciertamente, me siento incómoda cuando entro en una casa así.
Comencé a preocuparme al reparar pequeños signos de desorden en casa. Pequeñas huellas, insignificantes, minúsculas pruebas de un desorden que comencé a encontrarme casi sin sospecha previa. Ropa sucia de repente acumulada en un rincón improvisado del cuarto de baño, alguna taza que comenzaba a quedar siempre en el fregadero de la cocina. Poca cosa, en realidad, pero estos hechos llamaron mi atención y me hicieron pensar en pequeños desajustes que mi vida podía estar sufriendo. Nada importante, supuse. En lo esencial, seguía teniendo una sensación global de equilibrio al llegar a casa. Es más, esos pequeños detalles, pensaba, me hacían más humano, me daban un aspecto más tierno, menos perfeccionista. En realidad no me molestaban en absoluto. Pero al cabo de algunas semanas el caos fue aumentando. Todo se inició en la cocina, donde el fregadero comenzó a estar lleno de platos, vasos y cubiertos sucios. Y era ya difícil verlo vacío. Los restos de comida abandonados con descuido empezaron a ser frecuentes en la mesa. Así como paquetes abiertos de galletas, queso o fiambre, frutos del poco tiempo en casa, de las comidas fugaces y preparadas al instante, de las incursiones entre horas para picar cualquier cosa, evidencias todo ello de una vida acelerada, que paraba poco y mal en casa. Era cierto, desde que había aparecido él, no estaba mucho en casa. El tiempo se esfumaba entre actividades durante el día y visitas nocturnas que dejaban camas sin deshacer, y cambios de ropa atropellados antes de ir a la oficina. De todas formas, también el dormitorio comenzó a sufrir aquel descuido que nació en la cocina y aquella cama pasó a quedar siempre sin hacer. Los pocos ratos que pasaba en casa, no me apetecía ordenar ni limpiar, prefería descansar y fantasear un poco con el pasado y futuro próximos. Entornaba las puertas y conseguía relajarme en el salón que, afortunadamente, conseguía mantener en un milagroso orden. A aquella altura ya no me importaba. Encontraba excitante meterme en una cama sin hacer uno o varios días. El estado de la casa era un poco el de mi mente, y me gustaba verlos así, parecerse en un pequeño caos que me reconfortaba, que era nuevo para mí, que me iluminaba la vida, que borraba lo neutro de los días sin más intenciones que mantener la casa en orden... Ciertamente, el modo de ver las cosas puede cambiar más deprisa de lo que uno piensa. Pero el caos, por supuesto, también llegó al salón. Es cierto que yo ya casi no pasaba por casa, ni siquiera dormía muchos días allí. Así, transformada en un lugar de paso, también mi vida en realidad se había convertido un espacio de paso, un lugar provisional, como provisionales eran, en cierto modo, mis emociones.
Pero una tarde, al llegar a casa, sentí el desorden desmoronarse en mi interior. Buscaba un libro que sabía que había dejado encima del sofá. Varios objetos se acumulaban allí y, al tomar el libro, cayeron estrepitosamente en el suelo, produciendo un ruido seco que hizo eco en mi interior. Me agaché a recoger las cosas y, al levantar de nuevo la vista, el caos me asaltó por completo. Me sentí invadida por una necesidad acuciante de recogerlo todo, de poner un orden lógico a todo lo esparcido aquí y allí, de eliminar cada molécula de suciedad, de limpiar cada centímetro cuadrado de superficie. No dudé demasiado en hacerlo, fue un acto casi reflejo en el que mi cuerpo secundaba a mi anestesiada mente en un frenético ir y venir de fregona, bayeta, plumero, guantes, bolsas de basura y limpiagrasas. Recuerdo el último gesto, de alisar las arrugas de la sábanas nuevas recién cambiadas. El olor del suavizante se desprendía y me envolvía. Me senté, y una lágrima corrió por mi mejilla. Sabía que era el fin irremediable del desorden.

13 de marzo de 2006

El instante del chocolate

Tardes naranjas he vivido, y soles que se detenían al antojo de dos voluntades. Mares eclipsados por el rozar de la piel, que en su frío romper de arena, hacían crujir la sangre tibia amontonada en las venas.
Los segundos de sal no existen, sólo el aire verde de la frontera, la voz roja de las horas plegados al sexo. Guardadas en un arca invisible, se devoran a sí mismas en una inexistencia eterna que huele a océano. Entonces llega la mano de la memoria, y llega la piel, y hacen despegar los olores de su abandono. Y la existencia de las noches no vividas se hace camino de lunas torcidas, sonrisa hueca de un reino que, sin embargo, sí existe. Existe en un segundo, en media tarde, en el instante del chocolate. Y sin ser suficiente, es ya infinito.

Sobre la perfección.

No hay nada más real que una mirada certera, que una caricia sentida, que un sonido susurrado al oído, rompiendo la tarde en un huracán que disipe las barreras y desnude la profunda intimidad. Y entonces, las demás realidades, ante la esencia de lo físico como transmisor de lo intangible, como única verdad, se entierran en un olvido subterráneo y necesario. La perfección es posible, aunque no siempre alcanzable. Cosas del azar, y también, por qué no decirlo, de una especial predisposición para bucear sin miedos en las corrientes profundas del océano, esas que arrastran sin piedad, pero que nos trasladan a esos mundos cuya existencia sólo existe para los que se dejaron arrastrar hasta el final.
El miedo intenso que me asalta para llegar a ser yo, me refugia a veces entre las algas, en huecos de roca húmeda desde los que camuflar las escamas, ofrecer el reflejo de su mirada caleidoscópica y esconder bajo él la intensa verdad de un niño que se ruboriza con los atardeceres. Sólo el que ha llegado al fondo de alguien sabe con certeza que lo ha hecho. Y en ese minúsculo jardín reservado, existe un Schubert inocente que juega con luz y a veces con sombras de infinita melancolía, que dibujan con trazo firme la materia de la vida, del sentimiento de la existencia minúscula frente al universo, de la alegría y de la extrañeza, del refugio en la sonrisa como antídoto del asalto de la vida en su rareza. Sólo en ese jardín nace el amor como violento despertar, como esencia salvadora de la mediocridad humana, como libertad que siempre se impone. Y en él, la presencia de seres aturdidos que sienten ser sueño de un dios por un instante, la piel desmedida, agua; las manos, hueco; el hueco, aliento; el aliento, vida; la vida, éxtasis. Como decía Lope, “esto es amor: quien lo probó, lo sabe”. Y en una tarde de primavera adelantada, de repente, lo supe. Lo supe sabiéndolo ya. Y la perfección fue posible y alcanzable.

9 de marzo de 2006

Grito Telúrico

Mercedes Peón

Anoche salió a escena, vestida de un negro rasgado de veleidades y de botas altas, imponentes, que blindaban ese aspecto frágil de su mirada, de su complexión estrecha... Casi como si de una amiga se tratase, charlando en la esquina de la máquina del café o en un sofá de cualquier salón, nos hablaba con nerviosismo, con un retorcimiento de palabras fruto de que su idioma de uso diario es el gallego y no el castellano. Su aparente debilidad se transforma cuando saca de ese pecho de aparente vulnerabilidad, los gritos extraidos de la música popular más ancestral, esa que nunca ha tenido demasiado eco comercial, esa que lleva ella recogiendo por aldeas de la Galicia profunda desde hace 20 años. Esos gritos que ella ha hecho evolucionar en un ejercicio de creación de altísimo valor, fusionándolos con otras músicas y creando letras diferentes, a veces deconstruídas como puzles, pero siempre con acentos de alto voltaje, que brillan aún más cuando, desde el micrófono, nos las traduce desde sus ojos brillantes y emocionados. Me cuenta mi familia, que esta chica, ahí donde la vemos, presentaba el programa de televisión más "retro" de la TVG. Uno, casi de evocación franquista, en el que sacaban a tocar a las bandas de gaitas de los pueblos, con esa puesta en escena que todos podemos imaginar. Ella, pelo largo y lacio, vestida de falda larga y chaquetas de punto, nos acercaba a ese mundo rural. Hasta que un día, la metamorfosis se produjo, y Mercedes se reinventó a sí misma, creando un look de negros ultramodernos, camisetas ajustadas de Dolce & Gabbana, pelo al cero, y un azadón de madera a la espalda con el que marcar el ritmo ternario de la música tradicional que nos sorprendía transformando en algo nuevo, reflejo de una modernidad que en la que Galicia vibra, pero que me temo que nunca ha sabido proyectar. Ayer nos dejaba alucinados con su voz potente, telúrica (como rezaba el programa de mano) y sus ritmos de pandero e hierro. Incluso piedras usó para marcar el ritmo... Ella es una gran creadora, y lo demostró ayer, con salvaje puesta en escena y dulzura en las palabras que nos dedicó. El publico, demasiado frío en sus butacas, termino, en parte, levantado y alzando brazos para trazar ecos de muñeira imaginaria en el aire, muñeira punk que aún resuena en mis oídos. Gracias, Mercedes, gracias por existir.

8 de marzo de 2006

Mujeres


A mí no me gusta decir que es el día de la mujer trabajadora. Ni siquiera como medida de discriminación positiva (desde donde sí que es posible que tenga más sentido). A mí me gusta decir que hoy es el día de la mujer. La mujer a secas, que sin embargo, ya es mucho decir. Pienso en todas las mujeres importantes de mi vida, desde mi madre hasta mis mejores amigas, de todas las edades las tengo, de todas las generaciones. Algo hay, pienso, que tienen en común. Quizá el inconformismo. Inconformismo con la forma de desarrollar el papel que la vida les ha otorgado. La fuerza y la decisión para plantear otras formas de hacer y de sentir. Para mí este día es importante, y me gustaría que al menos sirviese de ocasión para que cada uno mirase a las mujeres de su alrededor, y pensase con sinceridad si, con pequeños gestos, con pequeñas realidades, no está de alguna manera sutil y ciega, manteniendo una realidad en la que se niega una dignidad de género que la historia, la cultura ancestral, han planteado en tantos ámbitos. Lo considero un ejercicio absolutamente necesario, como lo es el de las propias mujeres de luchar contra la inercia que en muchos casos las lleva a fomentar incoscientemente esas situaciones, desde una serie de valores que hasta podrían caber debajo del paraguas feminista, pero que no ayudan de hecho a la igualdad.
Las mujeres para mí constituyen el gérmen de la visión humanista de las cosas. Su natural o cultural (en el fondo y a efectos prácticos lo mismo da) inclinación hacia el hecho sentimental, ordena el mundo en torno a un eje más evolucionado que aquel de la razón pura. Y creo que los hombres tenemos mucho que aprender de eso. Mucho que asimilar, mucho que educar nuestra forma de ver las cosas. La visión simplista del mundo, en gran parte, la ha impuesto el carácter masculino, a través del poder y el dominio, estableciendo una mirada "obligatoria" del mundo en la que está implícita la negativa a dejarse desarrollar como personas desde otras maneras de entender. Miradas estas otras que la mujer sí ha tomado. Desde pequeños gestos, como ese de mi madre que recuerdo nítido, luchando en casa contra mi padre para sugerir a sus hijos el hábito de la lectura o del cine desde la libertad, me emociono hoy de tener a mi lado a esas mujeres especiales sin las cuales la vida no sería la misma, sería más oscura sin duda.
Esta noche, para celebrarlo, un concierto que espero con ilusión desde hace días. El de Rim Bana con Mercedes Peón. La palestina la conozco poco, pero la sé llena de poesía. La gallega sí la conozco y la admiro. Proyectando lo más ancestral de Galicia, pero transformándolo en algo de una modernidad abrumadora, con un mensaje puro y contundente, lleno de justicia, humano. La pluralidad, la multiculturalidad, espero, harán poco a poco el trabajo de contagiarnos a todos de otras formas de ver la vida, como trampolín de la reflexión personal ante la vida. Lo necesitamos.

6 de marzo de 2006

Gin and tonic para olvidar.

Me gusta seducir, pienso, mientras acaricio con suavidad el borde de mi copa de gin-tonic. Me gusta saber que aquel que se me antoja, puede ser mío. Que si me acerco y le susurro un par de frases al oído, y lo miro con cierta concupiscencia, lo tendré en el bote. Y hará lo que yo quiera. Me gusta tener lo que quiero al alcance de la mano. Ser atractivo, lo sé, es toda una suerte. Lo sé desde siempre, y lo he usado con absoluta conciencia para obtener lo que he querido, sobrepasando en más de una ocasión el límite de la ética y del respeto. Otros, pienso, usan otras formas de egoísmo, de desprecio por los demás. Yo uso ésta. Aprovecho los cuerpos, las compañías, porque me es sencillo hacerlo, no me ocasiona ningún esfuerzo. Luego desecho las personas que llevan dentro.
Ahora mismo, estoy viendo en el fondo de la barra dos que me están apeteciendo. Ambos me han mirado. Es más, lo siguen haciendo, disimuladamente, cada minuto o menos, dejan caer sus ojos de deseo sobre mí... Y yo me dejo sonreír, como asintiendo, pero al mismo tiempo, con aire de indiferencia. Prefiero ser yo el que escoja. Me dirijo al primero, despacio, hasta colocarme a su lado, pero no le miro. Él se acerca un poco más y me dice algo. Le sonrío y le respondo. Iniciamos una conversación en la que él no tarda en intentar un acercamiento físico, de sus labios a los míos. El otro chico, que sigue mirándome de vez en cuando, se gira finalmente y desaparece en la masa de gente que baila en la pista. Tiene algo ese chico, sin ser guapo, tiene algo, pienso. Pero me dedico al primero, que ya me mira con esos ojos que sé que quieren decir que me dirá que sí a lo que yo quiera... Así que mientras hablamos voy acercando poco a poco mi boca a su oído, hasta que al hablar casi le toco con la lengua el lóbulo. Mi aliento, estoy seguro, le acaricia y le pone caliente. Y eso me excita. Así que intento un definitivo tour de force, y le muerdo levemente para, acto seguido, levantarme y dirigir mis pasos hacia el baño. Está bueno, pienso, pero no me apetece meterlo en mi cama, no esta noche al menos. Así que entro en los aseos, mirando sólo una vez antes de traspasar la puerta, para comprobar lo que ya sé con seguridad, que me está siguiendo. Ya en el baño dejo que me bese, que me toque, que se excite. Dejo incluso que me empuje hacia una cabina y allí me desabroche la camisa. Yo le beso con deseo intencionado, sabe dulce esta boca. Y aprieto con fuerza sus glúteos, que son agradables, firmes, suaves al tacto cuando deslizo mis dedos debajo del pantalón. Él no duda mucho en bajar con su lengua por mi pecho y saborear mi sexo con ansia, con un ansia feroz que me hace eyacular con firmeza dentro de su boca, mientras agarro con ganas sus cabellos entre mis dedos. La cosa termina bruscamente, él que se limpia la boca con rapidez, usando papel higiénico, y que intenta cruzar un par de frases más, pero yo le corto con sequedad y salgo del baño con prisa, mientras me ajusto la bragueta. No me ha gustado mucho, pienso. Se me ha dormido un pie y salgo con dificultad por el pasillo. No me apetece seguir aquí, pienso. Pero me apetece otro gin-tonic. Sí, me apetece sentir ese sabor entre amargo y refrescante del líquido cayendo por la garganta, como anestesia del vacío de la noche. Sí, me digo, uno más y me marcho. Mientras me sirven la copa vuelvo a mirar hacia la pista, donde sigue la música ochentera, que parece entusiasmar a la gente. Sí, a mí también, desde la barra muevo discretamente mis caderas al ritmo de lo que se escucha... Parece que todo el local está, por un instante, en sintonía. Buen rollo, sí. Y, de repente, entre la masa de personas que bailan al unísono, surge él de nuevo. El otro chico, como una aparición. No, no es guapo, pero tiene algo... Una mirada profunda, que mantiene sin temor. No sé qué es, pero me gusta. Se mueve bien, con estilo. Transmite cierto equilibrio. Se nota que tiene gusto, que camina sin buscar que lo miren (al contrario que la mayoría en estos sitios) Creo que no se ha dado cuenta que sigo aquí. Se dirige a la puerta. Y sí, al pasar junto a mí me mira. Me mira y me sonríe... Yo le respondo la sonrisa, pero él se aleja de todas formas. Parece que se va. No sé por qué, pero siento el impulso de seguirle... Normalmente no sigo impulsos, prefiero sentir que lo que hago está pensado y decidido racionalmente. Pero algo hay en ese chico que me hace actuar impulsivamente, así que dejo el gin-tonic en la barra y salgo detrás de él, que desciende ya la calle. Corro hasta alcanzarle y le saludo. Él me responde con un breve “hola” al que acompaña de una sonrisa... “¿Te vas ya?” le pregunto. “Sí, estoy ya cansado, tengo sueño” me responde sin dejar de caminar. “He visto cómo me mirabas antes”, le increpo con una mirada entre deseosa e irónica. “Sí”, me responde, “pero ya me di cuenta que no me ibas a dar bola ninguna”. “¿Y qué te hizo pensar eso?” le digo. A lo cual, con una media sonrisa, me lanza una mirada que lo dice todo y que, a la vez, me deja claro que no estoy jugando con ningún principiante. Yo no estoy acostumbrado a que se dirijan a mí (y, sobre todo, con respecto a mí) con tanta seguridad, así que de repente me siento algo desubicado. La verdad es que me apetece que se quede conmigo, llevármelo de allí, quedarnos juntos. Pero no, no parece nada fácil. Sigo insistiendo, sin que parezca que me importa mucho, y al final consigo que me pase su número de móvil. Él, sin embargo, se marcha a su casa a dormir, y parece que no hay más que hacer.
Han pasado unos días y lo he llamado. Se ha mostrado muy amable conmigo. Creo que le ha gustado oírme. Quedamos en vernos, la cosa va a salir bien...
* * *

Desde que nos conocimos aquella madrugada no puedo dejar de pensar en él. Mi vida transcurre con la normalidad de antes, pero debajo del pensamiento cotidiano está él, su mirada, su voz, susurrando sin yo poder impedirlo. Tan sólo dejo pasar esas sensaciones, esos recuerdos, como si no formasen parte de mi vida, mezclándolos con los sueños, con las fantasías, pero sin darle ninguna concesión al hecho de que aquello fue verdad, lo sintió mi piel y lo sintió mi sexo. Es más fácil así. Aquella primera noche no pasó nada, pero después sí que quiso saber de mí. Desde el principio supe que él había descubierto el egoísta que soy, y aún así, no quise ver que entendía perfectamente lo que ello significaba. Por primera vez había roto alguien las reglas de mi juego, y eso me seducía, me excitaba. Así que quería conocerlo. Detrás de ese rostro normal y de esos modos que siempre me parecieron elegantes, comenzó a fascinarme su naturalidad a la hora de mostrarse impertérrito ante mis palabras, que casi siempre intentaban retarlo. Poco a poco tuve que ir abandonando mis armas para dejar que saliera mi verdadero yo, que ansiaba conocerle... Después de un par de noches tomando cervezas y charlando, conseguí llevarlo a casa. Se dejó desnudar lentamente. En sus labios descubrí todo un pozo de placer y sensualidad en el que me hundí con ansia y rapidez. Creo que se entregó con bastante sinceridad. Al menos así lo sentí yo. Y también se dejó acariciar una vez nos corrimos los dos, en un masaje mutuo que nos sumió en un profundo sueño. Mientras llegábamos a él yo rogaba por que no se levantase y decidiese partir. Necesitaba rodear su cuerpo con mis brazos y dejarme llevar... Cuando desperté, sin embargo, ya no estaba allí. Nada, las sábanas vacías y ni una nota, ni un signo, nada... En los días siguientes tampoco contestó al teléfono. Ni a los mensajes que le dejé. Lo último que recuerdo de él es su mano sobre mi cadera, acariciándome suavemente mientras el amanecer se asomaba en la ventana. El sueño borró todo lo que vino después. La ansiedad de los días siguientes se fue necesariamente diluyendo, pues el silencio que siguió fue seco y contundente. No apareció más por aquel bar donde le conocí. Tampoco por aquellos otros a los que fuimos. Comencé a olvidarlo poco a poco. Una pena, me repetía, para una vez que de verdad me gusta alguien. En mi memoria, desde su rincón de amargura, su sonrisa se dibuja de vez en cuando en la noche. E inevitablemente, sigo acudiendo a los gin-tonics para ahogarme en ese sabor refrescante que raspa el paladar y también para tratar de alejar esa sensación, que ciertamente me desestabilizaba.
Esta noche, mientras saboreaba uno, lo he visto de nuevo. Camina con mucha menos seguridad de lo que yo recordaba. Ha entrado en el bar de la mano de otro chico. No, otro chico no. En seguida le reconozco. Es el chico del episodio del baño del mismo día que le conocí. Una mirada que le ha dirigido me ha bastado para saber que están juntos. Que ya lo estaban aquel día. No me han visto. Mientras uno se aleja para saludar a alguien, él se ha quedado apoyado en la pared, inquieto, casi indefenso. Se muerde las uñas con avidez. Mira con intensidad al otro, que al cabo de un par de minutos le hace un gesto. Entonces, mientras se dispone a abandonar el local, su mirada cae accidentalmente sobre mí. Y me reconoce, lo sé. Me mira tan sólo un instante, lo suficiente. Pero yo no puedo sostenerle la mirada, quiero más que nunca ahogarme en el vaso de ginebra, sumirme y nadar en él. Ahora sé que nunca puede ser mío, nunca. Así que me dirijo veloz a la pista, embriagado de alcohol y dolor, dispuesto a encontrar un cuerpo en el que vaciar mi necesidad de piel, mi necesidad de amar y abandonar después, herido como un lobo.

3 de marzo de 2006

La ragazza con la valigia


Caludia Cardinale

La película de Valerio Zurlini ha vuelto a mi con la misma violencia con la que la vi hace años en el cine Doré. La sensación de haber estado expuesto a una sesión de especial belleza humana queda siempre en mi boca cuando termina. Inmersos en el final de la edad de oro del cine Italiano, la chica con la maleta nos introduce en el difícil mundo de la incomprensión en la adolescencia. De la intensidad de las primeras decepciones, del desconcierto profundo del amor, del vértigo de la vida, y de ese difícil camino del encuentro entre mundos opuestos que se atraen. La primera escena de esta bellísima película nos deja ver un tren que pasa al lado de una carretera, para a continuación dejarnos ver acercarse, desde el horizonte por el que ese mismo tren ha desaparecido, un elegante vehículo deportivo que al llegar a nosotros se detiene. De él baja Claudia Cardinale, con una falda de amplio vuelo, una camiseta ajustada de cuello abierto hasta los hombros, puro años "50". En 1 minuto de metraje, Zurlini ya nos está diciendo que esta historia nos habla de viajes y de sensualidad. La inocencia que en seguida se desprende de la Cardinale, está envuelta en esa profunda carnalidad de mujer italiana, deseable, redonda de formas, absolutamente glamourosa. La película nos irá descubriendo a una cupletista un poco de vuelta de la vida, pero enamoradiza y muy crédula, que termina en los brazos de cualquier hombre atractivo que le de cariño y le prometa una pizca de otra vida. El magnetismo de Claudia (Aida en la película) nos irá seduciendo en su ternura, su estilo disperso, desenfadado, su tierna inocencia a la vez que su melancolía. Jaques Perrin está estupendo en el papel de un convincente Lorenzo, hermano del último seductor de Aida, a quien ha dejado plantada tras aburrirse de ella. Lorenzo, adolescente hijo de una adinerada familia de Parma no sabe aún nada de la vida. Escucha la historia de Aida y sentirá una profunda compasión hacia ella, al mismo tiempo que una severa censura hacia el comportamiento de su hermano. Pero súbitamente va naciendo también en él una irremediable atracción hacia Aida, que nunca se verá correspondida como él desea. La desigualdad de la relación los embarca en un viaje en el que Aida arrastrará a Lorenzo a un mundo de desencuentros y de amarguras, de frustraciones, de heridas propias y compartidas. En el fondo, la juventud de ambos los une en la curiosidad por la vida, por las experiencias, por la intensidad, por las búsquedas, pero llegarán a un nudo de sentimientos que terminará mal. La película nos deslumbra en su mirada sutil y que destaca la inmensa belleza física de los actores, de ciudad de Parma... Todo está cuidado para resultar bello, pero desde una melancolía muy especial. Zurlini era un experto en Arte y ciertamente se recrea en las escenas para iluminarlo con gran habilidad, con un equilibrio profundamente clásico entre lo sencillo y lo abigarrado. Belleza y melancolía, escenario perfecto para Aida y Lorenzo, que nos brindan escenas inolvidables llenas de gestos, de miradas, de silencios, que Zurlini nos retrata con unos encuadres quizá irreales, pero que nos descarnan aún más los sentimientos descontrolados de estos dos adolescentes insatisfechos con una vida que se les revela con incipiente amargura.
Y más allá de la historia, la película de Zurlini, además, nos envuelve de blanco y negro, de música italiana, de ópera, de arte, de sensualidad, de glamour, y me hace pensar en todas esas películas que de adolescente vi, y que me subyugaban porque me hundían en esa vida de los demás, en esas historias donde un simple paseo, una simple conversación, un simple desayuno compartido (como la brioche que se toman Lorenzo y Aida en la pensión de ella) se convierte en algo deseable, porque nos provoca esa fascinación de la vida de los otros. Fascinación que a veces es una barrera para poder sentir la vida propia con intensidad, porque en nuestra vida, vayamos a donde vayamos, siempre cargamos con nuestra propia insatisfacción, diluida en sueños y expectativas, pero que se instala con amplitud, desde dentro. Así, el magnetismo del cine nos engancha en esa contemplación observadora de la vida de los otros, con sus grandezas, pero también donde las insatisfacciones son sólo observadas, reconocidas, identificadas con las nuestras, pero en realidad no sentidas. Y esa mirada ajena que se hace propia nos engancha en un placer que dibuja vidas e historias, literatura hecha imagen, reflexión continua sobra la vida, inconformismo con la visión predominante, sueños con los que dibujar el camino. Los amantes del cine me entenderán bien ¿no? Después llega la vida y lo desbarata todo, pero... siempre nos queda el cine.
La ragazza conla valigia, Valerio Zurlini, Italia, 1961