19 de octubre de 2010

Como de otro planeta, pero en éste

Claudio Abbado.

La orquesta del Festival de Lucerna sólo ofrece dos o tres conciertos al año fuera del Festival, siempre con Mahler en el programa. Es una orquesta hecha por y para Claudio Abbado, que reúne jóvenes de las mejores orquestas europeas, y consagrados solistas que admiran al director italiano tanto como para ponerse bajo sus órdenes como un músico más. En resumen, un conjunto de ensueño el que hemos tenido la ocasión de escuchar los días 17 y 18 de Octubre pasados en el Auditorio Nacional de Madrid.
Para esta ocasión, Abbado ha escogido la última sinfonía completa del compositor bohemio. Una sinfonía inmensa y compleja, que destila todas las miradas de Mahler y las sublima en un tremendo viaje vital que representa la culminación de toda una etapa de la historia de la música a punto de llegar a su límite y desmoronarse para siempre. La dramática y angustiosa vida del compositor está siempre presente en la partitura melancólica y sombría de esta sinfonía, a pesar de que las incursiones pastoriles, tan propias de su música, también lo están. La sinfonía construye un universo aparentemente desordenado, como en forma de una amalgama que incluye casi todos los humores, pasiones y vicios humanos, desde lo grotesco y vulgar, hasta lo sublime, pasando por la pasión o el humor. Un verdadero retrato no sólo de la experiencia vital de Mahler, sino de toda una sociedad que se agotaba, en un momento, justo antes de las dos guerras mundiales, en el que se encontraba a punto de caer en un abismo de consecuencias insospechadas. La música de Mahler se impone aquí moderna, visionaria, obscenamente humana, en el borde de la ruptura de la tonalidad en muchas ocasiones. Un mundo que se terminaba, un universo que se extinguía. Y así la traduce Abbado, con una soberbia inteligencia, fruto de sus muchos años de peregrinaje mahleriano, de sus reflexiones en torno a la música. Abbado, pese a su edad y a los problemas de salud afortunadamente superados, está en un momento de madurez esplendoroso. No ha perdido la pasión a punto de descontrol con la que desconcertaba al mundo musical en los años 70 e inicios de los 80. Pero ahora su mirada ha ganado en hondura, en sinceridad, en profunda humanidad. Y la orquesta del Festival de Lucerna es el instrumento perfecto para traducirle. Una orquesta que exhibe una perfección que produce estupefacción, pero que al mismo tiempo suena humana y viva, vibrante, llena de vida y de expresividad. En el primer movimiento, el despliegue cromático que exhibieron de la que es una de las páginas sinfónicas más redondas de la historia de la música, fue casi desconcertante. El tiempo justo, los matices adecuados, el tono apropiado: sin estridencias ni efectos, dibujando el poder hipnótico que descansa en la esencia de la partitura. Después, la orquesta se hizo cada vez más y más grande, encajando el complejo mosaico del universo sonoro que imaginó Mahler con una genialidad que no he escuchado antes, destacando cada familia de instrumentos, casi cada instrumento, con identidad propia, pero sin perderse en ese océano sinfónico monumental que es la novena. Los movimientos segundo y tercero resultaron rotundos pero sin efectismos, apasionados y fervientes. La emoción iba creciendo, y con ella la sensación colectiva de que estábamos viviendo un sueño, casi irreal. El adagio final de la novena es una música bellísima y crepuscular, un canto de cisne que impone tras el viaje cósmico por la identidad compleja e irracional de lo humano, su melodía honda, perturbadora, como triunfo de la esencia espiritual del hombre. De un hombre y un mundo al borde del cataclismo de su destrucción. La batuta de Abbado exprime de la orquesta una delicadeza casi religiosa. El final, injustamente trufado de sonidos de móviles, no entorpeció, sin embargo, el éxtasis de un auditorio que dejó de respirar al unísono mientras la música se extinguía poco a poco y las luces, en un efecto hábil y sincero, con ella. Al final, silencio y penumbra. Como parte ineludible del final, de la metamorfosis intelectual, de la caída en el vacío, de la visión fascinante del límite de la realidad. Un silencio impagable que duró varios minutos, tras los cuales los aplausos y vítores llovieron de manera atronadora.
Pocas veces he sentido que asistía a algo tan trascendente, tan efímero a la vez, pero que marcará un antes y un después en la vida como melómano de gran parte de los que asistimos. Algo, como de otro planeta, pero en éste. Algo profunda y sinceramente emocionante. Mi deseo de inmensa gratitud a Claudio Abbado, sin duda el más grande director vivo.