31 de enero de 2006

Fragmentos


Ayer volviste, con el frío.
Han pasado algunos años, y parece que todo ha cambiado. Lo nuestro fue cosa de horas. Aquellas horas de septiembre madrileño que la ciudad nos regaló, desde aquel estupor mío por tu belleza, mientras me esperabas sentado en la Plaza de Santa Bárbara, hasta aquel idilio de palabras, confesiones e identidades comunes que se desgranó en arena de efervescencia roja derramada lentamente por las plazas de La Latina. 8 horas de miradas, de aire compartido. Para entonces, parte de nuestra carne era ya hermana, sellado todo con aquel intenso abrazo nocturno, rodeados del frenesí de Cibeles en sábado noche. Al día siguiente volvías a tu país. ¡Qué pena, pensé, haberte conocido hoy cuando ya te vas! Ahora pienso que las cosas fueron como tenían que ser.
Vinieron años de mensajes, de pequeñas historias, de confesiones, de llamadas telefónicas, de mensajes dejados en tu buzón de voz y algunos tuyos en el mío, que aún conservo. Nos hemos hecho, poco a poco, inseparables en la distancia. Y no dejo de pensar en ti, y sé que tampoco tú dejas de hacerlo en mí.
Y ayer, de nuevo, estábamos cara a cara. Alguna arruga más. Mucha vida recorrida y aprendida. Y nuestras realidades, que no son aquellas de hace años, aunque sé que sí somos, fundamentalmente, lo que entonces queríamos ser. Nos cuesta penetrar en ese terreno vedado, y comenzamos a hablar de cine, de nuestros trabajos, de nuestras parejas, de nuestras familias. Y, al llegar la noche, el hilo humano se va afinando, y caemos en la pasión ingrávida del interior. Reconocemos ese brillo, esa atracción, de nuevo, latir. Es un segundo, mientras nos quedamos solos un instante. Sin palabras, pero nos basta para saber que algunas cosas no cambian. Ahora toca seguir cada uno su camino, con nuestro secreto bajo el corazón.
La felicidad es fragmentaria, y así la he sentido esta mañana, mientras me duchaba en mi baño de transparencias azules, sintiéndote a ti, a mis pasiones recientes, a mis amados desconocidos, mis secretos amantes, y mi pareja que aún bostezaba entre las sábanas donde le amo con infinitud. Cada uno, un fragmento, una pieza del mosaico, ya sean visibles o invisibles. La ducha que los baña de agua y deseo soy yo mismo, y esta irrefrenable fantasía que se escapa por las yemas de mis dedos.

30 de enero de 2006

C'était tard dans la nuit.

Cada día, alrededor de la medianoche, me acerco a la ventana de la cocina, con la luz apagada. Quizá abro la nevera y saco cualquier cosa de beber o de comer. Y espero. Espero pacientemente, con mi mirada recortada entre la cortina transparente que me sirve de cobijo. Él nunca falta. Vive en el edificio de enfrente, y la ventana de su baño se ve perfectamente desde la de mi cocina. Siempre se acerca y mira al exterior. Mira durante largos minutos. A veces, cuando la temperatura es tibia, se permite abrirla y sacar tu torso al aire de fuera, y respira, y mira, con melancolía, la calle, los rezagados transeúntes, qué se yo qué mira. Me he cruzado alguna vez con él en su portal, cuando salía, con esa chica, de la mano, a pasear o al centro. Confieso que incluso una vez los seguí. Los seguí por la calle con una curiosidad cuyo origen no termino de comprender. Yo mismo me decía, “¿qué haces?, ¿qué te importa a ti dónde van?” Pero la imagen de su nuca, de su abrigo ceñido en su cintura, su mano suavemente agarrada a la de ella, me atrapaba la mirada y me impedía retroceder. Los seguí mientras miraban escaparates por las calles del centro, y cuando pararon en aquel café vetusto y algo rancio que hay detrás de la Plaza Mayor. Ella le hablaba, y él asentía, con una sonrisa. Terminé volviéndome a casa, sin haber sacado nada en claro.Por las noches, sin embargo, desde mi cocina, aunque tampoco hable, sí que percibo más cosas sobre él. De su manera de mirar, la forma en la que, a veces, fuma, con el cigarrillo apoyado elegantemente y expulsando el humo con lentitud, como si lo hiciese para una de esas películas de cine negro que tanto me gustan. Yo le digo alguna cosa, en voz baja, y él parece oírme y entender lo que le digo, y mueve la cabeza asintiendo, o negando.
Todo comenzó hace años, cuando, por casualidad, le vi dos días seguidos desde mi ventana. Desde entonces siento cada noche una irrefrenable necesidad de acercarme a esa ventana y mirar hacia la de enfrente. Día a día. No ha faltado ninguno. Aquel, como otras noches, era tarde. El frío sonaba hueco en las esquinas de la calle y el silencio envolvía las pocas miradas que, desde alguna ventana, llegaban a la luz intermitente de las farolas. La mía era una de esas. Y miraba hacia él, como siempre. Entonces, por primera vez, me miró. Con una mirada de gato que se me clavó en la retina y en la carne. A pesar de la temperatura, se quitó la camisa y se giró, dejando al descubierto su espalda alargada, iluminada por el reflejo azul de los anuncios de neón del exterior. Pasó a la habitación de al lado, y se sentó frente al televisor. Me ausenté un minuto, necesitaba acercarme a él de alguna forma: los anteojos de la ópera podrían ser suficientes para verle de cerca, pensé. Y los recogí del mueble del salón. A mi vuelta, él acababa de poner una grabación de vídeo y la observaba desde una silla, con su espalda aún desnuda. Yo no entendía nada. Ajusté las lentes y me concentré en tu nuca, sintiendo casi su sonrojar al ritmo de sus brazos. A continuación, dirigí mi mirada hacia la pantalla. La imagen me sobresaltó, y me hizo caer los anteojos de las manos. Los recogí de nuevo y retorné a mirar. No, no me equivocaba, era yo mismo, filmado en mi casa, cocinando, mirando hacia el cielo por el salón, regando las plantas en el balcón... Todo un collage de imágenes grabadas que, además, era capaz de constatar que hacía tiempo que estaban registradas, y que, además, lo estaban con cierta meticulosidad y precisión. Sentí que un extraño juego acaba de comenzar.
Ha pasado exactamente un año. Ahora le saludo muchos días al salir de casa, e incluso coincidimos a veces en el bar, donde siempre se empeña en invitarme a una cerveza. Charlamos de cosas banales, y siempre me dice: “hasta luego”, con una leve palmada en el hombro. Yo, cuando llega la medianoche, sigo fiel a mi cita con la ventana, y con él.
Esta noche, como aquella primera vez, cae una nieve copiosa y ligera. Él acaba de apagar la luz del baño, y, en un signo ya habitual, ha vuelto a encender el monitor de televisión desde su salón. La pereza me ata al calor y a la comodidad de mi casa, a la perspectiva de la cama y su esponjoso edredón, pero mi nocturnidad despierta bajo mi estómago, para, de un golpe, levantarme y atarme las zapatillas de deporte. De un segundo golpe cierro la puerta, me lanzo a la humedad de la calle y me sumerjo en su débil luz. Voy a tu encuentro, escribiendo con saliva la memoria, ya ciega, del trayecto, recortando la quietud del silencio de una luna que hoy espera detrás de la cortina de nieve. Nada nos une: ni la oportunidad, ni la desdicha de estar solos, ni la embriaguez de la noche. Y, sin embargo, debemos enjuagar el deseo de nuestra carne. No hay razón. Tampoco esperanza, ni luz de continuación. Sólo el salvaje apetito de las semisombras. Después, una vez respirado por su boca, y arañado en sus costados, me retiro, habiendo llegado hasta él, habiéndole mirado, distinguiendo el animal en su retina, colmando en fin mi sed. Llego a casa, con un puño cerrado que me atraviesa la garganta, como siempre. Y devuelvo mi sudor sobre la almohada, al recordar la primera, pero, antes de apagar la luz, me asomo de nuevo a la ventana. Él, aún desnudo, fuma un cigarrillo con lentitud. Un brazo femenino, desde atrás, casi escondido por la oscuridad de la habitación, se lo toma de la mano y se lo lleva a la boca. Con la tenue luz de la calada, su rostro se ilumina. Es ella. A través de la nube desordenada de copos y viento, me mira, me mira a los ojos, lo sé. En su otra mano, con seguridad, sigue aún la cámara encendida.

27 de enero de 2006

27



* 27 de enero de 1756: Nace Wolfgang Amadeus Mozart en Salzbugo.
* En los años finales de su vida escribe el concierto para piano en Si bemol mayor, KV.525, que es numerado como 27


Los genios nacen en este mundo, pero estoy seguro que tienen una conexión con otra realidad que el resto de mortales no podemos establecer. Eso no los hace más bondadosos, honestos ni más bellos: la humanidad es democrática, y a todos nos adjudica nuestra carga de imperfección e incoherencia. Pero la genialidad convierte la creación de sus poseedores en un instrumento de expresión que consigue superar los cánones de nuestra capacidad de percepción. Por eso se puede hablar tanto de sus obras, porque están en un más allá que nos cuesta interpretar.
Mozart, además, supo traducir con su capacidad inigualable todas las pulsiones del hombre. Y desde su siglo ilustrado, lanzó un mensaje de belleza al mundo, un retrato al hombre con mayúsculas, que se ha proyectado al infinito, porque la carne humana sigue viviendo en las mismas preguntas, con las mismas inquietudes y sumiéndose en las mismas debilidades. Y por eso el humanismo de Mozart es fulminante. Da igual que escriba una comedia jocosa, que un drama, que una ópera con crítica social o un divertimiento melancólico, un cuarteto elegante o una sinfonía exultante. Siempre, detrás del pretexto, está la inmensidad del espejo del hombre. Por eso ya sea ante la tristeza que la alegría, escuchar a Mozart nos equilibra, nos coloca en el mundo terrenal, pero nos dibuja en él el lienzo de la magnitud humana.
El concierto 27 de piano, es uno de los ejercicios más exquisitos de la perfección Mozartiana, y descubre con una profundidad que asombra la humanidad intensa que lo inspira. Es el más enigmático entre los enigmáticos, y desde la primera nota, juega con una ambigüedad perfecta a no mostrarnos la tonalidad mayor o menor de la música. La elegancia y la felicidad se bañan de oscuridades, de giros melancólicos, pero nunca dejándose caer en ellos. En nuestro viaje por él sentimos que poco a poco vamos haciéndonos subterráneos bajo su piel, y penetrando en un río que nos lleva por esa vía inhóspita del desconcierto. Y es que Mozart asombra y desconcierta. Nos eleva y nos hace tocar otra existencia, a la vez perfecta y cargada de estupor humano.
Desde aquí invito a quien me lea a escuchar este concierto, uno de los testamentos musicales del más grande creador que conozco.

Anoche soñé que volvía...



Hay un camino que lleva al noroeste. Pedregoso, árido, llano; de esos en los que cada árbol se convierte en símbolo. Este camino se hace más camino cada vez que lo recorro, y llevo haciéndolo desde mi infancia. Es el camino de mis orígenes, de la brújula de mi piel. Mi camino se hace tibio y forestal cuando entro en ese reino verdescente(1) de los secretos rincones y de la voz de agua multiplicada entre las ramas. Sería capaz de llegar hasta allí con los ojos cerrados, y saber que estoy a ciencia cierta en los dominios de la reina Lupa, porque el olfato no me falla y mi sangre, suave bombea con insistencia cuando mi pecho siente dentro ese dulzor inefable de los árboles atlánticos. Las aristas se pliegan, lo agudo se torna romo, y la melancolía de las ondas suaves de la fraga te acompaña rozándote la nuca. Mi aliento nace del espesor de ese interior secreto, ideado e imaginado, sorprendentemente girado hacia sí mismo. Mi camino conduce a un valle, y el valle me lleva lentamente, descendiendo, hasta la orilla del mar, de una ría estrecha y segura que tiene nombre recio y que bordeo entre óxidos y hortensias, a la luz mortecina de la tarde cansada de verano. El bosque juega a esconderse y a dejarme ver. En la orilla, la espuma me devuelve el brillo cegador del sol interminable. El camino lleva a un castillo, el castillo a otro bosque, el bosque a un prado de hierba nueva, el prado a un faro, el faro, finalmente, a una gran roca, dulce en su contorno cóncavo, como una silla milenaria y serena. Esa es mi roca. Y aquellos, mis ojos. Unos ojos que descubren impunemente la redondez del planeta, el vasto occidente de agua, la espesura azul de un océano que de inmenso, digiere los rayos del sol en la más deseada puesta de sol, esa en la que el rayo verde(2) nunca defrauda en verano.
Confesar ese secreto justo allí ha sido siempre mi mayor muestra de intimidad humana: mi más profunda forma de sentir descansa en la existencia de aquella roca. Cuando voy, siempre busco una excusa para acercarme allí solo, despacio, con la ritualidad que entrar en tu única casa verdadera en este mundo tiene. Allí, sobre el granito tibio del atardecer, he tomado las decisiones más importantes de mi vida. Mis estudios, mi amor, mi sexualidad, todo me ha llegado siempre claro al contacto de su rugosidad. Y de esas decisiones firmes, tomadas en la soledad oceánica, inspiradas por el sagrado Pindo(3), ha nacido mi mayor felicidad. La de saber quién soy y quién quiero ser. La sabiduría para relativizar todo y para sentir la conexión con lo infinito y lo universal. Siempre me acompañó allí la belleza soberbia de la Naturaleza de la que somos inspiradores a la vez que guardianes. Esos momentos de intensa intimidad han vertebrado sin duda mi vida, y se han convertido en compases en el recuerdo, a través de los cuales volver a nacer a la experiencia de la belleza como inexorable motor de la existencia. Cuando estoy en mi roca, siempre he sentido la necesidad de encontrar un sentido a la vida desde uno mismo como ser en soledad, sabiendo por encima de ello que me siento también ser social, nacido con una serie de necesidades de afecto y de relación que me producen una intensa dependencia de la que no sé si puedo ni quiero escapar. Mi amor, aguda espina que enlaza soledad convencida y necesidad del otro, intenta conjugarlo todo con la palabra y con la intensidad del impulso reflexionado en un esfuerzo no carente de desilusiones.
Cuando siento que las olas, de hilo blanco, despegan con su frío mi sueño, miro hacia mi faro, al que quizás el ocaso guiña con complicidad. Y yo me siento minúsculo, átomo, aliento en el viento, mayúsculo en la necesidad de lo pequeño. Entonces sé que es hora de volver. Caminando, devuelvo mi espalda al mar y retorno por mi camino, que me lleva a mi bosque, a mi castillo, a mi orilla de ría, a mi fraga insólita, a mis montañas curvas, y al fin a dejar de oler tu esencia, a abandonar tu verbo poético, el que más, y volver a esas tierras amarillas, como de cartón piedra, encerradas en el agostado y tórrido viento abrasador.


(1)verdescente: (en gallego): que es intenso en colores verdes.
(2) rayo verde: El rayo verde es un fenómeno atmosférico, convertido por Jules Verne en protagonista de la novela homónima, pero con existencia real (aunque poco frecuente). Se debe al comportamiento de los rayos del Sol poniente o naciente al atravesar nuestra atmósfera.
(3) Monte Pindo: Monte sagrado de Galicia. Lugar presumible de ubicación del Olimpo Celta.


N.B. Carmen Martín Gaite (re)escribió su novela “La Reina de las Nieves”, cuyo protagonista, casualmente, tenía mi nombre, en varios veranos durante los primeros años de la década de los 90. Y Fue allí, justo allí donde yo la conocí, interesante y humana, femenina y consciente, insaciable. Pocas palabras intercambié con ella, y alguna mirada para el resto de mi vida. Y, sin saberlo, en aquel libro, estaba mi faro, y mi roca. Sin duda. A veces la vida es así de sencilla. Mi cuento es, de alguna forma, una confesión personal, pero que ansía ser homenaje a las horas de intensa pasión que los personajes de sus libros me han dado durante mi vida.

26 de enero de 2006

A quienes deseamos.

Hace muchos años vi tu foto colocada en el corcho de la habitación de un amigo. Estabas con tu pareja, sonrientes los dos, y tu mano rodeaba firmemente el hombro de él. Tu mirada fija y sostenida al objetivo de la cámara captó mi atención. Su efecto se deslizó desde el papel fotográfico, para hacerse densidad en mi recuerdo. Entonces, aún nadie se atrevía a colocar fotos de parejas de chicos, ni siquiera en corchos de dormitorios de estudiante. Pero éramos adolescentes viviendo en el extranjero, sentíamos cierta facilidad para infringir ese tipo de cosas. Supongo que aquello contribuyó a hechizarme aún más. Desde aquella ventana amplia, en la colina donde vivía mi amigo, se veía la afilada aguja, espectacular en su altura, del crucero de la catedral, alzarse gigantesca sobre los tejados e, iluminada, recortar la noche cuando bajábamos al centro por aquel minúsculo camino en pendiente, tropezando con raíces y arbustos. Él me enseñaba la ciudad en su secreta nocturnidad, silenciosa e hirientemente bella en sus, pocos ya, rincones medievales. Pero yo sólo deseaba regresar a la habitación para volver a mirar tu foto. Aprovechaba sus ausencias al baño para acercarme más, para recorrerte con necesidad de guardar tus rasgos en la memoria. El día que pregunté quién eras, lo hice con disimulo, como de pasada, como escondiendo la necesidad imperativa que tenía de saber de ti. "Es Luis, ese chico de Ciudad Real del que te hablé, que nos conocimos en un curso de verano, en Lovaina... Y ese es su novio, GertJan. Lo conoció precisamente allí". Cierto que me había hablado de él. ¡Cómo deseé ser ese Gertjan, y sentir el brazo de Luis sobre el mío, y escuchar su respiración en mi oído mientras nos deteníamos a hacer esa foto! Pero no, en realidad odiaba a ese Gertjan ¡ menudo nombrecito!-, y con esa cara pálida de flamenco y esos pelos tan rubios y tan lisos. Mi amigo cambió de tema en seguida, y distraídamente comenzó a hablar de algo interesante, impidiendo cualquier intento mío de poder hacer más preguntas sobre ti.
Aquella habitación no sirvió mucho tiempo más de residencia a mi amigo, pero cada vez que volvía a verle, lo cual hacía con relativa frecuencia, volvía a recrearme en secreto con tu mirada. Aprendí de memoria la curva de tu cuerpo, la elegancia de tu mano al tocar a tu chico, la sonrisa de felicidad que parcialmente iluminaba un sol que se adivinaba español. Mi necesidad de saber de ti siempre era frenada por el impulso de ocultar el evidente deseo que el tono de mis palabras podía descubrir. Así, inventaba complicados desarrollos en la conversación para poder hacer alguna pregunta relativa a ti. Tras meses de visitas, sólo supe que vivías en Bruselas, con él: juntos, quiero decir. Y que tú te abrías paso en el mundo de los "stagières" con deseos de ingresar en la Comisión. No sentías muchas ganas de volver a España, porque con tu familia no guardabas una buena relación.
Yo seguí amándote, y deseándote en secreto, en mis visitas a Mont Saint-Aignan de aquel invierno de 1993. Llegó el verano y en mi última visita también te vi por última vez, en aquel corcho que ahora secaba el mismo sol que me acompañó por el sena mientras ondeaban los centenares de banderas tricolores del 14 de Julio junto al lugar donde ajusticiaron a Juana de Arco. Aquel día yo también ardí, en mi interior, porque sabía que era el final de lo nuestro.
Después de muchos años, Bruselas se convirtió en una de mis ciudades. Antonio, mi amigo, se había establecido allí, y yo seguía visitándolo de vez en cuando. Conocía bien la ciudad, y poco a poco también su red de amigos. Supongo que en aquel momento ya me había olvidado conscientemente de ti. Era curioso, pero Antonio nunca te volvió a mencionar. Yo tampoco osé preguntar.
Hasta que un día, de repente, fuimos a cenar y me presentaron a GertJan. Lo recordaba perfectamente de la foto. Mi amigo me lo presentó como un amigo más, pero yo sabía que era él. Mi odio intenso, acrecentado después de tantos años, se volvió deseo en un instante. Deseo de tocar a Gertjan, de oler su piel, de hacerle el amor a quien tú amabas. La inusitada situación y la incapacidad de saber en ese instante nada de ti me turbaba profundamente. Conseguí sentarme junto a Gertjan esa noche, y hablamos en francés, porque así ocurrió. Gertjan es realmente encantador, apasionado, inteligente, profundo en su gesto y morboso en su mirada. Mi ansiedad por tocarle me paralizaba los brazos, y también la capacidad de reaccionar: no sabía cómo preguntarle por ti... Cuando, de repente, dijo algo en español perfecto, yo aproveché para preguntarle dónde había aprendido aquella más que correcta pronunciación. Con gesto neutro, contestó de manera seca "ah, es que tuve un novio español, pero de eso hace muchos años, mi español ya no es lo que era". La afirmación no me dejaba muchas posibilidades de preguntar sobre ti. De todas formas, y tras un par de miradas entre ambos, aquella noche conseguí su correo electrónico, y en un par de mensajes llegamos a conectar bastante. Descubrimos una complicidad que nos unió y que nos creó la suficiente curiosidad como para tirar del hilo de lo que sentíamos.
Mi siguiente viaje a Bruselas fue para estar en su casa, invitado por él. Recuerdo aquel viaje de avión con la respiración agitada, el corazón que se aceleraba poco a poco. La llegada al aeropuerto y el encontrar su mirada me arrebataron de tal forma, que supe que aquel fin de semana lo único que quería era hacer el amor con él. Fue una aventura perfecta, con pasión, ternura y una sensación de que todo era como tenía que ser, como yo habría soñado que fuera, si yo soñara con esas cosas, claro. Una aventura que ha durado mucho tiempo. Mientras tanto, tú habías desaparecido, te diluiste en cuanto sentí que era a Gertjan a quien yo siempre había amado, quien en realidad ocupaba mi deseo más oscuro. Llegué a saber más cosas de ti, claro, formabas parte de la vida de Gertjan. La relación en realidad duró muy poco. A los pocos meses de llegar a Bruselas y fracasar en tu primer intento de oposición, regresaste a España, harto del gris y de la tristeza de Bruselas, algo que yo, en la cima de mi amor por Gertjan, no entendía, ya que sólo veía en la ciudad belga la lírica belleza de una ciudad ecléctica, y cargada de sorpresas estéticas a las que Gertjan me enseñaba a ser receptivo. Siempre habías sido un chico con poca capacidad para crear vínulos estables, ni en el amor ni en la amistad, así que con tu partida cortaste con casi todos tus conocidos de Bruselas y ni siquiera Gertjan pudo continuar en contacto más de un par de llamadas y pocos más mensajes. Nada más: te esfumaste... La vida de Luis se diluyó de nuevo en un océano de olvido y desinterés.
Hoy he visto a Luis mientras compraba unos discos en la fnac. Al levantar la cabeza de una referencia, lo he visto frente a mí, imponente y guapo, como en realidad ha debido ser siempre. Con lo (en realidad) poco que llegué a saber de él, imaginé que terminaría su juventud descuidando su aspecto, quizá por acompañar su salida de mi mente de algún argumento racional. Pero me equivocaba. Ahí está, manteniéndome la mirada y sonriéndome. Sonrisa que, de repente, ha levantado todo el pasado de un soplo, y todo mi deseo de años de recordar aquel sol de verano llenar su mirada indescriptible, ha llegado intacto, recuperado, en una pulsión que siempre ha seguido existiendo, debajo de mi piel. Él se ha dado la vuelta y ha comenzado a caminar, girando su cabeza para mirarme un instante antes de abandonar la planta, sonriéndome de nuevo y confirmándome con certeza mi deseo de seguirle. Le he seguido, después de tantos años, por las calles de Madrid, por una Gran Vía atestada de gente que parecía caminar toda en sentido contrario. Hemos subido unas escaleras, con el deseo contenido de un encuentro anónimo (¿no lo es acaso?).Y tras la puerta abierta de su apartamento me esperan ahora sus labios impetuosos, sus manos infinitas, y su corazón en la boca, dispuesto a dejar que su cuerpo se entregue, se deshaga dentro del mío, sus ojos en los míos, mi boca y mi sexo en el suyo. Tras la lucha, felina, caemos en sueño, uno junto al otro, en una paz que siento como el momento más placentero de mi vida, una paz que he soñado durante años, una paz que siempre he vislumbrado desde el precipicio de mis abismos amorosos, pero a la que siempre una fuerza desconocida me ha impedido lanzarme. Ahora ha llegado, y me invade. Y, por primera vez, escucho su voz. Me dice "¿sabes? En realidad yo te conozco..." (Sé que Gertjan, con quien sigo en cercano y amistoso contacto, perdió el hilo de su existencia antes de aparecer yo en su vida) "Me has visto a lo mejor en la fnac alguna otra vez..." digo yo. "No", dice él, sonriendo. "de hace muchos, muchos años" Me quedo en silencio. Me acerco y escucho atentamente. "Sí, hace muchos años, en Francia, tenía un amigo, bueno, en realidad era un amante, que tenía una foto tuya en su corcho, en su habitación de la universidad. Supongo que te suena extraño (su voz es la que siempre había imaginado), pero aquella foto siempre me llamó la atención. Llevabas un abrigo verde oscuro, con capucha, y tenías a tu espalda el BigBen. ¿Me equivoco?" No, acierto a indicar con la cabeza, mientras un pánico terrible se apodera de mí. "Estuve en la habitación de aquel chico, Antonio se llamaba, dos o tres veces y siempre quise saber quién eras. En aquel momento no me atreví a preguntar. Además, tampoco consideré que fuera importante saberlo. Eras un amigo español, o al menos eso había dicho él el primer día, mientras me enseñaba las fotos... Después perdí el contacto con Antonio y la posibilidad de preguntar, de indagar sobre ti. Pero para entonces, ya había comenzado a obsesionarme con aquella foto... Viví algunos años en Bruselas, pero terminé hartándome de aquello y volví a España. ¡Uf!, ¡cuántas cosas han pasado! Sé que esto te resultará extraño, pero he soñado con este instante muchas veces en todos estos años. Y creo que en el fondo sabía que algún día, me encontraría contigo". Y me mira, inclinando el labio, como casi queriendo que yo lo tome por una broma.
Pero no es una broma. El viento que ha comenzado a soplar, empuja lacónicamente una rama contra el cristal de la ventana, y repentinamente siento que acabo de perder la capacidad para el deseo, en un instante, para siempre.

25 de enero de 2006

Despertares

Has entrado por debajo de la puerta, deslizándote sin aviso. La llamada salvaje del deseo te ha convocado, y la debilidad de una pregunta que nunca fue respondida siempre planea sobre mí cuando llegas. He cerrado las puertas muchas veces. He vuelto mi mirada cuando pasaste. He desviado mi deseo conscientemente para no apuntarte nunca más. Pero es inútil, siempre vuelves, con tu carga de amargura diseminándose por mi sexo y por mi voluntad.
Pasaron los años, y yo aprendí a amar y a ser amado. Pero contigo aún no tuve tiempo de aprender que tras la sensualidad de nuestras primeras noches sólo había un pacto de deseo y placer. Después fui intuyendo mi oblicua necesidad de nuestro acuerdo. Y tú, con la sinceridad del infinito insatisfecho que siempre has sido, fuiste apartando de ti aquella lujuria, pero caíste en una trampa de ternura y escuchas nocturnas que terminaba entre tus discos de Silvio y mi carnalidad volcada entre los pliegues de tu pecho de nieve, surcando con mi dedo la longitud de tu sábana . Aún me sigue lloviendo, en las largas noches de piedra, la aérea sensación de cruzar en taxi Madrid contigo, ebrios de ginebra y de tu mano sobre mi espalda, con destino a esa calle inclinada y difícil que no nos pertenecía a ninguno, a vivir un sueño desigual. Juntos, en la estrechez del asiento de atrás en la que se rozaron nuestros dedos sin que la vigilancia del conductor escuchase mi respiración detenida. Y tu cabeza que se posaba ingrávida sobre mi hombro, encendiendo esa felicidad distinta que nunca he vuelto a sentir, a la velocidad de la sinfonía trepidante de una noche de sábado en la calle Velázquez. Esos instantes se han quedado parados en el tiempo, y sus deseos de volver se han apaciguado, mucho después de terminarlos tú, con tu despegue sutil de mi vida. Ahora ya no coincidimos en la noche. Volvemos a saludarnos cuando nos encontramos. Tú te finges amigo ocasional, y yo sé que mientes, por desidia y por olvido. Pero también sé que en algunas noches de invierno, cuando el hielo aún duele sobre las aceras, algo se rompe levemente en ti al escuchar las mismas voces del réquiem de Victoria que nos despertaron aquella mañana, después de nuestro primer taxi.Nada volverá, nada: sólo el recuerdo transformado, las miradas que ni el tiempo pudo deshacer, las caricias leves, y esa irracionalidad que te llevaría a no reconocerte jamás en estas líneas

24 de enero de 2006

Amor Invisible

Acabo de volver de ver Brokeback Mountain, y me siento abatido. Abatido después de haber asimilado la fuerza y la humanidad de la película, que es inmensa, porque es universal la historia que cuenta. Porque cuenta la historia de la vida, del paso del tiempo, de la imposibilidad de comprendernos, y de la imposibilidad de comprender a quien queremos. De la pasión y de su fuerza cegadora, capaz de destruir el mundo a su alrededor, pero de la misma forma en realidad también salvarlo. De la carne y del deseo, pero sobre todo de la humana necesidad de aquel/la a quien queremos. De la infinita imperfección del mundo y de nosotros mismos. Y del amor como fuerza poderosa que está por encima de todo lo demás. De la belleza, que pasa del exuberante y desmesurado espesor de la montaña, a la desnuda y árida, pero a la vez lírica, como en un cuadro de Hopper, soledad de la horizontalidad texana, con la misma cadencia con la que la incomunicación se abre paso. Porque Ang Lee nos sitúa como espectadores de primera fila en el drama universal, pero nos coloca la espesa cortina de la opacidad de los personajes para que suframos e imaginemos la incomprensión, la vertiginosa insatisfacción que va tomando lugar en esas miradas. Y porque es una película de silencios, de unos silencios mortales, que me han dejado sin aliento, con el corazón encogido: todos y cada uno de ellos. Porque en esos silencios está realmente escrito el guión.

Pero también porque como humano e imperfecto, yo también he sido esa historia una vez. En mi caso, con demasiada similitud. Y esas historias, nunca se van. Esos silencios quedan tatuados a fuego en la oscuridad de los pasillos del alma y en días como este, sangran con violencia, salen de detrás de sus puertas, exigen ser escuchados de nuevo.
A pesar de todo, yo esta noche dormiré abrazado a quien amo. Pero eso no ocurrirá con todos los amores que no pueden ser. Y así ha sido desde que existimos. Así que cuando esta noche descienda al cálido abrazo de mi amado también, al mismo tiempo, sentiré el escalofrío de quienes han amado y amarán sin obtener abrazo, obteniendo condena, rechazo, incomprensión de los demás y de sí mismos. Sean gays, personas de diferentes razas, condiciones, latitudes... La historia del mundo se ha hecho de infinitas historias de amor desmedido que han debido permanecer en secreto. Que quede como sencillo recuerdo de todo el amor invisible que ha cruzado el planeta, de norte a sur, de la prehistoria al futuro. Por ellos y ellas.

23 de enero de 2006

Génesis.

(...) E a orla branca foi de ilha em continente,
Clareou, correndo, até ao fim do mundo,
E viu-se a terra inteira, de repente,
Surgir, redonda, do azul profundo. (...)

Fernando Pessoa


Hoy al despertar, sentí un ruido grave, como de algo roto, de algo que se desceñía, algo que, por fin, se liberaba. El Volcán ha despertado, y sus caminos de lava descienden, en ese apartado espacio de nuestros volcanes personales. Sin preguntar por qué, sin palabras previas...
Y el viento no tenía hoy un sonido especial, pero las hojas del plátano alargado se han movido distintas. La pasión que se apaga, la intensidad que precisa búsqueda y que a veces me consume esfuerzo y creación: búsqueda, para inútiles caminos. El deseo se presenta repentino, golpeando los cristales de la marquesina, vulnerando mi negativa a abrir la puerta de un abrasador océano de rincones en los que buscar. Afortunadamente, este año par, quizá anodino en la cifra, pero sinuoso en su discurrir, me ha traído la compañía discontinua pero constante de un Mozart que todo lo ocupa, de la intensidad a la monotonía, de la belleza al dramatismo, del día a la noche, del oscuro deseo y las estrellas, al infinito mar del olvido, pero siempre en ese ejercicio inigualado de humanidad, del que las notas brotan como nacidas de nuestra garganta. Y entonces he tirado del hilo, de ese hilo de la pasión que siempre nos aguarda, que nos precipita en miradas y pensamientos inútiles, en fugaces imágenes no compartidas jamás. Y de ese pozo oscuro que me abre el pecho en dos, de esa incomprensión de las intermitencias de la intensidad, ha surgido la voz de Pessoa, que me dictaba al oído, con su siempre sabia corriente de palabras, que la génesis era así de sencilla, como algo que surge redondo, del azul profundo, de ese azul profundo que soy yo y que sois vosotros. Y entonces, con la sencillez de un silencio encontrado, he sentido por todos. Por la señora que mira por la ventana y que busca fuera el reflejo de lo que no encuentra dentro. Y por él, que sonríe, en una mañana de lunes, y por ellos, que hablan en alto, perturbando la paz del somnoliento comenzar, pero que en su palabra guardan inflexiones desconocidas. O en ella que guarda un secreto mientras pierde la vista en las luces temblorosas del tráfico exterior. O en él que, súbitamente, siente que hoy, precisamente hoy, se tiene que liberar de ese gran secreto. Y, sintiendo los ríos de lava llegar a mí, inundado de azul, he sentido cómo surgía redonda, la tierra entera, de pasiones llena. Gracias a los que ya saben... Y, siempre, a los poetas.