21 de enero de 2014

Claudio Abbado, el valor de la música.



No puedo dejar de pensar en él desde que ayer supe que nos había dejado Claudio Abbado. Las nuevas tecnologías han hecho que lo supiera cuando aún no lo había recogido prácticamente ningún periódico ni se habían hecho eco las redes sociales. Hoy en día todo se comparte al instante, así que este vacío repentino en soledad me golpeó con especial amargura.
Claudio lleva atrayendo mi mirada desde siempre a través de las portadas de discos y cd’s. Ya en mi adolescencia, cuando Bernstein y Karajan se disputaban el puesto de número uno, Claudio estaba ahí, también en ese olimpo privilegiado del que pareció ser heredero cuando el gran Herbert falleció y los miembros de la Filarmónica de Berlín decidieron por unanimidad que debía ser él quien le sustituyera. Hasta aquí todo normal… Dentro de la “normalidad” de la élite de los directores de orquesta. Sin embargo, en Claudio había algo extraordinario que he ido descubriendo a lo largo de los años, algo que le diferencia de la saga de Toscaninis, Von Bulows y Furtwanglers que le habían precedido. Todos ellos fueron insustituibles y sus formas de dirigir dibujaron cimas aún hoy no superadas. Pero con Claudio llegó la humanidad y la cercanía a ese rígido paraíso de la primera división de la música clásica. Es algo que comparte con más profesionales de su generación, que quizá venía con los tiempos, que incluso se puede discutir que Leonard Bernstein ya lo comenzó a practicar, pero que él asumió como tarea principal e hizo de ella un arma con la que lleva luchando toda su vida. Sin abandonar el rigor, la profundidad intelectual ni la grandeza de miras, Claudio supo despojarse de ese aurea de arrogancia y elitismo del pasado para acercar la música a todos, desde una mirada cercana, apasionada y directa. Porque siempre situó en primer lugar la música en sí y no cualquier otro criterio. La música como instrumento esencial del hombre, como herramienta para el desarrollo humano y para hacernos mejores. La música como bálsamo y refugio, la música como transformadora de la sociedad, como vehículo inspirador de la solidaridad y de la belleza. 


Su compromiso con esta causa ha sido firme, desde su juventud, apostando por los jóvenes compositores y sacando la música clásica de las salas de conciertos y llevándola a fábricas o a colegios, o a la misma calle. Y hasta la actualidad, con la creación de orquestas de jóvenes promesas y su esfuerzo por demostrar que con una adecuada disciplina y compromiso pueden interpretar la música con la misma calidad que las más veteranas orquestas del mundo. Un compromiso que ha incluso reforzado desde la aparición del cáncer que le mantuvo alejado de los escenarios una época y con el que ha convivido hasta su muerte, sin dejar de trabajar dirigiendo y promoviendo la música. En estos años ha sido impagable su labor de impulso, entre otros,  al sistema de orquestas de Venezuela, que es uno de los proyectos de desarrollo humano más esperanzadores del último siglo.
Por todo ello Claudio es el baluarte de una nueva generación de músicos comprometidos con la música, pero también con su valor y su potencial en la consecución de un mundo mejor. Malos tiempos para luchar por la música, y de muestra la desaparición, tan solo unos días antes de su fallecimiento, de la última orquesta de jóvenes que fundó, la Mozart de Bolonia, con la que tan excelentes grabaciones y conciertos ha producido en los últimos años. Desaparición a la que no han sabido poner remedio ni autoridades ni mecenas ni responsables culturales de una Italia que no deja de ser el espejo de una Europa en franca decadencia cultural y humana.
En cuanto a su visión como director de orquesta, creo que el recorrido de Claudio ha sido extraordinario, tanto como para haberse convertido en el director más completo y excepcional del siglo, con una visión de la música llena de vida y de belleza, de significado y de coherencia. Una manera de interpretar que se ha ido enriqueciendo en su larga trayectoria profesional, desde aquel joven rutilante y lleno de potencia que nos embriagaba con su gesto apasionado, que nos traducía la música con una fuerza y un arrebato extraordinarios, pero sin caer en el exceso ni en la banalidad. De esa época son sus inigualables lecturas de Tchaikovski, Mussorgski, Prokofiev o sus increíbles versiones verdianas con la orquesta del Teatro Alla Scala. Y es que en su rol de director de ópera consiguió que Verdi sonara como nunca antes, y grabaciones de aquella época como las del Simon Boccanegra o Macbeth aún no hayan sido superadas. No fueron las únicas, pues con autores tan dispares como Rossini o Alban Berg también realizó notables versiones, algunas de ellas absolutamente referenciales hoy en día.

No podemos olvidar tampoco sus versiones de los ciclos sinfónicos de Beethoven, Brahms o Mahler de los años 90, verdaderas joyas de claridad de visión, coherencia y emoción. Fue por aquella altura cuando le vi por primera vez, dirigiendo a la Filarmónica de Viena, con la sinfonía Titán de Mahler. Yo, pobre, adolescente melómano que de repente se daba de bruces con un momento musical impagable, del que recuerdo sobre todo la intensidad y la magia que brotaba de aquella orquesta de sueño, pero también la energía y la contundencia de aquel director, elegante y expresivo.


Luego vino la enfermedad, y todos nos temimos lo peor. Pero la fuerza de Claudio estaba en su amor por la música, sin la que no sabía vivir, porque la amaba infinitamente, y fue ello lo que le dio fuerzas para volver, transformado en un director de una visión transcendental, honda y de una intensa espiritualidad, reduciendo su repertorio y sus apariciones a aquello que más le llenaba. Fue el renacer de un grandísimo director de orquesta que se transformó en casi un dios, del que se ha llegado a decir que no dirigía, sino que se aparecía. Su sabiduría y su exquisito sentido de la belleza nos han regalado una década más de versiones inigualables como por ejemplo La Flauta Mágica de Mozart, Fidelo de Beethoven o las sinfonías de Mahler, del que en estos últimos años se ha convertido en una referencia absoluta. Sus conciertos se habían convertido en acontecimientos, porque eran una garantía de experiencia trascendente y llena de emoción y belleza. En esa excelencia de su oficio, en esa humanidad poderosa quiero recordarle, como en ocasión del último concierto de él que presencié, hace unos años, interpretando ese grandioso edificio sonoro que es la novena sinfonía de Mahler, con sus músicos amigos de la orquesta del festival de Lucerna, en una velada que jamás podré olvidar porque no creo que vuelva a escuchar nunca algo semejante.

 Ese final que va deshaciéndose poco a poco, pero que no pierde la intensidad ni el asombro, ante un músico para el que la música lo es todo, que a pesar de luchar contra una enfermedad tan severa, mantiene la fuerza y esa sonrisa suya llena de humanidad, ese gesto cercano y esa mirada como de quien ve todo por primera vez. Aquellos minutos de silencio ante el estupor, y aquel aplauso posterior, entregado y pasional, como lo era él. Porque nos ha dejado un grandísimo músico, pero también un grandísimo ser humano, sin el que este mundo habría sido peor. Ojalá que su espíritu siga vivo y que muchos otros recojan su legado.

Seguirás para siempre con nosotros, Claudio. 


28 de mayo de 2013

Después de la tormenta.


La arena del parque crujía extrañamente bajo sus pies después de la intensa lluvia. Era un sonido incómodo al que, sin embargo, en un par de minutos se volvió adicta, intentando pisar sobre todo en aquellas zonas donde la consistencia del suelo le parecía decir que el sonido podría ser más redondo.
Después de la tormenta comenzaban a escucharse los primeros pájaros y volvía a imponerse sobre todos los demás ruidos el del viento moviendo las ramas más altas de los enormes plátanos, que apenas dejaban entrever entre la maraña de hojas recién estrenadas, la carrera de nubes color gris oscuro allá en lo alto.
Nadie hubiese sospechado que en aquel momento sus pasos eran seguidos de cerca por alguien. Y menos que aquella persecución no fuese casual o arbitraria.
Aquellos otros pies caminaban sobre la hierba, con suavidad, sin provocar ningún sonido y con cierta cautela, refugiados en el anonimato del vacío que invadía casi todos los caminos del parque. Así fueron cruzando en diagonal casi toda su extensión, como un cuerpo y una sombra que caminase a cierta distancia de su dueño.
Cuando salió del recinto por la puerta norte, pensó que no se había cruzado con nadie, seguramente a causa del pésimo tiempo que hacía aquella tarde. Su seguidor se detuvo en uno de los últimos árboles antes de abandonar el parque, como temeroso de que la ciudad pudiese hacerle algún mal. La observó hasta que desapareció de su campo visual. Después volvió sobre sus pasos, hasta el otro extremo del parque, y, entonces sí, salió y cruzo la amplia avenida para entrar con rapidez en una parada de metro y regresar a casa. Si llegaba antes que él, le diría que había salido a comprar paracetamol a la farmacia. Por la mañana había mencionado que le dolía un poco la cabeza.
Pero ella no regresó.

14 de noviembre de 2012

Recuperando.

Recupero hoy aquí el único relato mío que ha visto la luz en una revista literaria, de la mano de mi amigo Un Extraño en MD.
Aunque el texto está en alguna entrada anterior de este blog, hace años ya, publico de nuevo la versión corregida que apareció en la revista literaria alex_lootz, hoy lamentablemente desaparecida.

Gracias, Iñaki, como siempre, por tus ánimos con mis escarceos literarios.



DULCE ANESTESIA



Carmen saca un poco la mano fuera de la ventanilla del coche para dejar correr la brisa entre sus dedos. Necesita aire. También su vida necesita aire nuevo, fresco, que renueve muchas cosas. Mientras Pedro conduce hacia la sierra, ambos son conscientes de que planificar un viaje para crear un punto de inflexión en la monotonía de su relación les impone también una exigencia que ninguno de los dos sabe si estará dispuesto a asumir. Por eso ambos callan. Callan y dejan pasar el paisaje casi sin mirar, ensimismados en sus pensamientos, como hacen a diario, pasando de largo por los paisajes de su día a día. Carmen, cansada de esperar que Pedro se implique mas en la relación, cada día se centra mas en su clase de Pilates, en su grupo de amigas cinéfilas y en Mario, con el que ha vuelto a tener hace poco un par de escarceos. Pedro, aburrido de la vida domestica, hace cada vez más horas extras para poder evadirse de casa, porque le asfixia estar toda la tarde con Carmen, planificando la compra o haciendo planes para esa interminable obra de reforma en la cocina. Así, cuando están juntos y no hay mas actividades a las que enfrentarse, terminan cada uno en un sillón, con un libro en la mano, o viendo la televisión, mirando a veces de soslayo al otro, pero incapaces de dirigirse ya una palabra que implique comunicación. Tal y como ahora se miran, de manera esquiva, evitándose en el fondo. Evitando palabras, evitando preguntas difíciles.

Carmen pone música, y Pedro se alegra, porque justo tenía ganas de escuchar esas canciones en ese momento. Y Carmen sonríe. Los arboles parecen dibujar la música a ambos lados de la autopista, y ambos piensan, con sinceridad, que su relación siempre tuvo algo de especial, de esa magia del azar que desde que se conocieron les persigue y les hace pasar buenos momentos, de esos que no comparten con nadie mas. Momentos que lamentablemente olvidan en su día a día, pero que en el fondo les cuesta poco recuperar.

Cuando llegan al hotel, uno de esos nuevos hoteles de diseño construidos en ciudades de provincia, ambos salen eufóricos del coche, animados por el impulso de la música. Y se dirigen a la recepción, con el pensamiento de que ese inicio sin dudas les va a deparar resultados muy especiales. Cuando el recepcionista les entrega la llave, Carmen repara en que Pedro lleva varios segundos con su mirada detenida en el botones. Ella también se fija, con cierta curiosidad. El chico no esta nada mal, y el uniforme atrevido y vanguardista que lleva, seguramente diseñado por algún modista conocido, le sienta a la perfección. Suben a su habitación en el cuarto piso. El ascensor es lo suficientemente grande para que nadie dude de que caben los tres, pero adecuadamente pequeño para que la estrechez de las distancias cree cierta sensación de ruptura de la intimidad.  En el, la sonrisa del chico se ha clavado incisivamente en retinas y espejos. Carmen se siente a gusto. Pedro también.

La habitación es preciosa, y Carmen siente nada mas entrar unas ganas enormes de usar el baño, cosa que hace con la rapidez y la curiosidad de una niña traviesa. Si, realmente el baño es el mejor rincón de la habitación. De curvas provocadoras y colores tenues, esta equipada con sales y velas, y resulta ideal para tomar un baño caliente. Así que antes de volver al dormitorio para buscar su bolsa de aseo, Carmen se preocupa de dejar abierto el grifo a una temperatura tibia, casi caliente.

Pedro ha desaparecido, y cuando se acerca a la puerta a mirar en el pasillo, casi se tropieza con el, que entra de nuevo en la habitación.

- La propina, nos habíamos olvidado de la propina-

Pero Carmen solo piensa en el baño caliente de sales que les espera. Sin dudarlo, se desnuda en un instante, y corre a la bañera sinuosa, en la que ya se levanta con abundancia la perfumada espuma. Dentro de esa bañera todo parece diferente. La luz, las miradas, incluso las palabras de uno y otro tienen un eco distinto. Ambos creen que el viaje si comienza a producir un cierto efecto de cambio en los dos. Y así, su particular teoría del azar comienza a desplegarse. Saben que cuando están de buen humor, la suerte siempre les favorece, y todo les sale bien. Y el fin de semana, con cierta complicidad, empieza a sonreírles...  Llegan a los monumentos en las horas de menor afluencia, escogen restaurantes especiales, encuentran a gente interesante en los bares, se sienten ocurrentes y predispuestos a sentir lo desconocido sin barreras, se llenan poco a poco de una sensación creciente de que la vida puede ser algo nuevo a cada instante, sintiéndose unidos por vivirlo juntos.

La noche del sábado deciden salir de copas y a bailar un poco. Hace tiempo que pasan los sábados en casa viendo cine o cenando con amigos, pero volviendo a casa siempre antes de las dos. Planear algo en el fondo tan banal les llena de ilusión, como si con ello rompieran esas reglas invisibles que sin querer se han impuesto. Mientras Carmen se arregla con esmero, Pedro rompe la etiqueta de su nueva camiseta de diseño, con la que esta francamente muy atractivo. Ambos vuelven a sentir de repente esas ganas de noche que no tenían desde la adolescencia.

La vida nocturna parece animada y los locales cuidados y con música bastante interesante... Con cierta sensación de novedad que la situación les provoca, entran en un local que Pedro comenta que le han recomendado en el hotel. Es ciertamente agradable. Pedro se dirige a la barra a pedir un par de gin-tonics mientras Carmen acude al baño, al tiempo que suena el último éxito de su grupo favorito. Al regreso, encuentra a Pedro hablando con alguien en la barra. No puede ser, piensa, ¡si es el botones de ayer! Supone que ha reconocido a Pedro y han comenzado a hablar.

-Mira Carmen, me he encontrado aquí a... ¿cómo te llamas?, disculpa, no nos hemos presentado-
-Jaime, me llamo Jaime-

Y Jaime resulta ser esa compañía perfecta que la noche requería. Estudiante de Filología en último año de carrera, se gana un sueldo extra haciendo horas en el hotel. Su conversación es agradable, casi tanto como su físico generoso y perfilado, de músculos curvos y geometría más que deseable. A lo que añadir un rostro mediterráneo muy atractivo, con una de esas sonrisas que provocan sin querer. Pero de el emana una fuerza especial, una capacidad de empatizar que en seguida les hace sentir cómplices. En un par de horas, tras varios gin-tonics más, ya se han hecho inseparables. Se dejan llevar de un bar a otro, parándose en las plazas de piedra de la ciudad vieja, y han hecho planes de viajes, de proyectos comunes y de escapadas de Jaime a las noches de Madrid con ellos. Carmen se siente libre, desprendida de todas sus obligaciones desagradables. Como si su viaje hubiera sido al otro lado del planeta, como si llevaran ya semanas y semanas de ruta, Pedro también se siente lejos de Madrid. Y se siente extraño, comprobando con sorpresa que por primera vez su atracción por un hombre no encuentra barreras ni busca esquinas en las que esconderse. Ha dudado mucho antes de dirigirle la palabra en el local, pero desde que lo vio en el hotel lo lleva incrustado en el pensamiento. Con aquella propina en el pasillo, sus miradas se habían cruzado con cierto deseo, y el, con un arrojo poco común en su comportamiento, le había pedido recomendación de algún sitio agradable donde tomar una copa. Y allí estaba. Le ha rozado ya un par de veces en la mejilla, y otra le ha tomado por la cintura, una cintura que ha comprobado tibia y acogedora. No le importa que Carmen le observe. Siente también en sus ojos cierta excitación. Indudablemente, Carmen debe sentirse atraída por Jaime. De hecho, le ha pasado ya la mano por la cadera y se ha detenido, sintiendo la blandura de su carne bajo la palma, mirando fijamente a Pedro, como buscando su aprobación. Carmen siempre ha sabido que a Pedro también le gustaban los chicos. No esta segura de que tenga relaciones con otros hombre, y tampoco ha osado sacar el tema. ¡Las tardes se pasan tantas veces sin hablar de nada realmente importante! Ella siempre evita hacerse a la idea. Siempre destierra de la cabeza imaginar una escena en la que Pedro tenga sexo con otro chico. Pero ahora que ve su atracción por Jaime, ahora que siente como coquetea con el, descubre que no le importa, que no le hace daño. Es mas, se siente cómplice en su competición por atraer su atención.

Los gin-tonics siguen su curso, continuos en su destello azulado sobre las barras por las que van pasando, bajando por las gargantas al ritmo de las músicas que les van habitando la noche. Mientras, las miradas se cruzan y se enredan entre los tres, como también sus manos han empezado a cruzarse y, poco a poco, detienen mas los segundos que mantienen el contacto, ese roce divino de la piel que comienza a despertar un deseo creciente. La ginebra sigue durmiendo sus prejuicios, al tiempo que sutilmente despierta esas libidos oscuras que descansan en rincones insospechados.

Al cierre del ultimo local, ninguno de los tres sabría decir como, pero sus pasos se dirigen hacia el hotel, llevados por una inconsciencia que parece no tener voluntad, pero que el agudo deseo mueve certeramente. Ninguno habla, todos se miran intensamente. Como si todo hubiera sido premeditado, entran los tres en el Hotel y suben a la habitación. La voluntad parece no tener dudas, y ninguno se atreve a decir nada, como con miedo de romper el camino tórrido de sus pasos. Silencio a pesar de lo inusual de la situación. Y entonces, como si hubiese mediado un escrupuloso guion en el desarrollo de sus actos, los tres se dejan caer en la cama abrasados de deseo, y se arrancan la ropa con avidez. Los besos derraman la amargura del alcohol en las bocas de todos, y las lenguas, al cruzarse, al enredarse, saborean el mismo zumo, la misma necesidad de sexo. Pedro abraza a Jaime y lo acaricia con una pasión que Carmen desconoce. Pero lejos de asustarla, le excita mucho. Les observa durante largos minutos en los que se masturba lentamente, desbordando de imágenes su fantasía, respirando profundamente mientras se acerca con una mano y toma ambos sexos con ella. Jaime la abraza y la posee, y Pedro les mira, excitado también, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo desnudo de verdad, y libre, inmensamente libre. Y se acerca a ellos enredándose entre sus sexos. Y se quedan así durante muchos minutos, convertidos en piel y deseo, sintiendo la excitación crecer, manteniendo el clímax durante un larguísimo éxtasis que colman tres orgasmos incontenibles, abundantes, ruidosos, como un océano de agua azul oscura... Y así quedan, enmarañados sobre la cama, con las manos aun pendientes de caricias lentas que se desplazan por muslos y caderas. Cayendo con lentitud en un sueno espeso y dulce, arropados por el calor de las pieles ajenas.

Al despertar, sienten el fresco de la mañana sobre sus espaldas. Jaime ya se ha vestido, y esta peinándose en el lavabo. Debe hacer turno de mañana y ya es la hora. Les sonríe por ultima vez y les deja su numero de móvil escrito en un papel. Se despide con un beso en el aire y sale con sigilo. Pedro y Carmen se miran. Sienten algo roto entre sus miradas. Pedro vuelve a sentirse desnudo, pero ahora ya no le gusta. Carmen desvía la mirada y se apresura a ir al baño. Durante la mañana, ninguno de los dos dice nada. Carmen es la primera en hablar.

-Si nos volvemos ya, no pillaremos atasco-
-

Y vuelven ambos al silencio. Entran despacio en el coche y se hunden en una sordina de la que no querrían despertar jamás. Ninguno quiere pensar en lo que ha pasado. Ambos saben que nunca mas lo van a hablar. Pedro, embriagado aun por el olor de Jaime, decide enterrarlo lentamente en su intimidad mas secreta mientras observa la carretera que se extiende delante de él. Áspera, descendiendo por la montana, como descienden poco a poco sus deseos, sus sensaciones de la noche. Piensa en la semana, en lo cómodo de la jornada laboral, en las agendas que esperan en la oficina, programadas de antemano, sin posibilidad de cambios, sin opción a la duda, al que hacer. Saborea ya el despertar del lunes, y su planificación semanal, fácil, sin complicaciones. Carmen mira los arboles del camino. Pasan rápidos y en seguida quedan atrás. En cada uno imagina una de las caricias de la noche anterior, una de las imágenes que aun conserva su retina, que también van quedando atrás poco a poco. El ronroneo del coche le trae sueno, y unas ganas enormes de volver a la monotonía, a las clases de Pilates, a quedar con Mario el martes a la salida de su oficina, o a volver a mirar aquellos muebles color beige que tanto le gustaron para la cocina. Piensa en el lunes, sana y salva mientras toma la ducha antes de partir para la oficina, y se deja invadir por esa dulce anestesia de la disciplina... Si, es eso lo que necesitan, piensa. Y cierra los ojos.

Sobre la mesilla del hotel, ninguno se ha atrevido a coger la nota con el teléfono de Jaime.

23 de enero de 2012

HERMANO, José Luis Serrano (elputojacktwist), Editorial Egales, 2011


Conozco a José Luis hace ya unos cuantos años. Virtualmente, de esa manera extraña y fascinante por la que comenzamos a conocernos algunas personas hace unos años, especialmente aquellos que nos unimos a aquel movimiento tan motivador y efervescente que fue el mundo de los blogs personales de hace unos 6-7 años, desplazado después por la inmediatez y facilidad que impusieron las redes sociales. Y digo José Luis, porque para mí fue casi desde el principio José Luis, ya que mi interés por aquellas cosas que escribía "Elputojacktwist" en su blog me hicieron más pronto que tarde entrar en contacto personal (aunque aún electrónico) con él. Intercambiamos muchas ideas e intereses a través de chat y sobre todo e-mails, pero aquello fue, poco a poco, diluyéndose. La misma maldición de las redes sociales que nos hizo (a algunos) abandonar bastante el mundo del blog, nos volvió a unir, de otra manera, como observador y espía mutuo de lo que el otro piensa, le interesa, le hace gracia, descubre...

En cualquier caso, mi primer contacto real con José Luis fue precisamente en la presentación de su primera novela, "Hermano", hace menos de dos meses. La generosidad de José Luis hizo que saliese del acto con uno de los ejemplares bajo el brazo, debidamente dedicado, y que me producía cierto temor leer. Porque no suelo leer novela española actual, vete tú a saber por qué, unido a que siempre me produce pavor leer lo que ha escrito alguien conocido por temor que no me guste y a ser demasiado crítico con la opinión que uno se siente obligado a dar en estos casos. Así, lo he dejado reposar un tiempo. Pensaba que iba a ser aún más. Pero ayer, con la intención más de hojearlo que de leerlo en serio, me sumergí en él.
Hoy a mediodía he terminado. Sencillamente lo he devorado de dos tacadas, algo que supongo que dice mucho del libro, pero también de mí, que no me dejo absorber por cualquier lectura.

Me ha gustado, creo que está muy bien escrito, lo cual ya suponía de un libro salido de su mano.
A pesar de que, como también se ha dicho por ahí, me parece que sobran cosas en la novela, creo que consigue no despegarse demasiado de su esencia, que no es otra que la de ser una preciosa mirada hacia algo tan universal como el amor y la fascinación.
En mi opinión, sobran demasiadas explicaciones del protagonista en una historia que es pura elipsis, a través de la obligada falta de comunicación entre los dos personajes, y al tiempo pura metáfora en la que la fascinación que nace y se despliega poco a poco hacia el país (las descripciones son sencillamente maravillosas, literatura de alto nivel), se va mezclando, enredando, emulsionando con esa otra hacia el chico. Por ello, a veces encuentro innecesarias las explicaciones algo torpes del narrador, en una historia en la que nada de lo esencial, en realidad, se dice. Quizá sea una mirada inocente hacia la propia inocencia que supone siempre enfrentarse a algo tan inmenso como el amor.

El amigo español también me sobra, a pesar de que con algunos pasajes me he reído sobremanera, pero creo que tampoco era necesario hacer respirar dentro de la otra novela. O las reflexiones y denuncias acerca de la homofobia, siempre necesarias, pero que creo que el autor ya ejerce mejor en otros contextos y que en mi opinión distraen demasiado de la historia que se cuenta.

A pesar de todo ello (algo que quizá en otra novela no habría perdonado), sigo pensando que ha escrito un gran libro, una gran historia: una exquisita mirada hacia el abismo del amor, la fragilidad de la existencia y la alegría de vivir, los tres pilares de la historia que, con la solidez de su verbo, quedan sobradamente defendidas (con esa maestría para la narración, aunque sobre, en realidad nada sobra).

Sobre todo me deja muy buen sabor de boca el final (más allá del accidente de la despedida y la excusa para el título de la novela) en ese equilibrio inestable que supone la duda mayúscula, la tristeza de la pérdida, y lo que a lo largo de todo el libro hemos visto que desencadena: una honda obsesión que ha paralizado al protagonista, pero que no lo destruye, sino que (al menos yo lo veo así) lo hace crecer en saber quién es él, y cómo quiere estar en el mundo. Esa felicidad sin causa que salpica la novela, al principio como algo nuevo que descubre en Birmania, pero que poco a poco se va incorporando a su vida, a su manera de ser y de estar, y que es el regalo con el que yo veo que el protagonista se queda. Un amor que no existió, ¿quién sabe? (como decía Mendicutti en la presentación, los amores que no fueron, pero que nos hicieron amar, también son amores), pero que ha hecho crecer al protagonista, haciéndole consciente de ser capaz de amar, pero sobre todo de gozar de la vida en este instante tan corto en el que vivimos. En la frontera de haber vivido una historia de amor inolvidable, que se quedó en ese limbo de la culminación, pero que precisamente por ello da valor a todo lo demás: a la vivencia de por sí, a la riqueza de su fascinación, y sobre todo a esa sensación de ESTAR VIVO que creo que es lo más importante de la novela.
En fin, que la he disfrutado mucho y se lo agradezco doblemente: por haberla escrito y por habérmela regalado.

12 de junio de 2011

La mirada del pasado.




Dentro del festival Photoespaña 2011 encontramos este año una sorprendente exposición. Lo sorprendente en este caso es que en realidad no se trata de una exposición de fotografía, sino de pintura. Son algunos de los llamados “retratos de Fayun”, y representan pinturas del rostro de difuntos sobre tabla hechos para ser colocados sobre la tez, adheridos a las momias de sus propietarios. Estas pinturas fueron ejecutadas a lo largo de los siglos I al IV en muchas localizaciones de Egipto, pero han sido encontradas de manera especialmente abundante en la zona de la meseta de Fayum, de la cual este peculiar estilo ha adoptado el nombre. Constituyen por lo tanto, los retratos bidimensionales más antiguos que se conservan.

Representan un testimonio histórico y humano del Egipto de aquellos siglos, dominado por la gran cantidad de población griega que se asentó en la zona en aquélla época y que se mezcló bastante con la población autóctona. De hecho, el estilo de las pinturas está más relacionado con la tradición grecoromana que con la egipcia, si bien su destino era su uso en un rito funerario auténticamente egipcio. Su inclusión en PHE2011 responde a su semejanza con fotos reales. En el texto de la exposición habla de “las primeras fotos de carné” debido a su formato y a su función. En ellas, los pintores retrataban lo más exactamente posible los rasgos de los sujetos para que el alma de los difuntos pudiese ser identificada y dirigida al reino de Osiris.



La expo termina con un vídeo de Adrian Paci que habla de la inquietud de estado de tránsito de unos posibles emigrantes que esperan para partir a sus destinos en la pista de un aeropuerto, sobre una escalerilla que no conduce a ningún avión, conectados de una sutil forma a los muertos-vivos de Fayum. El escritor John Berger ya había relacionado estas pinturas con las migraciones de nuestra época en un bello texto que se usa aquí de excusa y argumento de la exposición.

La calidad técnica de estas pinturas es variable aunque de media son bastante notables, pero lo que más desconcierta en ellos es el propio reconocimiento: son retratos muy realistas e intensos, que captan a los modelos con una profundidad psicológica que nos deja sin aliento. En ellos nos reconocemos nosotros mismos, personas que conocemos, personas que desearíamos conocer. La expresión del alma en esos rostros poco ha cambiado a lo largo de los siglos. Las inquietudes, los miedos, los odios y los secretos continúan teniendo la misma expresión en nuestros rostros, la misma importancia en nuestras vidas. Sin embargo, en el caso de las de ellos, nos hablan directamente desde el pasado, de sus inquietudes, de sus frustraciones, de sus deseos.


Reconozco que me perturban esos ojos que parecen llevar escritas vidas enteras que se han preservado de alguna manera en esos gramos de pintura sobre la tabla. Reconozco que me agitan el corazón algunas de esas miradas, algunas de esas melancolías, algunas de esas soberbias. Reconozco que me turban esos rostros jóvenes, esas cabezas y esos labios que se muestran llenos de vida aún. La vida, que desde este túnel ficticio entre la antigüedad y el presente, parece querer reírse de nuestra condición, avisándonos de que no tiene nada de excepcional, que se perpetúa interminablemente, y no dejamos de ser minúsculos eslabones de una cadena que quizá no tiene nada de particular.
Pero al mismo tiempo, nos remueve esa curiosidad sobre la vida y sus secretos, sobre el misterio mudo del pasado, de lo humano que nos separa y nos identifica. Miradas de seres en tránsito hacia otra realidad, quizá en tránsito hacia el vacío, hacia la nada. Un tránsito que iniciamos desde el momento en que empezamos a vivir, inconscientes de si esa luz con la que lanzamos nuestro primer llanto nace en ese momento o proviene de otro estado, de otro lugar ignoto. La vida parece tan abultada en esos ojos, tan llena de deseos, de proyectos, de miedos… Que parece inexplicable que se haya extinguido. Es el espejo de lo que somos, desde el pasado, pero también desde la no existencia que nos asfixia, pero que nos atrae de manera poderosa. Me quedaría horas inmóvil, mirando sus miradas, imaginando sus secretos, fundiéndome con ellos en esa no existencia de la que sin remedio, también, pasaré yo a ser parte.


14 de mayo de 2011

El giro de llave.

Todo empezó en el momento en el que introdujo la llave en la cerradura para abrir la puerta de casa. Un acto tan cotidiano que a fuerza de hacerlo una y otra vez le salía solo, sin pensar. Sacar la llave del bolsillo interior de la mochila, donde siempre la guardaba, comprobar que estuviese en la posición correcta, encajarla, y dar un par de vueltas. Así lo había hecho. Sin embargo, algo extraño le había invadido al hacerlo. Era una sensación como de quien interpreta un papel, como de quien prepara un pastel siguiendo al pie de la letra las instrucciones de una receta, sin desviarse en un gramo de harina ni en unos minutos de más de horneado. En ese momento no le dio la menor importancia, pero la sensación continuó el resto del día, en cada cosa que debía hacer, en cada cosa que se propuso hacer. Era una sensación incómoda, inhóspita, pegajosa, como de extrañeza. Nada era igual que previamente. Lo que más le inquietaba era comprender lo que le estaba pasando de una manera casi racional. No se trataba de un dolor de cabeza que le impidiera su normal actividad, o de una herida en la mano que le obligase a hacer todo con mucho más cuidado. Se trataba de la consciencia de no ser él mismo al hacer todas y cada una de las cosas que hacía, como si su cuerpo y su mente no fueran suyos, y simplemente estuviesen siendo utilizados por él. Sin embargo, había una inercia poderosa que le dictaba qué debía hacer, qué debía pensar, cómo debía reaccionar, qué tenía que improvisar y qué decidir. Él, simplemente, acataba. Ordenar la casa, hacer la compra, llamar a Laura para preguntarle por su gripe, aguantar la conversación incómoda del vecino del tercero, evitar pasar por la calle Mayor al caminar hacia el centro, quedar con Inés sin que nadie les viera, tarde, como siempre, entrando por la puerta de atrás.
Todo lo hizo con el peso incómodo de quien se siente obligado, a pesar de hacer lo que desea. Su incomodidad iba creciendo hora a hora, a medida que se iba recreando en ella más y más, a medida que la palpaba y la intentaba observar desde fuera, como si no fuera suya. Él mismo creía estar fuera de sí, como apropiado de un cuerpo y de unos sentimientos que no le pertenecían del todo. Llegó incluso a rozar ese límite en el que lo extraño, lo incómodo, empiezan a ser casi deseables, como una vía hacia lo desconocido, a dejarse llevar sin tener miedo.
Al llegar a la puerta de su casa de nuevo recordó ese mismo instante de la tarde en el que había comenzado todo. Giró la llave en su mano, que brilló a la luz escasa del pasillo, como queriendo provocar un hechizo, y la introdujo en la cerradura. Fue entonces cuando descubrió aquel extraño sentado en su sofá, con los ojos clavados en él. A su lado, Laura tenía la mirada como perdida en el infinito, no se había percatado de su presencia.
- Dijiste que no ibas a volver hoy, Tony, ¡qué susto me has dado!
Entonces comprendió todo. Se sentó despacio, en el sofá, junto a ellos, y dijo.
- ¿es que no ponen algo más interesante en otro canal?
Aquella frase, ya le iba sonando más auténtica.

4 de abril de 2011

Madrid y yo, doce años después.


Intento imaginar lo que tenía yo en la cabeza cuando hice el viaje que me trajo a vivir a Madrid, hace hoy doce años. Recuerdo la primavera que ya en el sur era abrasadora, y la operación retorno de Semana Santa por los llanos de Ciudad Real, con los atascos habituales de esa fecha. El descenso de temperatura que se iba notando kilómetro a kilómetro, a medida que avanzábamos hacia el norte.

Quizá el sentimiento más intenso que tenía yo en aquel momento era el de liberación. Liberación de una ciudad que me asfixiaba, de una historia que me torturaba, de mí mismo tal y como era allí. Con 26 años ya había probado varias veces lo que era vivir fuera de casa, ser independiente, pero era la primera vez que emprendía un proyecto personal de duración desconocida. Me iba a vivir a la gran ciudad, que a priori me atraía, aunque me daba algo de miedo también. Sin embargo la atracción superaba con creces todos los demás sentimientos.
Por un lado, sabía que la oportunidad laboral que se me ofrecía era inmejorable, y eso me daba energía y cierta seguridad. Pero mi ansiedad se alimentaba sobre todo de la incógnita que suponía construir una vida más o menos desde cero, y la oportunidad para poderlo hacer como yo quería. Y sí, me zambullí en Madrid con ansiedad y con la necesidad de romper con multitud de cosas: mis prejuicios, mis dudas acerca de mi orientación sexual, mis inseguridades en cuanto a mis relaciones sociales, etc. Necesitaba vivir y exprimir al máximo todo, necesitaba encontrarme con gente diferente de la que había estado rodeado durante tantos años, necesitaba alejarme de mi entorno familiar. Era tal la cantidad de cosas que necesitaba que supongo que a pesar de la intensidad con la que me lancé a ellas, anduve también un poco perdido aquellos primeros meses.

Ahora, doce años después, me cuesta un poco imaginar cómo era yo antes de llegar a Madrid. Miro atrás y veo un adolescente acomplejado, inseguro, temeroso, intenso, algo altivo, incomprendido y con poca capacidad para estar en el lugar y en el camino que quería.
Mirando con perspectiva, creo que lo más importante de este camino ha sido que me he ido conociendo poco a poco. Es curioso pensar en cómo nos reafirmamos con vehemencia cuando somos adolescentes, siento en el fondo tan poco conscientes de quiénes somos, y viviendo internamente la incoherencia vital con tanta fragilidad.
Yo, en estos años, siento sobre todo que me he ido recorriendo. Recorriendo y entendiendo: en mi lado irracional, en mis abundantes obsesiones, en lo que de mí me gustaría desechar, en lo que me apasiona... He intentado hacerlo a través de mí, pero también a través de las personas que han pasado por mi vida, y en cómo me han visto.
Siento que poco a poco he conseguido limar mis aristas, y he aprendido a usar la perspectiva para intentar entender las cosas, y la relatividad para vivirlas. He sufrido pasiones y abandonos, de esos que se quedan ahí para siempre. Y creo que, en fin, camino hacia entenderme cada vez más de una manera sincera, y darme al mundo desde esa sinceridad.

Y todo ello, casi siempre con el escenario de fondo de esta ciudad a la que ahora me siento tan intensamente unido. Porque sigo pensando que aunque haya muchas ciudades que tienen muchas cosas que no tiene Madrid, lo que tiene Madrid aún no lo he encontrado en ningún otro lugar. Quizá también porque Madrid forma parte ya de mí, y muchos rincones de ella se han enganchado a mi memoria con mucha fuerza. Sigue siendo esa ciudad de la que siempre hay multitud de cosas de las que quejarse, pero a la que se desea igualmente a pesar de ellas. Incoherente y vulgar, pero que es capaz de apasionarte con mil pequeñas cosas, inesperadamente. Que nunca duerme, que no conoce la tristeza, aunque a veces los que vivamos en ella sí lo estemos, que puede ser sucia e inhóspita, pero que de repente
te abrasa con una puesta de sol en otoño, con una mañana de domingo desbordante de primavera, o con encuentros casuales a los que la verticalidad de esta ciudad encierra en cápsulas de cristal que después atesoramos con un deseo casi cinéfilo. En fin, doce años ya... y que no pare el cuento…

26 de marzo de 2011

Las primaveras del sur




Al levantar la vista observó un naranjo en flor. Se sorprendió, ya que no era aquella ciudad de naranjos, y a pesar de transitar por aquel pequeño jardín con frecuencia, resultaba que nunca había reparado en que casi pegado a la verja por la que él solía pasar, había plantado un naranjo alto, de copa regular. Ya avanzado el mes de abril, sus hojas oscuras y perfectas aparecían invadidas de multitud de capullos que comenzaban a abrir.

¿Habría sido el blanco insultante del azahar sobre el verde negruzco de las hojas el que había llamado su atención? Daba igual. Lo importante era que aquel detalle había traído a su memoria la adolescencia, en aquellas calles del sur llenas de naranjos bajos, alineados y perfectos, que reventaban de flores, cada año antes, con los primeros calores de marzo. Y aquel olor agudo que invadía el centro de la ciudad, como una invitación al hedonismo.

Casi había olvidado aquellas primaveras del sur, insultantes y repentinas en el final del invierno. Aceleradas, rabiosas, impredecibles y salvajes. Cada lugar tiene su momento, y el momento del sur era aquel inicio de la primavera, porque era intenso, muy intenso. En el norte las primaveras eran más graduales, más erráticas, y sobre todo más tardías.

De repente se dio cuenta de que había olvidado prácticamente aquellas sensaciones. Había olvidado ya cómo era aquel aire firme, tibio y soleado. O aquellos sábados en la playa, en pleno mes de marzo, renovando la sensación de los pies desnudos y la espuma helada sobre ellos. Había olvidado aquella prisa incontrolable, aquel ansia indefinible que se agarraba a la sangre, aquel tono de fiesta desbocada, de olor a nuevo con el que se vivía en aquellas semanas hasta que llegaban los calores inhumanos en mayo. Sí, todo aquello había volado de un soplo de su memoria. Él, de las primaveras, sólo recordaba aquel ardor que entró en su cuerpo cuando se detuvieron sus ojos en él un instante. Aquel ardor, y las siestas con la ventana abierta, y él hundido en la almohada, traspasando al otro lado. Para él las primaveras del sur eran sólo largas tardes de domingo apostado en la ventana, a escondidas, mirando la puerta de la estación, por si lo veía llegar de su pueblo. Y el deseo de que llegara el lunes, tiritando en la noche de abril. Nada más recordaba cuando pensaba en las primaveras del sur, sólo el palpitar de sus arterias al sentarse junto a él en clase, o aquella única vez que le tocó la mano, como distraído.

19 de marzo de 2011

El universo y la nada.


"Una vez, en quinto o sexto de primaria, fui con mis amigos a acampar a la montaña y vi por la noche un cielo cubierto de incontables estrellas. Tantas, que parecía que el cielo no iba a poder soportar su peso, que se partiría y caería en pedazos. Nunca antes había visto un cielo estrellado tan prodigioso, ni volvería a verlo jamás. Después de que todos se durmieran, como yo no podía conciliar el sueño, me deslicé fuera de la tienda, me tendí boca arriba y permanecí inmóvil contemplando aquel precioso cielo estrellado. De vez en cuando, la línea brillante de una estrella fugaz cruzaba el cielo. Pero me fue entrando miedo. Había demasiadas estrellas, el cielo de la noche era demasiado vasto y profundo. Aquel abrumador y extraño ente me rodeaba, me envolvía, provocándome inseguridad. Hasta entonces había creído que la tierra que pisaba seguiría siendo eternamente sólida. No, ni siquiera me había parado a pensar en ello. Lo había dado por supuesto. Pero la tierra no era, en realidad, más que un pedrusco que flotaba en algún rincón del universo. Visto desde la inmensidad, no pasaba de ser un andamio efímero. Sólo con un pequeño cambio de fuerza, o con un destello momentáneo de luz, la Tierra, con todos nosotros, podría ser barrida mañana mismo. Bajo un cielo tan magnífico que cortaba el aliento, pensé que iba a desmayarme en cualquier momento pensando en la pequeñez e incertidumbre de mi propia existencia."

Hakuri Murakami (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, 1994)


Si, realmente sí. El mundo es un pequeño andamio, una cáscara de nuez en medio del océano más grande que podamos imaginar. Un frágil recipiente en el que es asombroso contemplar cómo un inmenso infinito estrellado no se desploma ante nosotros en esas noches en que somos capaces de observarlo. El equilibrio y la relativa estabilidad del suelo que pisamos no deja de ser algo milagroso, cabria decir que hasta excepcional.

De pequeño también miraba las estrellas de esa manera, allá donde no había luz, especialmente en el pequeño pueblo donde solía pasar los veranos. Supongo que hoy en día cada vez existen menos lugares así.
Recuerdo nítidamente sentir como si la vía láctea entera, de tan densa e infinita, fuese a desplomarse con todos aquellos puntos blancos que parecían una red sin fin, sobre la tierra. A veces, sin embargo, me gustaba imaginar la sensación de aquellos muchos miles de kilómetros por hora a los que se desplazaba nuestro planeta, según había leído en alguna parte. En realidad, todas aquellas millones de partículas blancas se movían a tal velocidad que era imposible descubrir cómo hacían para no chocar entre ellas. Incluyendo, por supuesto, planetas miles de veces mayores que la tierra. De hecho, aquellos puntitos eran probablemente soles cientos de veces más voluminosos que el nuestro.

Fue entonces cuando aquel pensamiento recurrente empezó a vagar por mí, como un virus de los que se quedan en el cuerpo de por vida. La pequeñez de nuestro tamaño, y más allá de ello, lo minúsculo de nuestra existencia y de nuestra importancia. Fue trágico descubrir que podía empezar a pensar en la vida desde fuera y sentirla como algo pequeño y con final. A mí también me asustaba mirar a los cielos estrellados, pero ya no tanto porque pensara que el universo podía ser incapaz de sostener aquello. No, lo que me asustaba a mí era la capacidad que me daba aquella visión para poder imaginar una escala con la que comparar la vida, y sentir la terrible angustia de lo extremadamente pequeño. Aquel pensamiento redundante era como un bucle: como un bucle en el que el infinito iba pasando por el ojo de una aguja, llenando la consciencia al otro lado, hasta casi estallar.
Aquel infinito apenas sospechado se parecía en realidad, de manera irremediable, a la nada: en el fondo siempre he pensado que son parecidos, al menos parecidos en la forma en la que uno puede imaginarlos.
Así, llegué a pensar en la nada siendo casi un niño. No sé por qué me daba por pensar aquellas cosas, cuando en lo demás no dejaba de tener la inocencia (acentuada incluso) de un crío de mi edad. Jugar con aquel concepto de la nada, era un desafío que me asustaba, pero al que no podía evitar lanzarme.
La nada debía ser lo que uno sentía una vez muerto, imaginaba yo. No, una vez acabada la vida uno no siente nada. Sentir es estar vivo. Yo imaginaba la nada, sintiéndola, desde la vida, y ya me parecía terrible, así que imaginar no existir, pasar a ser la nada, me resultaba desconcertante. No había sufrido aún la muerte de ninguna persona cercana, así que mi primer pensamiento de la muerte vino así, imaginando el universo infinito y de ahí la nada. Es curioso.
Sentí miedo, evidentemente. Un miedo al que quise hacer frente pensando que en los millones de años que tenía el mundo hasta que yo había nacido tampoco había sido yo nada. Esa misma nada de la que pasaría a formar parte cuando se acabara mi vida. Nada antes, nada después. Y esta vida, en medio de la nada del tiempo, pero rodeada del infinito físico del universo (aunque ahora digan los físicos que sí que tiene límites).

Llevo casi toda la vida perseguido por ese sentimiento al que con el tiempo he puesto yo también (como los físicos) límite. Límite a mi propia angustia, y límite al desconcierto de algo que no parece tener vía de escape ni de salvación. Un límite sobre el que me apoyo a diario, para mantenerme a salvo, para intentar ejercer mi credo de disfrute de placeres, de belleza y de humanidad.
Somos demasiado pequeños, y demasiado frágiles. Aunque nos creamos superhombres la nada está ahí rodeándonos siempre. A nosotros, al planeta entero. No, no somos superhombres aunque hayamos descubierto cómo llegar a Marte, o cómo fundir el núcleo del uranio para generar energía. Somos especiales y albergamos dentro de cada uno de nosotros, la posibilidad de un universo. Pero la piel de ese universo es tan fina y quebradiza que puede borrar en un instante fuerza e inteligencia, universo y existencia. A pesar de que nos resulte imposible concebir que todo eso pueda desaparecer de esa manera tan inexplicable.

Será que la muerte me ha tocado de cerca hace poco, será que no entiendo por qué vivimos, ni por qué me sigue persiguiendo, como un huracán, esa imagen nítida de la nada, desde mi infancia, que ahora se hace más sólida, casi soberbia, usando el nombre de alguien de mi propia vida. Será todo ello lo que me trae por el camino del silencio, de la observación, de la trascendencia. Querría arrojarme a la vida con soberbia, con vehemencia. Sin embargo permanezco quieto, apocado, como con miedo, con incomprensión. Un miedo y una incomprensión que en el fondo me han rondado toda la vida, pero que ahora me desafían más, recordándome que siempre han estado ahí, pero que la madurez que tengo ya me sugiere que he de decidir qué hacer, si vencerlos o hacerme amigo de éllos.

8 de febrero de 2011

Nueve



El que acaba de empezar es un año que se inició de la manera más triste posible, y que además daba por terminado uno de los más anodinos y apagados de toda mi vida. A veces la pérdida nos sacude con tal violencia y fatalidad donde menos lo esperamos que el resto de la existencia cobra, de repente, una óptica diferente, aunque no lo pretendamos. Con la tristeza y la ausencia aún en muchos rincones de mi día a día, esa quiebra de la perspectiva de la realidad me ha dejado la sensación de que hay cosas que empiezan a moverse. Dentro de mí, de repente, siento que tras muchos meses de ausencia de motivación y de ganas de hacer cosas, por fin, algo comienza a inspirarme entusiasmo, energía, vitalidad. Me considero una persona vital, enérgica, contundente en ejercer lo que me apasiona, siempre atento a disfrutar de la vida, de aquellos a los que quiero y de todas las cosas en las que veo o siento belleza y por las cuales, irremediablemente, siento una sana obsesión. Aún no ha sucedido nada, pero me siento más responsable de intentar continuar la búsqueda de mí mismo, que creo que abandoné accidentalmente hace un tiempo, de manera gradual. Igual de gradualmente espero que surja de nuevo ese camino, donde lo dejé, y con quienes lo dejé. Estar en el mundo no es fácil, y sobre todo precisa de un cuidado continuo, que quizá desatendí, animado o preocupado por otras inquietudes que ahora ya ni recuerdo. En fin, así es la vida: perderse, para poder encontrarse de nuevo.

Así, esta semana recupero muchas cosas con entusiasmo y con intensidad. Es curioso cómo sin que apenas haya cambiado nada, el hecho de uno sea capaz de mirar las cosas de otro modo, que uno decida vivir con honestidad y con los ojos bien abiertos su vida, puede cambiar absolutamente la manera de sentir. Siempre he sido demasiado inquieto, demasiado exigente, demasiado precipitado con el deseo (a pesar de que quienes bien me conocen discreparían en algunos de estos puntos). No es fácil entender qué le hace a uno feliz, cómo, por qué y con quien; implica mirarse demasiado a uno mismo por dentro, y eso es algo que nos suele asustar. A mí el primero. Por ello, muchas veces lo más importante que tenemos, por obvio que sea (o quizá debido a ello) queda como escondido, y hasta termina por hacerse invisible.
Casi siempre tenemos ahí, al alcance de la mano, lo que más nos hace sentirnos bien. Sólo hay que cuidar de ello. Yo, acabo de empezar a hacerlo.

Y todo ello precisamente esta semana, una semana con mucho significado, que me llega con cifras que suman ilusiones, deseos, decisiones y voluntad. Me escapo a celebrar. A celebrar que vivo, que siento, que estoy con quien quiero estar. Con serenidad, como en uno de esos dúos maravillosos de felicidad que escribió Handel. Porque la felicidad más rotunda se escribe así, sin estridencias, con caligrafía discreta y serena, pero firme, sin artificios.