30 de mayo de 2006

Gaspard de la Nuit

Martha Argerich


Desde aquella primera noche, siempre ocurre igual. Aquella primera vez que tus dedos recorrieron mi espalda, esas notas comenzaron a sonar en mi cabeza. Y es que noche y música, a veces, comparten una especial forma de ejercer influencias casi magnéticas sobre la carnalidad. Y sin duda aquel torrente de notas al piano, aparentemente descontroladas, decididamente poéticas, brotaban en mi cabeza como el eco de una sola nota repetida y deformada hasta el infinito por el deseo intenso de mis dedos, por el hambre voraz con que mi boca saboreaba tu piel salada.
La noche callada siempre nos abría paso a una luna de blanduras irreverentes que rompía intensamente el velo de nuestras pupilas y que agrandaba el ansia de abarcarnos entre las piernas. Y así, el chasquido de nuestras lenguas comenzó a hacer por sí sólo poesía. Poesía de salivas imaginarias que rodeaban tu cuello, que refrescaban mi sexo. Y entonces, el piano se agrandaba en mis oídos, sus graves despertaban mi vello al pasar de las yemas de tus dedos frágiles. Llegábamos, como en un sueño, a esa aérea sensación de ingravidez de la carne, de respiración única mientras la piel se une en un continuo de olores y de calores. Esas noches siempre terminaban abruptamente, con regresos solitarios bajo la luna fría o en viajes de taxi que ninguno deseaba. Pero aquel piano seguía sonando en mi cabeza. Ravel se había apoderado de mí, y en mis regresos, mi aliento no se recuperaba nunca hasta escuchar la poesía de su piano más poético. Guardo celosamente el exquisito compacto de la grabación de Martha Argerich del 75. Ese en el que una aún joven pianista argentina conmocionaba al mundillo musical con una interpretación asombrosa de esa compleja e intensa obra del músico francés. Y es que la Argerich nos transporta a otro mundo con sus dedos. Con unos tiempos que se escapan casi de la comprensión, y una pasión que recorre con arrebato la oscura poesía de esta partitura. Escuchándola, uno no puede sino estremecerse continuamente ante una ejecución fulgurante, noctámbula, caprichosa en su evolución, sorprendente y mágica en su resultado, casi sobrehumana en su concepción. Así, mis noches terminaron con frecuencia en interminables insomnios de un Ravel que sonaba una y otra vez en los dedos de Martha, en viajes a través de esa poesía en estado puro. Desde entonces, en noches como la de hoy, bajo la luna cómplice de nuestros besos invisibles, envuelto en la inevitable incomprensión de una oscuridad que solo tú o yo entendemos, Ravel vuelve a sonar en el silencio de mi mente. Martha vuelve a martillear mis sienes, a despertar la inconmensurable necesidad de tu piel. Y mi carne se deshace de nuevo, arrojada al pozo de tu mirada, a ese recuerdo que me envuelve en una poesía infinita e inexplicable que nos une, aunque tú no lo sepas, a través de ese Ravel plagado de espinas de deseo que es el Gaspard de la Nuit.

26 de mayo de 2006

Ana en subterráneo.


Pasear el grueso volumen de Ana Karenina por los pasillos del metro no es en mi caso muestra alguna de mi gusto por Tolstoi. Ni siquiera por la cultura rusa. El argumento me parece un poco estúpido, y nunca consigo leer más de tres páginas seguidas. Pero el ejemplar es lo suficientemente voluminoso como para no pasar desapercibido a los demás usuarios. El título, en la edición que poseo, marca en gruesas letras rojas, de manera bastante atractiva, el nombre de la pobre enamorada de Vronsky. Con él, me paseo con frecuencia por la línea que conduce a las facultades de letras. Me siento en algún vagón mientras desplazo mi dedo por alguna página como haciendo que leo, pero asegurándome que la posición de la portada deje ver con suficiente claridad el título de mi gruesa novela a la mayor cantidad de pasajeros. A veces, también lo hago durante largos ratos en algún andén. En cualquier caso, siempre con cierta concupiscencia en la mirada. Desde que empieza la primavera, además, acompaño este simple ritual con una puesta en escena que incluye camisetas ajustadas y de mangas estrechas. que resaltan sin duda la marca de mis bíceps cuando con sutilidad los muevo al pasar las páginas. De esta forma, consigo atraer miradas de estudiantes y profesores, ya sea en la mañana, mientras se dirigen a clase, somnolientos pero frescos y perfumados, o por las tardes, con sus cabellos algo más alborotados pero las mentes más propensas a cometer actos carnales, que en el fondo, no nos engañemos, es lo que busco yo. De la mirada de curiosidad de ellos, hago yo mi engaño, atrapándoles con mi sonrisa y dejando caer esa mirada de deseo que siempre consigue atraerles. Por supuesto, hace falta un poco de conversación pues el colectivo universitario siempre se resiste un poco más que el resto. Para ello he debido no sólo aprender el argumento del dichoso culebrón, sin también algo del autor y de historia rusa del siglo XIX. Pero desde que me muevo con soltura por Internet, estas búsquedas se han convertido en algo más que fácil, y aprender ciertos datos, todo un reto cuando el objetivo es algo cuyo pensamiento me despierta la entrepierna. Creo que casi he llegado a convertirme en un experto en la materia (la rusa y la amatoria, ambas) además de descubrir la gran ignorancia de la clase universitaria de esta ciudad. Con la práctica, he llegado incluso a construir en mi cabeza mi propio catálogo de perfiles de "cazados" y, para cada uno, he conseguido desarrollar los métodos más rápidos de persuasión para llevármelos a la cama o al baño de alguna estación. según los casos. Eso sí, nunca repito. Cuando me vuelvo a cruzar con alguno de los chicos que han probado las esquinas de mi Ana Karenina sobre el somier o contra los azulejos de la pared del retrete, les aparto la mirada, como en un acto de repudia que estoy seguro les genera cierto desasosiego. ¿Qué le voy a hacer?, supongo que algo de irresistible debo tener... Hasta la fecha, ninguno se ha lanzado a las vías, cual Ana Karenina obsesiva y desesperada. Al menos que yo sepa. Esta semana, sin embargo, quien sí va camino de la obsesiva Ana soy yo. Y es que, desde que apareció Óscar en el andén, con su ejemplar de Guerra y Paz en la mano, no dejo de pensar en él. En este caso, afortunadamente, saber de literatura rusa y de Tolstoi, aunque sean todo datos aprendidos de memoria, me sirvió para entablar conversación con él, pues tengo la impresión que las miradas funcionan poco con este chico. Lo malo es que he cometido el error de repetir con él. Es más, he repetido todos los días de esta semana. Siempre en baños públicos, en ascensores, incluso en pasillos oscuros lo hemos hecho. Pero nada, su teléfono no me lo da. Y ya comienzo a desesperarme un poco, sobre todo desde que hace dos días no aparece por nuestro andén particular. Ni a la hora de siempre ni a otras. Hoy he pasado toda la mañana y parte de la tarde en el mismo banco. Creo que he llegado a ver a algunos pasajeros hasta tres veces. Y, del fluorescente que parpadea en el fondo, incluso he aprendido a calcular su ritmo con precisión. Pero nada, Óscar no aparece. Hasta he comenzado a leer de verdad mi Ana Karenina. Al final, tampoco es tan aburrido.

24 de mayo de 2006

Milagros inesperados.

Richard Goode

La presencia en Madrid del pianista norteamericano Richard Goode, me había pasado un poco desapercibida, como un concierto más del ciclo de grandes intérpretes de la revista Scherzo. Uno más del que tan sólo unas horas antes, su nombre, resultándome familiar, no estaba registrado en mi memoria. Es un artista que se prodiga poco en España (de hecho, a pesar de sus casi 63 años, éste era su debut en el Auditorio de Madrid). Sus grabaciones, además, están amparadas por un sello discográfico que cuenta con una casi nula distribución en nuestro país (aunque esto es normal, y no quiere para nada decir que la editora musical sea mediocre).Pero a veces el mundo musical nos sorprende, como creo que hizo ayer con todos los que le escuchamos con inicial recelo pero con entrega total al final en su concierto de ayer.
Inició el americano con la Partita nº5 de Bach, en la que, si bien dejó claro su dominio técnico sobre el teclado de manera asombrosa, no terminó de hacer una lectura más allá del tono de danza de las piezas que lo conforman. Su "mise en scène" dinámica y espontánea (no dejo de canturrear y moverse ampliamente frente al piano) nos indicaba que quizá era él quien mejor se lo estaba pasando en la sala. Así, nos dejó un Bach de elegante factura, pero de innegables deficiencias expresivas. Bach es algo más que la danza de sus compases. Un Bach despojado de su visión cósmica y universal es un Bach que pierde precisamente aquello que lo hace inigualable. De todas formas, la música sonó fresca y casi como recién creada. En eso, el intérprete neoyorquino es todo un genio.
La breves piezas del op 19 de Schoenberg que siguieron a Bach (tras breve salida del pianista para superar el shock de semejante cambio cambio de repertorio) en su radical concepción, fueron un buen trampolín que ya nos dejó ver lo que prometía la continuación del concierto. La sutilidad con la que acometió los lentos y su dominio del silencio nos dejaron con cierta inquietud frente al repertorio romántico que aún quedaba por venir.
Cuando inició la segunda pieza del programa, las fantasías op 116 de Brahms, creo que medio auditorio tenía en mente la plana versión que la rusa Elisabeth Leonskaja hizo de esa obra en ese mismo escenario hace menos de un mes. Pero nada más atacar Goode los primeros compases marcó bien clara la diferencia. Y es que Goode dejó rápido muy claro que se mueve por estas piezas llenas de melancolía y pasión desde una visión enormemente personal. Estas piezas pianísticas del final de la producción de Brahms son viajes al interior de un otoño melancólico y lleno de ensoñaciones en las que la recreación de humores y sutiles paisajes de íntima humanidad se combinan con otros de un tardoromanticismo atormentado y elaboradamente complejo. La interpretación de estas piezas requiere un profundo conocimiento del músico, de su vida, de sus pasiones y muchos viajes previos por el interior de una sensibilidad muy personal en la que es preciso aventurarse hasta el final para poder comunicarla. La gran baza de Goode es que su interpretación parte de una intensa y profunda sinceridad, en la que hace suyo instrumento y partitura para comunicar con rotundidad desde su impecable técnica. Goode vive la música desde dentro, y eso se nota con sólo mirarle mientras interpreta. Qué manejo del tiempo, qué dominio de la flexibilidad del ritmo (más que necesario en estas obras), qué precisa y certera pasión en los fortes. En fin, lo siento por la Leonskaja, que es posible que tuviera una tarde mala la última vez que la vimos, pero el Brahms de Goode es rotundo y personalísimo. Humano en su ingravidez y en su carnalidad, y fusión de cuerpo y alma en este viaje de sutiles reflexiones de una vida que llega lentamente al ocaso.
La segunda parte del programa dejaba en completa soledad (necesaria por otra parte) la última sonata de Schubert. Esta obra, además de ser uno de los más grandes monumentos de la música de piano del romanticismo, en su no demasiada complejidad técnica, requiere un intérprete de una madurez excepcional para poder abordar ese mensaje lleno de incógnitas e insondables precipicios que nos deja (prácticamente como testamento) el músico alemán. Schubert plantea en el contexto de su infinita capacidad para la musicalidad, un ejercicio de profundidad expresiva, una exploración mayúscula de la melancolía humana, del sentido de la existencia, del profundo abismo de la vida. Desde la dulzura del inicio, que Goode acometió con infinita delicadeza y un apabullante empleo del ritmo, iluminó los sutiles silencios de la obra y destacó con verdadera hondura esas incógnitas plagadas de misterio que recorren la obra, y con las que Schubert siempre nos consigue inquietar. Goode destacó bien todo aquello que Schubert no dice, ese inmenso iceberg indefinible que (tan sólo) nos apunta, por ejemplo en momentos como la sincopada sección central del Scherzo, que el americano bordó especialmente, con un dominio espectacular de la expresividad y una potencia sutilmente controlada, pero de un apasionamiento voraz. Seguir los vaivenes de su cuerpo sobre el instrumento era todo un espectáculo de intensidad y concentración (lástima que el público del madrileño auditorio no entre con la misma facilidad en la concentración que esta música requiere, porque el empleo de la tos como inconsciente recurso humano al aburrimiento se dejó notar).
Al final, intensa ovación para Richard Goode. Yo, habiendo leído durante el descanso, con especial complicidad, que Goode fue en sus inicios alumno de mi veneradísimo Rudolf Serkin, del que ya he hablado alguna vez por aquí, comprendí más de lo que podría expresar con palabras, me levanté y pronuncié un discreto y silencioso, ¡Bravo, Maestro!

23 de mayo de 2006

Crisálida


Ana sube con indiferencia al autobús, mientras se coloca mejor sus auriculares. El viento fresco de mayo le azota los brazos, pero ella no se estremece lo más mínimo. Esta mañana el frío primaveral recorre las calles, revuelve las copas de los árboles, y se cuela por entre los diminutos agujeros de las chaquetas de punto de las señoras que esperan, también, el autobús, con la cara arrugada, de desagrado. Ella no, ella disfruta el aire que la acaricia, es consciente de que será una de las últimas mañanas frescas de la primavera, que pronto los amaneceres serán siempre cálidos. Ana se sienta en un asiento libre, enfrentada al resto del autobús. Casi todos la miran. Algunos de reojo, otros directamente. Ella no mira a nadie. Saca una revista del bolso y comienza a usarla de abanico. Cruza las piernas, y la minifalda, milagrosamente pequeña, sube aún algún centímetro más por la pierna. Alguna que otra mirada sube por esa piel recién mostrada. Ana siente calor, y agita la revista con velocidad. El autobús acelera, y las hojas de los árboles, de un verde recién estrenado, pasan veloces por las ventanillas, bañando la luz de ese frescor que parece enfriar el metal del exterior. Ana, sin embargo, siente cada vez mas calor. Y agita aún más rápido su revista, compitiendo con la velocidad de las hojas, haciendo también moverse las ondas suaves de su cabello teñido, que parecen descomponerse con los rayos de sol que, de repente, se filtran al interior.
Mari Carmen, envuelta en su chaqueta de punto beige, la mira con curiosidad. No entiende la razón del acaloramiento. Su curiosidad se hace insoportable, y no puede evitar mirar esos cabellos mal cuidados, como si de alguna forma pudieran decirle algo más sobre ella. Pero no, la chica tuerce la mirada hacia el exterior, y en el giro, la minifalda sube aún algún centímetro más. Desde el ángulo de Mari Carmen, casi se podría asegurar que la chica no lleva ropa interior. Eso a Mari Carmen le perturba un poco. De repente se siente sucia mirando hacia ella. La chica se ríe, y Mari Carmen piensa que lo hace de ella, que se está riendo de su indumentaria clásica y algo anticuada, y ello la hace sentirse un poco ridícula. Mira hacia la derecha y descubre que su compañera de asiento también mira a la chica inquisitivamente, y repentinamente siente que vuelve a llevar la razón. Que la actitud de esa chiquilla no es correcta, que esas posturas y esa indumentaria no son de recibo en un autobús público.
Mientras, Borja, que está sentado algo más atrás, también la mira con gran curiosidad. Se siente atraído por el vaivén de la revista, por el leve recorrido de los cabellos al pasar sobre ellos la brisa del improvisado abanico. Se pregunta también por la sonrisa perdida de la chica. Perdida igual que su mirada, que al girar hacia la ventanilla, descubre en la zona inferior del cuello, un nítido círculo morado ante el que Borja no puede sino responder con una sonrisa, que rápidamente esconde tras una mano. Borja imagina la noche de amor, el deseo precipitado en su torpeza, la ansiedad de la impaciencia por abarcar la piel toda. Recuerda su última noche de amor furtivo. Qué pena, piensa, qué lejana ya. El deseo no ha vuelto aún. El amor tampoco. Y suspira.
Mari Carmen descubre también el cardenal. Mira los pobres ojos hinchados de la chica. Y siente que lo debe estar pasando mal. De repente siente toda esa ropa mínima, que le desagrada, como algo digno de producir pena. Y de repente la comprende un poco. Ay, cuánto tiene que aprender la pobre, piensa.
Ana lleva muchos días triste. Con sus veintiún años su cuerpo se transforma. Su mente también. Lleva semanas (meses) insegura. No sabe por qué cada día se siente de forma diferente. No sabe por qué sus opiniones varían, no sabe por qué su deseo es tan arbitrario. Todos le dicen que tener las ideas claras es esencial para madurar, y ella comienza a pensar que quizá sea cierto, que a lo mejor ella es demasiado rara. Siempre se sintió extraña. Ni siquiera Pepe, quién mejor la comprende, es capaz de entenderla del todo. A veces siente que lo ama por pura fidelidad, como contrapartida a su comprensión incondicional, como precio por la vida que le da, por su protección. Pero hoy Ana ha dormido de nuevo en su habitación. En casa de sus padres. Una habitación que le ha parecido, de repente, la de una niña, a pesar de haberla dejado tan sólo hace un año largo. Ha empapado las sábanas de lágrimas frías, pero no ha encontrado respuestas. Y de pronto, con el sol de la mañana, siente que algo se rompe en su interior, algo que, en realidad, la atenazaba. Parece que los árboles anuncian que hace viento. Un viento que suena agudo desde el otro lado de la ventana.
Ana, a partir de este momento, sabe que le da igual lo que piensen, que le da igual no ser como los demás, que no va a juzgarse más a sí misma por sus continuos cambios, que a partir de hoy quiere ser ella misma, sin pensar si hace o no lo que se espera de ella, lo que se espera de alguien maduro. Sí, le da igual el resto del mundo, quiere permitirse ser. Ser como ella quiere. Debe salir ya, desde casa de sus padres tardará un poco más en llegar a su trabajo de teleoperadora, en un edificio de las afueras. Recuerda que sólo lleva la ropa de la noche anterior, con la que salió de copas con Pepe, la misma con la que decidió que no quería volverse con él a casa. Siente que le da igual, que irá a trabajar con su minifalda y su minicamiseta ajustada. Recuerda que en el bolso lleva su tanga de la suerte, y decide ponérselo. ¿por qué no hoy? Y lo hace, sin sentir la duda que con certeza la atacaría en otras ocasiones. Sale rápido de casa, y el viento la empuja calle abajo. Cuando sube al autobús y se acomoda en uno de los asientos próximos a la puerta de entrada, encuentra frente a ella caras de asombro y de curiosidad, repartidas entre la somnolencia general. Cruza las piernas. Imagina qué dirá a Pepe. De repente, siente un extraño calor, un calor asfixiante que sale de su cuerpo, un calor de metamorfosis, de transformación. Saca una revista del bolso y comienza a abanicarse con fuerza. No, no quiere seguir viviendo con Pepe. Y se lo dirá hoy. De repente, los árboles de la avenida, cruzando veloces por la ventanilla, atrapan su mirada. Y Ana deja que se pierda entre su verde oscuro. Y sonríe, sonríe, sonríe...

19 de mayo de 2006

Las mil y una noches rusas.



Ayer, por razones que no vienen al caso (porque además saldrán por aquí en pocos días) acudí a la tienda de música a la búsqueda de un compacto que recogiera esa obrita maravillosa de Ballet, de Rimsky Korsakov, que es Sheherezade. La había extraviado hace años, y siempre que veo "Mujeres al borde de un ataque de nervios" donde sale ésta y otra obra suya (capricho español), siento ganas de ir y comprar de nuevo esa música. Pero al final, no lo hago nunca... Hasta ayer.
Al llegar al estante de la R, la primera versión que cayó en mis manos fue la última grabada por ese gran joven prodigio ruso (que ya no lo es tanto, joven, me refiero): Valery Gergiev. Y es que hace días, cayó en mis manos una estupenda crítica precísamente de esa grabación, que la alababa sobre todo porque es toda una muestra de la evolución meteórica del talento de este Director Ruso del que me temo que oiremos hablar cada vez con más asiduidad como uno de los grandes.
Director de ópera discípulo del gran Yuri Temirkanov, al que yo he podido escuchar en su portentosa versión de la Séptima Sinfonía de Shostakovich en directo, sus versiones operísticas con el teatro del Kirov me han parecido siempre correctas, pero no sobresalientes... Sinceramente le perdí un poco la pista. Sus versiones eran siempre para mí ésas en las que la Ópera Rusa sonaba siempre más rusa y los cantantes recitaban el ruso correctamente.
Así, ayer, enlazando con ese elogio de crítica que retenía yo en mi memoria, no pude sino quedarme con esa copia de seductora portada que recrea la estética de vestuario de los ballets en la época de los años 20 y 30, documentado con interesantes fotografías de artistas de los ballets rusos de esa época (hay una estupenda y curiosa de los ballets posando en la fuente del patio de los leones de la Alhambra con los trajes de Sheherezadre precisamente). Y además añade un delicioso texto que reflexiona sobre esa fascinación de la cultura rusa por lo oriental y lo exótico que generó toda una serie de obras musicales inspiradas en ellas. Éstas resultaban artificiales y sobre todo irreales, pero crearon de la nada toda una forma musical portentosa donde la esencia de lo ruso se travestía de otras melodías y otros ritmos, pero que nunca dejaba de ser profundamente rusa... Todo ello ocurre en una época, mitad del siglo XIX, en la que el imperialismo Ruso se extiende rápidamente hacia esas culturas orientales. De hecho la grabación recoge obras que incorporaron el folclore de las nuevas tierras absorbidas, como es el caso del "en las estepas de Asia Central" de Alexander Borodin. Con lo cual la reflexión, al hilo de las obras escogidas, es muy acertada, lo que es de agradecer en este tipo de comentarios, con frecuencia irrelevantes.
En cuanto al central Sheherezade, tengo que reconocer que Gergiev llega a transmitir con rotundidad la fuerza de esta página, que nos envuelve con ímpetu desde los primeros compases. Los solistas están acertadísimos (ese desconocido o desconocida violinista del inicio merece un monumento), y Gergiev les impone un tempo lento, pero matizado, que despliega con una majestuosidad apabullante el magnetismo y la sensualidad exquisitas de esta composición. Pero igualmente, en esos ritmos trepidantes del frenético final de la obra, nos llena de anhelo de danza, y los pies casi nos corren solos a marcar el ritmo en el suelo . ¿Será esto un afortunado "estado de gracia" o por el contrario deberé en el futuro tener más presente a este director con cara de pocos amigos al que en ninguna foto consiguen hacer sonreír?
No lo sé, seguiré investigando y escribiré por aquí mis conclusiones. De momento, conmovido aún por este momento de eternidad, me deslizo con la mirada por la piel de esa bailarina que se nos rinde soñadora en la portada, fantaseando yo con un Kirov lleno de glamour de antes de la revolución, fundido en ese blanco y negro del recuerdo fotográfico con el que nos obsequia (en este caso) La Phillips.

18 de mayo de 2006

Muñecas Rusas

La calle Krasilov, 1977, Eric Bulatov


La exposición que durante este verano podemos disfrutar en el Museo Guggenheim de Bilbao es con seguridad la mejor y más completa muestra de arte Ruso que se ha realizado en occidente, y ha pasado ya por la sede neoyorquina de la institución. Pero además, en el caso de los que también hemos podido disfrutar de la que nos ofreció hasta el día 15 de este mes el binomio Thyssen-Caja Madrid, más centrada en las vanguardias (feliz coincidencia, por otro lado) nos deja una intensa y exhaustiva visión de la historia del arte en aquel país. La de Bilbao, además, reúne una pequeña muestra de lo que fue la interesante labor de coleccionismo en las colecciones reales desde Pedro I el Grande hasta el siglo XIX. Y también otra de las colecciones de los visionarios comerciantes moscovitas Shuchukin y Morozov, que fueron los primeros en apostar por pintores como Matisse, Gauguin o Picasso, queadquiriendo sus obras con avidez en un momento en que los fauvistas y sus sucesores eran unos completos desconocidos y aún escasamente valorados en Europa Occidental. Sus obras fueron visitadas con frecuencia por los artistas rusos, sobre los que sin duda influyeron en el desarrollo de sus propuestas a principios del siglo XX. La etapa socialista y todo su aparato conceptual acerca del valor del arte y su función, también tienen importante representación en la muestra, con ejemplos más que destacados de movimientos como el realismo y el conceptualismo que han ampliado mi visión restringida de esta etapa, que fue más plural de lo que a primera vista yo creía.
En fin, más allá del impresionante baño en cultura rusa que estas exposiciones nos dan, a mí, personalmente, me queda una duda, una tremenda inquietud, en la cual reflexionaba mientras paseaba por las espectaculares salas del edificio de Gehry. Y es que después de haber agrandado mi conocimiento de lo ruso, de haberme incluso llegado algo de la personalidad de los que las realizaron o los que las inspiraron, después de leer con tanto empeño durante mi vida, especialmente en mi adolescencia, a Chejov, Pushkin o Dostoiesvky, o de venerar la música Rusa, desde el grupo de los siete hasta Shostakovich, Stravinsky o Prokofiev, casi soy capaz de entender el significado de la evolución de su arte, las aportaciones e investigaciones que hicieron, el papel importante que juegan en la historia y el arte occidentales. Pero aún me queda esa sensación de secreto por desvelar, como si de un juego de muñecas rusas se tratase, en el que cada vez que abro una, cada vez que desgrano una de las obras de arte que nacen de esa extraña alma rusa, aparece otra más pequeña, otra aún por desvelar. Y así, sigo sin poder penetrar en la esencia de su forma de entender el mundo, en la particularidad que entraña ser ruso. La fascinación que desde siempre sentí por la literatura, el cine o la música rusa, más allá de hacerme fantasear con un idílico romanticismo blanco al estilo de las imágenes líricas de un David Lean en "Doctor Zhivago", o de la intensidad de algunas de las escenas de "quemados por el sol" de Mihalkov, me atrapaban también en los acordes de un inspirado Tchaikovsky que marcó todo un verano de melancólicas fantasías o en el sonido exótico de las vocales nasales, cuando las pronunciaba, al estudiar dicción rusa, una compañera de universidad de la RDA que tuve una vez. Y siempre eran muñecas rusas que se me esfumaban en la nada...
Sin embargo, después de tantos y tantos intentos, de repente, el sábado, delante de uno de los cuadros traídos a Bilbao, entendí muchas cosas. Se trata de un cuadro de Ilia Repin, bastante conocido por haber pintado un famoso retrato de Tetriakov (quien reunió una de las más grandes colecciones, hoy estatal, de toda Rusia) o el aún más conocido de Mussorgsky, la más reproducida estampa del músico. Ambos retratos formaron parte de una exposición hace algunos años, también en Madrid (y es que las reformas y restauraciones de los museos rusos están propiciando, imagino, estas grandes exposiciones que, me temo, no se producirán con tanta abundancia en el futuro).
El cuadro en cuestión, se titula "Sirgadores del Volga" y de él el catálogo habla como de una de las pinturas más icónicas de de todo el arte ruso.
Los Sirgadores del Volga, Ilia Repin, 1870-73
En él, una serie de personas realizan el ingrato trabajo de arrastrar un barco a lo largo del río Volga con la ayuda de unas yuntas. La imagen es terrible, sobre todo sabiendo que fue realizado tras la supresión de la servidumbre... Los siervos de la gleba, libres, pero que ya no tenían una tierra que cultivar, debieron, para ganarse la vida, aceptar trabajos muy indignos y aún más esclavizantes que los agrícolas que ya realizaban antes. Por lo tanto, utópica situación en la que ser libre. En la pintura, uno de los personajes, el único joven, aparece iluminado y como en un intento de desprenderse de la yunta para recuperar una verdadera libertad. Este gesto, dibujado más de cuarenta años antes de la revolución bolchevique, ha querido ser visto por muchos como una auténtica premonición del futuro de la opresión de una gran masa de la población rusa. Esa indigna situación alimentó una revolución que tanto determinó toda la historia de la Europa del siglo XX. Pero junto al joven, el más exhausto de los "sirgadores" nos mira fijamente a los ojos, penetrando en nuestras mentes y sembrando esa duda sobre nuestras morales, esa duda de los que vivimos (y vivían entonces) de una forma privilegiada sin querer mirar a la verdad de tantos. Esa mirada, ese verdadero cuchillo que corta el velo de nuestra conciencia y nos pregunta, en un silencio que en nuestra mente se agiganta, "y tú, ¿qué miras?, deja de mirar y haz algo"... Esa mirada se me clavó. Se me clavó con profundidad y supe en ese momento que había llegado a la última muñeca. La raíz de todas, la realidad de la miseria rusa, de la explotación, de la falta de libertad, de la injusticia, que acaso ¿no es la de la realidad cruda de tantos y tantos lugares?. La rusa, como otras culturas, en esto de la justicia social, no ha inventado nada nuevo. El pueblo ruso lo intentó, a su manera, pero al final aquí estamos todos, al borde de una globalización que nos tragará sin remedio y que no contribuye a que la igualdad, la libertad y el reparto equitativo de la riqueza mundial sean una realidad. Esa mirada, esa mirada demoledora, es una mirada rusa, pero es la mirada de la miseria y del dolor físico, de la privación de la libertad, del infinito dolor de la explotación de tantos. La muñeca rusa desveló su secreto, más simple de lo que imaginé nunca: Esa infinita levedad de la libertad.

17 de mayo de 2006

17 de Maio, día das Letras Galegas



Hoxe celébrase en Galicia o Día das Letras, toda unha festa para os galegoparlantes, na que dende 1963, cada ano homenaxease un escritor galego o unha figura relevante no impulso da língua galega. Neste ano 2006 a figura escollida é a de Manuel Lugrís, fundador d'A Gaita Gallega, a primeira publicación da Galicia de alén mar que se editou integramente en galego, e fundador d'A Nosa Terra, a cabeceira de prensa en lingua galega de maior continuidade histórica. Dedicou Lugrís abondosos esforzos a subverter a hexemonía do castelán como lingua vehicular dos medios impresos galegos, tendencia lamentabelmente afianzada des que saíu do prelo El Catón Compostelano, hoxe hai xa 206 anos. Na rede podemos atopar máis información en Vieiros. Tamén o día conta con un portal de seu onde falase da figura de Lugris e podemos ollar para a axenda de actos de hoxe ou coñecer as biografías e as obras dos homenaxeados noutros anos.
O galego é unha das miñas línguas sentimentáis e hoxe para min tamén é un día especial. Animo ós que non coñecen esta língua que boten unha ollada pola rede e se animen a ler algunha cousa en galego ou algún autor galego ainda que sexa en castelán. Eu podo recomendar un dos meus favoritos, que é Cunqueiro (ese marabilloso fabulador) e un dos seus romances máis xeitosos: "Si o vello Simbad volvese ás illas" (si el viejo Simbad, volviese a las islas).

Velaquí un pequeno agasallo poético del.

Díxenlle á rula:Pase miña señora;
E foise polo medio e medio do outono
por entre as bidueiras, sobre o río.
O meu anxo da garda, coas azas sob o brazo dereito,
na man esquerda a calabaciña da auga,
ollando a rula irse, comentóu:
-Calquera día sin decatarte do que fas
dices: Pase miña señora¡
e é a alma tua a quen despides como un ave
nunha mañán de primavera
ou nun serán de outono.
© Alvaro Cunqueiro. "Herba de aquí e de acolá"

O, para quien prefiera leerlo en castellano, aquí un fragmento de su obra El año del cometa con la batalla de los cuatros reyes.
Para rematar, tamén unhas palabras suas, nas que expresa moi ben o desexo do compromiso seu coa língua dos seus ancestros e a razón da importancia da palabra como vertebradora da identidade do pobo galego.
Eu quixen e quero que a fala galega durase e continuase, porque a duración da fala é a única posibilidade de que nós duremos como pobo. Eu quixen que Galicia continuase e, ao lado da patria terrenal, da patria que son a terra e os mortos, haxa estoutra patria que é a fala nosa. Se de min algún día, despois de morto, se quixese facer un eloxio, e eu estivese dando herba na terra nosa, podería dicir a miña lápida: "aquí xace alguén que coa súa obra fixo que Galicia durase mil primaveras máis".

11 de mayo de 2006

Liberación



Con cierta frialdad ha acogido el público de Madrid la última realización del Teatro Real, la mozartiana Rapto en el Serrallo. A pesar de ello, encontré muchos aciertos en una producción quizá discreta, pero muy digna, sobre todo en lo musical, y que parte de la falta de pretensiones que derrumban otras producciones operísticas (y no hay que buscar ni muy lejos ni en otros compositores para recordar ejemplos de esto último).
Evidentemente el Rapto no es una de las óperas más célebres de Mozart, pero situándola en el contexto vital de su autor resulta enormemente interesante. Esta obra marca un cambio en la vida del músico y evidentemente de su obra. Mozart llega a Viena, después de renunciar a sus trabajo como músico al servicio del Principe-Obispo de Salzburgo y prueba suerte en la capital del imperio, intentando vender sus obras a editores o adquiriendo encargos puntuales. Y ello tiene más importancia de la que parece, tal y como señala Norbert Elias en su interesante ensayo "Mozart, sociología de un genio", que leo últimamente. Y es que renunciando a esa suerte de funcionariado que en el fondo coartaba su libertad creadora a través de la imposición de formas y de temáticas, consigue dar un paso hacia un modelo de concepción del artista que ya es romántico, un Beethoven que vendía sus obras creadas libremente al mejor postor (editor) para reproducirlas y venderlas a la burguesía culturizada de clase media. Toda una revolución cultural, pues pasa a ser el gusto de estas clases sociales la que determina las tendencias de la creación, pero siempre (por aquel entonces aún) con un margen considerable para la libertad del artista. Mozart es todo un adelantado de su época, convirtiéndose en un artista libre, uno de los pocos que en aquella época comenzaron a romper con la tradicional dependencia del mecenazgo. Este paso hacia la libertad, en el caso de Mozart, es aún más grande, ya que salir de Salzburgo y de esa forma de someter su inspiración y su genio también suponía la liberación de un yugo paterno que lo ahogaba tanto en lo sentimental como en su concepción del artista. Sólo se puede entender el Rapto en esa exultante alegría de la libertad de la llegada a Viena y lo que suponía para el músico. Además, el amor también apareció de forma intensa en su vida, y Konstanze (para la que escribe el papel de su homónima en la obra, todo un homenaje musical de gran posibilidad de lucimiento para la que sería su mujer) debió ser una gran fuente de inspiración para él. El resultado, una obra que de principio a fin celebra el gozo de vivir, con una alegría desbordante. Y quien haya visto la película de Milos Forman, recordará con una sonrisa cómo recreaba perfectamente aquel momento de júbilo en la vida de Wolfgang. Con ella se abren los últimos 10 años de vida del artista, lo que llamamos su madurez musical (¿de qué tendríamos que hablar si Mozart hubiese vivido tan sólo otros 10 años más?).

Esta obra no alcanza las cimas de sus posteriores producciones operísticas, y su peso descansa más en la coloratura del canto que en la profundidad dramática y en el entramado vocal (que consiguió en sus óperas finales destilar hasta la perfección), pero es indudablemente delicioso sentir, entre sus notas, nítidos y sutiles, los gérmenes de tanto Mozart posterior. En un acorde, en un cromatismo de la melodía, en una sutil melancolía. Y es que, sin ir más lejos, en esa misma Konstanze, despierta muchas veces algo de la futura Condesa, de la futura Fiordiligi o, por qué no, de la futura Donna Anna. Además, y fundamentalmente, en este Singspiel (como se denomina en alemán este tipo de ópera con recitativos hablados) Mozart consigue deleitarnos con más de dos horas de puro placer musical. Ya por eso merecería la pena prestarle atención.

Con un argumento muy simple y personajes del todo estereotipados, hay que entender esta obra como un auténtico cuento infantil, una historia de aventuras (aunque en este caso sean más amorosas que de otro tipo) ambientada en la exótica Turquía (tan provocadora de ensoñaciones en aquel SXVIII). Así, sólo tenemos que dejarnos llevar por la seducción de la música y divertirnos, disfrutar de un cuento con humor, ironía y cierta leve melancolía. Es curioso cómo el choque cultural entre occidente e islam era en aquel momento también una evidencia clara, como lo sigue siendo hoy en día. Algunas cosas han cambiado poco, supongo. En este contexto parecería fácil echar mano de la fantasía para plantear una puesta en escena convincente. Y sin embargo la del Real (producción original del Festival de Aix-en-Provence) resultó sobria de más, por lo plano de su concepción y la pobreza de su capacidad dinámica. Las acuarelas de Barceló continuamente cayendo en el fondo del escenario no creo que convencieran mucho a nadie. Por lo demás, destacar que la producción, en su globalidad no se acercó a la perfección, claro. Pero estuvo muy a la altura de una gran producción. Le falto esa chispa, esa fuerza, que puede hacer de esta ópera un auténtico gozo para los sentidos, si bien no aburrió en ningún momento. Le faltó cohesión, y ritmo. La orquesta estuvo especialmente brillante, con un sonido muy mozartiano en el que tuvo especial protagonismo la incisiva belleza de los vientos, que dejaron oír sus notas con especial inspiración.
El elenco vocal, como siempre desigual, con unas voces masculinas bellas, pero con problemas tímbricos y expresivos (más a la altura que otra cosa) y un pachá (Shahrokh Nishkin-Ghalam) que destacó sobre todo por su belleza física y su capacidad como bailarín, aunque considero excesiva su explotación del giro "a lo monje derviche" con la que nos deleitó en el final. Introduciendo su nombre en la ventanita del google, resulta que este hombre sale más como bailarín de música persa y como escenógrafo que como cantante de ópera. ¡Qué cosas!
Las chicas estuvieron mejor, con una aérea y refrescante Ruth Rosique como Blonde y una temperamental y dramática Desirée Roncatore como Konstanze, cuya voz su voz se aquejó de cierta falta de calentamiento en el inicial "ach ich liebte, war so glücklich" si bien se entregó bastante con su personaje, haciendo una demostración de su gran técnica, aunque quizá estuvo algo tirante en los agudos. Mozart casi siempre favoreció a los personajes femeninos, a los que tengo la impresión que consideraba más ricos en posibilidades dramáticas y expresivas. La mujer, en su infinita capacidad para el amor, en su inteligencia para la sensualidad y el deseo, en la sutilidad y hondura de su manera de sentir, encuentra el molde perfecto para la expresión del mensaje universal del salzburgués. Y de alguna forma, en esta Ópera hay un tímido intento de reivindicar la libertad de la mujer, y más allá, de gritar con fuerza la inevitable libertad de amar.

El forzado final con una redención del "malo" pachá, que transforma su odio en bondad, desmorona un poco la historia, pero no hay que olvidar que esta historia es un cuento y debe tener un final feliz. Así que al terminar, todo es alegría y júbilo, en el frenetismo sensual de instrumentos turcos que Mozart incorporó a los tutti y que sin duda debió ser toda una revolución en aquella Viena de 1782 y me remito de nuevo a la película de Forman.
Que desde el foro madrileño sirvan estas representaciones como digno homenaje de aniversario del genio, y como vital defensa de la libertad de crear, de amar y de vivir.
Feliz cumpleaños, Wolfgang... y, feliz libertad a todos.

9 de mayo de 2006

Mare Nostrum

Priene, desembocadura del río Meandros, actual Turquía.


Una ola, dos, tres... Mil. Un millón. Mediterráneo. Esa agua que yo no me creo que entre, a través de Gibraltar, desde el Atlántico. No, tengo la sensación de que el agua en el Mediterráneo brota de un oscuro manantial submarino, y que quizá el espíritu de la Atlántida tenga que ver más con ello de lo que creemos. Desde mi sangre, siempre más sueva que bereber, siempre miré con escepticismo el Mediterráneo. Pero esa calma poética del Mare Nostrum conquista sin remedio, te atrapa, te envuelve en esas tardes naranjas de verano, en esos ocasos de pura belleza y éxtasis de los sentidos. La tierra que lo contiene, entre el parduzo de la piedra y el verde intenso de los pinos, me provoca esa ensoñación dulce de un art de vivre que me seduce, que me inspira esa intensa necesidad de volver, y volver. Tengo que confesar que cada año lucho por conquistar, casi con ahínco romano, por saborear, un palmo más de esta orilla que me subyuga, Y poco a poco he ido adentrándome en el oriente Mediterráneo, en un viaje personal hacia ese extraño Oriente que sin embargo es la cuna de Occidente. Y escenario de la génesis de nuestra cultura, de mitos eternos para la Literatura, de referente para la Filosofía, para la Política, para la Arquitectura...
Por eso, anoche, cuando escuchaba estremecido a la gran Eleftheria Arvanitaki, ganándose a conciencia el fervor de un teatro que pone en pie cada vez que viene a Madrid, venían a mi memoria sabores, imágenes, sensaciones, que formaban ese rompecabezas imposible de la fascinación Mediterránea. Y, como en aquella deliciosa película de Salvatore Gabriele, también la seducción del amor, el peso de la sensualidad sobre mí, rodeándome, estremeciéndome.
Eleftheria destila tradición y coquetea con el pop, atreviéndose incluso a hacer un versión del Universo sobre mí de nuestros Amaral que resulta creíble y casi suya. Con elegancia (la que le sobra) y una fuerza que emana de un magnetismo personal que he tenido ocasión de comprobar hablando personalmente con ella. Porque esos ojos, que desde la butaca sólo se adivinan, llevan dentro una fuerza que proyecta sobre todo lo que toca. Maravillosa, sin estridencias a pesar del frenetismo a veces, honda, como cuando cantó su maravilloso "Parapono" y siempre entregada. Nos hizo un recorrido inverso de búsquedas, partiendo de sus canciones más comerciales, hasta sus raíces casi tribales, marcadas por la percusión, el clarinete bajo y el Bouzouki. Un ritmo que va penetrando en las venas y que me transportó, como una droga dulce, a esos despertares silenciosos del mar Egeo en verano, con el olor del yogur en el aire y esa sensación de que tierra e historia se despiertan tangiblemente en tus dedos, en tu piel. Y después, esa melancolía que queda, que te arrastra, como Eleftheria, de algo que no se sabe qué es, pero que golpea el corazón con la fuerza de las olas saladas, como en esa breve cancioncilla que a ella le gusta tanto cantar, e incluso repetir, como siempre que la veo hace, con la que cerró el concierto anoche... Ti Leipei
¿qué falta,
qué tiene la culpa
de que mi corazón llore?

5 de mayo de 2006

Mudar-Madrid-Mudar


Mi ciudad, entre otras cosas, también tiene eso, el continuo movimiento, la sensación de que pocas cosas se quedan. El viento de la vida sopla con frecuencia y nos empuja al cambio sin remedio. Paseaba esta mañana y redescubría, en uno de mis antiguos barrios, cómo han cambiado las tiendas, los escaparates, la apariencia de las cosas. El movimiento, el trasiego, el intenso ruido de los habitantes de Madrid, justamente criticados en otros contextos, se convierten aquí en impulso de un vertiginoso modo de discurrir en el que nada queda, todo se transforma. Y así ni penas ni felicidades se fijan por mucho espacio de tiempo en el aire, el viento sopla de repente y se lo lleva. Esta ciudad parece que no descansa, que siempre tiene fuerzas para salir a la calle e inundarla, para trotar las esquinas y barrer la soledad de las calles. En el infinito anonimato de la multitud de personas, objetos, imágenes y sonidos, el todo atronador se hace cobertor de melancolías, marco de tobogán hacia otra realidad, la del instante siguiente. Nada debe pararse en estas calles vibrantes. Nada queda, todo se transforma: hojas, primavera, sol, lenguas, suspiros, brillo en los ojos... Sí, definitivamente me encantan esos días de viento en Madrid, cuando la locura colectiva se acelera y te empuja, y parece que el límite del Universo llega atropellado en el horizonte de nubarrones negros que se cierne sobre los tejados... En días así, respiro, y me hundo en las calles, en las avenidas. Los relojes corren deprisa, los corazones también...