30 de enero de 2009

Conexiones que detienen el aliento.


"¿Cómo dejamos que nos ocurriera, a nosotros, tan parejos en la experiencia, curtidos y sazonados en otras comarcas por las decepciones del amor?

(...)

Golpeó la arena húmeda con el pie. No era solamente como si una falla geológica acabara de abrirse en el terreno que habíamos pisado con tanta confianza. En mi propio carácter, una mina abandonada desde hacía mucho tiempo, una galería acababa de desplomarse. Comprendí que ese tráfico estéril de ideas y sentimientos había abierto un camino hasta las selvas más densas del corazón, y que allí nos convertíamos en siervos de la carne, dueños de un conocimiento enigmático que sólo podía ser transmitido, recibido, descifrado, entendido, por los pocos seres que son nuestros complementos en el mundo. (¡Cuán pocos, y qué raras veces se los encuentra!) Recuerdo que ella dijo

- Después de todo, esto no tiene nada que ver con el sexo.

Sentí ganas de reír, aunque percibía en sus palabras la desesperada tentativa de disociar la carne del mensaje que contenía. Me imagino que estas cosas les ocurren siempre a los fracasados que se enamoran. Vi en ese momento lo que debería haber visto mucho antes: que nuestra amistad había llegado a un punto de madurez en que ya éramos parcialmente dueños el uno del otro.

(...)

En silencio, tomados de la mano e incapaces de pronunciar una sola palabra, regresamos por la playa hasta el sitio donde habíamos dejado nuestras ropas. Justine parecía al borde del agotamiento. Los dos ansiábamos separarnos para escudriñar en nuestros sentimientos. No nos dijimos nada más. Volvimos a la ciudad, y ella me dejó en la esquina de siempre, cerca de mi apartamento. Cerré la portezuela de un golpe, y la vi alejarse sin decir una palabra, sin mirar siquiera.”

Justine, Lawrence Durrell (traducción: Aurora Bernárdez)


25 de enero de 2009

Hipnosis fallida.



Desde que Stravinsky la estrenó en 1951, The Rake’s Progress (el ascenso del libertino) ha sido una ópera que siempre ha generado polémica y debate en el mundo de la música. Considerada por algunos como una de sus obras maestras, símbolo absoluto del periodo neoclásico del compositor, otros no dejan de ver en ella un pastiche, un mero capricho banal que no aporta nada al mundo de la música.

En parte ambas opiniones son válidas y tienen suficientes argumentos para sostenerse. De todas formas, en mi opinión la música no sólo tiene valor por lo que aporta a la propia música como Arte y evolución, sino por lo que nos aporta y nos transmite a nosotros como seres humanos. En el caso del Rake’s Progress, estamos ante una obra experimental que retoma la forma de la Opera del dieciocho, sobre todo con una evidentísima influencia mozartiana, pero también con elementos formales y vocales inspirados en músicos como Monteverdi o Donizetti, y que construye sobre ellos una música a la que no se le puede negar que sea plenamente del siglo XX,que juega entre el musical, la melodía en su esplendor y ciertos (más que) coqueteos con el mundo de las disonancias. Es una ópera única porque no se ha hecho otra igual. Puede gustar o no. Puede emocionar o no. En el último caso, sólo podrán percibirse los defectos y las fallas de un experimento que se desvía del curso histórico de la evolución de la ópera, pero será más difícil apreciar la cantidad de hallazgos que posee.

Zanjada la discusión, debo admitir que es una ópera que me ha fascinado desde siempre. La calidad musical de la partitura aún en su pastiche es notable, como lo es también la línea dramática de la historia y los dos planos en los que la música nos transmite la lucha humana entre la sinceridad de los sentimientos y el vacío de la desmesura en los placeres de la vida. No en vano Stravinski invirtió tres años de su vida en componerla. Eso, en un autor de su talla, nunca es causual.

La historia nos cuenta como Tom, pobre mediocre enamorado de Anne, encuentra la forma de progresar a través del pacto y la oferta de riquezas que le ofrece un extraño personaje, Nick Shadow. Tom, en la creencia que podrá hacerse rico y así contar con la aprobación del padre de Anne para casarse con ella huye a Londres donde Nick lo conducirá a una vida de libertinaje y perdición, con el verdadero objetivo de robarle su alma, pues en realidad se trata del mismo diablo. Anne, ante la ausencia de noticias de Tom, acude a buscarlo y lo encuentra en la cima de la fama y casado con una popular mujer barbuda a la que en realidad no ama. Aún así es rechazada por él. Anne insistirá y a pesar de que Tom ya se ha perdido para siempre, su amor verdadero por ella terminará convirtiéndose en el único sentimiento que éste podrá conservar en el camino de perdición al que le llevará Nick, el cual conseguirá finalmente que Tom se arruine y le exigirá su alma a cambio de sus servicios. Se la jugarán en una partida de cartas diabólica en la que Tom ya ha empezado a enloquecer, pero en la que el recuerdo de Anne le lleva milagrosamente a evitar el engaño de Nick para ganar en la partida de cartas. Tom se salvará, pero terminará sus días de manera triste y agónica en un manicomio, pensando que es Adonis y soñando con una Venus que lo único que podrá hacer por él será cantarle una nana y dejarle que se extinga. Al final, al modo del de DonGiovanni de Mozart, el conjunto de personajes canta un final festivo en forma de moraleja.

La historia, inspirada en una serie de pinturas del XVIII de William Hogarth sobre la que el escritor W.H. Auden hizo un libreto estupendo, nos crea una dicotomía (dudosa) entre el ejercicio del placer amoral y la fidelidad a la sinceridad de los sentimientos auténticos, representados por el amor verdadero, todo ello en forma de cuento moral. Así, en una serie de escenas muy diversas, a modo de cuadros, la acción nos va dibujando ambos motivos con diferentes atmósferas musicales. Desde el momento en que el amor va a estar dibujado casi desde el inicio por una profunda melancolía ya intuimos que el malvado diablo Shadow, de una manera u otra, va a hacerse con la suya.





Creo que esta melancolía que va penetrando en la historia poco a poco es la que desde el principio hizo que esta obra me hipnotizase, y siento que es en ella donde reside el hallazgo entre líneas de esta historia sólo aparentemente galante y moral, que si escuchamos con un poco de atención nos transmite una terrible inquietud, pues de alguna forma nos susurra entre festivos acordes y dilemas humanos a veces poco creíbles la infinita angustia de la limitación de la vida, del tempus fugit que nos asedia y nos obliga a enfrentarnos a nuestro íntimo vacío existencial. Un vacío que termina por llenar las vidas de Tom y Anne, fruto de las elecciones erróneas, de la incomprensión, de las esperas... y que, pese a que su amor les salve de alguna manera, no encontrará sentimiento ni circunstancia que lo detenga.






La escena final del manicomio, larga y tristísima, bañada de una esperanza de tono irreal, nos hunde poco a poco en una irracionalidad que sólo a través de la broma con moralina del final nos hace poder respirar finalmente tranquilos, como si nada hubiese pasado. Sin embargo ya es demasiado tarde, la melancolía de la obra ya se ha colado dentro de nosotros y nos ha hipnotizado de manera irremediable. O así al menos debería ser.



La producción del Real de Robert Lepage ya se ha exhibido con éxito en otros teatros, pero yo no la veo redonda. Creo que cuenta con muchos aciertos en escenas concretas (especialmente en la del encuentro de Anne con Tom y Baba the Turk y la escena final del manicomio). Pero no me convence su intención de hilarlas todas y de desdibujar así un poco esa sensación de cuadros que en realidad sí está en la intención del autor. Para pasar de una escena a otra el compositor ya ha ideado unos interludios musicales que son (además) los que nos permiten acceder a ese segundo plano de la fatalidad melancólica que nos dibuja poco a poco la tragedia. Por ello, no convencen demasiado las aparatosas transformaciones que Lepage propone y que no hacen otra cosa que epatar y desviarnos de la fuerza de la partitura orquestal que ya funciona estupendamente como interludio y reflexión de la historia. Lepage ve esta obra como una película, como una obra global y continua y creo que ese es el error, pues su esencia formal neoclásica le impide serlo. A pesar de ello, algunos cambios de escena, como la del coche en movimiento, tienen una gran fuerza.


Otro de los errores de la producción es hacer el descanso en medio de un acto y no dos, donde deben ser, es decir, al final de cada acto. En concreto, la distancia temporal que media entre el segundo y el tercer acto hacen necesaria una pausa en ese momento, para que el espectador pueda asimilarlo. Ahí, evidentemente, no hay música, y sin embargo Lepage, a sabiendas de que no va a haber interrupción en forma de descanso no idea nada para salvar este problema.

El gran Christopher Hogwood, director musical, hace lo que puede para solventar estas carencias, y nos transmite un libertino intensamente triste, ralentizando los tiempos para hacer más asfixiante aún la melancolía, pero con ello no consigue transmitir lo que pretende, pues su lentitud hace perder el el hilo de la acción en numerosas ocasiones, lo cual va en perjuicio sobre todo del espectador que no conoce la obra (omito los comentarios que hube de escuchar en los pasillos en el entreacto).
A pesar de todo, Hogwood consigue un sonido sutil y muy perfecto de la Sinfónica de Madrid, especialmente brillante en la sección de viento que tanta partitura tiene en esta obra.


Los protagonistas están a un gran nivel, especialmente el Tom de Tobby Spence, que convence bastante con su gran trabajo no sólo vocal sino también de actor, en un personaje que se transforma brutalmente a lo largo de la obra. María Bayo está correcta y siempre es de agradecer la belleza de su voz, pero creo que no está hecha para este personaje, que requiere una voz más clara y sin dubitaciones, que no se muestre frágil y que acometa las dificultades de la partitura sin atisbos de duda, pues la forma en la que Anne (que en el fondo no deja de ser una especie de recreación de Orfeo) ha de transmitir su desilusión, pero al mismo tiempo la fuerza de la fe de su amor, son claves para que la obra resulte creíble. Ella está en el extremo del tándem de sentimientos de esta obra.
Daniela Barcellona está muy grande en una Baba the Turk (la mujer barbuda de Tom) en la que se recrea y a la que interpreta con una facilidad abrumadora. Finalmente Johan Reuter da vida a un Nick Shadow bastante creíble y seductor en su diabólica misión.

Como colofón, subrayaría de nuevo que debido a todas las complejidades que presenta la obra es muy difícil conseguir una representación que consiga transmitirla de manera convincente y además, emocionarnos. La del Real lo consigue sólo a veces, pero no en su totalidad. Es una pena, que además habrá contribuido a reafirmarse a los detractores de esta obra que merece muchas horas de escucha y atención para conseguir que ejerza esa hipnosis melancólica que en el fondo atesora pero que se quedó esta vez en la partitura, bellísima partitura con una portada representando el rostro de Stravinsky en negro sobre un fondo en rojo que exhibía el atril del clave, ya terminada la representación, que llamó mi atención por su vistosidad y belleza, y me hizo sonreír mientras el Teatro aún aplaudía y yo comenzaba a pensar ya en todas estas cosas.

Las imágenes son de la misma producción con otro elenco de cantantes y músicos, en La Monnaie de Bruselas el año pasado, pero son perfectamente válidas para ilustrar lo que comento.

23 de enero de 2009

Deriva

Jesús llevaba tantos años diciendo que se iba que ya nadie le hacía caso cuando por su boca se escapaban aquellas amenazas. Pero un día, sin decir nada, desapareció llevándose consigo un libro y su chaqueta como único equipaje. Todas aquellas advertencias no habían sido más que el camino para una decisión que tomo en secreto y que ejecutó discretamente, casi sin hacer ruido. De repente una tarde no volvió, y nada más se pudo saber de él. Mar al principio pensó en una de sus habituales rabietas, casi infantiles, y sospechó que alguno de sus amigos lo habría acogido en casa unos días. Todo calculado para provocar unos de esos efectos dramáticos a los que ella ya tan acostumbrada estaba.
Con el tiempo supo que no. Y supo también que con nadie más, con ninguno de sus amigos ni familiares había compartido ni un ápice de la decisión que finalmente tomó. Nadie lo esperaba y nadie volvió nunca a dar con él. Mar tardó casi un mes en acudir a la policía. Durante ese tiempo tuvo la secreta convicción de que todo había sido un plan tramado por él para asustarla. Después fue comprendiendo que se trataba de algo mucho más sencillo, pero a la vez difícil para ella. Animada por familiares y amigos por fin una mañana de febrero acudió a la policía a denunciar la desaparición de Jesús.

Las investigaciones se prolongaron durante varios meses aunque al final el expediente quedó en vía muerta. En algunas esquinas de las calles de la ciudad aún quedó durante un tiempo la foto olvidada de la campaña de búsqueda en la que durante varias semanas colaboraron vecinos y compañeros. La policía siempre trabajó con la hipótesis de que Jesús no había salido de la ciudad, que simplemente había querido desaparecer y que eso no era ningún delito. Decían que tenían muchos casos parecidos, y las estadísticas de los que habían terminado por resolverse así lo indicaban. En el caso de Jesús, además, tanto los precedentes como todos los datos que de él recabó la policía hacían indicar aún con más probabilidad que Jesús, en el fondo, no se había marchado muy lejos.

Era muy pequeño yo cuando sucedió aquello. Tampoco sé si me lo contaron todo o no. Es lo que sé y no he querido preguntar nunca mucho más. Mamá tiró casi todas las fotos de Jesús. Recuerdo los álbumes con las fotos rasgadas torpemente, como en un acto de ira. En algunas se podía ver una mano o parte del brazo de Jesús, pero de su cara la única foto que recuerdo haber podido ver era la del anuncio policial de búsqueda que, muchos años después, seguía aún colocada en la comisaría del barrio, y que me observaba cuando, periódicamente, debía acudir allí a renovar el carnet o el pasaporte.
Tuve siempre la secreta sospecha de que en realidad Jesús estaba cerca, espiándonos, observando todo lo que hacíamos. A veces creo que incluso podía sentir su presencia cuando caminaba por la calle camino del centro o de vuelta del instituto. Era una sensación extraña y que nunca compartí con nadie, pero muy nítida. A veces pienso que aquella secreta y discontinua sensación de falta de intimidad estuvo en el origen de mi tristeza durante toda mi niñez y adolescencia.

Juanjo (mi "padrastro") y mamá en realidad no se llevaron nunca demasiado bien. Juanjo era buen amigo de Jesús, y con todo aquel jaleo de buscarle se mostró muy atento con mamá... Al final terminaron formando una pareja. Juanjo es una persona afable aunque de poco carácter, y tardó aún unos años en empezar a sentir la actitud depresiva y autodestructiva de Mar. No sé quejó nunca, pero sé que en el fondo, al igual que a mí, lo consumía. Conmigo siempre ha sido muy bueno y me ha querido mucho. Creo que he tenido más feeling con él que con mamá, a la que de niño recuerdo siempre triste y callada, con frecuencia de mal humor y protestando por cosas sin importancia.

Con 18 años decidí marcharme fuera a estudiar. Con un poco de esfuerzo conseguí que mamá y Juanjo me dejaran inscribirme en la Universidad de Barcelona. En poco tiempo conseguí una buena beca y a partir de ahí no tuve siquiera que depender económicamente de ellos. Fue la mejor decisión que he tomado en mi vida, como una liberación de aquel ambiente agobiante de casa dominado por la melancolía de mamá y esa inconfesable sensación de la presencia invisible de Jesús. En Barcelona comencé una nueva vida, desde cero, con nuevos personajes que me ayudaban a ir borrando el pasado. Los años de facultad volvía religiosamente cuando tenía vacaciones, pero cada vez que lo hacía sentía como si una red me atrapase de nuevo en aquel mundo del que yo necesitaba desvincularme. Así fui poco a poco consiguiendo buscar impedimentos y excusas para regresar cada vez menos. Actualmente sólo acudo en Navidades, sobre todo porque sé que a Juanjo la gusta que vaya. Y también porque me da pena que tenga que aguantar él sólo a mamá con lo insoportable que se vuelve esos días. Con ella casi no hablo, ni siquiera cuando voy. Me hace alguna pregunta y yo le respondo con alguna otra, más por cortesía que por interés. Reconozco que pienso poco en ella. Cada vez que lo hago no me siento muy bien. No es fácil asumir algo así. Me siento realizado con el resto de cosas de mi vida: trabajo, amigos, romances... Es como si mi madre fuera el único punto negro de mi vida. Me da mucha pena, pero siento que es algo inevitable.

Desde la semana pasada, sin embargo, algo me inquieta sobremanera. Algo que no me termina de gustar en el nuevo apartamento al que me acabo de mudar. Algo con lo que no había contado. Algo, por otro lado, que no he elegido yo: el portero del inmueble. Me mira de un modo inquietante, como intentando escudriñar lo que pienso, lo que siento. Es una tontería, pero no me gusta cómo me mira. Está siempre ahí en su mostrador, con la mirada perdida en el periódico siempre abierto sobre la mesa, pero no desaprovecha ninguna ocasión para levantar la mirada cada vez que paso y observarme de una manera penetrante, con un gesto que a veces me resulta inquisidor. Otras temeroso, incluso angustiarte. Ahora que había conseguido encontrarme por fin a gusto y había decidido alquilar mi primera casa no compartida, resulta que cada vez que entro o salgo me encuentro con el desconcierto de tener que enfrentarme a este hombre. José María, así se llama. En realidad es el típico portero, de edad indefinida, pero por encima de los 45, y extremadamente educado. Demasiado quizá. Como si estuviera siempre haciendo la pelota. Siempre resulta correcto. No tengo nada que reprocharle. Es sólo su mirada, que me inquieta. Es fija, penetrante, como si me juzgara. Yo no puedo dejar de fijarme en cómo lo hace. Sé que una cosa así no debería afectarme, pero el hecho es que lo está haciendo. Hasta tal punto que creo que está haciendo cambiar mi buen humor poco a poco. No sé por qué, pero todo esto me pensar en mamá y en su carácter imposible. Ayer incluso la llamé por teléfono, algo que no hago más que dos o tres veces al año. Curiosamente, ahora es ella la que parece que está de un humor excelente. Le pregunté por Juanjo, pero no estaba. Es extraño, pensé. Lleva dos días sin contestarme al móvil ni a mis mensajes.

- No lo sé, hijo. Ya aparecerá. ¿Sabes? No se lo he dicho aún a nadie, pero creo que me voy a ir... sí, a ir. A vivir yo sola, que ya es hora.

Me quedado en silencio durante unos segundos, luego me he disculpado con la excusa de que estaban llamando al timbre, que era el portero que me subía una cosa. No sé por qué me ha salido esa excusa tan absurda. Yo tampoco se lo he dicho a nadie, pero también creo que me voy a ir de esta casa. Y con ella, creo que no voy a hablar más.

17 de enero de 2009

Carta en el aire.

Hubo un tiempo en que habité el desencuentro. Me asaltó inesperado una noche de otoño en un café de Malasaña, y más tarde, con la fuerza terrible del deseo entre quebrado e indestructible, de nuevo en aquel coche que se helaba aparcado bajo mi casa mientras me acariciabas el hombro con aquella extraña ternura que se te escapaba con cuentagotas. Aquella misma noche comenzó el abismo a crecer día a día, despertar tras despertar, con nuestro secreto eclipse medrando y medrando, y arañándonos detrás de la taza del café de la mañana. Abismo entre mis ansias de amar y las tuyas de necesitar ser amado. Abismo entre la crueldad de mi despecho y tu tímido pero implacable egoísmo. Abismo entre nuestras torpezas. Un océano de olas como laberintos oscuros, seguramente errado, donde nos perdimos con la intención de no salir, pero de donde escapamos cada uno por su salida. Y aunque ahora reivindique el olvido, la memoria es implacable y me ataca en ciertas mañanas desde su hogar, tras esa puerta que a veces un correo nunca borrado abre y deja caer en mi curiosidad aún dormida y anestesiada de caricias. Ese hueco y ese silencio elegidos no se han desvanecido, porque sobre ellos me hice más sabio, más humano, más consciente del valor de la conquista de quien soy. Supongo que no los tendrás tú esos correos. Sé que para ti no valen mucho, ni ellos, ni el rastro de una historia como otras, hundida en un final intermitente primero, cordial después e inexistente al fin. Las últimas veces que nos hemos cruzado, nos hemos evitado discretamente, sin acritud.
A pesar de todo, y aunque tú ni lo sospeches, aquella mañana valió toda una vida...

14 de enero de 2009

Al salir de clase.

Hace muchos años, cuando aún era un niño, Julián se perdió volviendo a casa del colegio. A sus doce años, mamá ya le dejaba ir y volver solo, teniendo en cuenta que el centro escolar se situaba a tan sólo tres manzanas. Julián siempre fue muy obediente y jamás se desvió de la acera que debía seguir. Eran sólo dos calles que cruzar, ambas con semáforo. A él gustaba perseguir los dibujos geométricos del suelo, que entrelazaban sus formas y sus colores de una manera fascinante. No se aburría nunca de mirarlos, y eso le hacía entretenido el viaje hasta casa que, a pesar de breve, él percibía como toda una aventura.

Sin embargo aquella tarde algo ocurrió, y aunque él recuerda haber seguido religiosamente el camino de diseños geométricos y haber cruzado por los dos habituales pasos de peatones como cualquier otro día, la realidad es que al llegar a casa se dio cuenta de que aquella no era su casa. Ni siquiera era su calle. Debió ser la espesa niebla de aquel día la que le llevó a desorientarse. Entonces, Julián se sentó consternado en el bordillo de aquella casa desconocida. Pensó que la manera más sencilla para ser encontrado era quedarse quieto en un mismo lugar y esperar. Así que eso hizo. La niebla se hacía más y más espesa y Julián la recuerda ahora, después de tantos años, fría, muy fría, inmovilizándole, y mezclada con una profunda sensación de confusión por no entender cómo había llegado hasta allí.

Al final fue Aurora, la vecina del tercero que siempre le daba caramelos cuando se cruzaba con ella en el portal, la que lo descubrió, por casualidad, mientras volvía de visitar a su hija. Con ella regresó a casa. Mamá estaba muy preocupada y había comenzado a llamar por teléfono a las casas de algunos compañeros de clase.

- En realidad no estaba tan lejos de casa -le dijo Aurora - sólo que con la niebla se ha equivocado de dirección al salir de la escuela. El pobre se ha quedado quietecito para no perderse más. No le riñas, que ya bastante asustado está.

Julián nunca entendió cómo pudo suceder. Aquella sensación de haber hecho lo correcto, lo mismo de todos los días, y a pesar de todo haberse perdido, sigue llevandola encima desde entonces como un peso invisible. La recuerda curiosamente hoy, sentado en las escaleras de un bloque de pisos desconocido, fumando el ultimo cigarrillo del paquete que aún conserva en el bolsillo.

Hace dos horas que ha nacido su primer hijo y, sin saber aún porqué, no ha sido capaz de acudir al hospital donde su mujer ha dado a luz. Es verdad que las cosas no van bien desde hace meses. Quizá nunca fueron del todo bien, pero ahora eso ya da igual. Es una cuestión de responsabilidad, ¿no?
Julián tiene miedo, lleva mucho tiempo teniéndolo. Desde que lo tiene, su único refugio ha sido pensar que hacía lo que creía que estaba bien, y punto. Pero hoy eso parece que no le sirve.

Le da rabia que Lucía haya dado a luz mientras él estaba en una reunión con el móvil desconectado. Y sin embargo, el hecho de tener una excusa coherente le produce un secreto sentimiento de liberación.
Ahora, la lluvia que cae con fuerza y el atasco de tráfico monumental que vive la ciudad han tomado el relevo de ser excusa perfecta para no haber llegado aún al hospital. Se disponía a ello cuando, repentinamente, un impulso le ha hecho detener el automóvil y bajarse a fumar en esas escaleras desconocidas al amparo de una marquesina de cristal. Ha sido esa misma sensación de confusión de aquel día, unida al frío, la que le ha hecho recordar aquella tarde de su niñez, cuando se perdió al salir de clase. Julián apura la última bocanada de humo y se da cuenta de que hoy no tendrá ninguna Aurora que venga a por él y lo excuse ante mamá.

10 de enero de 2009

El sonido del invierno

A pesar de no gustarme la nieve mucho, hay una cosa que sí adoro de ella... Su sonido. Mejor dicho, sus sonidos. El de la nieve crujiendo bajo los pies de uno, como si se quebrara suavemente el mundo, como si se deshiciera el suelo pero sin sufrir desperfecto alguno... Y luego el que es mi favorito, ese silencio sobrecogedor que se hace al caer la nieve, y esos infinitamente imperceptibles sonidos, como en sordina, de los copos estrellándose en el suelo, fundiéndose entre sí, como un lejano e crepitar que en realidad nunca llegáramos a escuchar, como si sólo existiese en la imaginación. plop, plop, plop, plop, y así hasta el infinito, como en un mundo paralelo e inextinguible...

(Fuente: www.elpais.com)

Nos hundimos en lo más crudo del invierno envueltos en el descenso térmico y en ese otro descenso, casi armónico, a una melancolía salvaje de hogar y manta, de cristales empañados y gris más allá del pretil.
Hasta que pase, me escapo al paraíso sumergido de Vivaldi. Quién se atreva a bucear en esta sublime versión del portentoso Fabio Biondi, encontrará los sonidos perdidos de esta partitura, de todas las partituras del frío...

8 de enero de 2009

Fin de las fiestas.



Ayer, primer día oficial sin fiestas navideñas, mientras paseaba por el centro, me di cuenta que por algunas de las principales vías de Madrid no estaba accionado el alumbrado público. Supongo que en estas semanas atrás, con la intensidad del alumbrado navideño del ayuntamiento, especialmente abundante en estas calles y plazas, compensaba no tenerlas encendidas o al menos no al mismo tiempo. Lo que pasa es que eso se acabó ayer, y se conoce que aún no han corregido los horarios para las farolas. Fue curioso pasear por el Paseo de Recoletos prácticamente a oscuras, mientras la gente, aún acelerada a causa de los bioritmos navideños alargados sin medida alguna en un demoníaco y frenético primer día de rebajas, corría en todas direcciones entre gestos de sobreexcitación y velocidad. Me interné en la calle Alcalá que, al carecer de comercio, presentaba un aspecto más desolado, acentuado por el intensísimo frío de la tarde de ayer en la capital. Ni rastro de las luces de estos días atrás, en uno de los lugares emblemáticos de la decoración navideña de esta ciudad. El murmullo de la gente se fue apagando y el tráfico sonó por fin cortante y casi metálico en los oídos, como si los coches fueran vacíos, conducidos por autómatas. El agua de los primeros charcos debia comenzar a cristalizar en hielo, y en ese pequeño instante, antes de envolverme de nuevo en el huracán humano de las calles de tiendas del barrio de Salamanca, escuché de nuevo un sobrecogedor Handel. La función terminó, me dije, un año más. Sin pretensiones, un año más. Destapo mi caja de Pandora, y ahora debo tirar del hilo.



4 de enero de 2009

Año H

Las conmemoraciones musicales, aniversarios, o como quiera llamarse, son un acontecimiento muy usado en el mundo de la música clásica. Son frecuentemente usados por las discográficas para desempolvar viejas grabaciones remozadas de cara a precios más populares, hacer recopilaciones conmemorativas, o nuevas grabaciones. Los festivales, orquestas y casas de ópera también aprovechan para programar títulos, sacar otros del olvido, o afrontar muevas miradas sobre músicas de sobra conocidas.

Aún consciente de la oportunidad de negocio que esto supone, creo más importante la labor que estas fechas tienen para contribuir a la difusión de la música, y a su renovación. Así, este año estamos de suerte, y nos toca conmemorar la desaparición de dos grandes de la música: las dos grandes “H” de la música clásica. Se trata nada menos que de Handel y Haydn. Del primero se conmemoran los 250 años de su muerte. Del segundo, un jubileo más redondo: el de los 200. Constituyen dos importantes músicos, no sólo por su numerosa e importante producción, sino por su papel determinante en el desarrollo de la música. El primero como paradigma de la cumbre del periodo barroco y cima absoluta de la ópera y de una capacidad hasta entonces insólita de ahondar en el drama y en las pasiones humanas a través de este género. El segundo, a veces considerado quizá algo monótono y plano en su producción, establece las bases del clasicismo musical, del que es absoluta referencia y su obra merece ser revisada para demostrar hasta qué punto su obra es imprescindible en la evolución hacia el romanticismo.

Espero por lo tanto que en 2009 los actos y conciertos programados, así como las nuevas grabaciones que sin duda verán la luz, contribuyan a enseñarnos más sobre estos dos inmensos “monstruos” de la creación musical que además son ambos, cada uno a su manera, portadores de una humanidad inmensa, de esas que han hecho sin duda hacer que el mundo sea un lugar mejor. Intentaré crear alguna entrada a propósito de ellos. De momento os dejo con una obra de cada uno, escogida con especial y diferente intención.

De Haydn, el maravilloso dúo de Adan y Eva de su Oratorio La Creación, en la clásica versión de Karajan, con una Jundula Janowitz y un Walter Berry que aportan la belleza increíble de sus voces. Una obra de arte mayúscula, que no puede sino llenarnos de optimismo y ganas de vivir. La Creación es un oratorio escrito ya en su último periodo y que quizá no ha tenido el reconocimiento que se merece, como obra llena de hallazgos y de una fuerza espiritual que va más allá de los límites del clasicismo (ya rotos de alguna manera por Mozart), precursor de mucho de lo que luego vendrían a decir los primeros románticos.

Enlace a vídeo aquí.

De Handel, uno de los últimos hallazgos, un redescubrimiento de una obra conocida, pero quizá pasada por alto, un fragmento de su oratorio Theodora, susurrado en medio de la noche (gracias) en un contexto inusual. Un Handel también en sus últimos años de composición, que ha destilado ya una maestría asombrosa en su capacidad de dibujar las emociones humanas más altas y las más ruines. La versión, magnífica, del festival de Glyndebourne.