26 de abril de 2010

Sunshine



Lo primero que observa al salir es aquella chimenea de metal que gira al viento de la primera tarde de calor. Arriba, tan arriba. Los guiños, al incidir en su acero el sol, como cuchillas en la retina, son veloces, apenas se puede distinguir entre la realidad física que la hace dar vueltas, y el fuego que imagina en su retina, el mismo que aquella vez. Abajo, sobre las aceras, la rutina se desplaza despacio, algún abanico de papel improvisado se agita al aire, y los coches, con la luz poderosa de la tarde, desprenden un brillo irreal, casi mortecino. El primer calor pesa sobre las pieles, aunque la gente lo disfrace con sonrisas desiguales. A él le parece que todo es leve, muy leve. Y se siente hundido en la escena, arrastrado por un torrente de apatía y normalidad, incapaz de apreciar que camina sobre el primer verano. Paso a paso se siente enterrar entre los coches, los abanicos, las mangas recortando la piel de los brazos. Y la chimenea, que por más que ande, sigue allá en lo alto, impasible y ardiente sobre todos, como si se fuera a deshacer a cada instante, arrojando llamas sobre la calle. Saber que las llaman existen, piensa, es a veces una especie de maldición, una jodida maldición. Y al tiempo roza con los dedos la verja del pequeño jardín a lo largo del cual camina, a la misma altura a la que sintió los barrotes fríos sobre su espalda, en enero. No, ya no están fríos, ya no están tan fríos como aquella noche. Y la chimenea no se precipitará. Seguirá allá en lo alto, observándole hasta que se pierda de vista, como un puntito. Hace buena tarde, se dice, y sigue caminando, casi convencido de estar contento, entre tanta normalidad.

12 de abril de 2010

Obsesión y olvido


Después de 10 años no había logrado olvidarla. Le seguía persiguiendo, pese a la disciplina con la que intentaba hacerla desaparecer. En el momento más banal e inesperado, de repente, aparecía de nuevo como si fuera la primera vez, dando vueltas en su cabeza, afilada y curva como una hoz. No le abandonaba en días. Era una melodía tonta, sin sentido, y no soportaba que comenzara a invadir el resto de su producción. Cada vez que intentaba componer algo, se colaba aquí y allá, contagiaba esto o lo otro. Al principio dejó que lo hiciera, lo asumió como algo normal. Después se fue dando cuenta de que aquello lo desestabilizaba, lo volvía casi loco. La necesitaba, resultaba enfermizo cómo la silbaba desde la mañana a la noche cuando le venía a la mente.
Hasta que decidió que se enfrentaría a ella sobre el papel. Se encerró durante dos días y la exprimió hasta que no quedó nada de ella. Cuando terminó, le pareció tan mediocre que la desecho en un cajón del que poco tiempo después hasta llegó a olvidar la existencia. De hecho, tan sólo años más tarde de su muerte la rescató su hijo de allí, por casualidad. Él... Él no volvió a componer una sola nota desde entonces. Y lo extraño es que nunca achacó a aquel episodio su repentina y definitiva falta de inspiración. Vivió desde entonces dedicado otras labores, menos creativas. Nadie le preguntó nunca por aquello, todos lo atribuyeron a la edad. Nadie supo, tampoco, quién le había susurrado la melodía aquella vez. Eso, también, quedó en el olvido.