31 de agosto de 2009

31 de Agosto.

Esta mañana he sentido rozar el final de agosto con los dedos. El calor aplastante que el mes nos ha preparado para despedirse parece haberse enredado en el calendario para que el verano se detenga, pero probablemente será ya la última gran ola de calor. Tendremos calor y buen tiempo hasta más allá del final de la estación, como siempre. Pero este calor agudo y asfixiante se terminará en breve. Y con él las noches irrespirables y la quietud llena de deseo que las habita, casi escondida entre ocaso y ocaso. Este hedonismo de tiempo detenido, este indagar en la naturaleza propia sin más contexto que el del día vivido, tiene mucho que ver con mi pasión por esta estación, aunque el final cíclico de todo aquello que nos apasiona es necesario para poderlo valorar y asimilar.

Ha sido un verano fugaz e intenso de noches y de palabras, de habitantes nuevos, de Mediterráneo, de Madrid en estado puro, de estrellas a pesar de la polución y de observar un poco más si cabe dentro de la grieta inmensa que se abre cuando miro dentro de mí.

Este verano me ha enseñado a su manera que sigo guiándome por mi impulso vital, y que sigo apostando por aquellos que, como decía Adriana, arden y se secan de deseo. Que me alejo inevitablemente de los cobardes y de los que se tienen miedo a sí mismos. He descubierto que, pese a los límites que a veces me quiero construir, mi felicidad está con los honestos, con los que no temen el conflicto, con los que creen en la relatividad de todo en la vida, con los que se niegan a frenar sus expectativas porque sólo de ellas nace la vida, con los que son capaces de transformar una hora en un universo, con aquellos que sonríen y con los que les arden las palabras en las yemas de los dedos. He descubierto que ellos me dan la vida, y este verano he decidido que me lanzo a la piscina de los sentidos, que en ellos debe estar mi prioridad y que me resisto a entrar en la horma de una generación que prometía, pero que al final no ha sabido romper con las cadenas. No quiero que me atrape la monotonía ni las esperas inútiles. Se acerca el otoño y poco a poco será inevitable evitar muchas de ellas, pero apretaré fuerte mis manos para ser capaz de no olvidarme que las palabras de Adriana siguen siendo mi más firme apuesta en la vida.


Eu gosto dos que têm fome
Dos que morrem de vontade
Dos que secam de desejo
Dos que ardem...


Senhas, Adriana Calcanhoto.

28 de agosto de 2009

La canícula.

El sonido de sus propios tacones en el suelo la golpea como un martillo en las sienes. Es imposible que no haya otro ruído más fuerte. Pero no, en plena canícula de agosto las calles, incluso ésta, tan céntrica, muestran un aspecto desolador, roto únicamente por el tac, tac, tac que imprimen sus tobillos, doblándose ligeramente a cada paso. Siempre ha considerado que es bastante ágil andando sobre tacones de esa envergadura, pero hoy su pericia parece haberse esfumado. Los golpes sobre el suelo la perturban, parecen significarla, como si la ciudad entera fuera a girarse para observar cómo camina, para intentar averiguar adónde se dirige. Marina se detiene y reflexiona un instante. Aún podría darse la vuelta y buscar un taxi en la esquina. Pero el silencio es absoluto, no parece que vaya a ser fácil tampoco. Y una vez que ha llegado hasta este punto... En casa sólo encontraría los platos sucios del desayuno en el fregadero, y esa imagen la aterra aún más. Sigue caminando, de nuevo el ruido seco sobre la acera, y de nuevo esa sensación de dividirse en dos, de ser solo una de las dos la que ha tomado una decisión amordazando a la otra. Pero continúa. Tac, tac, tac. En el día más cálido del verano, el sol cae a plomo, casi vertical sobre las aceras que no encuentran sombra que alivie su ardor. El aire pesa mucho, y se posa como un paño caliente, hirviendo sobre la piel de sus hombros. La ciudad entera está envuelta de ese aire denso que cuesta deshacer al caminar. Dentro también siente un calor insoportable, que le estalla en el pecho con fuerza. Ha salido de casa impecable, pero el sudor comienza a asomar por sus axilas. Las mira con pudor un instante y se toca la izquierda con un movimiento brusco, como queriendo ocultarla. Vuelve a mirar a su alrededor, pero la calle sigue siendo un desierto. No más desierto que su propia casa, piensa. Y la imagen de los platos desordenados en la cocina vuelve a ella, poderosa. Se reafirma y acelera el paso. Recuerda que debe pasar por el cajero. Localiza uno y se dirige a él. Las teclas queman con furia, pero el fuego sobre las yemas de sus dedos casi le gusta. Mientras teclea su clave no puede evitar pensar en Javi y en el niño. ¿Qué estarán haciendo? Por la mañana le han dicho que irían a la cala de levante que está más aireada los días de calor como hoy. Javi ha insistido en que tomara un avión y los acompañase el resto del fin de semana, pero ella ha repetido que tiene demasiado trabajo pendiente, que no iba a estar relajada. En el fondo no ha sido más que una excusa para quedarse sola, pero ahora, en este preciso instante, querría poder haber tomado ese avión y estar con ellos, tumbada tranquilamente en la cala, sintiendo la brisa del mar sobre la piel. Piensa en Septiembre y en retomar sus clases de natación. Y en las tardes con trabajo extra de nuevo, saliendo con el tiempo justo de pasar por el super antes de que cierren, de llegar a casa y que Javi tenga la cena preparada y se vaya pronto a la cama, y se quede ella sola en el salón viendo la tele o leyendo... Tan sola como ahora, pero sin estarlo. Sí, le gusta esa sensación. Ojalá termine pronto este maldito agosto, se dice. Y el calor, este calor malsano.
Los billetes salen calientes por la ranura, y huelen a nuevo. No puede evitar oler siempre los billetes cuando salen de una de estas máquinas. Pasa un coche veloz, calle abajo, rompiendo el silencio con violencia. Sabe que desde que tiene los billetes en la mano, ha dado ya el paso definitivo. Saca su teléfono móvil y repasa de nuevo el último mensaje recibido. Se sabe la dirección de memoria, pero necesita comprobarla de nuevo. El sol la aplasta insoportablemente, y una gota de sudor acaba de resbalar por su frente. Acelera el paso, quedan solo dos calles. Los últimos pasos los da como obligada. Llama al timbre, y tarda bastante en contestar la voz de Lorenzo. Pasa, dice. Suena tan masculina como al teléfono. La oscuridad repentina del interior del edificio la sumerge durante unos segundos en la confusión. Decide subir por la escalera, evitando el ascensor. Un frescor extraño y húmedo parece desprenderse de las paredes del viejo inmueble. Sube los primeros escalones cuando de repente suena su móvil. En la pantalla lee "Javi". Se detiene y lo silencia, pero no puede apartar sus ojos del nombre que se ilumina al ritmo del vibrador. Repasa mentalmente la conversación de esa mañana. Sí, le ha dicho que iría un rato a la piscina, a dormir la siesta junto al agua. Lo vuelve a meter en el bolso, sin contestar.
Cuando llega al segundo piso adivina una de las puertas del descansillo abierta, y supone que es la de Lorenzo. La empuja suavemente y entra. En el interior, casi tan oscuro como el rellano, un fuerte olor a incienso especiado la asalta con fuerza, desagradándole un poco. Más allá, el apartamento le parece sucio y destartalado. Hace mucho calor de nuevo. Aquel lugar no era para nada lo que tenía en mente. Lorenzo debe estar en el baño. Aún no es capaz de imaginárselo sobre la sábana roída color rojo que cubre el sofá. En menos de diez segundos aparece. Como en las fotos, intensamente bronceado, con el tatuaje que le recorre los hombros. Y el anillo en la mano. Sí, es casi lo primero que mira. Ancho plateado, con esa inconfundible onda negra circundándolo. Exactamente igual que el suyo. Un diseño exclusivo, o eso al menos pensaba ella. Ninguno media palabra. Se miran. Lorenzo no es tan atractivo como en las fotos. Al natural es más bien anodino, casi mediocre. Sonríe, pero tampoco así consigue despertar ninguna sensación especial en Marina. Él se acerca a sus labios, y ella le detiene con la mano. Ha sacado los billetes y los mantiene entre los dedos. Lo primero es lo primero, dice. Lorenzo los agarra aún calientes, y los deja sobre la mesa.
- ¿Tienes alguna pregunta?
- No, en el mensaje estaba todo claro.
- ¿Lo has borrado?
- Sí.
Lorenzo acerca sus labios a los de Marina y ella se deja besar. Lo hace tan suavemente, que casi no siente nada. No se mueve ni un milímetro. Y en cuanto Lorenzo se separa lo suficiente, ella, fruto ya de la metamorfosis, sin apartar la mirada del infinito, se da la vuelta lentamente y desaparece por la puerta.
- Adiós.
Mientras baja las escaleras desarma su teléfono móvil para extraer la tarjeta, que arrojará nada más salir por la puerta, en una alcantarilla. El aparato también lo arroja, en un contenedor. La calle parece haber recobrado algo de vida, y suena algún que otro coche avanzar veloz por la avenida. Es extraño, el sudor parece haberse evaporado de su cuerpo, justo ahora, en la hora de mayor sofoco. Con las llaves de casa en la mano, duda un instante, pero finalmente las arroja también a la alcantarilla con fuerza. Desde la esquina puede ver perfectamente el final de la avenida. A lo lejos, la minúscula luz verde de un taxi se acerca. Marina saca del bolso los dos billetes que ha sacado esta mañana en Internet. Los dos a la misma hora, cada uno a un destino muy diferente. El taxi para y Marina duda un instante antes de decir
- A la estación de Atocha, por favor. Deprisa, llego tarde.

25 de agosto de 2009

¿Evitar el deseo?


Me ocurre a veces que me cuesta trabajo hacer las cosas que más me gustan. Me cuesta trabajo escuchar mi ópera favorita, o comer el plato que más me gusta, o releer ese libro del que siempre hablo. Incluso a veces quedar con quien adoro, o pasear por ese sitio que me encanta... No me lo explico. Se trata de un miedo inexplicable a agotar mi deseo por esas cosas. Siempre he sido de natural inquieto y curioso por todo, pero igualmente pierdo el interés rápido por la mayoría de las cosas. Cuando decido que algo me gusta mucho, a veces me creo esa estúpida responsabilidad de mantenerlo. Y, para ello, de hacerlo inevitablemente intocable. Lo pienso bien y es algo que no me gusta, pero en lo que caigo inconscientemente. Es el lado más oscuro de mi natural intensidad. Tendencias en las que caigo con demasiada facilidad. Llevo pensándolo varios días, y he decidido que no quiero ser así. He decidido que me quiero lanzar a lo que me gusta, con furia si es preciso. Y no tenerle miedo a que me dejen de gustar las cosas. Que ya vendrán otras. Que hay cosas que no creo que vayan a poder dejar de gustarme nunca. Que hay deseos inextinguibles, que evitar no los potencia, que la vida es sólo una y que es ahora. Que nada es tan importante, que la existencia debe ser más leve... Y que no quiero acostumbrarme a tenerle miedo a hacer lo que más quiero...

¿Seré capaz?

10 de agosto de 2009

Música para las perseidas



Aquellas noches de agosto eran siempre iguales, tumbados entre la inmensidad oscura del cielo y la hierba fresca bajo el cuerpo. Los insectos parecían silenciarse en aquellas horas, pero nosotros por entonces todavía escondíamos las palabras detrás de los labios. A veces, después de algún fogonazo en el cielo, parecían deslizarse justo hasta la punta de la lengua, pero la magia de los astros pulverizándose suicidas las desviaba de nuevo a la garganta.
Nos susurrábamos que habíamos pedido un secreto. No recuerdo ya qué podía yo desear entonces. Quizá una felicidad que no sentía, o una vida lejos de allí, a pesar de todo, o una imagen de mí mismo en libertad, que se me imponía tan lejana como poderosa. No lo sé. Pero sí sé que en aquellas horas era como si nadie más existiera, y que el Strauss que poníamos religiosamente de fondo sonaba alto, bien alto, dirigiendo la galaxia. La tierra parecía moverse tan deprisa que había que agarrarse con fuerza al césped. Luego, con los ojos cansados de buscar astros, caíamos rendidos por el sueño.
Cada uno siguió su camino, tan diferente, tan lejos uno de otro. Y sin embargo, aquellas noches las recordamos nítidas y contundentes en la memoria, a pesar de que ya no exista aquel lugar, ni los agostos compartidos, ni la inocencia aquella. Sí, cada año siguen ahí aquellas horas, como si nunca se hubiesen acabado.

4 de agosto de 2009

Charming Nights.

Secrecy:
One charming night
Gives more delight,
Than a hundred lucky days.
Night and I improve the taste,
Make the pleasure longer last,
A thousand, thousand several ways.

(extracto de "The Fairy Queen" de H. Purcell, basado en textos de "A Midsummer Night's Dream" de W. Shakespeare).


17 ACT 2 No.16 - Secrecy One charming night - Henry Purcell

Foto tomada de aquí

En verano las noches de placer surgen así, repentinamente, sin previo aviso.
Quemando la intuición y devorando la mirada.
Imprevistamente desabrochadas,
hundiéndose en el laberinto que se agota,
desordenando el alma a la vez que calmándola,
posando la mano suave sobre la balanza vencida.

Noches equívocas de permitida lucidez,
llamas bajo la lengua,
aliento que se guarda en la memoria
y pasos en silencio.

Silencio sobre los pasos,
silencio bajo el tambor del pecho.
Sábanas limpias y sueños imposibles.
Y de nuevo el amanecer, diáfano sobre la frente.
Una mañana más, con el acecho de la noche que nos persigue,
la pasada, enredada en el capricho
la futura, agazapada de nuevo en el calor del verano.

1 de agosto de 2009

Curiosidad que salva...

Me veo en las fotos recientes en Grecia y me doy cuenta de la energía que me ha dado este viaje, de cómo el ansia de descubrir, la necesidad de saber, de ver, de percibir, de experimentar, me han renovado por completo. Consciente de que esta necesidad es una clave de mi forma de estar en el mundo y de mi búsqueda de la felicidad. Un impulso por saber, por imaginar, por entender cada lugar del mundo, para verlo en perspectiva, para imaginar y considerar su pasado.

En Creta la destrucción de patrimonio artístico e histórico, fruto de sus continuos cambios de dominación y de los intensos bombardeos de la segunda guerra mundial dejan poco que imaginar más allá de las ruinas de la antigüedad, pequeñas iglesias, monasterios o mezquitas aisladas. Pero también así queda más espacio para la imaginación que en otros lugares. Uno tiene menos ocasiones para deslumbrarse de belleza artística, en una isla llena de ciudades feas y destartaladas. Sin embargo, en este viaje he visto nacer un increíble asombro por la naturaleza y la intensa belleza paisajística de Creta. Montañas inmensas, mesetas fértiles, valles frondosos, olivos infinitos y milenarios sobre colinas que se pliegan dramáticamente hasta donde alcanza la vista, gargantas pronunciadas, rincones casi imposibles, golfos de azul perfecto, costas imposibles de caprichosas formas, montañas que se precipitan en mares inimaginables, visiones sin límites… Como si de un inmenso continente se tratara, Creta se alza estrecha y alargada, pero llena de infinitos lugares esparcidos por los increíbles rincones de su orografía excesiva. Uno se imagina que esa abundancia provocase la imaginación telúrica que dio lugar a la mitología clásica, que en muchos de sus rincones ubicó pasajes de sus historias imposibles de dioses y semidioses. Y en eso andaba pensando mientras la atravesaba, mientras la observaba, mientras, de alguna forma, la poseía.

Y es que la curiosidad me salva. Me salva de la oscuridad, de la limitación, de la tristeza, de la mediocridad… Me alegro de verme aún así, siempre atento al mundo, siempre ansioso por más. Espero poder seguir haciéndolo con la misma pasión que hasta ahora.







En breve, comenzaré a escribir la crónica en mi otro blog.