28 de junio de 2008

DISTANCIA


Qué distancia espeluznante, vida mía,
si la quieres contemplar

(...)

pero te siento al instante,
al instante, corazón.


21 de junio de 2008

21 de Junio


El sol comienza a hervir sobre la piedra del patio ya a primera hora de la mañana. Es el día más largo del año y Fran aún lleva el sueño sobre los pómulos. Se ha quedado solo y al regresar a casa, con la brisa de la noche, se ha entretenido y ha hecho perder sus pasos entre las calles del centro. Le cuesta trabajo encajar las decisiones, sobre todo se le hace difícil tener que marcharse y dejar la ciudad. Probablemente para siempre. Se querría quedar eternamente allí, detenido en la noche, habitando la espera. El amanecer, sin embargo, no tiene freno, y comenzará por clarear la oscuridad, pero trepará por las paredes sin remedio. Y Fran querría que la noche durase para siempre.
No le da tiempo de saborearlo, al llegar a casa ya la luz le ciega la retina. Los tres veranos anteriores se le derraman por las sienes y le aprietan fuertemente, como una prensa magnífica, en su cráneo: los bosques y el verde templado de las montañas, el aire entrando por la ventanilla del coche, su mano encima de su rodilla, la embriaguez de las rutas no previstas, las tardes de silencio y piel sobre la mejilla, las cenas eternas, inconscientes del mundo, todo ello corre veloz por la memoria. Y Fran querría que cabalgasen lejos, que no le visitaran más.

Un par de pájaros cantan insistentemente y la tierra, justo en ese instante, llega al extremo de su eje, y se desliza de nuevo hacia su nuevo rumbo. Sobre la tierra callada las piedras crujen en secreto. Se precipita el verano sin remedio.

Entonces, tras un ruidillo casi mudo, brota de repente el olvido, como un minúsculo germen que le crepita desde la garganta. Y Fran, por primera vez en semanas, siente un ligero alivio, como de un río que se aleja y que desliza en su superficie, en forma de infinitos barcos de papel, toda la tinta negra de la noche y de las preguntas inútiles. El sol empuja el calor sobre sus esquinas afiladas, y la flota de veleros se despide poco a poco. Comienza de nuevo la estación, y Fran empienza a respirar, y a limpiar hojas de memoria para el futuro. La vida sigue, piensa. Y sin saberlo si quiera, muda de piel en un instante.

17 de junio de 2008

¿Quién dirá lo que tiene el agua?


Nana, de "Bodas de Sangre", Federico García Lorca
(...)
Nana, niño, nana del caballo grande que no quiso el agua.
El agua era negra dentro de las ramas.
Cuando llega el Puente se detiene y canta.
¿Quién dirá, mi niño,
lo que tiene el agua
con su larga cola por su verde sala?

(...)

Mujer

Duérmete clavel,
que el caballo no quiere beber,

Suegra

Duérmete rosal que el caballo se pone a llorar.

(...)



Música: Ennio Morricone
Voz: Dulce Pontes.

11 de junio de 2008

En la noche


Salí de ti en plena noche, el viento retorcía las hojas de la hilera de árboles, utopía del verano que a veces enfría para calmar los insectos.

El silencio se arrastraba por las aceras y vino a hacerme un hueco entre los huesos. Silencio que se comía mis pasos, que barría la consciencia, que seducía a la extrañeza y la hacía verdad y vértigo.

Volver empapado en gris y neón, y en las mil vidas que nacen cuando toco otras pieles, cuando me hundo en la cintura de la madrugada, cuando cruzo la línea exacta de la convención.

Sentir el miedo observarme desde las calles vacías mientras me tragan los túneles de cemento y el taxi no se detiene. Miedo de destripar la vida, miedo de encontrar el engranaje de la razón. Miedo de mirar sin ojos, de ver la sombra medrar. Miedo que muerde, que se hace trampolín de las horas que se esconden, de las que nunca nos dejaron imaginar. Miedo que destiñe el deseo, que lo traga sin remedio, que desvanece el día. Miedo de la noche en la que todo es posible.

Y regresar con el viento entre los dedos, y el silencio latiendo en los zapatos, aún recién calzados. Y respirar las sábanas y el dulzor de la cocina y de la madera al ceder. Ver nacer el sol y todas las cintas desceñidas regresar. Y sin remedio sentir que en la duermevela de la primera mañana, al sentir aún las dos caricias extenderse sobre el sueño y sobre los hombros, el aliento no hace sino estremecerse y sellar el arca.

6 de junio de 2008

Estación 36


La vida es como un viaje en un tren. Me lo escribieron ayer. Como un tren luminoso, quizá como aquel enigmático tren supersónico de la película 2046 en el que se podía viajar en el tiempo hacia el futuro con destino a aquel año, pero nadie había vuelto para poderlo contar. Se trata del tren particular de cada uno, con sus vagones transparentes y otros que no lo son. Con la máquina siempre visible y con rincones que sólo cada uno conoce. Pasan los años y la sensación del viaje es cada vez de mayor velocidad. Tanta que a veces cuesta plantearse si el trayecto que llevamos es el correcto, o habría que cambiar los ejes de los raíles y desviarse por otros lugares. A pesar de todo, esta velocidad, me gusta.

Hoy, además de un día más, como cada mañana, he cumplido un año más de vida. Lo he sentido nada más abrir los ojos, casualmente a la misma hora más o menos a la que debí nacer. Me he despertado con la mejor compañía, con el mejor beso. El tren se ha detenido en una estación. Una silenciosa y tan especial como la que recuerdo de pequeño, junto a casa de mi abuelo.
El revisor me ha dejado bajar un instante a respirar el aire puro, y casi me ha parecido que, como aquella otra estación, se sentía con intensidad el olor salvaje de la madera fresca y los mil acentos del bosque. Me he sentado un rato. No me he hecho preguntas, he sabido en seguida que me gusta esta estación. Me sonrío al pensar que cada estación a la que llego me gusta más, porque cada una se suma a las anteriores y es a su vez la suma de ellas. Y es que hace tiempo que dedico mi viaje a explorar lo que me hace sentir bien, las personas que me hacen sentir bien: las cosas y las personas con las que comparto ilusiones, cariño, ideas o desacuerdos, respeto, y libertad. Esas que conservo junto a mí porque son el mejor paisaje, el que merece la pena, el que le impone la velocidad y la belleza al camino.
Al final del viaje ninguno sabemos donde va todo eso a parar. Igual se deshace, o se archiva en algún lugar secreto donde nadie más tendrá acceso. Pero todo eso da igual ahora. Lo importante del ahora es sentirse vivo y hacer que ese sentimiento sea robusto, sincero, consciente. Asumiento que esperanzas y desilusiones forman ambas parte de él, que compartir el viaje es una obligación de quien quiere estar vivo, que luchar por lo que uno cree es la razón de que el tren se mueva, que conservar los sueños significa no perder el niño que llevamos dentro y que conviene acomodarlo en la máquina porque cuando todo pierde sentido es él el único que conoce la ruta que debemos seguir. La mía, detenida hoy un instante aquí, se llena segundo a segundo de plenitud y necesidad de seguir viviendo, porque a pesar de todo lo que no me gusta, de la mediocridad, de la tristeza, de la imperfección, de la injusticia y del dolor que también implica la existencia, cada instante de vida sigue siendo un regalo y no una pérdida. Y yo, hace mucho que decidí intentar llenarlos de intensidad. Continúo en el empeño. Muchas gracias a todos lo que lo hacéis posible.
Mi banda sonora de hoy, esa cancioncilla que escuché en el blog de Luis, y que me llena de felicidad instantánea:

3 de junio de 2008

De Orfeo al cielo, pasando por los infiernos.


En la última semana el madrileño Teatro Real ha vivido intensas jornadas con el punto final de uno de los ciclos que ha programado esta temporada, el dedicado al mito de Orfeo en la ópera. De aprobado con nota calificaría las dignísimas representaciones de L'Orfeo de Monteverdi que nos ha traído William Christie con su notable conjunto, Les Arts Florissants y un dúo protagonista ciertamente inspirado:un Dietrich Henschel sobrio pero apasionado, de una elegancia pasmosa en su movimiento, cuasi bailarín por el escenario, y una Maria Grazia Schiavo de correctísima y bellísima voz, que supo además modular con gran sutilidad. La versión de Christie se enmarca en un proyecto que lo liga al Real para la representación de las tres Operas completas de Monteverdi en años sucesivos. El inicio no ha podido ser más alentador, una versión más que digna con la que el Teatro Real, tras el fichaje de Paul McCreesh en el Tamerlano o la visita de Fabio Biondi con su Bajazet vivaldiano, parece dar el espacio que se merece en su programación a la ópera barroca, repertorio que vive actualmente toda una revolución, debido en gran parte a una serie de renovadores como los que nos han visitado este año y que esperamos ver pronto de nuevo desfilar por el Teatro de la Plaza de Oriente. Como decía, Chirstie brindó una bastante correcta y personal versión, que tuvo momentos de poesía musical verdaderamente inolvidables reforzados por la acertada y elegante si bien poco arriesgada puesta en escena del italiano Pier Luigi Pizzi, lo cual en mi opinión es de agradecer en una época en la que cada vez me asustan más las escenografías rompedoras, por su falta de rigor en las intenciones y de profundidad a la hora de argumentar la creatividad.

El lunes pasado se cerraba el ciclo con la última de las representaciones de otra de las grandes óperas de la historia. El Orphée et Euridice de William Gluck, esta vez en versión de concierto y a cargo de la orquesta, coro y director titulares del Teatro. La expectación estaba garantizada con la presencia del gran tenor peruano Juan Diego Flórez, quizá el más cotizado y aclamado de la actualidad. Era la primera vez que se enfrentaba al papel del Orfeo de Gluck, uno de los roles más difíciles del repertorio clásico. Además, constituía todo un desafío para un tenor más bien lírico y acostumbrado al belcanto el de asumir el reto de este rol en una ópera seria, honda y dramática como es ésta.
Tengo que reconocer que es una de mis óperas favoritas. A pesar de la reputación de aburrido que tiene Gluck yo encuentro en esta ópera absolutamente fascinante, más allá de la maestría y la modernidad que supone el definitivo paso que da Gluck desde la rígida ópera barroca a otro mundo lleno de posibilidades. No sólo por la belleza de su música y de sus arias, sino -y especialmente- por la extrema inspiración con la que Gluck da rienda suelta su interpretación de la acción del texto y convierte la partitura en toda una herramienta dramatúrgica de un resultado redondo como pocos en la historia del género. El papel de Orfeo es un papel difícil, porque exige cualidades que pocos tenores reúnen. Potencia, agudeza vocal, coloratura, timbre, agilidad, lirismo, dramatismo, flexibilidad, sutilidad... Es necesario un tenor que reúna características propias de tenor lírico y a la vez dramático. A Flórez lo suponía del primer grupo, aunque la representación de esta semana me hace verlo con nuevos ojos, y me hace suponer que su repertorio se abre a toda una serie de personajes y de estilos que le auguran un futuro deslumbrante.
Juan Diego llegó y venció en una ópera que exige al protagonista una presencia vocal prácticamente continua a lo largo de toda la duración de la obra. Su canto fue bellísimo en timbre y modulación, y su pasión a la hora de interpretar no se desbordó ni cayó en lo fácil. El peruano hizo gala de una contención bastante equilibrada. Creo que en esto tiene mucho que ver la mirada de Jesús López Cobos, que ofreció una versión absolutamente poética de la obra, quizá criticable por su abandono en algunos momentos de la fuerza dramática, pero que se compensaba con una maravillosa exploración de la melancolía y la belleza de la partitura. Flórez se dejó guiar por esta mirada eminentemente lírica y se enfrentó con igual emoción y elegancia a la coloratura del "L'espoir renaître dans mon âme", que a la hondura del "J'ai perdu mon Eurydice" o de los continuos e intensos recitativos que recorren la obra. Su halo parecía contagiar a todos en la escena: al coro del teatro -que estuvo ejemplar en sus contínuas apariciones- a sus compañeras de reparto Ainhoa Garmendia y Alessandra Marianelli (dos bellísimas voces que superaron la mera corrección) y a una Orquesta Sinfónica de Madrid que bajo la batuta de López Cobos desgranó la partitura con una elegancia exquisita y que llegó a momentos puntuales de intensísima inspiración. El conjunto hizo que la obra maestra de Gluck desplegara toda su capacidad teatral y musical, de manera que el hecho de que la versión fuese de concierto llegó a ser una mera anécdota, pues con una tan inspirada interpretación, la historia y la acción se recrearon sin problemas en la imaginación. Pocas veces sucede eso, que la ópera entre dentro de uno y se produzca ese milagro que todos los amantes de la ópera bien conocemos de sentir que de repente uno vive dentro de la ópera.
Inolvidable, repito.
Y para terminar, salir -como una nave que parte- del Teatro a pasear por esas calles silenciosas del barrio de ópera, con el mar de la música batiéndose entre las neuronas y la sangre, con esa inefable sensación de haber atrapado, aunque sea por unos breves instantes, la verdadera felicidad.

1 de junio de 2008

Sentir...

Detrás de cada mañana azul, del desayuno sobre la loza inmaculada, de la mesa recogida al terminar y del sol pausado en la terraza se esconde el bastidor espeso de las preguntas que se clavan en la garganta. Y las sombras caminando descalzas y silbando entre las cuerdas del telón.
El engranaje secreto de los ríos que me impulsan se hace torrente cuando la mañana sin horas se transforma en abismo, y a mí me gustaría poder huir sólo un minuto hasta el fin del mundo imaginado, y ver los tulipanes limpios y alineados de los jardines de Estambul, o las pequeñas flores de un templo olvidado entre las arboledas de Kyoto. No ser yo un instante y volar sobre mi carne para sentir, desde el no sentir, que existir es lo único que tenemos a pesar de las espinas, a pesar de la asfixia de lo no elegido, a pesar de las nubes oscuras que cobija la responsabilidad, a pesar de la inevitable mediocridad de tantas horas.
Y volver para elegir la intensidad de la sonrisa, el azul sobre el gris, el descontrol de espaldas a la razón que -a pesar de ello- nunca se evapora. En el fondo de la recámara, en el lugar donde cabe el engaño y los muros opacos, sabemos que podemos decidir, más allá de todo, la felicidad. Tras la filosofía y las palabras sólo la carne, al final, nos redime, y sólo la intensidad la fija en la endeble memoria. No cabe más sabiduría que esa, no valen más engaños que el de engañar a la propia vida y sentir, sentir, sentir...