28 de marzo de 2009

Lisboa, en el fin del invierno.

Lisboa se volvió a abrir para nosotros. Esta vez, con mucha más intensidad y fuerza si cabe. Tanta, como la violenta primavera que estrenaba la ciudad del Tejo, derramándose sobre sus fachadas blancas, templando las orillas del río y provocando un hedonismo generalizado de sonrisas y siestas sobre las infinitas terrazas, de nocturnidad desenfrenada bajo la luna que descendía reflejada en las aceras del Chiado navegando también hacia el río, hacia el mar...

Y las horas se han pasado entre el sol y la blancura de los edificios. Entre el azul del agua recorriendo las orillas y las miradas entre tímidas y provocadoras de las tardes alargadas o aquellas de las noches breves de sueños interminables.
Y más allá del fado descubrimos los latidos secretos del bairro alto, los secretos olvidados de las calles de atrás o la deslumbrante lentitud de la belleza de marzo cabalgando sobre la conciencia. La ciudad de la melancolía nos ha acariciado con calma, con anestesia de belleza y con ansia de eternidad.
Lanzada sobre el horizonte, tan atlántica ella, descansan sus pies en una insospechada mediterraneidad, aún sin conocerla...
Lisboa, siempre Lisboa. Já com saudades de ti.

25 de marzo de 2009

Las sombras de Schubert.


Desde siempre me ha atraído el oscuro de Schubert. Ese lado sombrío de un personaje del que, a pesar de no saber gran cosa de su biografía íntima imaginamos gordito y sonriente, pero casi con seguridad debió tener una agitada vida llena de contradicciones y frustraciones. Minusvalorado en vida, no consiguió estrenar ni publicar nunca ninguna de sus obras, que son numerosísimas, a pesar de la temprana edad de 31 años a la que murió. Hoy en día está considerado con razón uno de los más grandes y para muchas personas es, incluso, un compositor absolutamente fetiche.

Pero no es mi intención hablar de él, sino de esa tendencia que en sus obras de madurez es omnipresente, pero que ya desde las primeras obras apunta. Tendencia a quebrar su impecable musicalidad, su inspiradísimo gusto para la melodía, y caer en sombras que nos conmueven. Que nos inquietan porque nos hurgan las entrañas y nos reflejan, como en un espejo, la insatisfacción que provoca el inmenso abismo de contemplar frente a frente la realidad y el deseo. Estas sombras, constituyen sin duda una de las verdaderas médulas de la esencia del romanticismo musical.

Ocurre en muchísimas de sus obras. Hasta en los más inusitados pasajes, como este Scherzo de su última sonata para piano, la grandiosa D960, una de las cimas del mundo del piano, plagada de momentos sublimes, de musicalidad e introspección.



Donde un scherzo debería ser, como su propio nombre indica, una broma, un instante de descanso justo antes de la intensidad del final de una obra, Schubert, a pesar de iniciarlo así, canónicamente, súbitamente nos traslada sin previo aviso (aquí en el minuto 2:11) a un descenso a esa intimidad llena de sombras, a ese abismo existencial ante el que nos quedamos sin aliento. Para completarlo, la rotundísima interpretación aquí de Rudolf Serkin extrae aún más esencia de esa oscuridad, breve, que se nos cruza, con un uso visceral y seco de las notas graves que, como cuchillos, nos rasgan las entrañas.

Porque, ¿quién no lleva una sombra como ésta dentro de sí?

21 de marzo de 2009

Primavera em Lisboa

En un año incierto para la historia colectiva, al borde de inumerables abismos sociales, humanos, personales... La llegada una vez más de este renacimiento de la belleza y de los placeres que nos brinda la naturaleza, es sin duda un apoyo a la esperanza de que todo se repite, que todo llega, que nada es para siempre. Y eso, así dicho, teniendo en cuenta lo breve que en realidad es la vida, no sé a vosotros, pero a mí me contagia de ganas de vivir con intensidad. También aquí, desde el occidente más occidente de Europa, desde Lisboa...
Feliz primavera.

17 de marzo de 2009

La realidad.

Hay días en que nada es real, ni siquiera la tristeza. No es real el amanecer ni las frases torpes frente al café. Tampoco el esfuerzo, ni el anhelo, ni las conversaciones atrapadas acaso por error en la calle. No lo es su sonrisa al entrar en el metro, ni la brisa sobre la frente al salir a la superficie. No, no son reales ni los trinos ni la primavera incipiente que rasga los sentidos. No lo es el agua fresca, ni el atardecer suave, ni la oscuridad que se cierne. Es sólo cuando llegas tú y traspasas mi piel y el filo de mis dientes, sólo cuando siento la presión de tus dedos sobre mis caderas o ese olor intenso impregnar la camiseta aún a medias sobre tu pecho. Sólo después de probar tu saliva amarga es cuando nace la realidad, la única que sucede, la que hace verdad el trino, la sonrisa en el metro, la queja del café, el agua fresca, el sol naciendo o extinguiéndose, la primavera incipiente, el despertar, el anhelo, y de nuevo tu olor enhebrando la noche para que no pierda sentido el día que llega, y el olvido que ya te borra poco a poco el nombre, aún más rápido que las huellas de tus dedos

15 de marzo de 2009

Realidad, noche y deseo.


Vincent van Gogh, nuit étoilée



Hay momentos en los que no hay instante para el deseo, y nos ocupamos en vivir la realidad, hasta en sus más cotidianos detalles. Tomar el sol, estos días que hay tanto, saborear un rico zumo de naranja por la mañana, pasear y sentir el aire en la piel, reírse sin sentido, decir alguna sinceridad sin filtro de la razón, bailar porque sí, sin necesidad de que haya música, rozar el brazo eléctrico de un cuerpo tibio a tu lado mientras suena Mozart. Capaces de actuar sin que la consciencia del paso siguiente, de las acciones supuestas o de las ramificadas repercusiones nos ate a la voluntad. Como peces sin memoria... y sin recuerdo del deseo.

Entonces llega la noche, y en la oscuridad silenciosa de una calle trasera, sin posibilidad de charcos que reflejen las pocas estrellas que consiguen sobrevivir al neón salvaje de la metrópolis, levantas la mirada y ahí está el cielo, oscuramente quebrándose a tu paso, como dispuesto a hacer llover su tinta espesa sobre tus neuronas dormidas, aún drogadas por el sol. Y entonces, toda la podredumbre te asalta, la insondable irregularidad de la calle fría, las sombras mudas detrás de la esquina, la espada afilada del ecuador de la noche. Y tras ellos, como un salto al vacío, el deseo amordazado, que te ahoga implacable, al paso de las sirenas.

7 de marzo de 2009

Francis Bacon (1909-1992)

Study from the Human Body (1981) by Francis Bacon


¿qué somos? ¿A dónde vamos?

(somos carne comestible, no vamos a ninguna parte. Nacemos, comemos, fornicamos, morimos... y ya está)

Rotunda y grandiosa, la retrospectiva que le dedica el Museo del Prado hasta el día 19 de Abril, conmemorando el centenario de su nacimiento en una ciudad que, curiosamente, le vio morir.
Se hace necesaria la visita a una exposición que celebra a uno de los grandes pintores del siglo XX. Un indudable maestro de todos los recursos de la pintura, que además, convirtió su carrera en una contínua reflexión no sólo de la naturaleza humana, sino de las posibilidades de la pintura y de su evolución en la era de la imagen. La exposición, además, es de las más redondas que se han montado en los últimos años, tanto en los criterios de su elaboración y en la elección de obras como en las breves pero acertadísimas notas que acompañan el recorrido, que nos brindan las claves para descubrir a este genio de la pintura desde la sensibilidad de cada uno.

1 de marzo de 2009

El rayo de sol.

A pesar de que el sol de la mañana brilla intenso sobre todos los objetos que alcanza la vista, Enrique sabe que en realidad es invierno y el aire frío del norte ha bajado desde las montañas. Los transeúntes que de vez en cuando cruzan por el escaparate de la cafetería lo hacen envueltos en bufandas y gruesos abrigos, y exhalan espesas nubecitas de vaho al respirar. A él casi no le da tiempo de enterarse, pues vive a escasas dos manzanas del café donde trabaja como camarero. El sol se empeña, a pesar de todo, en hacer pensar que la temperatura es más agradable.

Desde la estrecha calle del centro en la que está el café de Montecarlo no hay mucho espacio para ver ni luz del sol ni cielo alguno. Sin embargo, a esta hora de la mañana el sol incide sobre el limpiaparabrisas de uno de los automóviles estacionados en la puerta del establecimiento y refleja hacia su interior un desbordante caudal de luz que, creando un extraño efecto de claridad blanquísima en toda la zona cercana al cristal, transforma la atmósfera del café en los escasos minutos que dura. Enrique siente que es como si pudiese mirar la escena desde fuera, como si el lugar le pareciese, de repente, más acogedor, como en aquel cuadro que había sobre la portada del libro que leía Alberto el día que le conoció. Ahora coloca escrupulosamente las tazas sobre los pequeños platos después de haber depositado antes, una tras una, las cucharillas y los sobrecitos rojos de azúcar. Se detiene antes de colocar las dos últimas, cuando el borbotón de sol se expande por las mesas y el suelo de la esquina. Lleva sucediendo un par de días, a la misma hora. Siendo un lugar de toda la vida, los clientes suelen estar siempre a la misma hora en el mismo asiento. Es una sensación de tiempo detenido que le gusta. Hoy hay un chico nuevo, solo, que ojea ensimismado el periódico. Se queda pensando que le da un poco de envidia la gente que es capaz de sentarse sola en un café a leer o simplemente mirar a su alrededor. El haz de luz acaba de invadirle borrando cualquier rastro de sombra, como si una potente lámpara iluminase su rostro. Esa imagen del chico sentado y lleno de sol, parado mientras lee absorto las páginas del diario, le hace recordar aquella mañana que conoció a Alberto. Hace tiempo que aquella imagen no había vuelto a su memoria con tanta fuerza, y ya ni siquiera sabría precisar si ha sido premeditado o simplemente son cosas que han pasado a otro lugar del recuerdo. Lo cierto es que ha vuelto de nuevo. Aquella mañana era diferente. El café donde había quedado con él era mucho más bonito que éste. Más moderno y amplio, más claro y agradable. Además, era una de aquellas primeras mañanas radiantes de primavera y el sol les cegaba los ojos. Se veían las primeras camisetas cortas de la temporada y el aire entre fresco y tibio sobre la piel, después de tantos meses de frío, hacía pensar que el mundo se había reconstruido, más perfecto aún, para estrenarlo aquella mañana. Alberto tenía el cabello tan fino y rubio que aquel sol de fuerza nuclear lo hacía casi deshacerse entre sus rayos. Su piel era también blanquísima. Son las cosas que primero sintió cuando le vio. Curiosamente, también son ahora, después de tres años, las únicas que recuerda vivamente de él. Enrique deposita la última taza sobre el último plato, al que también ha alcanzado ya uno de los rayos de sol, y acierta a ver cómo el chico del periódico le hace un gesto para que se acerque. Al llegar, lo primero que nota Enrique es el olor de la piel del chico, como si el sol que lo envuelve hiciese evaporar una esencia entre frutal y profundamente masculina que lo atrapa, como si su olfato lo hubiese reconocido después de muchos años buscándolo, Enrique piensa que le gustaría que su hogar pudiese oler así, que su cama pudiese tener ese preciso aroma cada día.
El sol se está retirando poco a poco, pero aún ilumina los ojos profundamente azules del chico que de manera familiar, aunque con un cierto aire de timidez, le pide un café con leche. Su sonrisa es amplia y Enrique piensa que es más sonrisa que cualquier sonrisa. Se tuerce un poco hacia la derecha y eso le parece tierno y cercano, como si lo conociera de siempre. Le responde con otra y le mira fugazmente a los ojos, para retirarse enseguida antes de poder observar su reacción, y acudir veloz a la máquina a preparar el café.

Jesús ve alejarse al camarero. Su perfil con el jersey negro ajustado se sumerge en los últimos rayos del reflejo de sol, recortándose en su cadera. Es una imagen que se le queda grabada en la retina hasta que el sol se retira veloz, como por arte de magia. Es guapo - piensa -, seguro que es él. A Luis siempre le han ido los guapos. Además es muy moreno, con unos labios casos que le dan un gesto dulce y acogedor. No parece nada pretencioso. Sí, es de los que le gustan a él. Saca de nuevo del bolsillo el sobrecito de azúcar colorado con el diseño de olas sobre el rótulo alargado de la palabra Montecarlo, ya usada y medio arrugada. Lo hace como dudando de haber entrado en el local correcto. Pero no. Sabe que no. Lo sabe desde que ha reparado en el camarero moreno al que espía hace un rato, escondido detrás del periódico. Lo mira fijamente de nuevo. Siente una extraña mezcla de rabia y deseo. El camarero no sólo es guapo, sino que le gusta. Le gusta mucho. Si se lo pidiera ahora mismo, huiría con él lejos, muy lejos. Lejos de todo. Para contárselo todo. Para que le contara todo él también. Con Luis, en realidad, hace meses que ya no funciona nada. Son demasiado civilizados para hablar del tema con la sinceridad que deberían, pero su relación se ha convertido en una existencia gris que se encamina sin remedio a una cárcel de despertares llenos de angustia. A pesar de todo, piensa Jesús, es mala suerte que haya sido Luis el que primero haya encontrado a otro. A otro tan guapo, además. Piensa que en realidad no han sido los celos los que le han llevado hasta el Montecarlo, sino la necesidad de abrir una brecha por la que poder salir de la irremediable inmovilidad de su vida. Ahora, sin embargo, cree que sí, que siente celos. Pero celos del camarero, al que querría para sí. Es más, siente que en realidad le ha mirado de manera especial, con cierto brillo en los ojos. O eso le ha parecido, claro. Se siente hecho un lío ya no sabe lo que quiere.

- Perdona, ¿me dejas espacio en la mesa para poner el café?
- Ah, sí, claro, disculpa, no sé en qué estaría yo pensando.
- No pasa nada. Entre la hora que es y el frío que hace, supongo que es normal.
- No sé, no debería...
- ¿Quieres algo de desayunar con el café?
- Pues...
- Tenemos una bollería muy buena aquí, ¿sabes? De la panadería San Julio, no sé si la conoces.
-No, no vivo por aquí, estoy sólo de paso, para hacer unos recados. Es que he desayunado ya, ¿sabes?
- Ah, okey, no insisto entonces. En otra ocasión - y le guiña fugazmente un ojo.

Jesús se ha quedado sin saber qué decir. El camarero se ha vuelto ya. Sí, sin duda le ha mirado de forma especial. De alguna forma, piensa, ha intentado acercarse... Pero ocurre lo de siempre, que se queda bloqueado. Y sabe perfectamente, aunque ahora esté pensando en cómo decirle algo cuando se acerque a cobrarle, que tampoco entonces será capaz de articular palabra alguna. Respira hondo y mira el reflejo del sol que se desliza suavemente sobre sus manos, a punto ya de desaparecer. De hecho lo hace bruscamente, al sonido ronco del coche cuyo limpiaparabrisas lo provocaba, que acaba de ser arrancado y se mueve ya lentamente desde el pequeño hueco en el que estaba aparcado, frente al café.

Alberto se ha quedado detenido junto a la vitrina del Montecarlo. Iba a tomar un café antes de coger el coche hasta que algo le ha hecho cambiar de opinión. Alberto es bajito y bastante normal. Sus cabellos, clarísimos y desordenados, nunca se sabe si están despeinados por falta de cuidado o fruto de un buen rato de estudio frente al espejo. Por lo demás, es un chico de lo más discreto y aparentemente hermético, de esos en los que pocos se fijan.
Dentro del bar cree haber visto a Enrique sirviendo una de las mesas. De repente, aquellos dos años se le han venido encima. Aquellos años, y la sensación de culpa que siempre tuvo por marcharse sin dar explicaciones. Siempre se ha aliviado pensando que no tenía otra solución, que no podía ser de otra forma. Pero sabe bien que, al menos un tiempo después, podía haber vuelto y haberle ofrecido una explicación coherente. Sin embargo, no lo hizo.
Rápidamente se agacha, agazapado bajo la gran cristalera del café. No, no puede entrar, no puede... Lo piensa una vez más, pero no puede. Enrique sigue tan guapo como entonces. Incluso más. El jersey negro le sienta estupendamente. Le da rabia, porque tiene unas ganas horribles de tomarse un café bien cargado antes de meterse en el coche, que debe estar congelado. Quién le mandaría aparcarlo en aquel barrio al que en realidad nunca va. Si lo piensa bien no vuelve desde que dejó a Enrique. Supone que sigue viviendo allí, pues a él nunca le gustó vivir muy lejos del trabajo. De hecho, está seguro de que alguna vez estuvo en ese café con él, cuando estaban juntos. Recuerda que hace dos días, cuando tuvo que dejar el coche allí, en realidad, se acordó de Enrique fugazmente. Uno de esos pensamientos que cruzan la cabeza rápidamente, pero con la misma velocidad que entran, salen.

En realidad de Enrique sólo le quedó el olor, aquel olor tan especial suyo, adherido a la piel durante mucho tiempo. Es curioso porque hace poco, en casa de Luis, se confundió al ponerse el jersey cuando se estaba vistiendo, fue en una de sus citas a escondidas. Tomo por equivocación uno de su novio, que estaba también en la silla de la habitación sobre la que él dejó el suyo. Fue extraño, porque aquel jersey tenia casi exactamente el mismo olor que los de Enrique. Era un jersey muy parecido al suyo y, por unos segundos, fruto de un oscuro deseo de fetichismo que no termina de explicarse, pensó en llevárselo puesto. Finalmente no lo hizo.
En todas estas cosas, que bajan como un arroyo tempestuoso por su cabeza, está pensando Alberto cuando de repente se da cuenta que es precisamente el novio de Luis el que está sentado en una de las mesas más cercanas a la vitrina. No está seguro, pues en realidad sólo lo conoce por las fotos que ha visto en casa de él. Así que se queda parado y observa detenidamente desde su posición casi escondido tras una de las columnas externas, a pesar del frío que hace. Jesús, que así se llama, está pidiendo algo al camarero, a Enrique. Se dirigen un par de palabras. Sí, seguro que es él.

Siempre ha tenido una extraña fascinación por Jesús. Quizá por ser el novio de Luis. Pero sobre todo por ser el impedimento para poder hacer que su romance de tardes aisladas no pueda ir a algo más. Nunca se lo plantearía a Luis, sabe que no tiene ninguna posibilidad. Aún así, una extraña atracción le une a Jesús desde que lo vio en foto por primera vez. Casi está resuelto a entrar e intentar acercársele. En persona le gusta mucho más, sí. Y la posibilidad de conocerlo en secreto, sin que nadie sepa nada, le aturde pero le martillea sin parar desde que se le ha ocurrido. Sus manos sudan, a pesar del frío.

*

Los rayos del sol viajan a una velocidad de 299.792.458 metros por segundo. Eso quiere decir que cualquier rayo que parta del sol tardará aproximadamente 2,7 minutos en recorrer los 48.781.000 kilómetros que lo separa de nuestro planeta. Los que acaban de llegar justo ahora al café Montecarlo, por ejemplo, nacieron justo en el momento en el que los ojos de Enrique se posaron sobre los de Jesús. En su largo viaje, tan sólo el choque con el limpiaparabrisas del coche de Alberto los ha desviado en parte hacia dentro del café tras atravesar la vitrina de cristal. Allí han han ido a parar justo a las manos de Jesús, pero enseguida se han derramado hacia la nada. En su ignorancia, ese ramo de fotones inquietos, no sabe que de ellos depende que el nudo de estas diminutas relaciones de una ciudad mediana de este pequeño planeta tierra se tense o se deshaga para siempre.
Una gran explosión en el sol acaba de estallar hace ahora poco menos de tres minutos... aunque desde aquí, hasta el ruido de una hoja cayendo sobre la yerba se escucharía con más intensidad. Millones de fotones de los que se acaban de liberar en esa magnífica explosión van ya camino del coche de Alberto. Sin embargo, Alberto ha decidido arrancar el coche y salir de allí a toda velocidad. Los fotones se estrellan, pues, contra el suelo frío. Y terminan ahogados en un charco que, a pesar de su efecto, continúa congelado a estas horas de la mañana. Enrique retornará a su trabajo y Jesús se irá a casa, para no volver nunca más. A casa donde le espera Luis, secretamente unido a Alberto y a Enrique, sin que ninguno de los dos sepa.
Aquellos fotones, destinados sin duda a obrar el milagro de cerrar el nudo, aún se retuercen sobre la superficie gélida del charco. Sus compañeros, 30 segundos después, chocarán con una nueva vitrina de automóvil, pero la inclinación de esta ya no los llevará al Montecarlo, sino al quiosco de Laura, que en ese momento despacha su diario dominical a Felipe sin saber lo que le espera... Pero esa, claro, es otra historia.