26 de septiembre de 2009

Se extinguió el prodigio.


Alicia de Larrocha. Barcelona, 1923-2009

Probablemente la mejor intérprete de piano que hemos tenido en España en todo el siglo se nos ha ido hoy. Prodigiosa en su técnica impecable y perfecta, en su estilo cálido, pero siempre contenido, en sus tempi, siempre correctísimos, en su fraseo espectacular, en sus matices sublimes. La escuché varias veces, sobre todo en su última etapa pública, y recuerdo sus salidas a escena, discretísimas (apenas gesticulaba, tan sólo una leve inclinación) con aquel andar desgarbado suyo, con aquella estética, como de ama de casa aburrida. Pero en cuanto sus dedos tocaban el teclado, uno no podía más que fascinarse ante su rigor al tocar, ante su respeto a las partituras y su pasmosa capacidad para transmitir la esencia de la obra con una musicalidad que en pocos pianistas (y he visto muchos y muy buenos en mi vida) he vuelto a encontrar. Y todo con una aparente facilidad que aún hoy me sigue pareciendo imposible. Es una pena que de su inmenso repertorio fonográfico, poco se haya reeditado en los catálogos hoy en día.

Alicia ha supuesto una contribución como ninguna otra a la difusión de la música clásica española, y sus interpretaciones, sobre todo de Granados, Albéniz o Falla, de altísima calidad, han sido cruciales para que estas músicas estén en los repertorios de los pianistas de todo el mundo. Pero ella era una artista versátil, y era excelente en todo lo que se proponía, desde el repertorio romántico alemán, a los franceses, e incluso algún que otro barroco tremendo le llegué a escuchar.

Aquí la vemos hablando en un ensayo del primer concierto de Beethoven, con Michael Tilson Thomas y Dudley Moore. Es apasionante su interacción, y cómo desde su inglés españolizado, con esa dulzura que tenía ella al hablar, uno nunca se imaginaría la rotundidad con la que ejecuta a Beethoven.

Pero sin duda fue siempre su Mozart el que me apasionó. Cristalino como pocos, inimaginablemente lleno de musicalidad, fresco y profundo a la vez. Ella fue niña prodigio, al igual que el salzburgués, y siempre manifestó un apasionado amor por él. Es una pena, no he podido encontrar grabaciones de sus sonatas de piano (olvidadas casi hoy en día, pero una de las mejores versiones del ciclo que se han grabado nunca). Quizá sólo cuando tocaba a su (también) amado Granados, me llegó a emocionar tanto. Recuerdo una Danza de Granados en el Teatro de la Maestranza, que puso en pie a todo la audiencia sin la mínima duda. Y ella, tan tímida siempre, que casi sin más gesto que el de inclinar un poco la cabeza, era como si casi no se sintiera digna de tanto elogio.

Aquí os dejo con una admirable versión del final de esa obra maestra que es el último concierto de piano de Mozart, a quien en mi corazón de melómano empedernido, siempre la tendré asociada.

Gracias por ser música en estado puro, y haberlo compartido con nosotros
Enlazo también el emotivísimo artículo de despedida que escribe en El País hoy, la gran pianista Rosa Torres-Pardo.

24 de septiembre de 2009

De ilusiones...



José Manuel nunca había visto el mar, a pesar de tener ya 13 años. Yo, que no recordaba haber tenido que imaginar nunca el mar porque lo conocía casi desde que nací, encontraba cierta ansiedad en recrearme en aquella sensación. Hasta me ponía nervioso ante la posibilidad de presenciar la cara que pondría cuando, de repente, llegásemos a la playa. Quería estar a su lado para no perdérmelo. Le dije que le gustaría, que era muy especial. Él insistía que en la tele y en el cine ya lo había visto muchísimas veces. Y yo, erre que erre, que verlo en persona no tenía nada que ver. Con la misma edad que él, yo contaba ya con una verborrea y una vehemencia considerables. Supongo que le insistí demasiado, impaciente y excesivo como era. Imaginó más de lo que debía. Así que cuando, en aquella excursión de final de la primaria, nos acercamos todos corriendo a aquella playa de barrio en Málaga, mientras la mayoría de los chiquillos se apresuraba a despojarse de la ropa y lanzarse contra las olas, yo no perdía de vista a José Manuel. Pero él, inconsciente de mí, hizo exactamente como los demás. Se quitó los pantalones y la camiseta, dejando al sol aquella piel blanquísima que tenía, e hizo una carrera veloz hasta la orilla, junto a los otros. Nada, ni una expresión en su rostro, ni una mueca de sorpresa. José Manuel se lanzó al agua como si llevase todos los veranos de su vida haciéndolo. Creo que fui el único que se quedó allí, sobre la arena, mirando a los otros chapotear, extrañado de que nadie se diera cuenta de que ver el mar por primera vez no era ninguna cosa trivial.
A la noche, en la cama, le pregunté, cuando la mayoría habían caído ya presa del sueño, qué le había parecido. “¿El qué?” dijo él, como si no entendiera de qué le estaba hablando. “El mar” le susurré yo, “¿qué te ha parecido el mar?”.
“Ah… pues normal, como en las películas”.
No le dije nada más, claro. Ahí empecé a sospechar que quizá era yo demasiado fantasioso… O que a lo mejor, como había leído una vez, las personas somos muy diferentes entre nosotros.

19 de septiembre de 2009

Creta, Grecia, Mediterráneo


No sé de dónde partió la idea de un viaje así. Una inexplicable conjunción de razones que por separado no deberían tener fuerza para mover a una elección así (Mediterráneo, gastronomía, memorias de viajes de amigos, ruinas, historia...) y que tampoco sé cómo fueron sumándose para convertirse en razón poderosa para elegir Creta como destino vacacional.
Reconozco que, a priori, poco más que las ruinas minoicas de Knossos tenía yo en mente con respecto a ella. Eso, y varios testimonios de amigos que siempre han hablado con entusiasmo de aquel lugar. Supongo que este último dato, cuando se trata de personas que comparten con uno criterios de viaje y placeres de la vida, es un potente aliciente.

Hacía años que quería ir a Grecia, era uno de esos países europeos turísticos que había ido posponiendo conocer. Las masas de turistas en verano, el calor, los precios, etc., siempre me habían hecho desecharlo. Pero Creta parecía ser un destino menos frecuente, más tranquilo y con un turismo más sostenible y racional. Eso me terminó de convencer. En cuanto empezamos a vislumbrarlo se me ocurrió que en una de las escalas de avión en Atenas, podíamos permanecer por un par de días para tener una primera impresión de una ciudad. Y así lo hicimos, a la vuelta.

Reconozco que es de los destinos vacacionales que menos me he preparado previamente. Lo cual, teniendo en cuenta que la fórmula que elegimos para recorrerla, como en otros años, era el coche alquilado con un par de bases en la isla para hacer excursiones de un día, nos hacía correr el riesgo de dejar cosas potencialmente importantes sin visitar. Pero en esta ocasión, me apetecía ir un poco a ciegas y que todo resultase nuevo. Un par de tardes leyendo la Rough Guide por encima y marcando puntos sobre un mapa con lugares que me atrajeron por alguna razón. Con esos puntos ya elaboraría las rutas una vez allí. A priori hay que ver cómo son las carreteras, lo que cuesta desplazarse, etc, para que hacer una ruta tenga algo de sentido.

En fin, que me vi montado en el avión, rumbo a Atenas, sabiendo poco más de la Isla. A Saber, que fue cuna de una de las evolucionadas civilizaciones mediterráneas, que se transformó posteriormente en una de las herederas de la cultura helénica... Vamos, la cuna misma de la cultura clásica, de la que somos deudores todo el mundo occidental. En el vuelo y la espera en Atenas, continué leyendo un poco más. Romana, Bizantina después, con un periodo de ocupación Musulmana de más de un siglo, y en posterior decadencia tomada por los Cruzados que terminaron vendiéndola a los Venecianos, los cuales la mantuvieron hasta mediados del sXVII en que fue conquistada por el Imperio Otomano. La ocupación turca no consiguió una transformación cultural completa, y a lo largo de su duración estuvo repleta de revueltas e intentos de desbancarlos del poder (en muchas ocasiones apoyados desde Grecia, por su evidente cercanía religiosa y cultural). Tras muchos intentos y avatares, la isla terminó uniéndose a Grecia al final de las guerras balcánicas de 1913. Pero tras esta larga y abultada historia de guerras y conquistas que produjo un continuado y triste ejercicio de destrucción del patrimonio, nada parecía prever que lo peor estaba aún por llegar. Y es que en la segunda guerra mundial, la isla se vio envuelta en uno de los episodios más duros de la contienda mundial. En resumen, podíamos prever que no nos íbamos a encontrar con ciudades monumentales ni con cascos antiguos conservados, como así fue.

No, lo que queda de patrimonio está bastante aislado. Alguna iglesia pequeña perdida en el campo, mezquitas reconstruidas, monasterios venecianos, palacios o logias aislados, casas otomanas o de principios del siglo XX, alguna pequeña zona de alguna ciudad que se conserva como antes de la guerra. Pero en general nos íbamos a enfrentar a ciudades feas y destartaladas, construidas después de la guerra y en muchos casos sin planificación, armonía ni encanto alguno. A pesar de saberlo, o de imaginarlo, el efecto inicial es fuerte. Pero la isla no tarda mucho en conquistarte, por su geografía recortada, por ese perfil costero retorcido que crea bahías, cabos, entrantes, perspectivas nuevas a cada kilómetro, mar y tierra en sus más variadas y complejas combinaciones. Y luego la rica orografía del terreno de esta isla profundamente montañosa, que crea valles, mesetas, llanuras y campos fértiles entre sus elevadas montañas. La isla, estrecha y larga, tiene una altitud media elevada y en cualquier lugar de su perímetro tan sólo hay que internarse un poco para subir a una altitud considerable, cuando no a una verdadera cima. Pero son sobre todo tres los grandes macizos montañosos que se agrupan a lo largo de la Isla, con montañas que superan los 2000m de altitud, haciendo que a veces la ruta escasa en kilómetros entre muchos puntos del norte y del sur se convierta en un camino difícil y tortuoso de recorrer, pero siempre satisfactorio gracias a las vistas siempre cambiantes y a la belleza de la abundante vegetación de las montañas cretenses o al sereno cultivo mediterráneo de olivos y vides de sus campos. Por otro lado, una geografía así podría dar a pensar que ésta es una isla con pocas playas y, en general, de roca, y lo cierto es que no es así. Las hay y muchas: grandes, pequeñas, de arena fina inmaculada o de piedras, llanas o recortadas por escarpados acantilados, y siempre bañadas por esa transparencia sin igual del Mediterráneo oriental.

Mientras en el norte existe una carretera que va más o menos paralela a la línea de costa, en el Sur de la Isla las montañas llegan hasta el mar de una manera mucho más dramática. Las carreteras llegan tan sólo a puntos concretos, pero sin estar conectados entre ellos, quedando los mismos bastante aislados y desconectados entre sí. En el suroeste insular, además, estas montañas forman cañones espectaculares que llegan hasta el mar de Libia (de entre ellos, el de Samaria es el más conocido, parque nacional protegido, que no vimos por el tiempo y la logística que hay que emplear en hacerlo, no sólo por lo que se tarda en recorrerlo sino por la necesidad de pernoctar en el pueblo que hay a su salida, una aldea en la que no hay apenas nada, o tomar un barco a otro lugar). Pero hay otros muchos, sobre todo en esta zona de la isla, aunque también en otras.

Supongo que en pocos días, entre el interés que nos iba creando las ruinas minoicas y las bondades del paisaje y del mar, fuimos cayendo poco a poco en el influjo de esta isla que nos ha quedado en el recuerdo como un viaje de los más especiales que hemos hecho. Sí, poco a poco, entre la música que nos acompañó en el minúsculo vehículo con el que hicimos las excursiones, la deliciosa gastronomía de la isla, los paisajes, el peso de la historia de cada lugar que veíamos... Y así Creta nos conquistó.

(El resto de la crónica la seguiré contando en la otra casa del volcán)



15 de septiembre de 2009

Tarde de Prado.



Madrid te sorprende así, en medio de una tarde de calor y bullicio, por entre los despistados y los foráneos. Uno parece quererse confundir con ellos, y sentir que está en un lugar lejano, lleno de personas ansiosas también por ver qué ocurre en la noche, qué lunas nos mirarán, qué interiores nos acogerán, como si nada pudiera preverse, como si todo fuese nuevo y apetitoso. Me gusta Madrid porque a veces me hace sentir extraño, porque me acoge con complicidad pero al mismo tiempo me hace sentir extraño, lejano, inconsciente…
Tras la tarde el guiño de sol en la ventana, y eso que quizás, entre tanto turista a la puerta del Prado, tan sólo yo sé que en unas semanas sobre la fachada de la Academia de la Lengua el sol pintará las tardes más bonitas que conozco justo allí, junto a los árboles del retiro, en el Otoño que quiere anunciarse ya, una vez más.

8 de septiembre de 2009

Inicio de Septiembre




Alejarse para olvidar,
olvidar para recordar,
recordar desde la consciencia
que imprime el olvido.

En un lugar imaginario
que es real.
Desde la luz y el cielo,
desde las letras,
desde la música.

Y volver,
volver para mirar de nuevo,
volver para saber.

2 de septiembre de 2009

La noche inextinguible


El calor aún invade la noche y los cuerpos, los tejados arañan la luna allá en lo alto. No quedan demasiadas noches de verano y esta ciudad que lo mismo vibra con el ardor que con el hielo, se vuelca discretamente en las esquinas.
El humo y el alcohol se pierden en la oscuridad, la vida muerde los dedos, las bocas, las miradas. No quiero que se termine nunca la noche, no quiero que te termines nunca tú, ni el hilo de palabras que se nos queda sobre los posos. Tiemblan aún los recuerdos, oscuro se cierra el vértigo sobre el pecho, y se desprende la frágil naturaleza, llena de estupor, de olvido, de vida... Ebria de nosotros y de tiempo. Ebrios nosotros de vacío y de futuro.