31 de diciembre de 2008

2008

A pesar de no ser una persona con especial afecto por los rituales, supongo que de alguna forma no puedo evitar el aluvión de los mismos que llueve en estos momentos previos a los finales de año. Que si ponerse prendas rojas, que si cena, que si las uvas, que si pedir deseos, que si brindar... Pero sobre todo esa costumbre de hacer balance, como si pasáramos a otra dimensión y tuviésemos que dejar escrito el resumen de lo que pasó. Como si el tiempo y la memoria que de él queda se rompiesen en añicos y pudiésemos clasificarlos para decidir qué mosaico nos vale más para guardar en la memoria, o qué pedazos hay que arrojar al olvido y cuáles al saco de la memoria selectiva.

Yo no quería este año seleccionar nada. Los recuerdos se auto-seleccionan y pasan ellos solos donde no siempre queremos que estén, los buenos y los que no son tan buenos.
Proponerse desechar lo equívoco, lo errático, lo negativo... creo que tampoco es una buena acción, la verdad. La vida de uno y su camino es un todo, y ese todo nos hace como somos y contribuye a que cada día, si nos lo proponemos, podamos ser un poquito más quien soñamos ser, sin pensar que en ello se nos va la vida, sino más bien que con ello la ganamos. Un poco de perspectiva nunca viene mal, intento tomarlo por ese lado. Y, como cada vez que lo hago, creo que sigo pensado que al menos he intentado ser y hacer lo que siento, a pesar de ser consciente de las innumerables equivocaciones, de las dudas que poco a poco consiento que vayan siendo parte de mí, y de lo difícil que es a veces entenderse a uno mismo y a toda esa incoherencia vital tan humana para la que nunca nos educaron.

Un año en el que me escondí un poco en mí mismo, en el que hice innumerables propósitos que no cumplí -y atesoré no menos frustraciones por ello- , un año en el que visité las dos grandes capitales del antiguo imperio romano por primera vez, donde el verano fue breve e irregular, donde comenzamos a oír hablar de crisis y donde los primeros han comenzado a vaticinar que el sistema actual no puede seguir funcionando... donde nuevos amigos se instalaron de verdad, donde aprendí secretos del pasado, donde -en fin- me enamoré de la música de Handel o de Janacek... y donde tantas y tantas cosas pasaron como en sordina, en silencio, como debajo de la vida del día a día, pero si escucho bien sé que más de una inflexión tuvo lugar. Me siento feliz, ansioso de más, deseoso de seguir en la función, con necesidad también de saber aportar y crear... Whatever will be, will be.

Y en este silencio final (tan ritual, al fin y al cabo) me sumerjo en una de las músicas que marcaron quizá el momento –musical- más sublime del 2008 que se va, uno de esos que quedan para siempre con fuerza en el recuerdo más accesible e intenso. Ese final del Caso Makropoulos del Real, bajo la mirada excesiva de Warlikowski que nos proponía una inmortal Emilia Marty, perturbadora y transfigurada en diferentes mitos del cine (ay, eternidad) en búsqueda de su fórmula perdida para la eterna juventud, pero que tras los innumerables avatares y dificultades para conseguirla, una vez está ya en su mano, le resulta demasiado vertiginoso y duro adivinar otros tantos siglos más –como los que ya lleva- de existencia... Ese vacío infinito del sentido de estar aquí y ahora, sabiendo que no estaremos para siempre, que recorría el teatro mientras finalmente ella decide morir y hacerse libre, la fórmula secreta arde para siempre. Y la música que se nos impone como única vía de expresar el secreto de la vida y de su sentido como inicio y final, como sin sentido mismo, pero que nos abre un universo de inmensidad y belleza en el pecho que puede con todo... La de aquí es, evidentemente, otra grabación. Imaginadla, como fue en el Real, fundida con las imágenes del final del Crepúsculo de los Dioses de Wilder. Y huid... pero siempre hacia delante.



Y a seguir mañana, como otro día más.

Feliz 2009 a todos.

27 de diciembre de 2008

Giovanni Bellini

Hablaba de él la guía de Venecia, pero no recuerdo haberle prestado mucha atención cuando la hojeé para preparar mi viaje de hace dos años. Y sin embargo había más de una recomendación para admirar mejor su trabajo. Cuando regresé, se había convertido sin duda en uno de mis descubrimientos de aquel viaje. Y eso hablando de una ciudad como la de los canales, supone mucho. Hablo de Giovanni Bellini, también conocido en Italia como "Il Giambellino".

Recuerdo que su retablo, en uno de los laterales de la iglesia de San Zaccaria, me retuvo más de media hora sentado en uno de los bancos cercanos. Éramos tres o cuatro turistas nada más, con esa sensación tan difícil de tener en Venecia de sentir que uno está descubriendo algo. Pero así sucedió. Aquellas americanas y nosotros nos alternábamos en depositar monedas que accionasen el foco que permitía una visión mucho más nítida de formas y colores de la tela. Al final, el propio sacristán se percató de que no éramos turistas al uso y nos habíamos literalmente enamorado del cuadro, así que tuvo la gentileza de encender la luz definitivamente con una sonrisa.


Fue un momento único de esos que a veces uno vive con extraños. Aquel pintor tenía algo magnético que no sabría explicar, pero que me atrapaba de una manera muy intensa. En aquellos días nos dedicamos a buscar cada una de sus pinturas por las iglesias y museos de la ciudad. A la vuelta me documenté y descubrí que se trataba de un pintor del Quattrocento italiano, mucho más importante de lo que había imaginado, si bien con menos reputación fuera de Italia que otros contemporáneos suyos. Una especie de pintor más de minorías pero que en Italia representó no sólo un modelo para muchos pintores de la época, sino que consiguió en un estilo absolutamente personal una reelaboración de varios lenguajes pictóricos de la época para crear el primer estilo auténticamente "italiano".


Coincidir en Roma con la gran retrospectiva de este pintor (la primera después de casi 50 años) en las Scuderie del Quirinale supuso toda una sorpresa para mí. La muestra es muy grande y recoge prácticamente tres cuartos de toda su producción. Recorrerla fue, no sólo un acto de afirmación de la Belleza con mayúsculas (que para mí es una de las características más determinantes de este artista), sino un interesantísimo y didáctico recorrido por la obra de este pintor del que tras salir de la exposición, descubrí que sabía en realidad bien poco.
Las retrospectivas no siempre consiguen ser capaces de ofrecer una visión de la evolución del trabajo de un autor. Sí lo es en el caso de ésta, en la que se ilustran impecablemente los cerca de sesenta años de vida productiva. Desde sus inicios, casi imbuidos en un estilo más parecido al Trecento de Giotto, hasta las obras finales, de un modernismo abrumador que apunta ya a Tiziano. Además, la colocación de obras, la ordenación de las mismas, la introducción de los diferentes temas que aborda, unida a la estupenda miniguía de mano que se entrega a todos los visitantes (y que va explicando de una manera concisa y didáctica cada una de las salas) permite un viaje apasionante por la obra de este personaje.


Nacido en el seno de una familia de artistas, Bellini tuvo la suerte de vivir en una Venecia por la que llegaron a circular en aquella época, pintores de la talla de Antonello da Messina, Giorgione o incluso Leonardo. Pintores que aportaron sus visiones maravillosas, pero que también le permitieron conocer los estilos de los lugares donde aquellos habían trabajado, lo cual supone hablar más o menos de todo lo que se hacía en Europa en aquel momento. En aquella época, sin embargo, él era considerado como el "maestro de todos"

La pintura de Bellini parte de una recreación poética de la belleza misma a través de las figuras y la forma en la que las rodea de contexto. Esta forma suya de pintar fue poco a poco evolucionando para producir una visión muy personal. Es muy interesante cómo en su pintura se observa un especial vínculo de la acción al lugar físico en el que se sitúa, prestando una atención muy precisa y delicada a la naturaleza y las arquitecturas de los fondos, un poco en la línea de la técnica de la pintura flamenca que debió conocer a través de Da Messina que había trabajado mucho en los países del norte. Sin embargo, Bellini siempre recreó estos elementos de una forma esencialmente veneciana a través de una luz extremadamente delicada y colores intensos que hacía destacar sobre el realismo sobrio de los personajes que representaba. Me gusta mucho en él esa minuciosidad en el detalle de todas las pequeñas cosas, especialmente aquellas relacionadas con la naturaleza.

Este estilo, sin embargo, va después transformándose y adaptándose su nuevas formas de pintar, con trazos más amplios y abstractos, con un uso directo del óleo sobre el lienzo para hacer las figuras. Al final de su carrera incluso dibujaba directamente con los dedos, creando inusitadas suavidades cromáticas que a veces incluso son capaces de transportarnos a la pintura de casi un siglo después. En definitiva, una de las carreras más interesantes y evolutivas de toda la historia de la pintura, a mi parecer.



El cierre de la muestra nos acerca a una de sus últimas y más intensas pinturas, l'Ebrezza di Noè, donde uno no sabe si sorprenderse más ante las formas suaves y difuminadas de las figuras, inmersas en una luz tenue que casi parece irreal, o con el sorprendente ejercicio simbólico que nos apunta la guía, como una mofa amarga que quiere representar la pérdida del papel y la dignidad del padre de familia como metáfora del fracaso de una sociedad debilitada por las crisis de estado y de la justicia y amenazada por la discordia familiar y civil. Una obra, en suma, maestra, que partiendo de un lenguaje simbólico tradicional y al uso en la época, es capaz de convertirlo en uno nuevo que nos habla de forma desvergonzadamente libre y sarcástica. Al terminar esta última sala sólo pudimos reconocer nuestras miradas, silenciosas y cómplices, y escuchar más de un suspiro con lectura privada, de esas que jamás podrían ser descritas con palabras.

23 de diciembre de 2008

Silencio y espíritu.



Nunca me gustaron mucho estas fechas. Quizá más cuando, de pequeño, significaba viajar, y ver a la familia que estaba tan lejos, y había que cruzar Castilla y su frío, y los castillos allá en lo alto miraban cubiertos de boinas blancuzcas.

Ahora también viajo: del frío hacia el Sur, hacia el Guadalquivir ancho y azul, hacia los espejos de sus márgenes. Y creo que sigue siendo volver a la familia que está lejos, al sur templado del invierno allá, lo único que me sigue gustando de la Navidad. Una excusa como otra cualquiera, sólo que ésta obliga a toda una serie de rituales que no me interesan, que no me motivan, que no me gustan.

De pequeño me gustaba escaparme de la gran comida familiar, donde todos charlaban animadamente. Huir solo a alguna habitación vacía, y escuchar desde allí el rumor de los otros, al fondo, como si yo no formara parte de ellos, como si pudiera verlo desde fuera. Hoy en día me sigue gustando hacerlo. Pero creo que ya entonces era consciente de sentirme diferente a la mayoría, de mi necesidad e soledad, de mi espinosa relación con el resto del mundo, de mi rebeldía frente a la convención. Me quedaba solo sin que nadie lo supiera y, en ese silencio roto por el eco lejano de voces familiares, me sentía en otra galaxia, lejana y por unos instantes tan cálida, tan especial, que a veces incluso pensaba que la Navidad era un espíritu capaz de conmover de aquella manera tan abstracta.
Instantes en los que hubiese querido que se detuviera el tiempo, y que el invierno no avanzase, ni aquella comida terminase, que nada rompiera aquel momento íntimo, casi místico, en esa soledad buscada que me parecía lo más hermoso del mundo.

Ahora sé que en aquellas huidas había mucho de mí y de mi relación con el mundo, de mis dudas y de mis evasiones... Por eso lo sigo haciendo ahora.

A veces pienso que sólo aquello queda de las Navidades. Aquello, y la música. Corelli o Bach normalmente. Ellos, hacían que aquella soledad se dibujase en el pentagrama y llegase a mis oídos, menos grave. Comparto hoy con vosotros una de esas cómplices músicas... de Navidad.
Felices días a todos.

21 de diciembre de 2008

Indiferencia.



A pesar de la expectación con la que siempre me enfrento a Shakespeare, y a las producciones del CDN, es indiferencia lo que me ha producido la actual versión que de su Hamlet representa en el María Guerrero.

Juan Diego Botto pretende hacer un Hamlet cercano y actual, un Hamlet que exige justicia ante lo que él denomina “equivalente a un golpe de estado en la actualidad” (y en eso él sabe bien de qué habla). En su intento de cercanía también ha eliminado muchas escenas de la obra con la intención de dinamizar la acción y no resultar aburrido.

Demasiados condicionantes quizá para una obra que no los necesita. Que necesita tan sólo rigor y sinceridad con las palabras. Así, la reducción de la obra a un espectáculo de poco menos de dos horas no sirve para condensar el drama, ni siquiera para acentuarlo o hacerlo más comprensible. Simplemente lo desdibuja y atropella la acción de tal modo que resulta poco creíble. Y menos aún cuando las escenas eliminadas rompen el esqueleto de esta inmensa obra de arte que, de este modo, queda reducida a un simple resumen (al estilo de “lo mejor de 2008”) que parece más interesado en contar qué pasa que en hacer que nos sumerjamos en el océano de perversiones y anhelos humanos que tiene el Hamlet. Y es que el tiempo en el teatro es como el silencio en la música, no debe desestimarse con tanta frivolidad.
A partir de ahí, de nada sirve una puesta en escena inteligente y convincente, ni los destellos de lucidez en la interpretación de algunas escenas o la corrección dramatúrgica de la acción... la obra queda exánime y el conflicto no nos llega. Porque el inmenso conflicto humano que supone Hamlet, el conflicto mismo de la existencia en un mundo imperfecto y donde el bien y del mal nos alcanzan sin piedad y se instalan sin remedio en nosotros... ese, no aparece.

El personaje le viene un poco grande a Botto, que exprime una vis adolescente y llena de rabia y venganza que puede llegar a conmover en algún momento, pero que deja aparte toda esa inmensa carga de conflicto, duda y desamparo, que también tiene (desde mi punto de vista) el príncipe de Dinamarca. José Coronado no pasa de la corrección, y es incapaz de transmitir la maldad cínica y llena de dobleces de Claudio. Marta Etura siempre me gusta, y supongo que también será por eso, pero me convenció más en su Ofelia llena de inocencia. La Gertrudis de Nieve de Medina, sin embargo, parecía una reina de función escolar, insípida y nada convincente en transmitir la evolución del personaje.
Para terminar, tras un final al que creo que le sobra la música (y eso que amo ese Mahler que han escogido para acompañarla) y la grandilocuencia cinematográfica, no sólo porque no es en absoluto necesaria sino porque resulta tremendamente impostada, aplausos sin mucho entusiasmo.
Yo no la recomendaría... pero para fans de los actores, supongo que compensa.

17 de diciembre de 2008

Pobre Katia.


En un intento por reparar los errores musicales que en el siglo XX nos han llevado a estar (aún hoy) a la cola de cultura y vanguardia, El Teatro Real de Madrid se ha propuesto dar a conocer las óperas del gran músico checo Leoš Janáček (1854-1928), considerado hoy en día como uno de los grandes renovadores de la ópera del siglo XX, pero bastante olvidado en nuestro país. Si el año pasado nos embriagaba con la arrebatadora propuesta de Krzysztof Warlikowski para El caso Makropoulos, en la presente temporada afila aún más la mirada, trayéndonos una de las óperas más interesantes de su repertorio (KATIA KABANOVA) en una impecable puesta en escena de Robert Carsen que demuestra con rotundidad que para transmitir y emocionar no hacen falta grandes decorados ni efectos espectaculares, sino ideas acertadas. Como las que recoge para contarnos esta tremenda adaptación de la obra de teatro La Tormenta, de Alexander Ostrovsky.

Estamos ante una indudable obra maestra del género, que resume de manera concisa y efectiva, en poco más de hora y media, el tremendo drama de Katia, una de tantas mujeres retratadas por la literatura del siglo XIX en su ausencia de libertad, en su castración vital por una sociedad que no tolera salirse de los estrechos límites de rol que se establecen para una mujer joven casada y sin patrimonio económico. La obra se basta por si sola para trasladarnos el anhelo de libertad de la protagonista, sumida en un vida gris de la que no parece tener derecho a escapar, sometida a un marido sin personalidad que no la satisface ya, y sobre todo a una suegra dominante, opresiva y cínica que ejerce una perversidad velada con todos los que la rodean.

Katia se enamora de verdad de otro hombre y desde el inicio uno sabe que la atmósfera anuncia la tragedia amarga de la culpa para la que ha sido educada. Sin embargo, su ansia de ser feliz, de realizarse, la lleva a ser capaz de romper con su mundo a través del pecado, que posteriormente pagará con el remordimiento atroz al que la propia sociedad la va a obligar. Todo en una noche tórrida que terminará en tormenta (¡¡qué operística la tormenta, qué sería de la Ópera sin ella!!) y suicidio.

El aparato sinfónico de Janáček es de por sí magnífico y poético, y nos sumerge desde el inicio en una densidad lírica y llena de atmósferas portentosas y de fina psicología que nos susurran la historia como en una extraordinaria banda sonora de cine. Y es que el mundo operístico de Janacek tiene mucho que ver con el cine y su capacidad de hundirnos con todos los sentidos en la acción dramática. La Orquesta Sinfónica de Madrid realizó un estupendo trabajo, si bien requiere aún, en mi opinión, una mayor intensidad y poesía. Es lo que le falta para pasar de ser una gran orquesta como ya es a ser una de las grandes. Los solistas, impecables, no desentonaron en ningún momento, matizando sus voces de acuerdo con un estupendo trabajo de actores que potenció en gran manera el sentido teatral de la obra, que es mucho.

Carsen se limita aquí a subrayar de una manera inteligente y sutil, con gran delicadeza, los elementos más simbólicos de la acción. Su escena es sobria y elegante, y parte de un escenario que simula todo él el agua del Volga. Un agua que refleja como un espejo en todo momento el drama, y que no nos deja olvidar el destino funesto de Katia, cuyo sentimiento de culpa le hará terminar arrojándose a él para redimirse. Sobre esta lámina de agua, tableros de madera que componen diferentes espacios sobre los que la escena parece estar siempre limitada por esa agua que parece representar más que la muerte, la propia sociedad que asfixia a Katia poco a poco, llegando a su punto culminante en la escena de la confesión en la que estalla la tormenta que da titulo a la obra de teatro original, impecablemente representada con una increíble economía de medios, pero de gran efecto. Tan sólo con estos elementos, magistralmente matizados por una iluminación ajustada en todo momento al tono de cada escena, consigue un efecto que sin las opulencias escénicas de la anterior Caso Makropoulos, nos deja igualmente embriagados, no quizá de ese espíritu de liberación que respiraba aquella, sino de la oscura y amarga historia del destino de la pobre Katia.
Una velada memorable, sin duda. Pero pobre Katia, pobre...

Os dejo con un extracto de una interesante versión del festival de Glyndebourne, por si os apetece acercaros a esta música.

12 de diciembre de 2008

Sofía

Sofía se levanta un sábado más sin pensar en nada. Abre la ventana para que se airee la habitación y se dispone a ordenar la cocina. Ayer no estaba de humor para recoger los cacharros de la cena. Deja después todo dispuesto para el desayuno y se dirige al baño para tomar su ducha. Le gusta hacerlo con calma el fin de semana, dejando que el agua muy caliente se recree por su cuerpo durante muchos minutos. Se seca con sumo cuidado, se aplica crema hidratante con parsimonia por todo el cuerpo, y antes de pasar a los cuidados del la piel de la cara se acerca a la cocina a poner la cafetera al fuego. En unos minutos el olor intenso de café se extenderá por la casa. Sin él no le parece que el día pueda ponerse en movimiento. En realidad no le gusta demasiado el café, y se lo sirve con una abundante cantidad de leche tibia, pero ese olor le recuerda a la niñez, a las mañanas antes de ir al colegio, cuando su madre se preparaba una taza mientras les ponía la leche y las galletas sobre la mesa. Aquellas mañanas en las que no había que pensar en nada más, sólo en ir a clase y hacer los deberes después. Jugar un rato, dibujar o leer, y nada más.

Ahora es diferente, las responsabilidades, ya se sabe. Tiene que pensar en otras muchas cosas más. Pensar por ejemplo en organizar la cena de navidad del grupo de amigos de la facultad. Si no fuera por ella, ya casi ni se verían. Esta mañana, además, tiene que hacerle la compra a su madre, que desde que se cayó ya no está para subirla por las escaleras. Tampoco puede dejar de ir al gimnasio para poder cumplir con la tabla de ejercicios semanal que le ha recomendado su monitor. Y después ha de pasar por casa de Marga, que la ha invitado a comer. No le apetece demasiado, pero Marga ha estado mal esta semana después de romper con Hugo y supone que seguro que quiere desahogarse.

Mientras toma el café tranquilamente vuelve a fijarse en la carta sobre la librería del comedor. El membrete de la Universidad de Lyon lleva ahí mirándola desde hace más de una semana. Dentro de él está la especificación de documentos que tiene que aportar para poder formalizar la plaza que le han otorgado. Supone que aún tiene varios días para que se acabe el plazo de aceptación, pero aún no ha sido capaz de abrirla. Inconscientemente lo va dejando de un día para otro. El membrete la espía sin piedad y la desconcierta. Sospecha –sin ser realmente consciente- que el día que la abra el plazo será ya tan corto que no le dará tiempo para completar todos los formalismos. Aún así, apura su plazo imaginario al máximo. Mira el sobre de reojo una vez más mientras mastica distraída el último pedazo de su tostada.

Sofía es callada y su pelo es bonito y abundante. Le cae en una cascada de ondas irregulares desde las sienes hasta los hombros. Oscuro y resistente, le brilla con mucha intensidad, especialmente después de lavárselo, como ahora. Se lo cuida mucho, siempre ha pensado que es lo único bonito que tiene, o eso le decía su madre de pequeña, como intentando poner en valor alguna característica suya. Siendo bajita como era y con exceso de acné, su cara de expresión triste no le ayudaba mucho a sentirse guapa y, aunque nunca se lo ha llegado a preguntar, siempre ha pensado que su madre alababa su pelo porque era lo único bonito que veía en ella. Con los años no ha dejado de sentirlo así, a pesar de que objetivamente se transformó en una atractiva joven y ahora, recién pasados los cuarenta, luce una madurez serena y bella que, sin haber perdido cierto aire de melancolía, continúa sabiendo generar sus dosis de deseo. Así lo sintió Alberto el jueves cuando volvió a coincidir con ella en la tienda de ultramarinos de debajo de la casa de los padres de ella. Vino a pasar unos días con sus padres y aprovechaba para saludar a Manolita, la tendera, que lo cuidaba de pequeño, cuando la descubrió junto a la caja. Hacía años que no se cruzaba con ella, desde aquella tarde en la que coincidieron en el centro y se la llevó al cine a ver una película a la que siguieron unas cañas, y tras éstas una tímida declaración de Alberto a la que ella, a pesar de sentirse también algo efusiva a causa del alcohol, evito responder cambiando de tema con agilidad, pensando que algo así sólo podría ser producto de una noche equívoca y de la confusión que les causaba la cerveza. Sofía había prometido ir a Madrid a verle un fin de semana, pero aquello nunca sucedió y Alberto había terminado por perder el contacto con ella.

No sabe muy bien por qué, pero Sofía no ha dejado de tener aquella percepción acerca de los comentarios de su madre sobre su pelo. Con 23 años se lo corto de pura rabia por aquellos sentimientos, y así lo ha mantenido hasta hoy, una melena corta que en realidad no termina de convencerle, pero cuyo cambio aplaza una y otra vez cuando va a la peluquería Spray, la misma a la que lleva años y años yendo. Marga le ha hablado de la nueva que han abierto junto a su casa, toda en colores crudos y con asistentas impecables, pero Sofía se siente cautiva de las manos de Aurora, y del champú con aroma a romero con el que sigue lavándole la cabeza desde que puede recordar. Al sentarse en el cómodo sillón, algo desvencijado ya, de su salón de belleza, Sofía nunca tiene fuerzas para decir que quiere otra cosa, y un lacónico "sí, claro, lo de siempre" se le escapa entre los labios, como si fuera otra la que lo pronunciara.

Sofía se da cuenta de que se ha entretenido demasiado en el desayuno y corre a enjuagar las tazas bajo el grifo. Ya terminará después, cuanto pueda. Mientras el agua resbala por sus dedos y los restos de leche diluidos se escapan por el desagüe, recuerda la expresión de despedida de Alberto el jueves. En el fondo, es un chico estupendo, piensa. Recuerda cuánto le gustaba de niña...¡a rabiar! y sonríe. De eso hace ya demasiados años. Eran ellos dos muy chicos, razona. Después intenta pensar qué ocurrió para que dejara de sentir aquello por él, pero lo cierto es que no logra recordarlo. Simplemente no ocurrió nada, se lamenta. Nada. O eso cree. Pero, siguiendo una de sus costumbres habituales, decide que lo pensará otro día con más calma.

Sofía repasa de nuevo las tareas de la mañana del sábado y se convence de que no tiene en realidad tiempo de abrir la dichosa carta y quizá comenzar a organizar el papeleo. "No..." se reafirma. Además, hacerlo significaría que ha elegido aceptar y en realidad eso aún no lo ha hecho. La elección se le retuerce dentro, muy dentro. Duda un instante si en realidad se trata de un problema con las decisiones en general. Pero no. Es más, en el fondo la plaza la pidió porque se lo dijo Marga, porque la convenció de que era lo que necesitaba, cambiar de aires, conocer a gente nueva, irse a Francia, con lo que le gustaba a ella. En el fondo, sin embargo, ella lo que quiere es estar aquí, en su casa, cerca de su madre. Lo que quiere es tener algo más de tiempo, estar en casa y dedicarse a leer, que es lo que realmente le gusta. Pero es que con tantas cosas que hacer casi nunca tiene tiempo de hacerlo. "Si sólo tuviera un poco más de tiempo... Sí, con eso sería suficiente" piensa. "Qué tontería, Lyon"
Sale a la calle y comprueba por última vez la lista de la compra que le ha dictado su madre al teléfono. Aún está a tiempo de llegar temprano al super, antes de que se llene de marujas armando alboroto. Al pasar por delante de la tienda de doña Manolita se encuentra con Alberto de nuevo y cruzan un par de frases.

- No nos vemos nunca o nos vemos todos los días, ¿eh?
- Sí. Es que como mamá está mal, vengo más por aquí.
-Yo ya no vengo mucho, la verdad...- dice dejando la frase en el aire, como si quisiera dar a entender algo más.
- Es que poco hay que hacer por aquí. Tú en Madrid tendrás tantas cosas que hacer...
- Sí, hombre, no me quejo. Ya sabes que estás invitada a comprobarlo desde hace mucho tiempo.
- Es verdad- sonríe tímidamente- lo que pasa que ahora, hasta que mamá mejore y eso... Lo tengo un poco complicado, la verdad. Además, a lo mejor me voy a vivir a Lyon, ¿sabes?- suelta sin saber muy bien por qué.
- ¿De veras? ¡Qué bien! ¿no?. A ti te gustó siempre mucho Francia.

Sofía asiente, sin decir nada.

- Bueno... pues nos veremos cuando coincidamos por aquí, espero - Alberto no sabe mirar a Sofía sin esa ternura inimitable que se le escapa en la mirada.
- Sí... A ver si vienes más - dice ella agarrándole la mano en un gesto de cariño incontrolable.
- A ver... De todas formas, Sofía, lo de Madrid, a pesar de todo... sigue en pie, ¿vale?

Sofía vuelve a asentir sin decir palabra.
Se besan en la mejilla y cada uno sigue su camino. Sofía siente que se le viene el mundo encima un momento. Respira hondo y piensa.
"Este pelo necesita un arreglo ya" se dice a sí misma, "pasaré por donde Aurora a pedir una cita".

Y retoma sus pasos pensando que quizá esta noche tenga un ratito para leer...
"Sí, tranquilamente, en el sofá..." casi susurra.

10 de diciembre de 2008

Un gran intérprete.


Ayer tarde, mientras observaba al pianista noruego Leif Ove Andsnes cerrar el ciclo de Grandes Intérpretes del Auditorio Nacional de una manera inmejorable, aprovechaba para certificar que ciertamente es uno de los pianistas que más me gusta de la actualidad. Además, escuchándole, intentaba descifrar un poco cómo se decide que alguien es un gran intérprete.

Evidentemente se trata de una cuestión muy subjetiva, y ya sólo restringiéndonos al campo de los intérpretes de piano las recetas serían múltiples y hasta opuestas entre sí. Hay tantas "escuelas" pianísticas o visiones de cómo interpretar al piano y tan bien argumentadas, que realmente uno no sabe por quién dejarse seducir. En ningún caso es fácil determinar qué significa interpretar.

Ayer, sin embargo, y más allá de todos los grandísimos intérpretes (Maurizio Pollini, Krystian Zimmerman o Grigori Sokolov entre otros) que han pasado en la presente temporada por el ciclo, veía algo grande en Andsnes, difícilmente explicable. Algo que, además, me gusta mucho, cada vez más. Me pasé la velada disfrutando de su visión contenida pero rotunda de un repertorio que nos llevó de un Beethoven ajustado y sin excesos líricos a un Schoenberg lúcido y hasta comprensible para oídos no demasiado hechos a las disonanancias, para terminar en un Mussorgsky contundente pero sin malabarismos, hondo y conciso. No obstante, al mismo tiempo, me cuestionada la razón de mi disfrute. Y poco a poco fui dando con la clave.

Leif Ove Andsnes es un pianista sin ganas de epatar, sin concesiones a la galería, que no pretende transfigurar demasiado las partituras. No digo que las visiones en exceso personales no supongan un acierto y contribuyan a aportar visiones y descubrir virtudes de las composiciones. Pero en un gran intérprete creo que debe estar el acierto de acercarnos al trabajo del compositor. Y Andsnes lo hace de una manera elegante y seria. Sus matices son levísimos, y nos exigen a los oyentes un ejercicio de comprensión de la obra para entender cómo nos la está leyendo él.
El noruego no abusa de retardandi ni efectos espectaculares: lee, traduce y nos subraya con una finísima capacidad lo mismo un tempo que un acorde o una escala. Todo en su sitio, aparentemente sin nada especial, pero uno no puede dejar de sentir que el intérprete conecta profundamente con la obra y que esa conexión nos llega casi intacta. Además, en el caso de Andsnes, lo hace desde una técnica impecable y que transmite una seguridad que se ve poco hoy en día. En suma, una gran noche de piano, con un programa estupendo que el noruego redondeó en las propinas añadiendo nuevos registros a lo que ya nos había mostrado, con un Debussy lleno de fuerza poética o un Scarlatti rotundamente folclórico.

Me hizo recordar, de alguna forma, a uno de mis pianistas de cabecera, Rudolf Serkin, del que siempre traté de comprender qué tenía para conseguir fascinarme de la manera que lo hace sin ser un pianista efectista ni demasiado personal. Se trata un poco de lo mismo, del rigor y de la sutilidad para saber matizar desde la fidelidad. Él es uno de los grandes olvidados del siglo XX. Discreto y nada mediático, no es fácil encontrar información sobre él. Tampoco hay tantas grabaciones suyas. Pero siempre he considerado que es uno de los más grandes, porque es de esos pocos que consiguen transmitir más que una mirada sobre la obra, la obra en sí misma, sin interferencias.

5 de diciembre de 2008

Un día cualquiera.


6:20. Suena el despertador.

Abrazo, quizá beso.

Su olor por la mañana, mi favorito.

Ducha azul, agua caliente, ojos aún con el sueño que se derrama con el jabón por entre los pliegues de la piel.

Me quedo mirándome al espejo.

Los calcetines se me resisten siempre. La cafetera sólo a veces. Respiro su aroma justo cuando comienza a salir a borbotones. Escucharlo es lo que me decide a pensar que madrugar no es tan horrible.

Se me olvidó decidir qué me iba a poner. Mordisqueo una galleta, me peino, escojo qué voy a meter en mi bolsa.

Salgo de casa, siempre deprisa. Es triste hacer el trayecto solo en coche. Tampoco es ecológico. Es que son sólo quince minutos, me digo. Y cincuenta minutos más de sueño, me aseguro.

Llego a la ciudad gris, subo a mi puesto, me pongo algo de música bonita para empezar el día. Quiere amanecer. Voy sumergiéndome poco a poco en el trabajo, en la agenda, en la lista de tareas pendientes. El sol comienza a iluminar la inmensidad como si fuese una linterna gigante, emborronada sólo por el sarpullido de puntos-para-sol con los que han tratado todos los cristales. Será para que no veamos todas las cosas bonitas que hay ahí afuera.

No cuentan con la imaginación ni con el deseo...

Informes, correos, alguna reunión. Me ha vuelto a mirar desde la esquina. Me inquieta.

Un café y unas risas. Pocas confidencias.

Llamadas telefónicas, tareas monótonas.

Un sms que me dibuja una sonrisa.

Un respiro

La mañana que no se termina nunca.

Pereza y sueños cibernéticos.

Otro sms. Viaje al pasado. Otro universo me captura.

Salgo, pensando en otra cosa.

Camino de vuelta a casa. Jazz en las ondas de la radio, y el sol de la primera tarde que me apunta ese árbol solitario de la cuesta que me recibe cada día mientras amarillea despacio.

Una sopa y una ensalada pequeña en la bandeja, delante del televisor apagado. La soledad jugando a ser amiga o esquina amarga. La siesta me hunde en el sofá.

Me levanto y cojo la escoba. ¿Por qué las pelusas son tan inmensas en Madrid? Pongo Händel. ¡Qué bien se barre con Händel! Su melancolía está tan llena de grandeza que uno completa la tarea creyéndose el rey del mundo. Vuelvo a huir.

Me apresuro a bajar a la piscina. Azul, de nuevo azul. ¡Qué poco cívica es la gente nadando!
El agua me aleja, entre Händel y las palabras sobre la pantalla del teléfono móvil, aún adheridas a mi retina. En el ducha la piel me subyuga. Lo perfecto y lo imperfecto me parecen ajenos, como de otra raza. Yo sigo con Händel, pero no reconozco mi propia piel.

Vuelta a casa, son dos minutos. Libro en mano, vuelvo a mi esquina. Abrazos en cinco minutos, talvez diez. Besos y calor bajo la mejilla helada. Händel vuelve a lanzarnos a otro universo azul donde nadie más penetra.

Las calles de Madrid ya están oscuras y del sol sólo guardan un recuerdo de corazón lejano. Los charcos comienzan a salpicar mi paseo. Mil limpia-parabrisas se mueven al ritmo de Händel. La ciudad me engulle imparable. Veo a alguien, y los secretos surcan el cielo. Vino tinto en una esquina de madera. Los perfumes del vino tienen la elegancia de la noche que afila su frío. La mirada hace temblar al cosmos, porque no estamos solos. Ahora sí, confidencias...

Vuelta a casa, despacio. Mis ideas que precipitan en la cabeza, como una tormenta furiosa.

Hoy estoy callado al llegar. La cena se prepara crepitando sobre el sonido de la tele.

Cena y besos. Después de la cena, sobrecena cibernética. Intento escribir. La tormenta se me escapa, evaporada entre el rapto de las musas y las conversaciones sobre el teclado.

Un párrafo, tal vez dos. Dudo borrarlos. Un mensaje parpadea. Recuerdo noches donde todo parpadeaba. Y corro a dormir. La sábana fría, y él que dormido me abraza y me besa, sin ser consciente. Y de nuevo Händel que me hunde en el sueño, que nos hunde en el sueño. Enlazados primero, separados al final.

Un día cualquiera.
Tan pequeño... tan grande.

1 de diciembre de 2008

L'Heure d'été

Cuando en días como los que vivimos leo el periódico o veo las noticias en la televisión me resulta un poco difícil desvincularme de este pánico global que la crisis económica está contagiándonos. Y parecería hasta frívolo pensar que uno puede reflexionar sobre algo importante sin tener en cuenta la omnipresencia del problema económico mundial. Y sin embargo pequeñas películas sin demasiadas pretensiones como la que vi ayer, en realidad, contribuyen a ahondar más de lo que uno podría pensar en los tentáculos infinitos de la globalización y en la puesta en duda de los paradigmas y las instituciones sociales que han sostenido el mundo hasta ahora.

El mundo evoluciona tan deprisa que saltamos a diario por abismos que ni siquiera paramos a mirar. Cuando nos detenemos y tomamos conciencia de quiénes somos y dónde estamos, más de uno siente un vértigo y una extrañeza que no puede eliminar sino con más velocidad y con menos toma de contacto con la realidad aún, alimentando así un proceso que seguramente no tendrá fin.

Seamos realistas: en una sola generación, casi con seguridad, se habrán desmontado la mayoría de las instituciones sociales que llevan construyéndose, fortificándose y sosteniendo el mundo occidental desde hace siglos. Y no digo que ponerlas en duda (en muchos casos) sea lo mejor. Pero es innegable que se está haciendo de manera automática y discreta, y que en este mundo de lo inmediato la mirada crítica, la reflexión y la comprensión del valor del pasado y de la memoria, no están efectivamente teniendo lugar.

La última película de Olivier Assayas lo intenta, a su manera. Sin ninguna intención de posicionarnos en ninguna opinión, nos abre una pequeña ventana a un momento de inflexión en la historia de una familia. Un momento en el que se va a poner de manifiesto una descomposición que de facto ya existe. La muerte de una madre que vive anclada en un mundo que ya ha desaparecido deja a sus tres hijos la no fácil tarea de enfrentarse al hecho de poner punto y final a la historia familiar. El pasado y la memoria (algo de lo que ella llevaba viviendo demasiados años) inevitablemente van a desaparecer por completo. Los hijos han construido vidas completamente diferentes, y cada uno (de alguna manera) representa un diferente modelo de éxito de la sociedad globalizada y actual. Uno director de producción de una empresa multinacional en expansión que se traslada a China para abaratar la mano de obra, la otra diseñadora de fama en Nueva York y sólo el mayor aún en París, padre de familia desbordado por el trabajo y la incomunicación. Sus vidas ya sólo estaban ligadas por las visitas a la casa materna en el campo unos pocos días de verano al año. Ella es una madre fría y algo excéntrica, hundida en un pasado con más de un secreto que sus hijos desconocen y heredera del legado artístico del tío abuelo de su marido, pintor de reconocido prestigio y hábil coleccionista de objetos de arte. Además, es ya la habitante única, junto con una criada que cuida de ella, de la mansión donde se atesoran todos estos objetos. A su muerte, el único hijo que aún vive en Francia intentará sin éxito salvaguardar la casa y el patrimonio artístico y sentimental de la familia, pero la causa está perdida, pues cada uno tiene su vida y sus intereses y ya nada de ese universo abultado, hermoso y desconocido en parte parece poder salvarse.

Con este punto de partida, Assayas nos deja ver las escenas que se suceden en esos días y que, más que mostrarnos la vida y la esencia de los personajes, nos dejan ver la realidad de la disolución de la familia y la pérdida de valor de la memoria y de sus iconos. Así, con la casa como símbolo de la familia que ya no interesa a nadie se provoca una reflexión sobre el valor de la memoria, el vacío en el que caen las vidas y sus secretos, el poder indestructible del proceso de individualización en el mundo, la falta de comunicación, los límites del arte, su pérdida de humanización y otras muchas que sin duda se me escaparon...

En realidad no ocurre nada que no tenga que ocurrir, pero Assayas nos coloca como espectadores evidentes de una visión que nos remueve porque la sentimos cercana (a pesar de la distancia social y personal que pueda haber con los personajes individuales). En el fondo lo importante aquí no es lo que pasa, sino que lo estamos viendo con mucha evidencia desde fuera, y podríamos así también vernos a nosotros mismos y a nuestro entorno cercano. Cómo cambia el mundo, las costumbres, los referentes, las redes vitales en las que nos refugiamos... y en medio de esa velocidad nosotros incapaces de pararnos en cada uno de esos cambios para valorar su naturaleza real.
El bisturí de Assayas es muy preciso, pero no ataca a las personajes ni a sus vicios, sino a los mecanismos y a las inercias que provoca el mundo actual. Por eso quizá nos deje un retrato algo vacío de los protagonistas (que también por ello requieren una brillante interpretación para sostenerse, y así la brindan absolutamente todos los personajes principales y secundarios) pero nos dibuja a cambio un espacio de reflexión muy lúcido y certero. Cada cual opinará lo que quiera, pero la evidencia dejará huella en cada uno de nosotros. Assayas no nos alecciona, sólo nos invita a darnos cuenta una inevitable realidad ante la que a menudo tendemos a pasar de largo. Nadie se sentirá decepcionado porque la película tiene la capacidad para que cada espectador la haga suya desde su sinceridad. La vuelta de tuerca irónica del final es todo un canto a que la vida sigue a pesar de que lo destruyamos todo: un guiño estupendo para terminar esta cinta que vuelve a demostrar de nuevo lo fino que sigue hilando el cine francés.

28 de noviembre de 2008

Ópera y Futuro.


Los melómanos de la capital nos hemos topado esta semana con una noticia que ya se venía adelantando en algunos medios de comunicación después de saberse que la actual dirección musical y artística del Teatro Real dejarían sus funciones el año 2010.
Gerard Mortier, uno de los "gurús" de la ópera de las últimas décadas ha aceptado la invitación para dirigir el coso madrileño a partir de 2010 y, en principio, por 5 años. Jesús Ruiz Mantilla dice en el diario El País:

"Con Mortier en el teatro se abre una etapa apasionante. Su trabajo en el Festival de Salzburgo en la década de los noventa le reveló como un auténtico intelectual, agitador de conciencias y creador ambicioso. Él ha colocado la música y el arte escénico en el siglo XXI como algo vivo y vigente. Su trayectoria posterior en la Ópera de París también ha estado labrada de éxitos. Y de polémica. Nunca rehuye la agitación y el debate. No deja a nadie indiferente. Con su llegada se abren unas expectativas y unos interrogantes apasionantes: ¿cómo encajará el público conservador de Madrid los golpes de Gerard Mortier?
Todas las miradas internacionales quedan puestas en el Real de Mortier. Haga lo que haga, de eso no hay duda. "Será este teatro quien marque la pauta con los montajes, no otros", comenta Marañón. La temporada 2010 se abrirá con una propuesta suya. Comienza el espectáculo."


La ópera es una institución que más allá de su necesidad lleva siendo un espectáculo elitista prácticamente desde que nació y más de uno (con razón) se preguntará si no sería más útil para todos invertir el dinero en crear (por ejemplo) una segunda casa de ópera (en una ciudad que tiene tamaño e interés de sobra para poderlo absorber) centrada en un público quizá más joven y que se dedique a producciones de calidad y bajo presupuesto (hay muchos teatros hoy en día que demuestran año a año que esto es posible) más centrada en consolidar una afición estable y servir de instrumento para la educación musical de una ciudad que necesita poder ver la ópera de otra forma para entenderla. Es cierto que el Real ha hecho un esfuerzo grande en ampliar representaciones y en abrir el Teatro a otros públicos con multitud de posibilidades y precios más populares. Aún así, siento que a largo plazo, otra temporada (aunque fuera más modesta) paralela a la del Real es necesaria en una ciudad como la nuestra.

En fin, desde mi punto de vista, y dejando a parte polémicas sobre la idoneidad de apostar por uno de lo más grandes y el presupuesto que esto va a suponer para las Administraciones que sostienen el Teatro sobre todo en una época de crisis económica, se abren una serie de caminos interesantes.

La llegada de Mortier a un lugar como Madrid sorprende, la verdad. En primer lugar, porque él es un director muy exigente y que no creo que haya firmado con un Teatro sin un proyecto innovador. Exigente en lo musical, uno de los puntos débiles de la casa de opera de Madrid (la orquesta del teatro, la Sinfónica de Madrid, es probablemente una de las mejores de España y sin duda en los últimos años ha experimentado una evolución importante en calidad, pero no nos engañemos, está en un segundo nivel y tiene importantes deficiencias). Y exigente también en el diseño de las producciones. No veo a Mortier sin una carta blanca para hacer lo que quiera en este sentido. Y es una persona que he generado fuertes polémicas allá donde ha ido debido a su carácter transgresor.
En fin, que estos dos aspectos (fundamentales en la ópera) del belga hacen vislumbrar un cambio radical en la trayectoria que hasta ahora ha tenido la historia del Teatro madrileño.

Así que ya que no hemos optado por "democratizar" este espectáculo y hacerlo accesible a la mayoría y más bien nos hemos apuntado al carro de comenzar a destacar como uno de los Teatros de Ópera más importantes y que más tienen que decir en el mundo (en la línea del empeño del presidente por estar en el G20), me alegra que lo hagamos con Mortier, director que sin duda hará remover muchas conciencias, demostrando que frente a la ópera no sólo cabe el disfrute estético o la ostentación de un status, sino la creación de un espectáculo vivo y que nos exige interactuar intelectualmente con él, ser críticos y aportarnos reflexiones que nos ayuden a crecer como seres humanos. Con él imagino un camino futuro que al menos, espero, contribuirá a renovar esa visión conservadora y plana que se tiene aquí de la ópera. Ya me veo las críticas incendiarias que desde los melómanos más retrógrados y reaccionarios del Real va a tener... Eso sí, el día de su estreno seguro que el teatro se viene abajo de aplausos, que para eso es una estrella mundial del mundo de la Ópera. El público de Madrid es así, desgraciadamente.

23 de noviembre de 2008

El cielo de Madrid



El de Madrid es uno de los cielos más intensos que existen. De un azul profundo y oscuro, casi insultante. Y las mañanas de otoño lo recortan con una fuerza tan inusitada que sorprende hasta para el que, como yo, lleva muchos años viviendo aquí. Tímidamente voluptuoso aunque con firmeza se asoma entre los tejados y terrazas para quien quiera darse cuenta de que más allá del cemento y de asfalto, más allá aún de los arboles que amarillean en el Retiro, existe una Naturaleza infinita que nos envuelve, que nos posee y que nos dibuja a su antojo con el color que define cada día. Así debió sentirlo la pequeña Sara ayer, mientras miraba con insistencia el abundante azul que se derramaba hasta el perfil de los edificios de la Gran Vía. En medio del gentío que avanzaba con lentitud en todas direcciones ella permanecía detenida, de la mano de su madre y en silencio, como queriendo escuchar el sonido de ese cielo por encima del rumor insistente de voces y automóviles. La madre comienza a tirar de ella hacia los grandes almacenes donde pretende hacer una compra. Y Sara nada, que no se mueve. La madre que se enfada, pero Sara no se inmuta.
Finalmente consigue levantar el dedo y señalar hacia arriba. La madre, sin embargo, le propina un ligero manotazo cariñoso en la mano y, sin ni siquiera mirar hacia donde señala la pequeña, tira de ella hacia delante. Sara mira hacia el suelo y sigue a su madre sin rechistar. Se vuelve una vez más para mirar, y es entonces cuando descubre mi mirada espía. Son sólo una par de segundos, pero en ellos ambos volcamos una infinita melancolía. La de los incomprendidos. La de los que tienen a su alrededor un mundo pero son capaces de ver otro. La de la tristeza de tener que vivirlo en secreto. Y es que ella, aunque no lo sabe aún, creo que lo presiente. Ese mundo tendrá que sellarlo para la mayoría. Al final le sonrío y ella también. Hasta me saca la lengua antes de ser tragada por la multitud, tras el brazo de su madre. Sara tampoco lo sabe, pues es probable que de momento sólo le digan que es una niña rara, pero yo sí lo sé, aunque no la conozca. Es y sin sin duda será un ser muy especial.

20 de noviembre de 2008

Antídoto Otoñal

Este semana ha estado plagada de conciertos. Demasiados, quizá, para poderlo asimilar todo. A veces las fechas de los eventos musicales que me interesan se agolpan en la misma semana. Si es una semana de esas en las que la prisa parece correr por las venas de uno, parece que se ve uno obligado a ir, algo en el interior le hace tomárselo como una especie de auto-condena.


A veces llego al lugar del concierto y, al sentarme en la butaca, con la velocidad aún en los pulmones, me cuesta entrar en la música. Si además tengo el día de humor extraño, como era el caso ayer, casi me dan ganas de levantarme y salir por la puerta a caminar un rato, con un sentimiento mezcla de rebeldía y de asfixia. Nunca lo hago, y pocas veces me arrepiento. Ayer, más que no arrepentirme, me alegré profundamente. La violinista alemana Anne Sophie Mutter no es cualquier músico. Su fama estratosférica la precede. Niña prodigio, protegida de Karajan y estrella de las últimas grabaciones del director alemán, su carrera, tras ese inicio fulgurante no ha hecho más que crecer y no sólo en perfeccionamiento técnico, sino en hondura de sus interpretaciones. Sus grabaciones de adolescencia eran ya de una brillantez impecable. Pero ahora, Anne Sophie ha sabido recrear sus propias lecturas con una sensibilidad exquisita, que desgrana la partitura con inteligencia sin desequilibrar las intenciones del pentagrama.





Ayer se dedicó al ciclo de sonatas de Brahms, quizá el más hermoso de todo el repertorio. También el más melancólico y otoñal. Perfecto para este otoño de manual que estamos viviendo en Madrid. El sonido de la Mutter, sin embargo, se escapa a cualquier manual. Es difícil conseguir hacer algo nuevo con estas sonatas, pues han sido infinitamente grabadas y ejecutadas. Aún así, son verdaderas joyas llenas de secretos entre sus notas pero a veces hacen falta grandes dosis de sensibilidad para explorarlas. Ella demostró tenerla a raudales. Si bien es cierto pasó por alto los recovecos llenos de posibilidades de la sonata nº2, que interpretó en primer lugar (haciéndome dudar por unos minutos de sus verdaderas capacidades más allá de su impecable técnica), pero desplegó con generosidad su impronta personal a partir de ese momento. Las otras dos sonatas (las más conocidas, las más generosas en belleza, aún así, yo me sigo quedando con la nº2 para muchas cosas) fueron todo un festival de sonidos y belleza. Su versión camina entre la suavidad otoñal y la enérgica virilidad que la partitura exige.



Cuando una "top-one" se inspira de esta forma el resultado no tiene que ver con nada de este mundo. El auditorio en pleno (salvo los mismos pacatos de las toses sin control y los móviles sin desconectar cuya proliferación en aumento es preocupante) fue capturado por ese magnetismo indescriptible de la versión rotunda y redonda que nos brindó. Literalmente proyectados a ese universo sonoro de Brahms que es uno de los más grandes creadores de música de cámara.
De adolescente fui un consumidor empedernido de su música. Recuerdo aún aquellas navidades hace muchísimos años, en que mi tía me regaló aquel compacto con las sonatas, con esa emoción de saber que me abría las puertas a un universo musical inigualable, y que tantas y tantas veces ha sido refugio de penas y oscuridades. Pero nunca hasta ayer había podido vivirlas tan intensamente. Con la fuerza del directo, pero también a través de las manos de una violinista cuya reputación no es vacía, que proyecta su elegancia personal (su presencia en el escenario, esbelta y contenida, es impresionante) en la música que interpreta. Y es que tocar a Brahms desde la elegancia que lo hizo, pero con esa incisiva y sutil recreación de la pasión melancólica que descansa en esas notas, es un ejercicio difícil y cuyo camino es muy estrecho y difícil de encontrar. Ella lo hace con una naturalidad pasmosa. Su acompañante, Lambert Orkis, se adapta a ella a la perfección, y hace una notable versión de la rica y bellísima parte de piano que tienen estas obras, muy desprendida de la gravedad de algunas versiones, muy centrada en su ritmo y su musicalidad.




El auditorio se comportó y le brindó una calurosa ovación, sin demasiados vítores, pero ciertamente muy especial, se sentía en la atmósfera que aún permanecíamos todos en esos universos ingrávidos y melancólicos de Brahms. De propina, un par de danzas húngaras con arreglo para violín y piano. Aquí, por si no nos había quedado claro, se encargó ella de demostrarnos que no sólo sabe transmitir la profundidad de la música, sino que su virtuosismo es también impecable y elegante como todo en ella.
No, no me arrepentí de no irme. Viajar un rato con una de las mejores miradas de Brahms que se pueden escuchar en la actualidad es un antídoto para casi cualquier mal día.

17 de noviembre de 2008

hilo argumental para un visionario.



Estos días puede verse en Madrid un interesante exposición sobre las vanguardias de la pintura en torno a la gran guerra. La muestra es muy completa pues abarca muchos motivos, transformaciones y nuevos caminos que se abrieron en esa época y a raíz del pesimismo que envolvió al mundo a raíz de estos conflictos bélicos. Siempre he pensado que el Arte, como elemento de conciencia social y político que siempre ha sido, jugó un papel importante en esa época, pero creo que también la realidad política contribuyó a su desarrollo, a su evolución. Las grandes guerras del siglo XX no eran algo nuevo en su esencia, pero sí las formas de destrucción masiva que desarrollaron y, lo que es más importante, la posibilidad de unos medios de comunicación nuevos que podían llevar el terror, la amenaza, la destrucción, el dolor, a todos los lugares del mundo. Eran las primeras guerras en las que la conciencia de sus efectos era mundial y además en forma de imágenes.

Creía que en la exposición iba a haber más literatura en torno a este concepto, pero al final han optado por pequeños textos que dirijan un poco al espectador haciendo que la expresividad de los cuadros que han elegido haga de la muestra algo más o menos auto-explicativo. Pero es una muestra necesaria que nos pasea por el amanecer de las vanguardias pictóricas del siglo XX desde un punto de vista muy interesante.

La música también tuvo una importante transformación en esos años, quizá la más grande de su historia. Una vez que Debussy (el gran renovador de la música moderna) había construido los cimientos del nuevo camino de la música, no fue hasta los años de las guerras mundiales que músicos como Arnold Schoemberg o Alban Berg cruzaron la frontera de la atonalidad a través del sistema dodecafónico lo cual supuso un ruptura inmensa con el pasado, no tanto por lo interesante de lo que nos intentaron contar, sino porque llevaron las posibilidades de la música hasta el infinito. Y pienso que ello fue en parte posible debido al pesimismo profundo que trajo consigo la primera de las guerras mundiales.

Otro músico, sin embargo, ya había estado a punto de cruzar la línea años antes que ellos. No sólo la de la atonalidad, sino de la propia naturaleza expresionista del movimiento postromántico al que de alguna manera también aquellos habían pertenecido.

Estos días, a raíz de escuchar el sábado pasado en el auditorio la primera sinfonía de Mahler, lo venía pensando. Su música, olvidada durante tantos años del siglo XX por causa de su origen judío, que le valió la prohibición del régimen nazi, es el fruto de un carácter atormentado por los traumas de infancia y juventud y por una intensa conciencia de la fragilidad de la condición y del destino humanos. Su primera sinfonía es brillante, y ya supone un aire de modernidad que no se supo entender. Pero su progresión hasta la incompleta décima o el maravilloso ciclo de canciones (casi en forma de sinfonía también) Das Lied Von Der Erde (La canción de la Tierra) constituye un camino lleno de contradicciones que nos conduce sin duda al abismo de la existencia.

Gustav Mahler.

Después de muchísimos años de vacío durante y tras la segunda guerra mundial, no fue hasta mediados del siglo XX cuando algunos de sus discípulos (además de compositor fue quizá el más grande director de orquesta de la historia, y entre sus alumnos caben destacar batutas de la importancia de Bruno Walter y Otto Klemperer) comenzaron a recuperarlo y a grabar su ciclo sinfónico. Uno de los discípulos de Walter, Leonard Bernstein, ya a partir de la década de los 60, se erigió en profundo defensor del compositor y difusor de su música, elevando esta pasión casi a rango de movimiento de fans. Realizo dos integrales de sus sinfonías que tardarán mucho tiempo en poderse superar, pues en ellas está la herencia directa de la propia mirada del compositor unida a la inefable pulsión apasionada del director americano. La popularidad de Mahler a partir de ahí fue en aumento, llegando a alcanzar el lugar que merecía en el mundo de la fonografía y en de las salas de concierto.

Pero a lo que iba. En la evolución de la música de Mahler se van conjugando una serie de factores que desembocan, a través de su mente lúcida y atormentada al mismo tiempo, en una especie de trampolín hacia el vacío por el que nunca llegó a saltar pues la depresión y la enfermedad le condujeron a una muerte relativamente temprana en la que sin duda la sombra de hasta dónde podía haber llegado y la premonición oscura del destino del mundo debieron a mi juicio jugar un importante papel.

En mi opinión Mahler fue un visionario, y en su música se vio reflejada esa ruptura de la que hablaba más arriba. Las tres características más intensas de su música nos llevan en primer lugar a un descomunal aparato sinfónico que requirió de una orquesta de un tamaño que llegó con él a su límite físico (sinfonía 8, de los mil). Por otro lado, a la incisiva recreación de la belleza, en un estilo postromántico que llega a resultar casi asfixiante (Das Abschied, de La Canción De La Tierra), y que hace contrastar de manera a veces violenta por un lado con un estruendoso gusto por las marchas militares y un desatado uso de la familia de metales en sonoras fanfarrias, así como con su delicado gusto por la recreación de la Naturaleza. Y finalmente un progresivo pesimismo que se va filtrando en forma de avisos oscuros y llamadas del destino que aparecen sobre todo a partir de su sinfonía 6 (Trágica), compuesta casi como premonición de la muerte de su hija mayor a causa de la escarlatina.
Sin embargo es ya al final de su vida, en el único movimiento que escribió completo de su sinfonía 10 (que tanto miedo le provocaba componer, pues los dos grandes sinfonistas románticos, Beethoven y Schubert no habían podido llegar a es número, él finalmente tampoco) donde de repente casi toca la frontera. Es en un pasaje en el que está casi a punto de rozar (e inventar con ello) el dodecafonismo, quizá uno de los instantes más apocalípticos de la historia de la música. Su salto al vacío se queda ahí, contenido, pero tremendo, lleno de horror. Casi parece imposible creer que haya sido compuesto antes que las atroces imágenes de las guerras del siglo XX tuvieran lugar. En el fondo siento que debió presentirlo en sueños. En esos acordes está, de manera velada, una visión futura hacia el lado más oscuro y amargo del siglo XX que acababa de comenzar.

Como dice el gran Ricardo Chailly en el vídeo que os dejo (donde se explica un poco mejor este pasaje terrible de su última sinfonía, que además podéis escuchar entre los minutos 3:25 y 4:48) es prácticamente inconcebible cómo pudo componer esta sinfonía, que termina con ese sutil glissando al que hace referencia el italiano como su “grande urlo di disperazione”, su grito de desesperación a un mundo que se venía abajo y que además le iba a llevar a la muerte demasiado pronto.



Con ese grito nos dejaba uno de los mayores monstruos del mundo sinfónico, creador de universos imposibles, de belleza inexplicable, de una música casi cósmica, de otro mundo, porque él pertenecía a otro mundo sin duda, el de los visionarios.
Con su muerte desaparece uno de los músicos que de haber seguido escribiendo habría sin duda cambiado sustancialmente el curso de la Música. ¿Qué habría podido componer? Casi produce escalofríos imaginarlo.

¿Qué nos espera a nosotros ahora?

12 de noviembre de 2008

El amante viajero

Estas semanas me he dedicado a viajar en el tiempo y en el espacio. He retornado a Italia y al verano, y he hecho memoria de las rutas, de los sabores y de los colores que mi memoria acumuló y que ha estado atesorando estos meses para desplegarse ahora en un cuaderno de viajes que inicia mi otro blog, con el que no sé muy bien dónde viajaré, pero que se ha convertido de momento en un querido compañero de miradas y reflexiones. Creo que merece la pena al menos acercarse a las fotografías en uno de estos días en que el frío barra con furia la tibieza de nuestras cabezas.



7 de noviembre de 2008

Noche de jueves.

Cada noche de jueves, al filtrarse la oscuridad por las calles de Madrid, se inicia el sortilegio que quiebra el hilo. La luz de neón parece espiarnos desde la altura en que se hace esquina para dejar hueco a la noche que comienza. Y los edificios parecen infinitas pupilas que pasan de largo, extrañas amigas que nos cobijan como en un escenario, antes de que se alce el telón. Las historias descansan entre sus piedras frías, bajo los andamios, detrás de los portales. A veces pueden permanecer así años y años, bostezando cada semana al olor de la lejana mañana de viernes, al acecho de la afilada concupiscencia que sesga la semana y con ella el aliento.
El hilo se ha hecho cuerda, se ha casi transformado en roca suave, ligera, volcánica. De nuevo columna inmensa. En secreto aún conserva su espeso magnetismo. Pero la cuchilla inevitable del jueves la ha vuelto a quebrar con un ruido breve y seco que ha estremecido las aceras. Y los dedos, desnudos y huérfanos, te han recorrido en otra piel, en otra noche sin amanecer, en otra vuelta a casa pisando la frontera de la realidad casi vomitando otra vida hasta su límite, en el vértigo de la primera luz del alba iluminando incisivamente la fractura. Fue entonces cuando reparé en que las estrellas, de nuevo, habían vuelto a precipitarse sobre los charcos del suelo.

5 de noviembre de 2008

Sueño Breve


Llegó tan fugaz como se marchó, a pesar de volver al escenario hasta en tres ocasiones. Pero es que ella hace que todo sea leve y ligero. Su entrada discreta, como entre olas, fue con una caracola marina en la mano, como arrastrada por las mareas suaves que anuncia su nuevo trabajo discográfico que (incomprensiblemente) aún no ha sido editado en España.
Adriana Calcanhoto no es una artista brasileña al uso. Carece de los rasgos habituales de lo que tendemos a pensar que es un artista de aquella latitud. Ella proviene de un Sur que no es tropical, que tiene estaciones y cuyo carácter seguramente no se adhiere a la voluptuosidad propia de aquellas tierras. Su acento ya nos dice algo de ella. De su seriedad y su corrección. De su elegancia escueta. De su gesto casi circunspecto. En ella se une lo diminuto y lo inmenso. Lo diminuto de su melancolía, de su ironía, de su fino humor, de sus medidas palabras, de su sutilidad para todo. Inmensa su musicalidad, la aparente facilidad con la que parece cantar, el poder magnético de las letras de sus canciones, llenas de poesía y de sueños. Sueños como el de anoche, que se hizo breve, porque uno no se cansaría nunca de escucharla. Porque, a pesar de las grandes dimensiones del Teatro donde vino a cantar, ella sabe crear esa intimidad, esa relación directa con el espectador, ese clima como de salón, de estar con ella en casa. Y así pasaron sus nuevas canciones, que sonaron frescas y delicadas, como siempre en ella. Y las de siempre, sembradas de esas palabras que ella parece haber recogido de nuestra propia intimidad, como robadas en secreto a las almas sensibles. Porque ella lo es.
Comenzó sentada y casi inmóvil en su silla para ir poco a poco, despacio, como parece hacer todo ella, levantándose, moviéndose, jugando con sus compañeros y con el público, contagiándonos su espectáculo con orden y sentido. Regalándonos al final una sorpresa protagonizada por su amiga Misia cantando a capela para nosotros uno de sus fados de siempre. Elegante hasta el final, seria pero cercana, su concierto de ayer fue como un sueño, como un sueño breve e intenso en el ecuador de la semana. Gracias, Adriana.


SEU PENSAMENTO.

A uma hora dessas
por onde estará seu pensamento
Terá os pés na terra
ou vento no cabelo?

A uma hora dessas
por onde andará seu pensamento
Dará voltas na Terra
ou no estacionamento?

Onde longe Londres Lisboa
ou na minha cama?

A uma hora dessas
por onde vagará seu pensamento
Terá os pés na areia
em pleno apartamento?

A uma hora dessas
por onde passará seu pensamento
Por dentro da minha saia
ou pelo firmamento?

Onde longe Leme Luanda
ou na minha cama?

IF...



45 años después, un pequeño paso en ese largo camino hacia un mundo mejor. Quiero pensar que hoy, muchas de las cosas en las que creo son un poquito más posibles. Habrá quién diga que será más de lo mismo, que nada cambiará demasiado, pero ¿y si no es así? Al menos hoy, perfiero estrenar esperanza.

Congratulations, America.

2 de noviembre de 2008

Y mi mirada...

Es imposible aportar una mirada nueva sobre Roma, y cuanto más veo mis fotografías, más me doy cuenta de lo difícil que es despegarse de las fotografías y de las miradas que sobre esta ciudad hay en tantos y tantos lugares, y que inevitable forman parte de la imagen colectiva y universal de esta ciudad. Es, no obstante, curioso cómo nada más llegar se deshace esta imagen guardada en mil archivos de la memoria visual para dar lugar a esa visión personal de cada uno, que es capaz de incorporar lo tantas veces observado en fotografía de manera que parezca nuevo, como recién nacido. Pero supongo que forma parte del secreto de la ciudad eterna. De todas formas, y con la humildad que merece, os dejo aquí parte de mi mirada, la propia y la ajena sobre mí. Y esas grandes y pequeñas cosas que cautivaron mi retina.





27 de octubre de 2008

ROMA


Desconcertante Roma.
Por el desafío que supone para los sentidos. Por su aguda belleza que se te clava en la retina a presión, inyectada por el sol infinito de un octubre casi estival. Y los pinos siempre en el horizonte, de larguísimos troncos y esféricas copas que con su verde oscuro refrescan la fantasía de la mirada. De todas las miradas que sobre ella se han posado a lo largo de su milenaria historia. Millones de miradas de todo el planeta, de todas y cada una de las épocas. Desde la Antigüedad al Futuro. Todas se han quedado allí, quizá sobrecogidas por el descaro de esa íntima grandeza que inspira este centro de gravedad del mediterráneo, alma profunda de lo latino, de la romanización, de toda esa forma de existencia que expandieron sus habitantes a través de las orillas antiguas del mare nostrum.

Continuamente reinventada desde su origen. Superpuesta como un rompecabezas tridimensional, donde las diferentes capas de la historia no se superponen sólo en vertical sino que se entremezclan y se fusionan como en un mosaico de teselas ínfimas y sin embargo indispensables. Roma que ha sido la capital de uno de los imperios políticos y humanos más grandes de la humanidad aún nos despierta seduciéndonos con la imaginación de su esplendor descomunal entre las piedras caídas, las estatuas desmembradas o las solitarias columnas que apoyan el sueño de los arquitrabes como una memoria que se recorta siempre en el naranja de esta ciudad que se llama eterna porque así lo es. Eterna en no rendirse al olvido ni al capricho de ser reino de Papas guerreros y déspotas, desmesurados e ingratos o ciudad provinciana y decadente a pesar de su refinada aristocracia .

Ciudad casi de mentira a veces en su personalidad ecléctica y teatral, sacra e infinitamente pagana a la vez. Cuidad que no se deja comprender, que se retuerce en el cliché y que esconde otras subterráneas realidades, como las del subsuelo hueco que sella su pasado. Roma invadida de ideas y de piedras que ocupan el espacio de los sueños de todos los que la aman y de todos los que la han vivido. Grandeza que no epata por el tamaño ni la simetría ni la perfección, sino por el caos espontáneo de su belleza desmedida y caprichosa, desparramada sin límite, pero siempre encerrada en el equilibrio de su milenario clasicismo. Copiada a sí misma en la arquitectura que se encaja en plazas y esquinas, en explanadas y avenidas, en lo grande y en lo pequeño, fundido con esa milagrosa inspiración que no existe más allá de sus siete colinas.

Roma llena de vida y de sonrisas, y de gestos al aire y olor intenso de queso pecorino sobre pasta con tomate y albahaca. Helados y miradas al fondo de los ojos, galantería en las aceras, elegancia y desmedida manera de significarse en ese sentido de la responsabilidad de tener que representar la originalidad del made in italy. La sonrisa de quien lo ve desde fuera, entre condescendiente y con sentido del ridículo, pero con secreta e inexplicable envidia.

Roma inexplicable e infinita, inigualable y desconcertante de nuevo, única entre las ciudades únicas, secreta y universal, pequeña y gigante, inagotable y rotunda. Antigua, siempre antigua. Milenaria y sabia, y por ello también futurista, trampolín de la cultura occidental, reflexión de lo que somos y de lo que seremos.

Humana y viva...
Eterna, siempre eterna.

21 de octubre de 2008

Música y Futuro.

El próximo viernes se entregan los premios Príncipe de Asturias y en la presente edición no me voy a perder la entrega de uno de los reconocimientos que más me han emocionado en los últimos tiempos. El premio Príncipe de Asturias de las Artes, que ha recaído en el Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela.

No sólo porque la labor que llevan realizando durante años ha sido bella y fructífera, sino también porque está basado en unos principios que comparto desde lo más profundo de mis valores y que además consigue algo tan sencillo e importante como universalizar el acceso a la creación, a la interpretación y a la capacidad de entender y disfrutar de algo tan beneficioso como a veces desgraciadamente inaccesible es la música clásica.
El artífice del nacimiento de este sistema es José Antonio Abreu, que en sus palabras de agradecimiento al jurado del premio declaraba de manera muy concisa el objetivo de este proyecto:


"el objetivo esencial del Sistema Nacional de las Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela no se refiere sólo al plano artístico, sino que se inserta, directa y profundamente, en el contexto global de una estrategia de Participación, Capacitación, Prevención y Rescate de Jóvenes y Niños en y por el Arte. En su condición de comunidades en perpetuo ejercicio de concertación, las Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles representan el modelo de una avanzada y auténtica Escuela de Vida Social. En Venezuela, la Práctica Orquestal y Coral cotidiana ha demostrado ser herramienta particularmente eficaz para hincar sólidamente a jóvenes y niños en el quehacer colectivo, en la coexistencia solidaria, en un quehacer creador profundamente realizador de la personalidad, propicio a la forja de un espíritu solidario y fraterno, tanto como a un formidable desarrollo de la autoestima. La pobreza material comienza a ser vencida por aquella sublime riqueza espiritual que germina en y por la Música. "

En este vídeo que podéis ver si pincháis aquí y seleccionáis la pestaña de El Comunicador, encontraréis un resumen de la película Tocar y Luchar en el que el propio Abreu explica estas razones de manera más detallada. Os recomiendo escucharlo. A mí me parece que su mensaje es humano y emocionante como pocos.

Siempre he pensado que la música culta era un notable instrumento de crecimiento y maduración personal. Además, también tengo la convicción de que para quien quiere ir más allá de aprehender su belleza y se lanza con esfuerzo a desentrañar los universos formales, conceptuales y humanos que encierra, el regalo que ésta nos ofrece como compensación es tan inmenso como imposible de explicar, pero tengo la certeza de que en general nos hace mejores seres humanos y más libres.

Por ello, desde mi punto de vista, este premio viene a celebrar la labor de una institución que no sólo ha contribuido a ampliar los horizontes vitales de miles de niños y adolescentes que por el contexto que les ha tocado vivir se habrían visto abocados a la mendicidad o a la violencia, sino que está de hecho sembrando en ellos una serie de valores que les permitirán sin duda (independientemente de su éxito profesional como músicos) crecer y madurar como seres humanos. Es más, les reglará tres inmensos dones como son la capacidad de apreciar la belleza, el instinto crítico para con ellos y con el mundo, y el valor del esfuerzo como herramienta de superación.

Es por ello que el mensaje de este proyecto es universal y profundamente humano como pocos. Porque constituye toda una filosofía de educación para una sociedad y un mundo mejor, a nivel individual y colectivo. Algo de lo que podemos aprender en todos los demás países independientemente de nuestra riqueza, educación o nivel de vida.

El Sistema de Orquestas ha asombrado ya a una gran parte de la comunidad musical internacional y cuenta con apasionados abanderados de la talla de Claudio Abbado, Simon Rattle o Daniel Baremboim (tres de los mejores directores de orquesta del mundo en este momento). Además, ha dado ya sus frutos lanzando a músicos de la proyección y personalidad de Gustavo Dudamel (probablemente el director revelación con la proyección más fulgurante de los últimos 50 años) o Edicson Ruíz (el más joven interprete que haya ingresado nunca en la Filarmónica de Berlín).

Por ello, quiero expresar mi más profundo agradecimiento a José Antonio Abreu y a su esfuerzo maravilloso, que sin duda contribuye bastante a que la esperanza en un mundo mejor pueda ser un poquito más grande. Que no es poco.

Os dejo con el trailer de un interesante documental sobre otro de los éxitos de este proyecto, la Joven Orquesta Simón Bolívar. Creo que se estrena en breve en España.