22 de febrero de 2009

Deepest fate.


Y cabalgábamos todos a través de la oscuridad del bosque. Nosotros y el cortejo, envuelto en plata y terciopelos de más colores de los que podría recordar. La luz del sol nos llegaba como lanzas sobre el rostro. La selva del corazón, por un instante, abrió su espesura, y nada pareció que pudiese interrumpir aquel trote veloz de los caballos al unísono.

Second Woman
Oft she visits this lonely mountain,
Oft she bathes her in this fountain;
Here Atcaeon met his fate,
Pursued by his own hounds
And after mortal wounds
Discover’d, discover’d too late.

Entonces fue aquella nube que todo lo cubrió. Trote y espesura, su rostro y los terciopelos que parecían tragarse ya las hojas negras de los robles. El primer trueno seco, terrible sobre los troncos recios del verano. Y por fin el desconcierto que invadió el aire al escuchar de nuevo al monstruo.

Aeneas.
Behold, upon my bending spear
A monster’s head stands bleeding
With tushes far exceeding
Those did Venus’ huntsman tear.
Dido
The skies are clouded, Hark! How thunder
Rends the mountain oaks asunder

Tras el instante de silencio resolvimos huir como el viento frío del este entre las ramas. Lo dejamos solo.
Volvió en menos de una hora, pero ya nunca nada fue igual. Y de nada hubiera servido no habernos separado, porque fue aquella canción inocente, aquel Acteón pronunciado entre los robles en sombra, como una provocación, la que desencadenó todo.
Ahora ya sólo queda silencio. Silencio y piedras frías.
Y rosas que, imaginarias, siguen lloviendo cada inicio de verano.

With drooping wings you Cupids come,
To scatter roses on her tomb
Soft and gentle as her Heart
Keep here your watch, and never part.

(Cupids Dance)

17 de febrero de 2009

Febrero

Febrero tensa sus fauces.

Pasa veloz disolviendo el aire, rozando con su cola áspera la corteza del sueño.

Se detiene un instante. Lo ha vuelto a conseguir, a cruzar en el firmamento una galaxia con su oscura raiz, sembrada de incógnitas y de miedos fríos.

Su ejercito de veloces corredores, como lobos descendiendo una colina de zarzas y ortigas, tiende sobre la sangre una frágil red de zapatillas de algodón suave, para poder seguir caminando.

El almendro ya ha florecido. Cuando el universo comienza a desplomarse es preciso volver al inicio, a donde todo empezó.

Heredar de nuevo las estrellas, una a una.

Y continuar.

12 de febrero de 2009

Renaissance Jazz.


Hacía tiempo que quería inaugurar una serie de entradas con mis discos favoritos. Lo que no imaginaba era que lo haría con uno recién comprado. Una música que como por arte de magia llegó hasta mis oídos a través de las ondas de Radio Nacional. En el momento justo, como si de repente se abriera una puerta a un mundo nuevo de posibilidades. Para aumentar la dosis de sadismo, los días siguientes siguieron poniendo algún que otro extracto. Hasta que caí en la tentación y me hice con él.

Estos libros-discos que hacen ahora hacen que uno se resista más al pirateo que por otra parte nunca he practicado mucho. Además, leyéndolo, uno se acerca más a la intención de los intérpretes, de la elección de obras, del tono de la versión, y siempre se aprende algo de cultura musical.

Aparentemente se trata de un disco con diferentes números de danza y canciones profanas del compositor de Cremona. Desde algunas de las músicas orquestales del Orfeo, a scherzi musicali, pasando por madrigales o arias de su última y truculenta ópera, L’Incoronazione di Poppea. Sin embargo, Christina Pluhar, la directora del conjunto L’Arpeggiata y artífice de esta maravilla no nos brinda un disco más de Monteverdi. No, no, no... Ella lo que quiere es reflexionar sobre la variedad, riqueza y diversidad dramática, rítmica y sonora de este grandísimo monstruo de la composición, pero sobre todo de su potencialidad y su carácter visionario.

Demostrar por ejemplo que el “walking bass” no fue introducido en la música, como pensamos, por los músicos de jazz en los años 40 del siglo XX, sino que Monteverdi, a su manera, ya había encontrado un similar en la utilización de un “basso ostinato”, verdaderamente moderno incluso hoy en día (y alejado de lo que se luego se terminó por convertir en la norma del ostinato en el S. XVIII), pero que quizá sólo escuchando su música de otra forma, podemos llegar a comprender. Para ello, no duda en brindarnos (en sus palabras)

toda una pequeña broma para resaltar la insolente modernidad de este “ostinato”. Invito con gusto a aquellos a quienes este acercamiento parezca vanguardista, de tacharla de “demasiado moderna", pero me gustaría asegurar a mis lectores y auditores con toda humildad, tras todas estas líneas de explicación
(refiriéndose al extenso texto de su autoría que acompaña al compacto) ch’io non faccio le mie cose a caso...

Juzguen por ustedes.

Yo lo he llevado inmediatamente a la cima de mis discos favoritos. Y no paro de escucharlo y de amar aún más la música. Canta el gran contratenor francés Philippe Jaroussky

9 de febrero de 2009

Del vacío a lo exultante en el camino de la libertad.

Semana llena de emociones, de propuestas y de miradas. Y de secretas formas de ser recompensado siempre por este Febrero que aunque me depare noches frías, alarga los días y parece que me quisiera hacer soñar con el fin de un invierno que, más que otros años, ha sido gris y frío.
Contento de seguir vivo para la intensidad, de atreverme aún a ser valiente y sincero más veces de las que habría imaginado, de admitir mi humana fragilidad, mis esquinas afiladas, o la amargura que aún se acumula en los silencios. Lleno aún del estupor de la mirada inteligente de Richard Yates en su Revolutionary Road, llevada recientemente al cine por Sam Mendes en un trabajo personal, como siempre en él, que no consigue la redondez de otras películas salidas de su mano, pero que encuentra en las asombrosas interpretaciones de unos DiCaprio y Winslet en estado de gracia la llave para no hacer de esta película un melodrama más, y hacer creíble todo el quid de la cuestión, el centro de gravedad de la punta de lanza de esta película, resumida en esta escena de apenas medio minuto.



Una frase que en realidad sobra, porque la película expresa muy bien de qué huyen o creen huir sus protagonistas. Pero que con esa contundencia y eficacia del inglés parece habersido escrita para no tener que ser ahorrada:

The hopeless emptiness of the whole life here (el irremediable vacío de la existencia aquí)

Hablamos de un matrimonio que cae en el vacío porque no sabe asumir el fracaso de su relación, y que se deja atrapar en las innumerables redes del sueño (de vida) americano para caer en un pozo sin fondo del que ser conscientes no les libra de, al intentar poner la solución, evidenciar su incompatibilidad de prioridades ante la vida, ante los sueños y ante la construcción de la propia identidad. No hay remedio. El pequeño y audaz prologo de la película ya presagia con fuerza la inutilidad de enfrentarse no sólo al fracaso, sino a la anestesia que la sociedad va a colocarles mientras se abandonan poco a poco a sí mismos.

El final, previsible y algo contaminado de moralina, me pareció que desmerecía el resto de la película, y su longitud, casi un fallo de principiante. Sin embargo, unos pequeños segundos sí que consiguen removernos del asiento. Los vecinos, personajes apenas dibujados pero maravillosamente sugeridos en su personalidad y en el papel que jugaban en la vida de los protagonistas, hablan de ellos con los nuevos vecinos. Aquellos ya no están allí. Se hace un silencio extraño y él sale de la casa al jardín porque se asfixia ante los sentimientos encontrados. Fuera, en el jardín, observa esa casa de Revolutionary Road que es el icono de esa vida maravillosa y especial que debían tener sus inquilinos, y hace prometer a su mujer, que ha salido en su búsqueda preocupada, que no volverán a hablar de los Wheeler.
En realidad la película se podía terminar ahí. Es escalofriante la evidencia de la propia necesidad de pasar de puntillas por lo que hasta ese momento era algo importante en sus vidas como ejercicio disciplinado de seguir adelante sin enfrentarse a ellos mismos y a sus problemas que en fondo son los mismos que los de los Wheeler. Es la vuelta de tuerca del engaño de la vida que los aprisiona y que además los educa contra la rebeldía. Un antídoto falso contra un vacío en el que, como en la escena se apunta, lo difícil es comprender que puede ser irremediable. Ellos se creyeron dioses por un instante, pero también sucumbieron, y el engranaje cuasiperfecto de la sociedad y de su propia fragilidad les hizo pagar por ello.


No hay que irse a Estados Unidos para constatar esta degradación que nos impone la necesidad de pareja, de familia, de estética social, como única vía para no ser considerado de alguna forma un fracasado y merecedor de consuelo. Y sin embargo lo que veo a diario es precisamente la constatación del fracaso de muchas parejas por el hecho de nacer como respuesta a la necesidad adquirida de no estar solos, y la posterior construcción de la familia en torno a esa huida que se va vistiendo de rutinas y deseos enterrados día a día. Me produce una tristeza enorme, porque sé además que en la raíz de todo está cómo la sociedad y sus patrones se perpetúan a través de la educación y la tiranía de la conciencia.

He sufrido desde que era adolescente por sentirme extraño y diferente al resto en prácticamente todos los aspectos de la vida. Un sufrimiento que, con la soledad que conlleva, y frente a otras cobardías que he practicado y practico, sí que encaré siempre con cierta dosis de valentía. Un sufrimiento y una soledad que, sin embargo, me han hecho tener un sistema de valores y creencias quizá marginal, pero que me ha acercado a mi visión del mundo y la construcción de mi verdad y de mi camino de felicidad, aunque para ello haya debido pisar (y pise) con frecuencia la difícil encrucijada del desconcierto y la responsabilidad, y no siempre el miedo me permita actuar como quiero o debería. Aún así, he eliminado conscientemente muchas de las redes de seguridad que la gente construye, y me he sumido en una libertad que a veces duele intensamente asumir y ejercer, pero de la que estoy orgulloso, porque creo que me permite, en cierta medida, escapar del vacío y la mediocridad que inundan injustamente el mundo. Y digo injustamente porque creo que no son naturales, y más bien impuestas como forma de otorgar el poder moral y económico a una minoría que siempre lo ha tenido. Sé que estaré equivocado en muchas de las cosas que digo y hago, pero creo hacerlas desde la sinceridad y en ellas intento dejar abierta la ventana a la duda y al cuestionamiento general aunque siga equivocándome bastante. Sí, al final uno vive siempre un poco con el vértigo rondando, pero creo que es honesto hacerlo así, no es cualquier cosa la vida. Por ello, desde la felicidad rotunda que significa construirse asumiendo la duda y la sinceridad, abro las puertas a un nuevo Febrero que, desde su tímido primer intento de crepúsculo del frío, me define y ha marcado para siempre la ruta de quien soy y de quien seré. Gracias también a mis habitantes de febrero favoritos.

Symphony No.41 in C major, K.551"Jupiter" IV Molto allegro. W.A. Mozart, Leonard Bernstein y la Orquesta Filarmónica de Viena.

5 de febrero de 2009

In Crescendo

Daniel Harding

Partía con gran interés en mi primer acercamiento al directo del jovencísimo director británico Daniel Harding, que visitó el martes pasado el Auditorio Nacional con un doblete de orquesta y repertorio de lo más apetitoso. La Orquesta Gustav Malher es un valor en alza y a pesar de su juventud su sonido es impecable como el de cualquiera de las más grandes orquestas europeas. No en vano la mano de su fundador, Claudio Abbado, ha ejercido sin duda ese saber hacer de los que ya son mitos vivientes de la música. Por otra parte, un repertorio en torno al último Mozart siempre es un universo insondable en el que escudriñar algunas de las páginas más hondas e inspiradas de la música, aunque también un océano donde es fácil hundirse en el lugar común o en la mediocridad de la mirada.

De Harding se ha oído mucho hablar en el mundo de la música clásica. Ayudante de Simon Rattle en su época de la orquesta de Birmingham, parece ser uno de los jóvenes con una carrera de director más prometedora de la actualidad, aunque las críticas de sus grabaciones (acaba de ser fichado por el sello amarillo) son ciertamente desiguales. En Madrid también estuvo sonando su nombre el año pasado como posible candidato a ser sustituto de López Cobos, en la dirección musical del Teatro Real.

Su Mozart puede resultar más o menos criticable, pero es sin duda personal, manteniendo un equilibrio considerable entre las acostumbradas versiones de referencia y la nueva visión profundamente renovadora de ese historicismo tan en boga en los últimos lustros. Para enfrentarse a sus últimas obras, sin embargo, es necesario prestar mucha atención ya que lo visionario que encierran esos pentagramas puede verse aprisionado por una visión demasiado encajada en un momento histórico al que la música de un Mozart joven de edad, pero maduro en lo musical y sobre todo apuntando ya la gran transformación que se avecinaba, quizá le viene demasiado grande. Pero no, lo de Harding es otra cosa. Lo de Harding es una visión rendida a un sentido fuera de lo común para la musicalidad y el sentido de la danza. Sólo hay que ver cómo se mueve, con qué sofisticación y elegancia se comunica con los músicos. La obertura de Don Giovanni sonó quizá un poco falta de ese sentido trágico y demoníaco que esconde su primera parte, pero su desarrollo fue tan grácil y dinámico... ¡tan mozartiano!, que se le puede perdonar.

El concierto de piano nº 27, el último que compuso, es una especie de testamento musical donde el salzburgués por un lado se desvinculaba de una coherencia harmónica "clásica" y por otro jugaba en una ambigüedad con la que supo hundirse hasta lo más hondo de la esencia del hombre, en la dicotomía de su soledad frente a sí mismo en contraste con la grandeza inequívoca de la existencia. Como interprete contó con el gran Paul Lewis, que ya nos asombraba el año pasado en solitario en el ciclo de grandes intérpretes y que ahora nos vuelve a demostrar que su mirada flexible y delicada, pero segura, también puede ser genuinamente mozartiana. Pecó quizá de un exceso de floritura en el adagio central, cuya sencillez no necesita de nada más para proclamar su belleza inmensa. Pero funcionó muy bien en atrapar lo esencial de las notas de este grandísimo concierto y hacerlas enormemente vivas. Harding, por su parte, se mostró en todo momento atento a esos giros sombríos, a esa sutileza del lenguaje de los silencios que pueblan la obra, y el resultado fue una versión muy correcta y emotiva. Su sentido del ritmo y de la elegancia le hacen quizá perder expresividad y coherencia, pero su batuta es nítida en trasmitirnos lo que quiere.

Tras la transición del memoriale para flauta y ocho instrumentos de André Previn, como un interludio de rica atmósfera a modo de aperitivo entre las intensidades de ese Mozart de madurez, llegaba el colofón con ese monumento sinfónico sin igual que es su última sinfonía, nº 41, la Júpiter, que condensa de alguna forma casi todo lo que este gran músico significó, pero que constituye ante todo uno de los más vibrantes y emocionantes retratos del goce de la vida, una exaltación desbordada y exultante de la felicidad.


Y aquí Harding no es que se hiciera grande, es que fue inmenso desde los primeros compases. Qué dominio de la orquesta, qué crescendi, qué diminuendi, qué silencios, qué perfección en el ensamblaje de las familias instrumentales, qué ejercicio de perfección, qué redondez de fraseo... La Mahler Chamber Orchestra es una de las mejores del mundo sin duda, pero no siempre esto garantiza que cualquiera pueda sacar de ella ese sonido y esa expresividad que pueden hacer de un concierto esa experiencia tan inigualable, ese más allá musical al que desgraciadamente pocas veces accedemos en una sala de conciertos. No fue así el martes pasado. Harding tradujo un Mozart mucho menos dubitativo (si cabe) que en la primera parte. Puede gustarnos más o menos su visión, pero lo que oímos llega directamente de su cabeza y de su corazón. Y el milagro por el que es capaz de dirigir a la orquesta para que ésta lo interprete de una manera tan nítida es tal, que resulta casi desconcertante escuchar un arrebato tan compacto de sonidos, texturas y ritmos. Sin fisuras de ningún tipo, la orquesta era un puro y rotundo ejercicio de felicidad, como ésta ha de ser. El finale, absolutamente desbordado de fuerza, pero sin perder un ápice de precisión ni de cohesión, nos dejó a más de uno sin respiración. Y se hizo el milagro. Uno de esos que hacen de la música un alivio único y libertario contra la, a veces, insoportable sinrazón de la existencia

3 de febrero de 2009

Plancha ignota.

Pilar venía todos los jueves a hacer la limpieza de la casa. Mamá le tenía mucho aprecio y siempre estaba diciendo lo bien que hacía tal o cual cosa. La verdad, yo no sé qué veía en ella, porque a mí me parecía que no hacía mucho. Y, sinceramente, las cosas tampoco es que quedaran demasiado limpias tras su paso. Abusaba de productos que tenían un fuerte olor desinfectante a pino o a limón. Los usaba sin mucho ánimo, una leve pasada de bayeta embebida en uno de estos productos y chas, ya estaba. A pesar de que me quejara a mamá de que cada vez había más manchas de humedad en la ducha, como queriendo hacerla caer en la cuenta del poco empeño que ponía Pilar al limpiarla, ella siempre contestaba que hacía falta impermeabilizarla de nuevo, que a ver cuándo pedía papá presupuesto.
Más evidente era el tema de la ropa. Yo creo que Pilar nunca antes había planchado. Tenía en eso tan poca habilidad como conversación mientras lo hacía. Cuando estaba en casa, me quedaba mirándola fijamente mientras lo hacía, pero para ella era como si yo no existiera. Creo que jamás me dirigió una palabra en los 3 años que debió venir por casa. Cuando manejaba la plancha apenas recorría una vez a toda velocidad cada tramo de la tela y por supuesto nunca se detenía en hacer una segunda pasada. La ropa terminaba mal doblada y con signos de haber sido colocada de cualquier manera. Yo le preguntaba a mamá si pensaba que Pilar lo hacía bien con la plancha. Ella siempre me decía que sí, que todo era mejorable, que ya iría aprendiendo. Que qué marqués me había vuelto con esas cosas, que estábamos en una familia obrera, liberal y nada clasista, que esa no era la educación que me habían dado ellos. Yo me callaba, claro.
Cuando terminaba, mamá siempre la invitaba a un café, pero nunca nos dejaba entrar en la cocina cuando ellas estaban allí. Me llamaba la atención porque parecía que ante aquellos cafés Pilar no paraba de hablar. El murmullo de su parloteo se sentía desde el salón y también sus risas en más de una ocasión. Yo no entendía por qué cuando estaba delante de nosotros nunca nos hablaba y mantenía aquel gesto frío, casi desagradable, para después adoptar aquel aparente humor parlanchín y risueño cuando estaba con mamá en la cocina.

Un día, en lugar de Pilar apareció otra señora. Una señora mayor. Pilar era muy joven y bastante guapa, y tenía unos ojos grandes y oscuros que se te clavaban incluso a pesar de sus maneras distantes. En cambio Maruja, la nueva, era mayor, con muchas canas y unas horribles gafas gruesas de pasta marrón que transformaban sus pupilas en dos pequeñas bolitas. Pero era amable y eficiente. ¡Y planchaba tan bien! La ropa tras pasar por sus manos olía nueva y perfumada. Aún así, mamá no la invitó nunca a café. Cuando le preguntamos por qué he había ido Pilar, ella nos contestó que Papá había discutido con ella, por cosas de mayores. No quiso contarnos más, siempre pensé que aquellas cosas de mayores tendrían que ver con el dinero.

La volví a ver unos años después. Me costó reconocerla tan arreglada pues a casa siempre venía con aquel chándal viejo de color rojo. Ocurrió camino del bar al que solíamos ir al salir del instituto. Ella estaba sentada en un banco de la calle, con una minifalda cortísima y un jersey tan ajustado que le marcaba todas las curvas de su sugerente cadera. Tenía un aire triste, el cabello como despeinado, y estaba profusamente maquillada, con los labios coloreados de un rojo muy poco discreto. Mascaba chicle y permanecía callada, como ausente, mientras un chico junto a ella le hablaba con cierta vehemencia. Ella ni le miraba. Pero a mí sí que me vio. Me dirigió una mirada fulminante, como de odio, para apartarla un segundo después y mirar al suelo. Me sentí mal, como culpado de algo de lo que no estuviera muy seguro de haber hecho. Di media vuelta y me alejé, profundamente turbado. No pude evitar girarme antes de llegar a la esquina y desaparecer. Ella me observaba de nuevo. Fue entonces cuando se volvió y comenzó a besar obscenamente a su acompañante, tomándole la mano y llevándosela bajo la escasa sombra de la minifalda, justo desde donde yo podía verlo. Me quedé un rato mirando con una indescriptible sensación entre amarga y ansiosa, hasta que finalmente decidí marcharme. Nunca más la volví a ver. Quizá no fuera ella. Cuando se lo conté a mamá me dijo que le extrañaba, que Pilar se había ido a vivir a Córdoba de nuevo con sus padres. Me sorprendió que supiera de ella después de haberse marchado de aquella forma.
- ¿Pero cómo lo sabes, te lo ha dicho ella? - le pregunté.
- Sí, he hablado con ella alguna vez desde que se fue - dijo, como sin darle importancia.
Lo recuerdo bien, fue el mismo día que terminó discutiendo con Maruja y la despidió por aquella tontería que rompió sin querer. Ya nunca más tuvimos asistenta. Yo, sin embargo, aquella mirada y, sobre todo, aquella mano, no me las he podido quitar nunca de la imaginación.