31 de diciembre de 2007

Tránsitos invisibles


No me gusta poner inicio ni límite a los cambios, y el cambio de año no deja de ser una conveniencia que no marca demasiadas cosas en la vida diaria ni en la de los anhelos. El más importante, el inicio del crecimiento del día solar, ya comenzó hace días... Poco más importante va a cambiar que sea previsible, a parte de las inscripciones en los gimnasios para bajar estos quilos de más que las fechas y sus consecuencias nos han regalado. Pero, como cualquier otro momento, ¿por qué no también hacer recuento de lo que ha sucedido? que conste que yo lo hago por que sí, no porque lo haga la mayoría, que también...

Además, este año ha sido fácil de resumir. Para mí ha sido un año de tránsito, de recuperar el ritmo que había iniciado cuando me vine a vivir a mi terraza, y que de alguna forma se quebró un poco por el camino. Ha sido un año de asumir muchas situaciones, de incapacidad para olvidar la intensidad de lo que he vivido en estos últimos años, de hacerme amigo del silencio que siempre desdeñé, y de entender que hay dudas que, aunque duelan, nos hacen entender la vida mejor y eso siempre nos hace crecer como personas. Porque no es fácil soñar día a día sin dudar, y no es fácil tampoco buscar el lado intenso de la existencia sin equivocarse. Me equivoco continuamente, me pierdo con frecuencia, me distraigo y pierdo rumbo, me aburro, me hundo en la pereza... pero intento asumirlo cada vez más, porque es inútil hacer trascendencia de eso, siendo como somos tan frágiles, tan breves... Por eso, os invito a que seamos benévolos con la imperfección propia, porque así también podremos serlo con la ajena. Sólo somos bellos porque nos equivocamos, sólo aprendemos y crecemos porque no nos herimos con los errores, sino que los usamos para tomar conciencia de que ser humanos (con todo lo que ello conlleva) en ese minúsculo instante en que vivimos, es lo más intenso que nos puede regalar la existencia.

Ha sido un año rico en encuentros y en amistades de las que marcan. La mayoría se han iniciado aquí, pero han hecho su surco intenso en la realidad de mi vida. Sabéis quiénes sois. Este año habéis estado en el centro de mi vida y la habéis decorado como nunca habría imaginado. Desde los que entraron en la primavera, y se han ido forjando con la más sincera de las dedicaciones, a los que acaban de surgir y ya me llenan muchas tardes de sentimientos muy grandes, pasando por los que se van y vienen, pero tienen su huequito siempre en mi corazón. A todos vosotros un GRACIAS así, enorme y sincero. No hay mejor regalo en la vida, me siento afortunado de que se hayan cruzado nuestros hilos... Nos vemos en el 2008, seguiremos sin duda cruzando los hilos.

20 de diciembre de 2007

Deprisa, deprisa


La gente se apresura por las calles ondeando sus abrigos y bufandas. Todos corren, como si se fuese a acabar el mundo. Como si avanzar rápido fuera una orden incontrolable y los pies se deslizasen por un cable eléctrico, como uno de esos trenes milagrosos de la alta velocidad. Nosotros andamos despacio, casi rozando con nuestros dedos los cristales luminosos, pero terminamos atropellados. Parece que en cada empujón nos roban unos minutos de tiempo. Los roban con ansiedad, en su efecto colateral de robots prenavideños.
Las luces sólo lucen en las calles bonitas. En las feas continúa la misma oscuridad municipal de siempre.
Y ya son las siete, las luces intermitentes de los grandes almacenes tiran de las manecillas hacia adelante sin pudor alguno. Nos paramos a mirar al cielo, que sigue existiendo, callado, allá arriba, sembrando el silencio por las calles. Pero sólo parece llovernos a unos cuantos.
Ya hemos provocado un colapso. ¡Las aceras de Fuencarral son tan estrechas! ¡Y hay tanto niño mono que no sabe leer nuestros sutiles “ceda el paso”!
Llevo escrita la agenda sobre la palma de la mano, pero esta tarde cierro el puño con fuerza. Te miro. ¿Nadamos a contracorriente?
Detesto las citas sobre las paginas pautadas, cayendo como un puzzle en los últimos días del año: sonríe, lleva las manos llenas de bolsas de diseño con regalos perfectos, asiste a todas esas cenas, llama por teléfono a todos los que lo esperan, canta algún villancico, sé comprensivo, dile a todos lo ocupado que estás, piensa en qué vas a meter en la maleta, empaqueta y pon lazos, decora tu casa, compra turrones en el supermercado, ropa interior bonita, por si acaso...
Nos siguen empujando, y ya son las nueve y cuarto.
-Me tengo que ir, he quedado-
-Espera que contesto esta llamada y te acompaño al metro-
-¿Llueve?-
-Sí, aún llueve un poco-
El cielo se ha cansado de sembrar silencios. A estas alturas ya nadie los recoge.


No me había dado cuenta que ya han empezado mis vacaciones. ¿Son mías realmente?
Respiro. Mañana buscaré esos silencios del cielo mientras desayuno con zumo de naranja y Mozart. Saldré a encontrarme con ellos por las calles menos transitadas, haciendo un borrón grande con la goma sobre la agenda. Pasearé y olvidaré todas esas listas que se atropellan en mi memoria. No quiero regalos, quiero no hacer nada, y no quiero tener prisa.
Es mi propio regalo... ¿quién me sigue?

18 de diciembre de 2007

Algunas noches.


La noche te trae muchas veces detrás del secreto, a través de la misma puerta que atravesaste una vez.
Delante surge mi piel sonámbula, acercándose hasta el límite del calor, como esas notas de Ravel que siempre parecen caer al suelo, como palabras derramadas sobre el sueño. Palabras infinitas que ocupan mapas y sobrevuelan soledades. Palabras que hilan fino el silencio que traza el agua que no se detiene, que me arrastra aunque yo no quiera porque mi deseo nace como ella, de lo más oscuro, de lo más profundo, de lo más inevitable.
Después, como la luna pálida que me recorre, viajas lento sobre la marca de tus dedos, despegas de nuevo y te alejas, dejando sólo tu rumor callado de mariposas acuáticas.

13 de diciembre de 2007

Cuartos separados


Respondeme la siguiente pregunta:
¿Termina el erotismo con el matrimonio?
La mujer y el hombre que, día a día,
reciben juntos la mañana,
que, de pie, lado a lado, se cepillan los dientes
que, igual como si estuvieran solos,
se despojan de la ropa
y se quedan desnudos
sin pudor o vergüenza
¿pueden aún albergar
el misterio del mutuo descubrimiento?

Nada es ya prohibido entre ellos.
Al contrario.
Tienen licencia, sello, para los desaforos;
un lugar perenne para estar solos,
todas las noches del mundo
para vivir la intimidad.

¿Sobrevive el asombro
esta absoluta carencia de restricciones,
esta revelación constante, cruel y permanente
de todas las funciones del cuerpo
los ruidos diurnos y nocturnos
la indiscreta pornografía de la cotidianidad?
Mis abuelos paternos
vivían en una casa señorial
frente a la Plaza de Correos.
No dormían juntos.
Sus cuartos y baños diferentes,
estaban situados a cada extremo
de un largo corredor.

(Por donde se filtraría la luz lunar al caer la noche)

Vi llorar a mi abuelo,
-mi abuelo que era duro y no expresaba los sentimientos-
solamente cuando ella murió.
Aulló como lobo. Sin recato su dolor.

Nunca sentí el secreto
de sus habitaciones distantes.
De niña exploraba la de la abuela
-curiosa-
esperando encontrar claves, señales
para desentrañar el acertijo.

Ahora me es fácil imaginar el escenario nocturno de sus vidas.
La espera de los pasos acercándose,
El pomo de la puerta cediendo,
El inesperado color de la bata de noche en el quicio entreabierto.

Ellos lo sabían, me digo.
Se evadían, se escondían.
Se negaban el uno al otro.

Batallaban contra el desamor.

Gioconda Belli

10 de diciembre de 2007

Una noche en la Ópera.


Me gusta entrar en el Teatro Real y disfrutar de ese momento previo al inicio del espectáculo. Sobre todo cuando se atenúan las luces y se pasa a la oscuridad sólo rota por la iluminación de los atriles de la orquesta. Uno puede imaginar mil cosas, sentirse mil espíritus de los que han vibrado en esos asientos en sus siglos de existencia. La música aún no ha comenzado, pero hasta las paredes parecen susurrar ya la música que está a punto de brotar de voces e instrumentos.
Me gusta ir a ver Rossini, porque aunque su música es fácil y a veces algo superficial, está siempre cargada de una belleza formal abrumadora. Porque hace que las melodías vibren dentro de uno y transmitan hacia dentro esa musicalidad veloz y pura que tienen sus partituras. Me gusta porque me deja alegre, de buen rollo, incluso a pesar de ser ésta una ópera dramática y con final triste.

La luz y las vibraciones han durado todo el fin de semana. Y han atravesado la niebla y el frío, los rincones inexplorados y las caricias ocultas, la noche y el alcohol, las miradas ciertas y los huecos en la almohada, las palabras afiladas y la nítida consciencia...
Porque después de Rossini uno sólo puede querer ser feliz y jugar. Y jugar entre dedos y miradas, y enredarme en las palabras que también juegan y se anudan a las notas que no han hecho más que resonar y resonar en un eco que me ha mantenido más vivo que en meses durante todas estas horas.

Los lunes son feos, y aunque te den el beso más tierno del mundo al despertar, Rossini se ha ido, y el amanecer ha sido menos naranja. Y ni la anestesia del ipod rossiniano termina de poder vacunarme.
Quiero volver a divisar el desenfreno y galopar sobre él.
Y lanzarme a volar sobre la oscuridad, retarla.
Y sobre todo reír, y reír, y reír...

3 de diciembre de 2007

El sexo y el espanto


Te miro y mi cuerpo se aproxima al tuyo. Te rozo casi sin querer y te persigo en la piel, caminando siempre por las calles que descienden, por los callejones más oscuros, esos que me hacen imaginar lo que no imagino. Y siempre me detiene la luz de una angustia que me siega los pulmones, que me paraliza al llegar a las yemas de tus dedos, que me abrasa cuando mi nariz roza tus pestañas. Sé que mis manos no entienden de posesión ni de conquista, que para ellas sólo cuenta el instante de cabalgar sobre tu espalda y navegar desde tu pecho a tus caderas. Y que atraquen otras naves llenas de piratas de olor a madera y sal. Mezclar nuestras lenguas con las suyas, y el aliento recorrerá las mentes llenas de inhóspitas mareas, y deshará todo el espanto contenido entre la espalda y la retina. Quiero librar ese sortilegio de latidos, quiero desatarme entre vuestros muslos, quiero brotar entre mis grietas y mis precipicios, y quiero sobre todo sentir que estoy vivo, aunque sea fugaz el verbo que nos define, y también el que nos deshace en el olvido. El instante, grabado a fuego con el viento de vuestros labios, durará por siempre.



Pensamientos y conexiones al hilo del ensayo "El Sexo y el Espanto" de Pascal Quignard (Ed. Minúscula, 2005). De él, traigo aquí un extracto del prólogo, para que meditéis y reflexionéis sobre esas turbadoras miradas llenas de estupor y espanto de los frescos de Pompeya, y de cómo se perpetúan en nosotros y en nuestra manera de entender el sexo.

(...)

Venimos de una escena en la que no estábamos.
El hombre es aquel a quién le falta una imagen.
Aunque cierre los ojos y sueñe de noche, aunque los abra y observe atentamente las cosas reales a la luz resplandeciente del sol, aunque su mirada se aleje y se extravíe, o vuelva sus ojos al libro que tiene entre sus manos, aunque espíe una película sentado en la oscuridad o se quede absorto contemplando un cuadro, el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve.

Las patricias representadas en los frescos que compusieron los antiguos romanos están como ancladas. Permanecen inmóviles, con la mirada oblicua, en una actitud de espera anonadada, paralizadas justo en el momento dramático de un relato que ya no comprendemos. Quiero meditar sobre una palabra romana difícil: la fascinatio. La palabra griega phallos se dice en latín fascinus. Los cantos que lo acompañan se llaman "fescenius". El fascinus atrapa la mirada, ya que no podrá apartarse de él. Los cantos que inspira están en el origen de la invención romana de la novela: la satura.
La fascinación es la percepción del ángulo muerto del lenguaje. Por eso la mirada es siempre oblicua

Trato de comprender algo incomprensible: el traspaso del erotismo de los griegos a la Roma imperial. Esa mutación no ha sido pensada hasta ahora, no tanto por una razón que ignoro como por un temor que concibo. La metamorfosis del erotismo alegre y preciso de los griegos en melancolía aterrada tuvo lugar durante los cincuenta y seis años del reinado de Augusto, que reorganizó el mundo romano bajo la forma del Imperio. Esta mutación tardó solo unos treinta años en imponerse (del año 18a.c. al 14 d.c.). Y sin embargo aún nos envuelve y domina nuestras pasiones. El cristianismo no fue más que una consecuencia de esa metamorfosis: retomó, por así decirlo, el erotismo en el estado en el que lo habían reformulado los funcionarios romanos que promovió el principado de Octavio Augusto y que el Imperio, en los cuatro siglos siguientes, se vio obligado a multiplicar con obsequiosidad.

Hablo de los terremotos

El eros es una placa arcaica, prehumana, totalmente bestial, que aborda el continente que emerge del lenguaje humano adquirido y de la vida psíquica voluntaria, adoptando las dos formas de la angustia y la risa. La angustia y la risa son las cenizas densas que caen lentamente de ese volcán. No se trata nunca del fuego abrasador ni de la roca aún incandescente y viciosa que sube del fondo de la tierra. Las sociedades y el lenguaje se protegen sin cesar de la amenaza de ese desbordamiento. En los hombres, la fabulación genealógica tiene el carácter involuntario de un reflejo muscular: son los sueños en los animales homeotermos entregados al sueño cíclico; son los mitos en las sociedades; son las novelas familiares en los individuos. Inventamos padres, es decir historias, a fin de dar sentido a lo aleatorio de un apareamiento que ninguno de nosotros -ninguno de sus frutos, tras diez oscuros meses lunares- puede ver.

Cuando los bordes de las civilizaciones se tocan y se superponen, se producen sacudidas. Uno de esos seísmos tuvo lugar en Occidente cuando el borde de la civilización griega tocó el borde de la civilización romana y el sistema de sus ritos: cuando la angustia erótica se convirtió en fascinatio y la risa erótica en el sarcasmo del ludibrium.
(...)

Pascal Quignard.

29 de noviembre de 2007

Perfecciones.



Madrid, 20:25 horas. Parada de metro de Nuevos Ministerios (para los que no conozcan Madrid, una de las paradas de metro del distrito financiero de la capital).
Yo, bajando las escaleras del metro para volver a casa. Por la mañana he salido impecable, arregladito, perfumado y perfecto. A lo largo del día, sin embargo, las horas de trabajo, de correr de aquí para allá, la piscina, las clases, el café con un amigo, las compras, las carreras por la calle, me han ido transformando... me siento un poco maltrecho. Ya sólo en la última media hora el calor excesivo de los interiores de las tiendas, los paseos en el super porque no encuentro la mozarella, las ganas por vivir cada minuto de lo que queda de día, me han ido dejando la cara con signos de cansancio, y mi cabeza ya algo despeinada. Además siento que me muero de calor bajo la cazadora acolchada y con las bolsas de plástico en las manos mientras deseo llegar a casa cuanto antes. La escalera de descenso es larguísima, interminable. De repente, aparece él subiendo. Inmóvil –la máquinaria de la escalera lo hace todo- y con cada prenda en su sitio, al igual que sus cabellos, como si hubieran sido colocados uno por uno. Siento que no se han debido mover un milímetro en todo el día. Es rubio, y muy atractivo. Viste de negro. El olor de su perfume aún se siente intensamente al pasar junto a mí, y observo con sorpresa que su rostro permanece como recién afeitado, absolutamente hidratado. Lo imagino en su oficina, imperturbable sobre las teclas, midiendo cada uno de sus movimientos de manera meticulosa: los dedos, los brazos, la cabeza, incluso la mirada. Todo con un criterio de máxima eficiencia con el menor gasto energético posible. Lo imagino hablando lentamente, usando sólo las palabras justas. Casi puedo verlo mientras come una ensalada baja en calorías en un recipiente de plástico y bebe agua mineral. Su ropa no se arruga y llegará a casa casi exactamente igual que como salió. No ha sudado una gota, ni ha hecho mella en él la polución. Tampoco se ha sobresaltado ni ha hecho nada que no estuviera en sus planes. Pasa de largo junto a mí, ni se inmuta detrás de sus auriculares. Me miro a mí, acalorado, con el cierre de la chaqueta un poco torcido, sofocado y atravesado por mil reflexiones, al borde de más de una pasión, con las plantas de los pies ardiéndome dentro de las deportivas. Me gustaría poder contagiarme de un poquito de su perfección a estas horas del día, de su inmaculada pose, que todos observamos en silencio desde la escalera que baja... Sin embargo, no puedo evitar sentir un escalofrío cuando termina de pasar, como si algo en él no fuera humano, como si toda esa legión de seres perfectos que puebla los laberintos de la gran ciudad entre semana fueran de aire, producto de una oscura fuerza que pretende crear en nosotros envidia, ganas de no ser imperfectos y parecernos a ellos, algo que alguien acaba de estrenar y que no necesita cambio alguno porque ya es pefecto mientras nada cambie, como si pudiesemos no cambiar nada y cruzarnos todos inmóviles y exactos en los pasillos del metro... No, en el fondo he sentido pena por él y me he alegrado de sentir calor, y sudar, y estar despeinado. Es también por ello que mi corazón late fuerte.

23 de noviembre de 2007

El dolor de la primavera.

Hace días que vengo escribiendo un microrelato en forma de pequeño cuento mitológico inventado, inspirándome en la contundente música (Le sacre du printemps) con la que Igor Stravinski escandalizó París en el año 1913.
La provocación de Igor enfrentaba una leyenda eslava anclada en lo primitivo con una música revolucionaria y desconcertante, estructurada en base al ritmo y la percusión, hostil en muchos momentos a los sentidos, alejada del lirismo tradicional y proponiendo una nueva estética grave, inquietante, telúrica y a la vez vanguardista.

Yo he transformado la leyenda en otra, pero con la intención de respetar la esencia de lo que Stravinski nos quiso transmitir.
Tenía la intención de ilustrarla con uno de los montajes que más honor le hace a la partitura. La del coreógrafo belga Maurice Béjart, uno de los padres de la danza contemporánea (de la que ha sido uno de los máximos difusores en el final del siglo pasado) y creador de algunos de los montajes más absolutamente redondos del género. Lo elegí a él porque me ha subyugado siempre, porque fue un rompedor y ha sido uno de los que ha sacado la danza clásica del estrecho corsé en el que la historia la había encajado. Por eso creo que su versión es la que más se adapta a la intención primaria del Ballet de Stravinski. Yo aún me maravillo cuando la veo.
Casualmente Maurice Béjart nos dejaba ayer un gran vacío al desaparecer. Me ha parecido una noticia triste para el arte en general, y me ha impulsado a terminar el relato que pensé que iba a quedar eternamente en borrador.
Os dejo con unas escenas de su coreografía absolutamente extraordinarias (no os perdáis el maravilloso final) y con mi pequeño relato.


En los últimos segundos antes de expirar, un tumulto de sensaciones y recuerdos cae como un aguacero sobre Selune. Las drogas que ha ingerido durante la tarde previa al ritual la mantienen en una semiinconsciencia de la que sólo cree despertar a medias cuando el reflejo del fuego sobre la gran daga de del hechicero Laur le quema los ojos con su resplandor. Sus ojos oscuros tras la máscara, a pesar de la euforia desatada por los cientos de golpes de tambor sobre sus oídos, la tranquilizan. El olor de la sangre de los animales recién descuartizados comienza a invadirlo todo, y la imagen de la suya que será vertida en breve sobre ellos, le llena de imágenes la retina. Pero al brillo intenso de la daga todo se desvanece. Ha llegado el final. El mundo entero parece detenerse de pronto y un extraño silenció la invade. Entonces llegan los recuerdos, como en tumulto, abrasándole la piel de las sienes. La mañana en que la nieve comenzó a deshacerse sobre la llanura, y la mirada oscura de su madre, que no decía nada, pero que tragaba estoica la amargura de ser madre de la virgen más joven del poblado. El viento que se iba haciendo menos frío, la aparición de las primeras brisas templadas, con la llegada de la cuarta luna desde el inicio de la crecida del día.
Selune conocía a Tremel desde niña, y habían compartido juegos y noches en torno a la hoguera del poblado. Pero no fue hasta el verano pasado cuando comenzó a sentir una poderosa atracción hacia él. Aquella imagen también le llega como una piedra afilada lanzada sobre su memoria. Tremel y ella nadaban en el río, jugando como siempre lo habían hecho, desnudos, salpicándose y riendo todo el tiempo. Y entonces Selune, sin saber muy bien por qué, se sintió profundamente turbada mientras contemplaba la espalda mojada de Tremel saliendo del agua, y los minúsculos ríos de agua descendiendo furiosos por su piel para caer salpicando la superficie, y el sol haciendo que brillase como una estrella. Selune sintió un escalofrío de placer, un estremecimiento desconocido, seguido de repente de una sensación de embarazo, de pudor y de soledad. Y recuerda cómo salió corriendo en otra dirección, a cubrirse veloz con la tela de su saya. Pero desde entonces no puede evitar mirar hacia Tremel donde quiera que esté. Se siente como poseída por un hechizo, atraída brutalmente por su cuerpo y por su mirada. Sin embago, desde aquel día, paradójicamente, se siente incapaz de ser la misma de antes con él, y no se ha atrevido a romper la distancia que guardan entre sí quienenes no se conocen mucho. Pero le dolía, le dolía ser incapaz de acercarse a él, y sentía como fuego en el pensamiento cuando estaba él delante.
Hasta que una noche sin luna, después de cantar junto a la hoguera, por fin se aproximó, y le dijo algo cariñoso, y caminaron juntos un rato en la oscuridad del bosque. El resplandor lejano de las hogueras era la única claridad que les llegaba. Aún en esa penumbra Selune sentía los ojos de Tremel clavársele como espadas en los suyos. Con todo el temblor que la recorría, Selune acercó poco a poco sus dedos a las mejillas de él. El gesto provocó que él se acercara más aún y le dejara un beso en la frente. Le sonrió y tomó el camino de vuelta a las cabañas. Selune se quedó detenida, y su cara se llenó enseguida de abundantes lágrimas. Desde entonces ha vivido como un espíritu, vagando siempre sola y sin emitir apenas sonidos. Su madre la mira con melancolía, pero no dice nada. Últimamente le toma la mano y la acaricia con frecuencia, como sabiendo que es algo que no podrá volver a hacer. Nadie dice nada, pero todos la miran en el poblado desde hace días. Todas esas miradas también llegan a su cabeza en el último momento. Miradas que se mezclan con la oscuridad que percibe detrás de los huecos profundos de la máscara de Laur y el intenso resplandor de la llama en la daga, que parece penetrar en ellos. Después siente el metal hirviendo sobre la piel, y se desvanece.
Lo último que siente recordar son las gotas de agua cayendo por la espalda de Tremel, iluminada por el sol.
Delante de la sangre aún tibia de Selune derramada sobre una copa de barro azul todo el poblado acaba de hacer silencio. Los primeros rayos de la mañana se vislumbran ya sobre las montañas. Con el sacrificio de la virgen más joven del poblado la primavera que ya despunta no morirá, y podrá haber frutos que comer, y caza abundante. Se van retirando todos, como cada año. Las más jóvenes sienten un extraño temblor en su piel, y los adultos comienzan a pensar en el día de trabajo. Se retiran a descansar a sus cabañas. Aún huele a sangre, y el único que permanece junto a las brasas, ya con el sol levantado, es Tremel. Mira fijamente el lugar del sacrificio, y es difícil saber qué siente o qué piensa, pero permanece de pie junto a los restos cuando han pasado horas ya del final, solo, y no aparta su mirada del último lugar en el que ha visto la mirada de Selune.

21 de noviembre de 2007

Besos imposibles.


Siempre quise besarles, aunque ellos no lo supieran. Desde que los conocí. Suelen tener el color de sus labios ligeramente acentuado en un tono más claro de lo normal. Es mi pequeña obsesión, acercarme a ellos y posar los míos lentamente, casi morderlos y deslizar mi lengua lenta, casi imperceptible, entre ellos. La mayoría se quedan ahí, en deseo que envuelve mi garganta. Algunos casi los he conseguido. Es una cuestión de arrojo, de ese que me abunda en el verbo pero que se repliega cuando la atracción me desgarra. He estado a milímetros de distancia, para retirarme después, como si se tratase de puertas de bronce oscuro que no he osado abrir. Están todos a buen recaudo, encerrados en el palacio que mi deseo ha construido mirada tras mirada, estupor tras estupor. Secretos, ocultos en la más remota sala, disfrazados de color y memoria.


Esos que miro ahora no son los mismos. Pero han invadido la ciudad, y nos observan a todos desde lo alto y desde lo bajo, a ras del suelo o desde las esquinas del subterráneo. Labios puros, imaginados castos, impolutos, apenas rozados por otros. No tengo la menor idea de dónde los sacó Alberto, ni de si los imagino o los tomó del natural, de alguien que pasó a su lado atrapando su aliento, o de alguna dama que a él los expuso alguna noche de invierno frío. Y sin embargo no puedo evitar pensar que aunque sean reales, sólo existieron en su deseo, y jamás cruzaron el umbral de la realidad. Me lo delata esa mirada fija y esquiva que los protege, que levanta ese muro invisible envolviendo el beso imposible. Esos ojos desafiantes guardan con celo la cuerda que ciñe el impulso, que lo paraliza. Lo sé porque lo he vivido, porque lo vivo en los que a mí me persiguen, en los que arden en mi estómago silbando entre los cabellos que me rozan, sobre la piel que me precipita al olor, sobre el vértigo sutil que me borra el olvido.
Esos labios... tan cerca y a veces tan lejos. Esos labios (estos días reproducidos en avenidas, multiplicados sobre nuestras cabezas) los conozco. Los conozco porque los deseo. Los deseo tanto, que sigo sin poder besarlos.

19 de noviembre de 2007

Extrañeza y Mozart



Las tardes se cierran como oscuras y veloces grutas, y no tiene tiempo el aliento de encontrar el sol quebrándose sobre los límites. Mis sobremesas son mares de fuego que se arrastran para extinguirse. El sueño, noches frías en las que la médula tiembla. No sé quién me trae la extrañeza, ni los pasos rotundos sobre la razón, como asfixiándola. Y sin embargo ahí está, desafiándome en el tálamo de la duda. Intento verter el temor, y saciarme de presente, pero el hilo que me une al futuro se me enreda entre los dedos. Extrañeza que me separa de mí, que extravía mis latidos y los esconde bajo una almohada invisible, que me amarga el tacto del volante, que me arroja al vacío entre lámparas rojas que flotan en la oscuridad, como suspendidas. Es toda esa extrañeza de la reflexión y de la calma, que me devora, que me arrastra y me acuchilla, pero que va seguida de lo cotidiano, como un metrónomo humano, como un reloj de piel que dibuja de nuevo la mañana y la tierra oscura que se me clava en la retina. La mañana despliega el ancla y las ramas sobre la lengua, pronunciando las mismas palabras, reconociendo los túneles de mis venas, habitando en la estrecha espalda de la rutina. Y reconocida la felicidad de lo exiguo, siento algo parecido al respiro, inevitablemente falso, pero poderoso, como cuando tras un adagio que instala el silencio, Wolfgang nos arranca del limbo para devolvernos al trepidante humor, a la distancia de lo grave... y la vida sigue.

15 de noviembre de 2007

Delicatessen porque sí

Quienes me conocen saben que soy bastante expresivo y entusiasta al hablar. Eso no lo puedo cambiar. Algunos de los que me conocen saben también que hay algunos temas con los que me apasiono especialmente. Y alguno menos sabe (pero también los hay) de las especialidades gastronómicas con las que disfruto casi tanto relatando el placer que me produce comerlas como el hecho de hacerlo en sí mismo. Entre ellas, una de las que más, la Burrata di Bufala, esa exquisita especialidad de la región de la Puglia italiana, con textura de mozzarella mantecosa que se deshace entre hilos, crema y suave pasta de un queso fresco e intenso de sabor. Me gusta prepararla desatándola (normalmente viene envuelta en una hoja verde y atada con una cuerdita) y cortando su exterior más sólido, para dejar a la vista toda la crema del interior. La rodeo de tomates cherry cortados por la mitad, para mojar con ellos en la burrata, y la salpico de hojitas de albahaca fresca. Para aliñarla basta un poco de sal, pimienta negra recién molida y un poco de aceite perfumado de trufa blanca.
Después se sirve, preferentemente acompañada de un buen vino tinto, y se degusta... pocos placeres físicos la igualan, os lo aseguro. Para muestra, una foto de la última que preparé, en casa... Alguno de los lectores estuvo, así que opine, que opine...

12 de noviembre de 2007

Las ocho y veinticinco

Raquel recoge los últimos cacharros de la cocina como cada día y al terminar alcanza con su mano suavemente la espalda. Este trabajo me está quitando la vida, piensa. Mientras dobla con delicadeza su delantal antes de guardarlo en el cajón de la encimera piensa en Jaime y en la discusión de anoche. No, no se merecía una respuesta así, pero algo le llevó a decir aquello. Quizá la infinita desidia en la que viven desde hace meses, cada uno por separado, durmiendo de espaldas, comiendo en silencio, viendo la televisión sin mediar palabra. Ninguno de los dos se atreve a hablar, y cuando lo hacen, tan sólo son capaces de desembocar en reproches. Raquel se detiene a mirar la cocina de los Flórez. Tan grande, tan luminosa, con el frigorífico siempre lleno de comida perfectamente envasada y convenientemente ordenada. Nunca falta nada, la compra se hace a diario y siempre se repone lo que se necesita cada día, para que esté todo fresco y a punto. Esta cocina le inspira una sensación confusa, porque la desea y la envidia, pero al mismo tiempo debe trabajar a diario en ella para que sean otros quienes la aprovechen. Ella tiene la idea de que la cocina es el corazón de la casa, y de que si allí todo funciona y está limpio, el hogar debe igualmente funcionar. Ojalá pudiese tener una cocina así en casa, siempre aprovisionada y limpia, dispuesta a poder satisfacer cualquier menú que se terciase.


La señora Julia le da siempre instrucciones a primera hora de la mañana, nada más llegar ella. Siempre tiene muy claro lo que hay que hacer, como si lo apuntase en un papelito el día anterior y se dedicase a aprender las órdenes de memoria durante la noche. A pesar de su frialdad al hablar, Raquel la siente cercana, y le gusta que la trate de tu y que termine siempre sus frases con un rotundo "¿te parece bien? La relación entre ambas nunca ha tenido tensiones, y Raquel nunca ha dado pie a comentarios ni recomendaciones de ningún tipo. Tan sólo una vez se había quedado con 20 euros que encontró limpiando debajo del gran sofá del salón, pero nadie los reclamó jamás. Este pequeño incidente secreto, sin embargo, la martiriza aún de vez en cuando, pero nunca se ha atrevido a confesarlo, ni siquiera a Sandra, su mejor amiga. Lo que sí le ha dicho a Sandra es lo de Roberto. Sandra no hace más que decirle que es un jodido boludo, un puto pijo cobarde, pero Raquel no lo ve así. En el fondo siente que fue ella la que se tomó la libertad aquella tarde en que se encontraron solos en la casa. ¿Qué iba a hacer el pobre después de aquello? con lo severos que son la señora Julia y el señor Ramón, que es que les viene de familia. Roberto se jugaba seguramente su doctorado en Princeton, y Raquel su empleo en la casa y probablemente las posibilidades de conseguir otro en todo el barrio. Así, siempre entendió el silencio de Roberto, y por qué dejó de hablarle y hasta de mirarle. Estaba segura de que él no había dicho nada nunca a los señores. Ella también había callado. Con Jaime, con su hermana Gloria, con todos. A veces, hasta le parecía que aquello no había sucedido nunca. Inconscientemente, hablar con Sandra de ello había sido como una forma de hacerlo real, de no tener todo el poder para olvidarlo.

Raquel mira el reloj y calcula que tendría que correr un poco para llegar al autobús de las ocho y veinticinco. Aún debe ordenar la despensa un poco y cambiarse de zapatos. La ciudad se ve tan fea desde la marquesina del autobús cuando es de noche y tienes que esperar por el autobús siguiente, piensa. Todos parecen tener dónde ir. Todo el mundo da la impresión de tener algo interesante que hacer, algún lugar especial donde ir o alguien esperando impaciente en algún sitio. La calle se convierte en un lugar de paso a esas horas, solitario, casi deshumanizado. Y eso a Raquel le pone muy triste, porque siente que a ella, en realidad, en ningún sitio la esperan, aunque sea mentira. También le hace sentir que su vida no tiene ningún atractivo desde hace meses. Pero hasta eso, en realidad, es mentira.

Mientras se apresura un poco se lleva la mano al vientre y lo acaricia con sumo cuidado. Es lo único que aún no sabe nadie. No sabe cómo decirlo, ni siquiera a Sandra. A Jaime tampoco. Sabe que es probable que no la crea. Que también es probable que quiera dejarla. Y el miedo la paraliza. Al llegar a casa cada noche lo intenta. Lo mira con insistencia desde la puerta de la cocina mientras él observa en silencio la televisión. Y parece que las palabras acuden hasta sus labios, pero se quedan ahí, detenidas, sobrecogidas. Hasta que Jaime, casualmente la mira, y entonces ella finge como que mira también la televisión desde la puerta. Y ninguno dice nada.

Seguro que lo voy a perder, se lamenta mientras termina de atarse los cordones de los zapatos. Y toma su bolso antes de pasar por el salón y dar las buenas tardes a la señora Julia. Hasta mañana, le dice. Y Raquel, en sus palabras, aún encuentra un algo familiar, una de las pocas cosas que la reconfortan sin saber muy bien por qué. Mientras cierra la puerta del piso, Roberto acaba de salir del ascensor. Y ella se ha detenido sin saber muy bien qué hacer. Después de varios meses evitándose, no les queda más remedio que cruzarse de una vez en la estrechez del descansillo. Roberto baja la mirada y dice buenas tardes, como si fuese la primera vez que se encontrase con ella. Raquel le responde, pero su voz tiembla mientras pronuncia esas palabras. El olor de Roberto al pasar aún le devuelve a aquella tarde, pero él abre la puerta y entra en la casa sin volver la mirada atrás. Raquel vuelve a pasar su mano por su vientre mientras respira profundamente. De repente no sabe si hace bien o no, y el mundo parece bascular un instante sobre el sonido que la puerta acaba de hacer al cerrarse. Sus latidos parecen retumbar en toda la escalera.

Lo pierdo, coño. Y toma el ascensor apretando insistentemente el botón de la planta baja. No puede evitar correr por la calle abajo hasta la avenida por donde pasa su autobús. Cuando llega lo ve detenerse en la parada anterior, más abajo en la avenida. Viene con retraso, menos mal. Se pregunta si el chico moreno estará hoy también. Es su particular forma de evadirse cada tarde, de vuelta a casa. Ese chico moreno y fuerte, más joven que ella, que la mira con descaro y sin apartar la mirada durante todo su recorrido, cada día. Ella le sonríe con inocencia, pero en sus ojos hay algo más que la sombra de un juego. Sin que ella lo perciba, esconde el filo de un vertiginoso precipicio. Él se baja mucho antes que ella, pero la persigue con la mirada fija hasta que el autobús gira en la última esquina. Y ella, sin ser consciente, se ha vuelto terriblemente exigente consigo misma para no perder el bus de las ocho y veinticinco. Aparentemente, sin embargo, nada sucede.

Sí, también está hoy, al fondo y de pie. Y la está mirando desde que entra, mientras pasa el billete por la anuladora, mientras se sienta en uno de los asientos laterales, justo frente a él, y se alisa el cabello tímidamente con los dedos. La sigue con la mirada y la desnuda con su oscuridad. Y ella, inconscientemente se lleva de nuevo la mano al vientre. Sería bonito bajar con él y dejarlo todo. Bajarme con él y dejar que me lleve, que me lleve donde quiera. Y él, que ya no sabe como disimular más el deseo, se levanta para dirigirse a la puerta, pues está llegando a su destino, y al pasar roza su brazo con el suyo, y le sonríe con descaro. Ella se estremece, pensando que quizá sea casual, pero se gira para ver cómo desciende. Y él, una vez abajo, no retoma su camino, sino que la mira, y parece que los ojos se salen de sus pestañas. Finalmente le hace un gesto firme, como de que lo acompañe, como de que baje y se vaya con él. Ella se levanta y lo mira, y sus pies quieren salir de allí, Salir y olvidar que la ciudad se ve tan fea desde el autobús. Quiere bajar para que sean los demás quienes la vean a ella caminar con él, caminar hacia un lugar bonito, hacia un lugar interesante. Sentirse también ella deseada, imaginada, fantaseada por los demás. Y parece que le falta el aire mientras se dirige a la puerta. Pero no es capaz de traspasarla. Y se cierran finalmente, delante de sus ojos, y con ellas la mirada del chico moreno que aún la observa desde el fondo de la calle mientras el autobús acelera. Debería coger el siguiente bus, piensa mientras las piernas aún le tiemblan, y saca su reproductor de música mientras vuelve a su asiento. Lo acciona para poner la música lo más alto que puede. No sabe aún si le gusta esa música tan machacona que le ha pasado Sandra, pero no puede evitar escucharla día a día.
Cuando llega a casa, casi se ha olvidado de todo lo que acaba de suceder en la tarde. Sólo quiere relajarse y fumar un pitillo mientras se hace la cena. Jaime querrá ver el fútbol. Bajaré a ver a Sandra un rato.
Pero al llegar Jaime no está. La habitación parece revuelta, como si alguien hubiera estado desordenando los armarios. Faltan algunas cosas de él. Pero nada más le extraña, todo lo demás está en su sitio. En el fondo, aunque muchos días desearía llegar a casa y que no hubiese nadie, no puede evitar sentir un miedo atroz, un miedo que la atrapa de repente y le araña el vientre. Rápidamente saca el móvil para llamar a Jaime, y entonces descubre que tiene un mensaje en la pantalla. Ni sabe desde cuándo estará ahí. Lo abre en seguida, es de Jaime. Pero el mensaje está vacío. Sin palabras. Es un vacío inquietante, que la amordaza, y que de repente abre otro vacío aún mayor. El que se extiende delante de ella.
Se lleva la mano al vientre, parece como si todo el mundo le doliera, de repente, ahí. Le duele la injusticia de la señora Julia, de repente descubierta. Le duele la indolencia de Roberto, su cobardía. Y la indiferencia de Jaime, y lo mucho que en realidad lo necesita. Y en el fondo le duele no quererle ya. Y le duelen los reproches de Sandra, y le duele que siempre le dé la razón. Y le duelen las confidencias y las miradas. Pero sobre todo le duele ella misma, y su propia cobardía. Y le duele su miedo cada tarde en el autobús. Y le duele cada silencio de casa que no es capaz de romper, y su vergüenza de sentirse gris mientras espera el autobús, y le duele la envidia malsana de la vida de los demás... Y le duele el vientre y le duelen sus dudas. Y de tanto dolor, por fin, se sienta y llora por todo... Mañana, imagina mientras las lágrimas le descienden por las mejillas y le llegan al cuello, será otro día.

8 de noviembre de 2007

La abstracción del paisaje.


DEL ROMANTICISMO NÓRDICO AL EXPRESIONISMO ABSTRACTO


Inmersos en el stress cultural de un Madrid al que en este otoño parece que le faltan espacios en los que inaugurar exposiciones más que celebradas y anunciadas, he vuelto esta semana a uno de mis particulares e indiscutibles referentes culturales de esta ciudad. La Fundación Juan March.
No os encontraréis la ciudad empapelada de los carteles de su actual exposición, y sin embargo se erige como una de las más seductoras, interesantes y coherentes exposiciones que he visto últimamente.
Esta Fundación siempre convence con sus propuestas. A pesar de que el espacio físico del que disponen para ellas es bastante limitado, sus exposiciones nacen del rigor y la profundidad conceptual, y tienen siempre un eminente sentido didáctico, no tanto como difusores del arte, sino como motivadores de la reflexión en torno al arte. Además, siempre acompañan sus muestras de un profesional y completo servicio gratuito de visitas guiadas que constituyen un verdadero placer para los que asistimos a ellas (miércoles por la mañana y viernes mañana y tarde).

En esta ocasión, el argumento de la exposición que nos traen hasta inicios de Enero, es LA ABSTRACCION DEL PAISAJE. En ella, partiendo de una interesante teoría del historiador americano Robert Rosenblum, nos seducen con otra posible interpretación de la evolución de la pintura moderna (alejada de la tradicional y oficial, aquella que pasa necesariamente por Picasso y Matisse). En ésta, y partiendo de la ruptura de la escuela francesa y la alemana (y por ende nórdica) en cuanto a interpretación de la naturaleza (la francesa, naturalista, centrada en la impresión real y espontánea de la naturaleza, y la alemana, que introduce el elemento romántico -espiritual- que la transforma en algo misterioso, sobrenatural e inquietante) asistimos a toda la evolución que esta segunda interpretación va ejerciendo en pintores posteriores hasta llegar, por otra vía, hasta la abstracción.
Así, partiendo de una serie de paisajes a la sepia (representando tres de las cuatro estaciones del año) de Caspar David Friederich (perdidas desde 1935 y recientemente recuperadas y restauradas, de hecho esta es la primera vez que se exhiben tras su "presentación" en Berlín) la exposición se articula en torno a una serie de trabajos sobre papel que van recorriendo grandes nombres (y algunos menos conocidos) de la historia de la pintura occidental (Turner, Van Gogh, Munch, Kandinsky, Mondrian, Klee, Rothko...) y que nos van ilustrando a través de diferentes representaciones del paisaje cómo la conceptualización del la mirada espiritual romántica sobre el paisaje va evolucionando en una transformación de las formas que desemboca en la abstracción. Rosemblum, en el fondo, tiende un hilo que pretende unir lo sublime romántico que representa el romanticismo nórdico (Friederich) con lo sublime abstracto que representa el expresionismo abstracto americano (Rothko):

"La línea que va de lo sublime romántico a lo sublime abstracto es una línea quebrada y tortuosa, puesto que su tradición es más la del sentimiento singular y errático que la del sometimiento a disciplinas objetivas"

Más allá de la distorsiones de esta teoría y de las polémicas que ha suscitado en el mundo del arte, no cabe duda que como propuesta de reflexión es tremendamente atractiva. Y sobre todo, supone una ocasión para asistir a un ejercicio de comprensión de muchas de las claves de la evolución del arte hasta nuestros días (muy recomendable por lo tanto para los que no terminan de entender la abstracción en la pintura).
Como siempre, la web nos obsequia con un abundante material documental para prepararnos bien la visita y gozarla. También (como casi siempre) en torno a la muestra se ha organizado un ciclo de conferencias y otro de música, inspirados en temas y argumentos relativos a la exposición. Yo con seguridad iré alguna vez más a verla. Reconozco que salí sin aliento de mi primera visita, pero con la sensación de no haberla aprovechado pues es bastante lo que es necesario asimilar.

Hasta el día 13 de Enero.

5 de noviembre de 2007

En la médula del otoño


Sentir los últimos rayos de sol de la tarde de noviembre y verlos deslizarse por las torres convertidos en fuego suave, en tenues láminas de colores versátiles, cada vez más frágiles, hasta desaparecer. Todo un espectáculo de belleza que cada otoño se repite en esta ciudad donde durante unas semanas busco cada tarde ese instante, que dura tan solo unos minutos, justo antes del ocaso. Cada año siento una necesidad imperiosa de salir a encontrarlo cada tarde, como con el aire ausentándose de mi garganta. Recorro las avenidas con el ansia como un látigo sobre mi pecho, mirando con insistencia el borde del cielo sobre los edificios. Busco mi secreto milagro de naranjas que me poseen y lo llenan todo para volatilizarse en espuma que sobrevuela los tejados y deshacerse finalmente en el limbo de la noche. Es imposible fotografiarlo, sería una traición a este misterio de la ciudad donde vivo, entendible sólo cuando, caminando por la Gran Vía en una tarde de noviembre, de repente, te atrapa la daga sin aliento de un horizonte que detiene el tiempo y acelera el espacio. Y te quedas adherido a él, sin sonido de automóviles ni sirenas... hasta que súbitamente termina, como si de un suspiro se tratase. Brutal como el pasar de la página más lírica, de golpe, casi arrancándola, dejándote hueco y sin palabras, arrojado sin remedio de nuevo al silencio rasgado del murmullo incisivo de la gran ciudad. En esos casos se necesita una mano cerca, para no caer por causa del mareo intenso... ¿ alguien me la tiende esta tarde?

28 de octubre de 2007

Amanecer en Madrid.

En los charcos de las calles de Madrid, los gatos han visto esta noche reflejadas las estrellas. ¡Qué raro!, habrá pensado algún lúcido, que siempre los hay, si en Madrid no se ven las estrellas nunca. Son aquellos dos locos, ¿no los ves? Se les caen de los bolsillos.
(de una noche de febrero de hace algún tiempo...)

Cuando la noche se precipita en un sinfin de palabras y desenfreno de piel sin medida, y llega inevitable el amanecer...
Cuando la mirada sólo puede contenerte porque te extinguirás sin remedio...
Cuando las manos pierden el rumbo, pero encuentran una órbita que les aplaca su sed oscura...

Entonces sucede.

Sucede que subes despacio la escalera del metro, de vuelta a casa, envuelto de silencio, y te sorprende el sol de la mañana abrasandote la espalda, aunque tiembles pensando que nada puede evitar que faltan sólo unos minutos para que esa brisa vuelva a helar tu corazón de nuevo a -176 grados centígrados.
Entonces, en un gesto absolutamente casual, accionas aleatoriamente tu reproductor.
Surge él, como siempre, tendiendote su otro amanecer, atravesandolo todo para susurrarte que camines sobre las espinas sin temor, que la vida debe continuar.



Y es que él, hace más de doscientos años, ya sabía que todo iba a ocurrir así. Si lo escuchas con un poco de atención, verás que en la partirura, en realidad, está todo escrito. Sin palabras.

24 de octubre de 2007

Desde la barrera



Estoy convencido de que la piel emite un imperceptible rumor en forma de ondas. La mayoría de las veces éstas atraviesan de forma absolutamente inocua nuestros sentidos. Sin embargo, algunas personas consiguen que, como si de una minúscula sierra se tratara, nos arañen suavemente. Al principio como un leve cosquilleo, para transformarse después en finísimos hilos que tiran irremediablemente de nuestra piel hacia aquella otra.

Lo sé porque cuando te acercas lo siento. Siento esos hilos tirar de mí y hacer que mi dedo busque rozar casualmente, como por accidente, tu muslo o tu cadera, o que tu pierna roce la mía esa pequeñísima porción de tiempo más de lo que la inercia obliga.
Porque nuestras pieles se buscan. Se buscan como en órbitas, bajo la ropa, y establecen su magnética lingüística. También lo sé porque sonríes. Porque sonreímos. Y porque tu mirada (quizá sólo lo imagino) parece querer salir proyectada, y brilla de una forma diferente.

Hablamos de esto y de aquello, y tú me cuentas tus deseos y tus derrotas, y yo a veces esquivo tu mirada. Te cuento cosas que no me invento, pero que tampoco me importan tanto. Quizá porque no me atrevo a que me importes, ni a conjugar “tú” con palabras prohibidas antes de escucharlo en tus labios. Faltan palabras, y también el final del laberinto. En realidad faltan todas las frases que debieron estar escritas. De alguna forma se borraron, así que siempre nos perdemos en el camino. Además, cuando la distancia se alarga un poco más, las ondas pierden su efecto, y entonces ese umbral de la intimidad en el que habitamos a veces se desvanece y pasamos a hablar desde la ventana, cada uno detrás de su pared. Así, desde el otro lado de la cascada, dejamos que sea siempre el agua quien se precipite al vacío. Y la miramos discretamente, con vértigo, pero seguros de no sentir su humedad, como si nada sucediese, como si detrás de las palabras no se escondieran las fauces del deseo, como si nuestras lenguas nunca fueran a encontrarse.

Pero no puedo negar que cada vez que te vas, cuando te abrazo, uno de nuestros hilos se queda siempre enganchado en el mismo lugar.

23 de octubre de 2007

Dobles



Un día, hace muchos años, yo también, de repente, me encontré de bruces con alguien físicamente igual a mí. Increíblemente igual a mí. Como en la película de Kieslowski, él iba dentro de un automóvil y yo me quedé mirándole sin que él percibiera que lo hacía.
No sé si los mecanismos que se desencadenan en momentos como estos son iguales para todos. Yo, personalmente, me quedé confuso, como invadido por una sensación de haber perdido de alguna manera, mi unicidad completa en el mundo. No sé por qué, preferí sentirme espía de aquel hallazgo. Creí hasta adivinar que alguno de los gestos que, por casualidad, conseguí ver en él, también lo era mío. Era una posible evidencia de la sospecha de que no sólo físicamente pudiésemos ser casi idénticos, sino que la similitud también se podía extender al terreno del pensamiento y (algo mucho más peligroso) al de los sentimientos. El hecho me violentó sin causa aparente. Necesité apartar la mirada de él, como si observarle con mayor descaro aumentase las posibilidades de que él se diera cuenta y yo quisiera evitar que aquello sucediese.

De aquella inconfesable pero irremediable atracción se desprendía una poderosa pregunta que yo no osaba pronunciar, pero que planeaba sobre mi cabeza. ¿Podría yo enamorarme de alguien exactamente igual a mí? Es curioso, un chico cargado de muchos pequeños traumas e inseguridades como era yo en aquella época y que, sin embargo, no podía evitar caer en la autocomplacencia de, por un instante, sentirse atraído por él mismo cuando, de repente, era capaz de verse desde fuera.

Aquello era todo un desafío, pero ambiguo, bordeado de prejuicios y lugares comunes, de moralinas y temores de esos que nos anclan a lo más oscuro de nuestro yo. No aceptarse del todo, ni en lo físico ni en lo espiritual (algo más que natural para el adolescente que era yo entonces) parece incompatible con sentirse extrañamente seducido por pensar en sentir ganas de lanzarse hacia esa especie de "uno mismo"... Y sin embargo, el deseo estaba ahí, en el borde de un vacío inescrutable que sólo el salto inconsciente parecía poder desvelar. No pudo ser, y me alejé de aquel lugar profundamente turbado. Aquella imagen aún me visita con frecuencia, y me sigue inquietando no saber aquello que pudo haber sucedido.

Mi vida después no ha dejado de ser un continuo lanzarse a lo que aparentemente la razón o el sentido común (social, cultural) dicta en primera instancia. Siempre he sentido una necesidad de tocar la realidad, de pisar la raya, de atravesar más allá de donde sólo la imaginación llegaba. He atravesado demasiados túneles, demasiadas selvas, demasiados océanos, para encontrarme con tormentas y trampas mortales, con sendas torcidas y noches sin alba. Pero también he visto la luz imprevista en mitad de la nada, miradas que escondían universos enteros, y palabras que se erigieron en castillos donde ahora habito. En uno de ellos, aún espero encontrame con aquel chico exactamente igual a mí, mirarle a los ojos, por fin besarle en los labios, respirar de su boca, y seguir adelante sin temor.

19 de octubre de 2007

Sin retorno (Segunda Parte)

(Enlace a la primera parte)

Comencé a subir pisos sin pensar en que no sabía dónde me dirigía. La catarata contenida de mi excitación acababa de romperse y descendía caudalosa por mi garganta, casi enmudeciéndome. Al llegar al tercer piso, a oscuras, vislumbré algo de luz detrás de una de las puertas del descansillo que estaba entreabierta. No lo pensé más, tenía que ser aquella. La empujé suavemente y entré. Me temblaban un poco las piernas.

Salvo la entrada, el resto de la casa parecía estar también en penumbra. Una penumbra a la que mis ojos se habían ido acostumbrando mientras subía. El silencio, de repente, se vio interrumpido por el sonido de una grabación de música de piano, casi sorda, que parecía provenir de una de las habitaciones del pasillo. La única luz con la que contaba era la que provenía del interior de lo que parecía ser el baño, situado al fondo de la casa, y cuya puerta estaba entreabierta. Caminé a paso lento guiándome por ella hasta llegar a la habitación de la que provenía aquella música. La luz era casi inexistente allí, pero al instante descubrí cómo se detenía suavemente sobre su piel, la piel deslumbrante de su cuerpo desnudo que me esperaba en el interior. En cuanto entré me envolvió un olor dulzón y cálido, casi familiar. Me acerqué a él, con la respiración entrecortada por una emoción que ya no sabía bien de dónde procedía o cómo se conjugaba. Su respiración, también agitada, se escuchaba por encima del piano. Extendí mi mano y toqué su cadera lentamente, como si acariciase una tela de material delicado para comprobar su calidad. Su carne era tibia y apetitosa. Y tan suave, que deslizarse sobre ella era como nadar sobre aceite. Él también extendió uno de sus brazos, tomándome de la cintura. Deslizó sus dedos por debajo de mi camiseta, y acarició el abdomen con suavidad, erizando mi piel a su paso. El corazón se me aceleraba y yo lo sentía martillear en mi garganta y en mis sienes con insistencia. Todas las imágenes de mi deseo descendieron sobre mí en aquel instante, y se mezclaron con la oscura fantasía que me provocaba aquella situación en la penumbra. Las ideas se bloquearon de inmediato en mi cabeza, incapaz de poder dar un sentido a todo aquello. Fue entonces cuando un inesperado descontrol se apoderó de mí y me lanzó a recorrer toda su piel con la mía. Y con mis dedos, y mis brazos, y mis labios, y mi lengua hambrienta. Fue su olor que me llegó como una flecha, y el sabor de su boca, que era como si siempre lo hubiese tenido ahí, incrustado entre el deseo y el placer.

Sucedió rápido. La fuerza de sus manos desnudándome con fruición, su lengua veloz probando mi pecho y mi espalda, los miembros enredados en una maraña que, sin embargo, se movía con una extraña perfección. Fueron momentos de levitación, como si los dos cuerpos flotasen en el aire, como si cada posición que adoptaran desafiase la gravedad a través de un equilibrio casi irreal. Me sentí rodeado de caricias que se acompasaban a la perfección con nuestra respiración y nuestros latidos. Mi pensamiento había dejado de funcionar y se entregaba al placer de la sentir y de desear sin concesión alguna a la reflexión. Fui poco a poco acercando mi sexo a su espalda, como en una danza ritual, y terminé penetrándole a ritmo muy lento, recorriéndole como si fuese parte de mi propio cuerpo, consciente sólo del placer intenso de cada milímetro recorrido, aumentando la velocidad tan poco a poco que no fui consciente de llegar a la extenuación total cuando por fin llegó el orgasmo compartido. En mi grito quebrado y convulso se escapaban muchas más cosas de las que creía. Me quedé abrazado a él, inmóvil sobre las sábanas, sumido en una respiración que se fue deteniendo. Mi lengua, también detenida, en su boca, como si siempre hubiese estado así, junto a él, sumido en un placentero bienestar que hubiese querido que durara para siempre. Estuvimos así un largo tiempo, hasta que de repente, algo me hizo reaccionar. Me incorporé de un brinco. Él encendió la luz y, súbitamente, sus ojos aparecieron por primera vez sobre mí. Me miraba fijamente, sin ningún pudor. No sabía qué decir.

- Me gustas mucho- dijo él.

Yo no sabía qué responder.

-Tú también a mí- solté torpemente. Lo cierto es que me sentía algo avergonzado.

En su mirada había algo de superioridad, de seguridad, que me hacía sentir incómodo, fuera de lugar. Al mismo tiempo, eso le hacía aún más deseable. Su atractivo me poseía y me provocaba de nuevo una erección contundente.

-Tengo algo de prisa. ¿me dejas darme una ducha? -
No sé por qué, pero necesitaba salir de allí. De pronto, lo complejo de la situación que estaba viviendo se apoderaba de mí y me generaba confusión.

-Claro, como quieras. ¿Seguro que no quieres quedarte un rato? Y charlamos... Como ha sido todo tan rápido...-

- Me encantaría, pero de verdad que tengo prisa - Nada deseaba más que volver a enredarme con él sobre la cama, aún templada por nuestro sexo. Pero comenzaba a racionalizar el momento y sabía que no sería capaz de disfrutar.

-Como prefieras. El baño está a la izquierda, al final del pasillo-

Me entregué al agua fría de la ducha como una forma de purificación, como intentando sacar con ella cualquier pensamiento de mi cabeza. A veces es difícil dejarse llevar por los sentidos ilimitadamente. Me gustaría tener un interruptor al que acudir en estos momentos. Desconectarlo y dejarme sentir, sin posibilidad de reflexionar. Pero no.

Me sequé rápidamente, con nerviosismo, y mientras terminaba de vestirme me fijé en su ropa, tirada en el suelo del baño. Del bolsillo de su pantalón sobresalía la esquina de lo que parecía ser una cartera de piel negra. No sé por qué razón me llamó aquello la atención. Me acerqué y la toqué con las manos. En ese instante, sus pasos se acercaron y el pomo de la puerta se movió. No sé qué me llevó a ello, pero no pude evitar tomarla en mi mano y guardármela. No lo entiendo, no soy ni fetichista ni cleptómano, pero un impulso incontrolable me llevó a tomar aquel objeto.

- ¿ya te has vestido? Vaya, qué prisa, ¿no? Pensaba que te quedarías al menos a tomar un café. O una copa si prefieres. No sé ni cómo te llamas- dijo con suspicacia

- Sí, bueno... es que... de verdad que tengo prisa- Lo cierto es que en aquel momento quería salir de allí como fuera. No podía soportar aquella situación un minuto más.

- Vale, no problem, si quieres, te dejo mi teléfono -

- Sí, claro... Perdona, me llamo Santi- Sonreí, como queriendo calmarme.

- Yo soy Iván- dijo devolviéndome la sonrisa -no te preocupes, te entiendo. Te escribo mi teléfono aquí y si te apetece me llamas para quedar con más calma-

-Gracias, seguro que sí-

Pero en realidad no estaba muy seguro de lo que decía. Me sentía extraño en aquel instante. No quise alargar la situación, y me ajusté la chaqueta para salir, sin entretenerme más. Él se acercó y me besó suavemente en los labios.

- Me ha gustado mucho... Espero que me llames -

-Sí, nos vemos pronto otra vez. Y nos contamos más cosas. A mí también me ha gustado mucho. Se notaba, ¿no?-

Me sentía algo más tranquilo, pero necesitaba salir. Lo hice cerrando despacio la puerta y bajé las escaleras con rapidez. Al salir a la calle, ya a oscuras, el aire fresco en la cara me devolvió a la realidad. Decidí caminar hasta casa. No estaba tan lejos. No había mucha gente por la calle y podía escuchar mis pasos tranquilos sobre la acera.

De repente recordé la cartera que me había llevado, sin saber muy bien por qué. Hundí la mano en mi bolsillo y la acaricié. La saqué. Era de tamaño mediano y no estaba muy abultada. Me sentía un ladrón. No sabía bien qué hacer. Aquel hecho añadía aún más extrañeza a todo lo que había sucedido. ¿Por qué había tomado aquella cartera así?
No podía encontrar una respuesta. La sensación, ya conocida, de que algo se había roto y era irrecuperable comenzaba a apoderarse de mí

-Debería llamarlo ahora mismo y decirle que la he tomado por error, que estaba en el suelo y la confundí con la mía, que es muy parecida. Sí, eso haré, claro. Así no pasará nada-

Inconscientemente la abrí, y la acerqué para olerla. Olía a él, al olor que había poseído tan solo hacía un rato. Casi no tenía nada, Un par de billetes, dos tarjetas, el DNI, y algunos papelitos que sobresalían de uno de los compartimentos laterales. Tiré de ellos hacia fuera y, entre varios comprobantes de compra, se deslizó. Era pequeña, pero rotundamente nítida. Una foto, del verano pasado, en Grecia. En ella estábamos Jorge y yo, abrazados y sonrientes, posando frente a los acantilados del cráter de Santorini. Me detuve en seco. No sabía qué pensar. De repente, más que nunca, era consciente de que algo imposible de deshacer acababa de suceder.

En aquel instante, sin que yo pudiera saberlo, Iván tomaba su teléfono para marcar un número. Era el número de Jorge, que respondía en seguida.

- ¿Qué pasa, Iván? Ya sabes que no me gusta que me llames tan tarde, que va a llegar en seguida. En realidad ya debería estar aquí... ¿qué quieres?-

-Jorge... Ha ocurrido... Esta tarde... Con él-

Pero Jorge no consiguió articular ninguna palabra. Tan sólo exhaló un suspiro, casi imperceptible. Y colgó
Ni Jorge ni yo supimos con seguridad qué era, pero sí, algo se había roto. El fino telón que envolvía el deseo que nos unía a los tres, sin ni siquiera saberlo, se acababa de levantar.

FIN

17 de octubre de 2007

Sin retorno (Primera Parte)

- Sí, es él -
Me giré un poco, para observarlo desde otro ángulo. En realidad, era la primera vez que lo veía y no estaba seguro. Quizá era que no quería estar seguro. Pero era él, sí. Lo observé con detenimiento, sin que se diera cuenta. No había duda, era el mismo chico de las fotos.
Él parecía no inmutarse, absorto en algún pensamiento, con la mirada perdida. Yo en cambio, desfallecía. Había mirado esas fotos cientos de veces desde que las descubrí por casualidad. Y hasta llegué a odiarlo con todas mis fuerzas. Cada una de las veces que me enfrentaba a ellas lo odiaba con más y más fuerza. A veces, incluso deseé que le sucediera algo. Que muriese, que desapareciese, que se lo tragase la tierra... Como retando a un imaginario e invisible vudú a actuar. Algo sin duda angustioso, pues no tenía forma alguna de saber si causaba efecto en él o no, ya que no lo conocía. No sabía siquiera su nombre.

Nunca he sido una persona curiosa ni especialmente inquisidora. Sinceramente, encontrarme con aquellas fotos fue un accidente casual. Siempre he ayudado a Jorge con el ordenador, con sus problemas para encontrar archivos perdidos o para desinfectar virus. Aquel día le instalaba un programa, no recuerdo cual. Y al abrir una archivo para instalarlo, allí estaba aquella carpeta que pensé olvidada o extraviada en un área de archivos de programa. Su nombre: 101. Sin imaginar qué contenía, pinché sobre ella. ¡Fue tan sencillo, tan inocente! Un segundo después, todas aquellas fotos aparecían en la pantalla. Aquel chico (el del metro) con Jorge. Abrazados, tumbados, sonriendo, como atravesados de felicidad. De una felicidad sin equívoco, porque además, aquella sonrisa en Jorge yo no la conocía. Lo primero fue sentir un intenso mareo, como si todo el suelo temblase a mis pies. Enseguida quise imaginar que aquel habría sido una pareja anterior. Una de esas de las que aún no me había hablado. Jorge era muy celoso para hablar de su pasado. Después de dos años, cada vez que me contaba algo de su vida antes de conocerme, yo lo sentía como una pieza más de un inmenso puzzle que aún no dejaba mostrar el diseño principal. Tan sólo algún detalle, la esencia del fondo o la textura de los colores. Esta era sin duda una pieza bien grande. No, no debía mirarlas. No estaba bien... Pero esas sonrisas de ambos me absorbían. Miré una a una con detenimiento, asfixiándome un poco con cada mirada, con cada mano posada sobre la pierna, sobre el hombro, sobre esa cadera que reposaba ahora junto a mí la mayoría de las noches. Entonces descubrí el reloj en la muñeca de Jorge. El reloj que yo le había regalado hacía apenas un año.

A veces me gustaría parar el mundo y dar marcha atrás. Detener todo y evitar lo inevitable. Reparar lo que se acaba de romper y colocarlo en su lugar como si nada hubiese sucedido. Hacer retroceder unos segundos a quien tal circunstancia le salvará de un accidente, o evitar quizá cruzarme con quien, con certeza, abrirá un pozo de dolor en mi vida. Sí, en aquel momento deseé con todas mis fuerzas retroceder en el tiempo y alejar aquel chico de la vida de Jorge. Averiguar cómo apareció, cómo se cruzó con él, y haber evitado que se conocieran.
Pero no, no podía. Aquellas fotos eran ya pasado, y su intenso magnetismo martilleaba mi retina, igual que el aire lo hacía justo ahora en mis pulmones.

Sé que no hice bien, pero no pude evitar copiar algunas de aquellas fotos, robarlas, para verlas con tranquilidad en mi casa. Quizá para herirme conscientemente observándolas. Y es que Jorge y yo hablábamos siempre. Quizá no de su pasado, pero sí de nuestro presente. Y teníamos las ideas claras. Yo me sentía tan querido, tan deseado. También habíamos hablado de no poner en peligro todo lo que teníamos, porque era importante para nosotros. Incluso habíamos hablado de quienes, en el fondo, nos atraían. Y bromeábamos con los celos que aquel jueguecito provocaba... Pero de repente, aparecía aquel chico. Como de la nada. De la oscuridad de la mente de Jorge. De una vida que sin duda me ocultaba. Sin embargo, no conseguí odiarle. Tan sólo conseguí albergar un sentimiento de profunda turbación cuando pensaba en ello y aquellas fotos venían a mi mente. No conseguí hablar de ello con él nunca.

Poco a poco me di cuenta de que tampoco me invadía la necesidad de averiguar más, de intentar completar ese hueco de su vida, esa historia, ese amante, amigo especial o lo que fuese. Porque en el fondo de mi confusión, un certero sentimiento de atracción se despertaba, aunque yo no fuese consciente. Una atracción hacia aquella relación, hacia aquella unión, hacia aquellos brazos enlazados, hacia aquellas sonrisas cosidas por la atracción.

Observé muchas veces aquellas fotos, aunque casi siempre lo hacía a espaldas de mi voluntad y de mi consciencia. Pero las observaba con fijación, deteniéndome en cada pequeño detalle, casi estudiándolo de memoria. Y poco a poco, no sabría explicar cómo, la atracción fue desviándose hacia aquel chico. Me llamaba poderosamente la atención su sonrisa. Y la piel de su brazo sobresaliendo de la camiseta. Y la curva de su pecho. Y ese pequeño mechón de pelo cayéndole sobre la frente...

El deseo fue haciéndose más y más grande. Y ni siquiera me di cuenta, pero algunas noches terminaba masturbándome delante de alguna de aquellas fotos. Ampliando siempre la zona en la que aparecía aquel chico, dejando mi fantasía libre. Pero mi fantasía, en esos momentos de éxtasis, se dirigía sin duda hacia el hecho de imaginarme con él, tocándolo, acariciándolo, besándolo, poseyéndolo.

Así que cuando lo descubrí en el metro, la primera sensación fue de confusión. En seguida comprobé que era mucho más atractivo que en las fotos. Inmensamente más. Y que la curva de sus brazos y la de su pecho eran vertiginosamente deseables, y que retenían con fuerza mi mirada. Él continuaba ausente. De vez en cuando, con las frenadas de cada parada, sus músculos se tensaban para contener el impulso. Lentamente, suavizando el golpe con la perfección de una máquina. En aquel punto, yo ya no quería recordar el origen de las fotos, ni el papel de Jorge en el origen de todo. Sólo quería perseguir el deseo que me asfixiaba.

En una de las paradas, el chico salió del vagón. Yo no pude resistir la tentación de perseguirle. Subió rápidamente las escaleras de salida y tomó la calle hacia abajo con el ímpetu de quien deja a su propio cuerpo dirigir los pasos, porque sabe el camino a la perfección. A pesar de su velocidad pude seguirle. Me pareció que en la segunda esquina se daba cuenta de que lo seguía. No sé, no hizo nada especial que me lo hiciera deducir, fue una simple intuición. Además, noté como disminuía el ritmo de sus pasos. Yo hice lo propio con los míos. Entonces, en la tercera esquina, se giró para observarme. Me fulminó con la mirada. No cabía duda de que se había dado cuenta de que le seguía desde el principio. Yo le sonreí, intentando parecer natural, pero seguramente estaba evidenciando el deseo que me arañaba los labios. Él continuó sin volverse hasta llegar a un portal angosto y mal iluminado, girándose lentamente antes de penetrar en él para dejarme caer un gesto de complicidad con la cabeza, como invitándome a seguirle. Sus brazos se hundieron en la oscuridad del interior -no iluminado- del edificio. Yo me quedé en el umbral, dudando. Sólo fueron unos minutos, hasta que las fotos regresaron a mi memoria con fuerza y me empujaron a atravesar el portal, que había sido dejado abierto delicadamente, y subir por la escalera que se encontraba nada más entrar.

(Continuará)

15 de octubre de 2007

Rutas sin destino


Llegué cuando ya era noche oscura, cuando ya casi había olvidado por qué mi viaje había de tener final.
Cerré la puerta, y en su leve girar supe que todo el camino se había trazado muy hondo sobre mis ojos. Ni el verde veloz de los arboles, ni el azul desmesurado de la mañana habían conseguido teñir la grieta profunda que me mordía el cuello. Los dos pozos negros de tu mirada seguían intactos entre mi olvido, clavando su agua fría como escarcha sobre mi sangre. Me disfracé entre las ramas, y con cuidado me vendé los ojos heridos, hasta que alcanzaron, como un susurro de viento antiguo, la ruta y su destino. Aún no he huido de mí lo suficiente, pero a veces, hundido en la prisa de aprender a leer la brújula, te descubro de nuevo desnudo, caminando en la isla que no tiene orillas, desviando el arco que describen tus palabras hasta mis dedos, desembarcando siempre fulminante sobre mi pecho.

10 de octubre de 2007

Detrás de la puerta.

Se cerraba la puerta y nadie sabía por qué estaban allí, ni qué los mantenía unidos. A pesar de parecer desde fuera la pareja perfecta, todos los que de alguna manera estábamos cerca de ellos, todos los que compartíamos algún rato de intimidad de vez en cuando con ellos, nos habíamos preguntado alguna vez si en realidad se amaban, o era tan sólo que habían aprendido a vivir juntos. También habíamos llegado a pensar que el pobre Lorenzo vivía encadenado al influjo intelectual de David, o al de su cómoda posición económica. Y David... al del inmenso atractivo físico de Lorenzo, o al de su juventud y energía.
Alguno, incluso, se había atrevido a sugerirlo cuando no estaba ninguno de los dos presente. Nadie, sin embargo, sabía qué pasaba allí cuando se cerraba la puerta y se quedaban solos.

Lorenzo pasaba la mayor parte del día fuera, y no sólo por trabajo. Además, no siempre decidía pasar las vacaciones con David, lo cual nunca llegamos a entenderlo.
David, a su vez, vivía en su propio mundo, y en él Lorenzo apenas entraba. Nunca se le escapó una palabra de amor en público.
Jorge llegó a saber que algunas noches las pasaban fuera de casa, indistíntamente. Pero no se lo dijo a nadie, salvo a mí. A ninguno le habría sorprendido una cosa así. Tampoco a Luis, que siempre ha deseado a David en secreto, aunque nunca lo ha admitido, pero estoy seguro de que ha debido incluso fantasear con la idea de dormir alguna noche con él. A veces incluso sospecho que lo ha hecho alguna vez.
Íbamos con frecuencia a su casa, y siempre eran perfectos como anfitriones. Pero ni siquiera en la privacidad del propio hogar, en la compañía de los mejores amigos, fueron capaces de darse siquiera un abrazo. Y todos nos preguntábamos, aunque no lo dijésemos, qué pasaría detrás de aquella puerta cuando nos despedíamos y nos marchábamos. Cómo serían sus besos, cómo de cálida su intimidad, cómo de intenso aquel sentimiento que los mantenía unidos.

Durante los últimos meses, pasamos muchas veladas juntos. Y viajamos con frecuencia los fines de semana fuera de la ciudad. Disfrutamos de momentos inolvidables. A veces, hasta nos llegamos a olvidar de quiénes éramos. Sólo existían aquellas tardes de vino, miradas, risas y confidencias. Fue uno de esos periodos en los que la felicidad se instala, y uno querría que fuera así para siempre.
Pero casi nada dura para siempre, y aquella tarde de final de verano Lorenzo se nos fue detrás de aquella curva. En un segundo, y sí, para siempre.

Nadie vio jamás una tristeza más grande que la de los ojos de David cuando se quedó solo. Ninguno imaginó nunca tan hondos silencios ni miradas tan amargas.
Lloró como un niño desconsolado, como pocas veces vimos en nuestras vidas, como pocas veces seguramente veremos.
Aquellos días, más de uno, inconsciente, sintió arrugarse su estómago al intentar imaginar, una vez más, qué pasaba realmente detrás de aquella puerta.
(Inspiración libre de una de las historias de la película "Saturno contro" de Ferzan Ozpetek)

8 de octubre de 2007

Io t'abbraccio.

Abrazo, abrazas, abraza
abrazamos, abrazáis, abrazan.

Sólo abrazo cuando alguien me parece especial.
Abrazar significa rodear ceñir, comprender, contener incluir. Abrazar es dejarse comprender y ceder la intimidad al otro. Para abrazar hay que oler, y sentir la piel, y lo tibio de la carne, y acercar el corazón al otro, y enredar la frecuencia del pálpito. Abrazar es dejarse poseer un poco, y transformarse en el otro y entenderlo. Pero sobre todo abrazar es querer desde ese amor que sólo la química despierta.
Por eso, siendo sinceros, no puedo abrazar a cualquiera.

3 de octubre de 2007

De gatos...




Me perdí en las horas de la noche. Me perdí entre las calles que nunca retornan, porque no quería volver. Y todas las esquinas me trajeron de nuevo a ti. Cada paso que di, disuelto en aire, fue como la arena de una playa que no termina nunca, como la línea del horizonte que nunca se acerca, que permanece y que no existe, pero que siempre está ahí.
Y llego de nuevo, atravesando la misma puerta de siempre, herido como un gato callejero, brotando sangre entre mis pestañas, ausente sobre mis dedos tibios, usados, cercados de sexo y silencios. Llego y no dices nada, sólo acercas tus labios, como fraternales, y rozas apenas los míos. Huyes a tu espacio, esquivo, a mirar con atención el infinito que se extiende un instante aquí, alargando el mundo, estirando el deseo hasta casi quebrarlo en un hilo que se hace invisible para los demás. Hasta dejarlo áspero sobre las manos, agazapado a la hora del café, sediento de la lengua que inevitable se lanza envuelta entre tus inquietudes, deshecha en un océano salvaje que nos hunde y nos devuelve a la realidad, indescifrada detrás de tus ojos. Revuelta pero certera cada vez que la noche se queda, de repente, detenida junto a tu espalda.

26 de septiembre de 2007

Les Témoins


Un estreno de André Téchiné siempre es un acontecimiento para los que seguimos con atención la carrera del director de "Les Roseaux Sauvages", película de culto para mí y para muchos de los que me leéis. Hablamos de un director que no siempre nos pone las cosas fáciles para digerir sus trabajos, pero yo siempre he sentido que habla desde la sinceridad y que nos presenta personajes a veces demasiado complejos, pero nunca maniqueos. Tampoco lo son los de "Les Témoins",su última y recién estrenada película. En ella, Téchiné recupera su mejor vertiente (ya apuntada en "Les Égarés") alejándose un poco de la frialdad expositiva de "Les Voleurs", "Loin" o "Les temps qui changent" para sumergirnos de lleno en unos parisinos años 80 marcados por la libertad sexual y la intensidad de vivir, a través de unos personajes rotundamente humanos. Pero a diferencia de otros cineastas, no se dedica a explotar esta vuelta a unos "maravillosos años", ya demasiado recordados y mitificados precisamente por muchas de las cosas que no fueron realmente la clave de esa época. Unos 80 que vemos con una perspectiva lúcida y honda, a través de una serie de personajes con los que el adolescente Manu, recién llegado a París procedente de provincias, entra en contacto de manera casual. Y así, como sin quererlo, se convierte de repente y durante un periodo en centro de gravedad de estas vidas, trastocándolas de alguna forma. Sin embargo, los vínculos personales que se crean entre ellos van a verse alterados muy pronto de manera brutal por la aparición del SIDA.

La película se inicia en 1984, un momento marcado por una libertad sexual sin precedentes. Esta realidad y el posterior drama de la aparición de la enfermedad son siempre tratados con un prisma objetivo y nítido, sin culpas ni complejos, con un profundo sentido de la responsabilidad narrativa. Además, Téchiné no juzga ni dirige opiniones, simplemente nos muestra lo complejo y difícil, tanto de las relaciones humanas como de las tragedias personales y colectivas.

Esta es una película densa y compleja, tanto por los giros y honduras conceptuales del argumento, como por la cantidad de matices de sus personajes. Unos personajes impecablemente interpretados que se nos muestran reales en su complejidad y en su incoherencia, y a los que casi podemos tocar en sus debilidades y en sus imperfecciones (a destacar la madurez de Emmanuelle Béart, que sin haberme gustado mucho nunca, cada día me convence más).
A pesar de todo ello, la simplicidad expositiva de la película resulta pasmosa, sin estrépitos ni golpes de efecto, dejando que la historia se desarrolle con un ritmo contenido y regular de principio a fin.

Téchiné se convierte en un mago a la hora de dibujarnos con lirismo y brutal poesía el momento bellísimo del encuentro carnal de los personajes. El verano, el mar y los juegos de color intenso nos embriagan hasta un nivel al que creo queTéchiné no había llegado antes. Su esmero cuidando los planos, las secuencias, la música (para reforzar los momentos reflexivos) o incluso los silencios o los sonidos de la naturaleza (rotundos, envolviendo la carnalidad de los personajes: no se la pierdan en versión original, aunque sólo sea para escuchar el viento o las olas en su sonido "real") es inigualable. En todos estos detalles estamos ante la obra de un auténtico poeta del séptimo arte. Su madurez ante la cámara se explica por sí misma en este trabajo en el que nos regala algunas de las escenas más embriagadoras de toda su carrera.
La acción se desarrolla a lo largo de un año, y en él las estaciones sirven de marco metafórico a la narración (dividida en tres capítulos). Quizá sea lo más fácil de la película, aunque se lo agradezco, porque a mí personalmente me parece que las estaciones sí que marcan el ritmo de la vida.

Desde mi perspectiva personal, lo más interesante de la película es la reflexión acerca de lo inevitable de la complejidad de la vida, de cómo se alternan e incluso se fusionan esplendor y drama, vida y destrucción en ella. También sobre lo inevitablemente difícil que es enfrentarse a esta dificultad desde la madurez. Estos personajes, al final, nos enseñan que para sobrevivir hay que estar por encima de las circunstancias del bien y del mal, tomando la vida como es, y las relaciones personales como son: eligiendo, equivocándose, sufriendo, haciendo sufrir, pero siempre asumiendo cada etapa, siempre conscientes de la fragilidad de la existencia, pero también de su intensidad.
Así, el final de la película, del que he leído críticas que lo tildan de anticlimático, a mí me encaja perfectamente. Téchiné nos está diciendo que la vida sigue, que las aguas turbulentas se han hundido bajo la tierra y que, hasta que se decidan a volver (y sin duda lo harán) hay que vivir la vida de nuevo con fuerza, esa fuerza que él dibuja de Mediterráneo intenso y música ochentera...