24 de febrero de 2010

El vacío en la piscina.


Hoy te he recordado bajo el agua, mientras nadaba. Me gusta pensar mientras los músculos hacen fuerza, como si de alguna manera también exprimiesen la reflexión, como si todo el cuerpo y la mente trabajasen en una máquina capaz de moverse, de disfrutar del azul subacuático y pensar todo al mismo tiempo. La potencia que obliga a pensar. Pensar que obliga a moverse. En un continuo.
No sé por qué me ha parecido reconocerte en la calle vecina. Quizá porque aún recuerdo bien cómo es tu cuerpo. Tus caderas ligeramente anchas, la piel extremadamente blanquecina. El vello, cuidadosamente localizado, pero denso y oscuro. La barba ocasional y estrecha. Y las ondas de tu cabello, escapándose casi como en un descuido bajo tu gorro de baño, como entonces.
Esta piscina me la descubriste tú. Veníamos juntos todos los miércoles y los viernes a las siete. Es la piscina de tu barrio de niñez, donde aún vive tu familia, donde te traía tu padre hace muchos años para después comprar el pan en aquella panadería que me enseñaste más de una vez. Tu barrio se convirtió también en el mío, porque yo te seguí. Secretamente. En uno de esos secretos a voces que pueden enternecer y sonrojar al mismo tiempo.
Nos hicimos un hueco en nuestras vidas. Más tú en la mía que al contrario, siempre lo he pensado. Me enseñaste a enamorarme de Madrid mientras lo estaba de ti. También fuiste mi primer amor de noche madrileña, de huida en taxi de madrugada o en aquel coche tuyo desvencijado y frío, mi primer desayuno en la cama, entre besos, mi primer despertar junto a la piel de alguien que me hacía vibrar. Nada de eso fui yo para ti, y me produce curiosidad saber cómo me recordarás. Porque aunque tardamos muchos años en desaparecer, al final desapareciste del todo. Y a mí no me dio tiempo nunca de deshacer el hueco que dejaste, la ilusión que tuve que tragarme intacta, el deseo que debí enterrar y que siguió visitándome durante muchas noches, sin avisar. La última vez me hice el despistado en el pasillo del metro, para no saludarte. De eso hace ya años. Pero hoy… Hoy estaba dispuesto a saludarte, a hablar contigo apoyado en el borde de la piscina en la que tantas tardes hablamos. Estaba hasta dispuesto a decirte si querías subir a casa a tomar un café, y hablar de tantas cosas como hablábamos entonces. Te habría dicho por fin que en el fondo tampoco era aquello lo que yo quería, como siempre me dijiste tú. Pero que necesitaba probarlo. Y que, a pesar de aquella forma ambigua e imperfecta de hacerlo, aquel aprendizaje sentimental lo guardo como uno de los más especiales que me han ocurrido. Hasta te habría perdonado por todo lo que pasó después… Me habría gustado contarte lo lejos que estoy de allí, lo mucho que me he acordado de ti, y las veces que he pensado que me gustaría saber qué es de ti, dónde estás, hacia dónde caminas… Pero no, no eras tú el de la piscina. El arca que encierra ese vacío que dejaste ha vuelto a sepultarse ahí, donde lleva años y años. Podría desaparecer, ya no la necesito. Sin embargo, hoy, mientras daba con todas mis fuerzas las últimas brazadas de mi hora de nado, he pensado que me gusta saber que sigue ahí, aunque no me haga falta ya para nada.

17 de febrero de 2010

escapó la palabra


De su pequeña guarida escapó la palabra,
que lo llenaba todo, que todo lo contagiaba
con sus zapatos azules sobre la acera.

Se hizo grande, inhóspita,
Desbaratada.
Ignorante de ser de nadie,
más grande aún
sobre el aire que la medraba
sobre las sombras que la nada ahogaba.

Ya no es de nadie, la palabra, sólo de ella,
pero la usamos, como si fuera de plata,
como si siempre hubiese estado ahí
en el pecho encerrada,
en las sienes escrita,
en el corazón,
dibujada.

9 de febrero de 2010

Donde pongo la vida pongo el fuego


Donde pongo la vida pongo el fuego
de mi pasión volcada y sin salida.
Donde tengo el amor, toco la herida.
Donde dejo la fe, me pongo en juego.

Pongo en juego mi vida, y pierdo, y luego
vuelvo a empezar, sin vida, otra partida.
Perdida la de ayer, la de hoy perdida,
no me doy por vencido, y sigo, y juego

lo que me queda: un resto de esperanza.
Al siempre va. Mantengo mi postura.
Si sale nunca, la esperanza es muerte.

Si sale amor, la primavera avanza.
Pero nunca o amor, mi fe segura:
jamás o llanto, pero mi fe fuerte.

Ángel González.



Y en la frontera de nunca o amor, el fuego se divide y se multiplica, y se repite desde el fuego en el que pongo la vida, desde la fe segura con la que me arrojo al nunca, desde la postura de la esperanza con la que toco la herida, cada partida, cada perdida, perdida la de ayer, la de hoy perdida. Y no me doy por vencido, y sigo, y juego.

6 de febrero de 2010

Funambulistas.


Pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta. Al principio, pensaba que muchas de esas personas amables, empáticas, cariñosas –sí, esas que en una primera impresión parecen estar llenas de vida- podían ser especiales, diferentes… como si brillaran más que el resto. Después he ido sabiendo que no, que detrás de eso puede esconderse el hastío vital, el conformismo, la velada normalidad. Con los años, mi mirada se ha vuelto incisiva, absurdamente clarividente, jodidamente lúcida…
Por una parte, he perdido parte de esa capacidad para la ilusión que a veces supone asomarse al universo de alguien. Por otra, mi sentido para ir más allá de la simple especialidad se ha vuelto certero. Tanto, que a veces resulta demoledor. Cuando descubres que sabes detectar lo extraordinario la vida se estrecha mucho, casi te asfixia. Pero aunque pequeña, y casi en extinción, existe una especie de personas entregadas a la existencia, empeñadas en luchar contra el sinsentido, dispuestas a buscar lo que se esconde detrás de nosotros, detrás del simple hecho de vivir. Personas inconformistas, intensas para la tristeza y para la alegría, vitales, oscuras, indefinibles… Antes pensaba que la inteligencia o la sensibilidad provocaban eso. Ahora sé que se trata de una voluntad. Una voluntad que nace, y que se elige como forma de vida. Una simple voluntad. Eso sí, que te condena a caminar en el filo de una continua frustración.
Caminamos en nuestros laberintos, nos cruzamos a diario, pero nuestros disfraces nos ciegan. De repente un día, cansado de nadar contracorriente de la desidia, de la sensación de que el mundo se ha terminado hace tiempo ya… encontramos que detrás del hueco negro de la máscara, algo brilla. Y el mundo se nos hincha, se nos escapa de las manos, nos hace darnos cuenta de que, de nuevo, merecía la pena ese funambulismo suicida al que nos entregamos.