29 de junio de 2006

La Caricia Exacta.

(...) Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma sobre tu cintura,
en duelo de mordiscos y azucenas (...)
F.G.Lorca.

Mentiría si dijera que no quiero escuchar esta noche tu voz. Escucharla, aunque fuese encerrada en el auricular de mi teléfono. Porque su modulación se adapta perfectamente a la forma de mi cuerpo en noches de calor como ésta. Un calor que con la oscuridad se transforma de incómodo en deseable. Y que, avanzando la madrugada, me obliga a desprenderme poco a poco de pantalón y camiseta.
La ciudad por la noche no queda en silencio. Sus sonidos, en la sordina de una lejanía inconsciente, despiertan mi necesidad de tu voz sobre el reclamo de su recuerdo volcánico. Y la carne de mi espalda besa con ansia el aire espeso de la habitación. Un aire que no se mueve.
Al sacar mi torso por la ventana, el calor parece como detenido, estancado en un cálido letargo que trago en sobros lentos que, venenosos, anestesian mi voluntad. El teléfono sigue sobre la mesa. Mentiría si dijera que en el fondo no dudo que una noche así tu número terminará iluminando en destellos la pequeña pantalla del móvil.
Desde mi ventana inútil, el aire parece no existir. Como en un acto reflejo, deslizo lenta la última prenda que aún conservo, negra, ajustada, abrupta sobre mi sexo, a lo largo de mis piernas. Y recuerdo con exactitud cómo lo hiciste tú la última vez, en la estrechez del pasillo, fijándote en cada instante que el negro dibujaba una línea sobre mi carne blanca. Marcándola tú después con tu lengua envuelta en la humedad inmediata de nuestros besos. Brotando las caricias sobre mi piel y la tuya, como hierba dulce tras la lluvia torrencial. Y tus manos que abarcan el imposible. Que, oscuras, llegan a ese tramo de piel intocado por otros dedos que no sean esos: nunca, en las infinitas noches de luna llena que siempre ocupo de cuerpos sedientos, desvelo a nadie ese lugar, del que eres inconsciente, pero que sólo tú has alcanzado a habitar en el azar de tu deseo descendiendo por mi cadera, enredando tus piernas flexionadas entre las mías, en la ingravidez de mi vuelo a ras de tu apetito, en mi exhibición de onanismo privada para ti.
Guardo exacta mi postura de piernas plegadas, ahora sobre el sofá, y suena de repente ese tono grave del vibrador del teléfono. Sobre la pantalla, tu nombre pequeño, críptico, que empuja un temblor certero sobre el final de mi sexo. Nunca sé nada de ti, ni de tu oscura vida llena de esquinas imposibles de descifrar. Tus llamadas siempre llegan en momentos imposibles, y así nuestro deseo vive de la improbabilidad de saciar tigre y paloma sobre las cinturas. Al descolgar, sé que tu voz puede nacer del rincón más inverosímil de la ciudad. Hoy también. Se escuchan los latidos en el fondo grave de tu voz. Y me confiesas que estás abajo, en mi portal. Los latidos me contagian la garganta, me contagian la piel entera, mis dedos, el vientre intacto que presiente la flecha de tu sed. Abro el portal, giro lentamente el pomo de la puerta hasta dejarla entreabierta, y me hundo desnudo en la oscuridad de mi habitación.
El aire se ha detenido, espeso, aún más, y ya no es capaz de circular por mis pulmones. Esa minúscula ventana de piel se tensa súbita, esperando de nuevo ser vencida. En mi asfixia, sé que sólo tu llegada me salvará de ahogarme, sólo tu salvaje caricia en la oscuridad, sólo el saber mi cuerpo frágil, envuelto con deseo en la ropa del tuyo mientras rodemos febriles como bestias, sobre la madera tibia de mi habitación.

26 de junio de 2006

Quemados por el sol




"Todo hombre tiene dentro de sí una melodía, pero si sus actos no se corresponden con ella, no podrá ser jamás feliz"
Anton Chejov.


Este fin de semana he tenido el placer de redescubrir una de las películas que más me emocionó cuando la vi, el año de su estreno, hace ya más de diez. A veces, el recuerdo de la emoción desvirtúa la percepción con el paso del tiempo, y las revisiones no resisten el recuerdo. No me ha pasado así con "quemados por el sol", de Nikita Mihalkov. La he sentido mucho más clásica de lo que recordaba. Con esa fuerza de los clásicos de verdad para ser más innovadores y críticos que muchas vanguardias.
La historia se vertebra en dos ejes que chocan entre sí. El de la situación política del momento en el que se desarrolla la película (1936), con la purga Stalinista en la que millones de ciudadanos soviéticos fueron acusados de ser enemigos del pueblo, y el de la vida privada de Sergei Kotov, uno de los héroes de la revolución bolchevique, que pasa un tranquilo día de descanso en la casa de campo de la familia de su mujer.
La llegada de Mytia, antiguo amante de Marusia, mujer de Kotov, que había desaparecido años atrás en extrañas circunstancias, conmociona la reunión familiar. A lo largo del día vamos descubriendo los secretos que guardan los personajes, la agitación intensa de Marusia, que intenta reprimir, pero que la invade, que le devuelve un pasado tormentoso e incompresible, la oscura vida de Mytia que esconde su condición de agente del NKVD (policía política de Stalin) y que con su visita enmascara bajo una misión oficial un descarnado instinto de venganza, los vericuetos de la vida militar del general Kotov, que serán puestos en duda por el instinto aniquilador del régimen Stalinsta... La traición militar, las razones políticas, que sirven aquí de pretexto para un ajuste de cuentas personal sórdido y amargo. La oscuridad del régimen y la oscuridad del alma humana, en un mismo punto de convergencia. ¿Acaso no son vertientes de la misma perfidia?
La grandeza de la película está en saber ser crítica con el periodo totalitarista de Stalin, a través de un expresivo simbolismo que nos conmueve, pero a la vez saber penetrar con exhaustiva sensibilidad en el alma humana de sus personajes, desgranando con sutileza sus pasiones en toda su intensidad, sus vilezas y crueldades en todo su horror, sus contradicciones en su desconcierto. Con la habilidad de presentarnos unos personajes claroscuros que nos llegan bastante porque además están excepcionalmente interpretados y sus sentimientos expuestos con una sutilidad y una ironía verdaderamente magistrales. Pero sobre todo nos queda esa indescriptible sensación de sentirnos espectadores invisibles, pero inmersos, en ese fresco de realidad de la Rusia de los años treinta, donde la existencia del antiguo régimen (inolvidable el ambiente de la familia pequeño burguesa e intelectual de Marusia con sus reminiscencias Chejovianas) convive aún en la cultura con el espíritu de la revolución y con la oscuridad del totalitarismo de la época Stalin, que ya comienza a respirarse y que tan bien simbolizan las lágrimas del héroe bolchevique humillado en la escena final de la película, bajo el inmenso e inquietante cartel de Stalin, quemadas por el sol todas las ilusiones revolucionarias... En resumen, dos horas y media de baño ruso que no nos deja indiferente ni desubicados, porque siempre se sustenta sobre personajes y sentimientos de una humanidad arrolladora. Para la posteridad del cine quedarán las escenas de amor paternofilial de Mihalkov con su hija, verdadera prima donna de la película, en su inocencia y su frescura, inconsciente del torbellino de acontecimientos que se desarrollan a su alrededor. O aquella otra del cuento que Mytia cuenta a la pequeña Nadia, del que se sirve para que todos se enteren de las razones de su desaparición de manera velada. Y ese sol metafórico, que penetra en la casa, quemando y destruyendo las ilusiones que en su día creo...
La pena es que en España desgraciadamente aún no ha sido editada en dvd, así que los muy interesados (como yo) deberán acudir a las tiendas on line y verla con subtítulos en inglés o francés. Aún así, es altamente recomendable y el que lo haga, no quedará defraudado, También se admiten peticiones de préstamo (mi versión, en francés...)

20 de junio de 2006

Dulce Anestesia

Carmen saca un poco la mano fuera de la ventanilla del coche para dejar correr la brisa entre sus dedos. Necesita aire. También su vida necesita aire nuevo, fresco, que renueve muchas cosas. Mientras Pedro conduce hacia la sierra, ambos con conscientes de que planificar un viaje para crear un punto de inflexión en la monotonía de su relación les impone también una exigencia que ninguno de los dos sabe si estará dispuesto a asumir. Por eso ambos callan. Callan y dejan pasar el paisaje casi sin mirar, ensimismados en sus pensamientos, como hacen a diario, pasando de largo por los paisajes de su día a día. Carmen, cansada de esperar que Pedro se implique más en la relación, cada día se centra más en su clase de Pilates, en su grupo de amigas cinéfilas y en Mario, con el que ha vuelto a tener hace poco un par de escarceos. Pedro, aburrido de la vida doméstica, hace cada vez más horas extras para poder evadirse de casa, porque le asfixia estar toda la tarde con Carmen, planificando la compra o haciendo planes para esa interminable obra de reforma en la cocina. Así, cuando están juntos y no hay más actividades a las que enfrentarse, terminan cada uno en un sillón, con un libro en la mano, o viendo la televisión, mirando a veces de soslayo al otro, pero incapaces de dirigirse ya una palabra que implique comunicación. Tal y como ahora se miran, de manera esquiva, evitándose en el fondo. Evitando palabras, evitando preguntas difíciles.
Carmen pone música, y Pedro se alegra, porque justo tenía ganas de escuchar esas canciones en ese momento. Y Carmen sonríe. Los árboles parecen dibujar la música a ambos lados de la autopista, y ambos piensan, con sinceridad, que su relación siempre tuvo algo de especial, de esa magia del azar que desde que se conocieron les persigue y les hace pasar buenos momentos, de esos que no comparten con nadie más. Momentos que lamentablemente olvidan en su día a día, pero que en el fondo les cuesta poco recuperar.
Cuando llegan al hotel, uno de esos nuevos hoteles de diseño construidos en ciudades de provincia, ambos salen eufóricos del coche, animados por el impulso de la música. Y se dirigen a la recepción, con el pensamiento de que ese inicio sin dudas les va a deparar resultados muy especiales. Cuando el recepcionista les entrega la llave, Carmen repara en que Pedro lleva varios segundos con su mirada detenida en el botones. Ella también se fija, con cierta curiosidad. El chico no está nada mal, y el uniforme atrevido y vanguardista que lleva, seguramente diseñado por algún modista conocido, le sienta a la perfección. Suben a su habitación en el cuarto piso. El ascensor es lo suficientemente grande para que nadie dude que caben los tres, pero adecuadamente pequeño para que la estrechez de las distancias cree cierta sensación de ruptura de la intimidad.. En él, la sonrisa del chico se ha clavado incisivamente en retinas y espejos. Carmen se siente a gusto. Pedro también.
La habitación es preciosa, y Carmen siente nada más entrar unas ganas enormes de usar el baño, cosa que hace con la rapidez y la curiosidad de una niña traviesa. Sí, realmente el baño es el mejor rincón de la habitación. De curvas provocadoras y colores tenues, está equipada con sales y velas, y resulta ideal para tomar un baño caliente. Así que antes de volver al dormitorio para buscar su bolsa de aseo, Carmen se preocupa de dejar abierto el grifo a una temperatura tibia, casi caliente.
Pedro ha desaparecido, y cuando se acerca a la puerta a mirar en el pasillo, casi se tropieza con él, que entra de nuevo en la habitación.
- La propina, nos habíamos olvidado de la propina-
Pero Carmen sólo piensa en el baño caliente de sales que les espera. Sin dudarlo, se desnuda en un instante, y corre a la bañera sinuosa, en la que ya se levanta con abundancia la perfumada espuma.
Dentro de esa bañera todo parece diferente. La luz, las miradas, incluso las palabras de uno y otro tienen un eco distinto. Ambos creen que el viaje sí comienza a producir un cierto efecto de cambio en los dos. Y así, su particular teoría del azar comienza a desplegarse. Saben que cuando están de buen humor, la suerte siempre les favorece, y todo les sale bien. Y el fin de semana, con cierta complicidad, empieza a sonreírles... Llegan a los monumentos en las horas de menor afluencia, escogen restaurantes especiales, encuentran a gente interesante en los bares, se sienten ocurrentes y predispuestos a sentir lo desconocido sin barreras, se llenan poco a poco de una sensación creciente de que la vida puede ser algo nuevo a cada instante, sintiéndose unidos por vivirlo juntos.

La noche del sábado deciden salir de copas y a bailar un poco. Hace tiempo que pasan los sábados en casa viendo cine o cenando con amigos, pero volviendo a casa siempre antes de las dos. Planear algo en el fondo tan banal les llena de ilusión, como si con ello rompieran esas reglas invisibles que sin querer se han impuesto. Mientras Carmen se arregla con esmero, Pedro rompe la etiqueta de su nueva camiseta de diseño, con la que está francamente muy atractivo. Ambos vuelven a sentir de repente esas ganas de noche que no tenían desde la adolescencia.

La vida nocturna parece animada y los locales cuidados y con música bastante interesante... Con cierta sensación de novedad que la situación les provoca, entran en un local que Pedro comenta que le han recomendado en el hotel. Es ciertamente agradable. Pedro se dirige a la barra a pedir un par de gin tonics mientras Carmen acude al baño, al tiempo que suena el último éxito de su grupo favorito. Al regreso, encuentra a Pedro hablando con alguien en la barra. No puede ser, piensa, ¡si es el botones de ayer! Supone que ha reconocido a Pedro y han comenzado a hablar. "

-Mira Carmen, me he encontrado aquí a... ¿cómo te llamas?, disculpa, no nos hemos presentado-

-Jaime, me llamo Jaime-

Y Jaime resulta ser esa compañía perfecta que la noche requería. Estudiante de Filología en último año de carrera, se gana un sueldo extra haciendo horas en el hotel. Su conversación es agradable, casi tanto como su físico generoso y perfilado, de músculos curvos y geometría más que deseable. A lo que añadir un rostro mediterráneo muy atractivo, con una de esas sonrisas que provocan sin querer. Pero de él emana una fuerza especial, una capacidad de empatizar que en seguida les hace sentir cómplices. En un par de horas, tras varios gin tonics más, ya se han hecho inseparables. Se dejan llevar de un bar a otro, parándose en las plazas de piedra de la ciudad vieja, y han hecho planes de viajes, de proyectos comunes y de escapadas de Jaime a las noches de Madrid con ellos. Carmen se siente libre, desprendida de todas sus obligaciones desagradables. Como si su viaje hubiera sido al otro lado del planeta, como si llevaran ya semanas y semanas de ruta, Pedro también se siente lejos de Madrid. Y se siente extraño, comprobando con sorpresa que por primera vez su atracción por un hombre no encuentra barreras ni busca esquinas en las que esconderse. Ha dudado mucho antes de dirigirle la palabra en el local, pero desde que lo vio en el hotel lo lleva incrustado en el pensamiento. Con aquella propina en el pasillo, sus miradas se habían cruzado con cierto deseo, y él, con un arrojo poco común en su comportamiento, le había pedido recomendación de algún sitio agradable donde tomar una copa. Y allí estaba. Le ha rozado ya un par de veces en la mejilla, y otra le ha tomado por la cintura, una cintura que ha comprobado tibia y acogedora. No le importa que Carmen le observe. Siente también en sus ojos cierta excitación. Indudablemente, Carmen debe sentirse atraída por Jaime. De hecho, le ha pasado ya la mano por la cadera y se ha detenido, sintiendo la blandura de su carne bajo la palma, mirando fijamente a Pedro, como buscando su aprobación. Carmen siempre ha sabido que a Pedro también le gustaban los chicos. No está segura de que tenga relaciones con otros hombre, y tampoco ha osado sacar el tema. ¡Las tardes se pasan tantas veces sin hablar de nada realmente importante! Ella siempre evita hacerse a la idea. Siempre destierra de la cabeza imaginar una escena en la que Pedro tenga sexo con otro chico. Pero ahora que ve su atracción por Jaime, ahora que siente cómo coquetea con él, descubre que no le importa, que no le hace daño. Es más, se siente cómplice en su competición por atraer su atención.

Los gin tonics siguen su curso, continuos en su destello azulado sobre las barras por las que van pasando, bajando por las gargantas al ritmo de las músicas que les van habitando la noche. Mientras, las miradas se cruzan y se enredan entre los tres, como también sus manos han empezado a cruzarse y, poco a poco, detienen más los segundos que mantienen el contacto, ese roce divino de la piel que comienza a despertar un deseo creciente. La ginebra sigue durmiendo sus prejuicios, al tiempo que sutilmente despierta esas libidos oscuras que descansan en rincones insospechados.

Al cierre del último local, ninguno de los tres sabría decir cómo, pero sus pasos se dirigen hacia el hotel, llevados por una inconsciencia que parece no tener voluntad, pero que el agudo deseo mueve certeramente. Ninguno habla, todos se miran intensamente. Como si todo hubiera sido premeditado, entran los tres en el hotel y suben a la habitación. La voluntad parece no tener dudas, y ninguno se atreve a decir nada, como con miedo de romper el camino tórrido de sus pasos. Silencio a pesar de lo inusual de la situación. Y entonces, como si hubiese mediado un escrupuloso guión en el desarrollo de sus actos, los tres se dejan caer en la cama abrasados de deseo, y se arrancan la ropa con avidez. Los besos derraman la amargura del alcohol en las bocas de todos, y las lenguas, al cruzarse, al enredarse, saborean el mismo zumo, la misma necesidad de sexo. Pedro abraza a Jaime y lo acaricia con una pasión que Carmen desconoce. Pero lejos de asustarla, le excita mucho. Les observa durante largos minutos en los que se masturba lentamente, desbordando de imágenes su fantasía, respirando profundamente mientras se acerca con una mano y toma ambos sexos con ella. Jaime la abraza y la posee, y Pedro les mira, excitado también, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo desnudo de verdad, y libre, inmensamente libre. Y se acerca a ellos enredándose entre sus sexos. Y se quedan así durante muchos minutos, convertidos en piel y deseo, sintiendo la excitación crecer, manteniendo el clímax durante un larguísimo éxtasis que colman tres orgasmos incontenibles, abundantes, ruidosos, como un océano de agua azul oscura... Y así quedan, enmarañados sobre la cama, con las manos aún pendientes de caricias lentas que se desplazan por muslos y caderas. Cayendo con lentitud en un sueño espeso y dulce, arropados por el calor de las pieles ajenas.

Al despertar, sienten el fresco de la mañana sobre sus espaldas. Jaime ya se ha vestido, y esta peinándose en el lavabo. Debe hacer turno de mañana y ya es la hora. Les sonríe por última vez y les deja su número de móvil escrito en un papel. Se despide con un beso en el aire y sale con sigilo. Pedro y Carmen se miran. Sienten algo roto entre sus miradas. Pedro vuelve a sentirse desnudo, pero ahora ya no le gusta. Carmen desvía la mirada y se apresura a ir al baño. Durante la mañana, ninguno de los dos dice nada. Carmen es la primera en hablar.

-Si nos volvemos ya, no pillaremos atasco-

--

Y vuelven ambos al silencio. Entran despacio en el coche y se hunden en una sordina de la que no querrían despertar jamás. Ninguno quiere pensar en lo que ha pasado. Ambos saben que nunca más lo van a hablar. Pedro, embriagado aún por el olor de Jaime, decide enterrarlo lentamente en su intimidad más secreta mientras observa la carretera que se extiende delante de él. Áspera, descendiendo por la montaña, como descienden poco a poco sus deseos, sus sensaciones de la noche. Piensa en la semana, en lo cómodo de la jornada laboral, en las agendas que esperan en la oficina, programadas de antemano, sin posibilidad de cambios, sin opción a la duda, al qué hacer. Saborea ya el despertar del lunes, y su planificación semanal, fácil, sin complicaciones. Carmen mira los árboles del camino. Pasan rápidos y en seguida quedan atrás. En cada uno imagina una de las caricias de la noche anterior, una de las imágenes que aún conserva su retina, que también van quedando atrás poco a poco. El ronroneo del coche le trae sueño, y unas ganas enormes de volver a la monotonía, a las clases de Pilates, a quedar con Mario el martes a la salida de su oficina, o a volver a mirar aquellos muebles color beige que tanto le gustaron para la cocina. Piensa en el lunes, sana y salva mientras toma la ducha antes de partir para la oficina, y se deja invadir por esa dulce anestesia de la disciplina... Sí, es eso lo que necesitan, piensa. Y cierra los ojos.
Sobre la mesilla del hotel, ninguno se ha atrevido a coger la nota con el teléfono de Jaime.

19 de junio de 2006

El hechizo de la belleza



Este fin de semana he descubierto con gran placer la edición en DVD de una de mis películas favoritas. Lo cierto es que cierto cine americano de los años 40 y sobre todo 50 ha sido hasta la fecha bastante mal tratado por los editores del digital. Sí, me refiero a ese cine especialmente centrado en dramas obsesivos, rodado en un insultante (a veces) Technicolor, que directores como, Max Ophuls, Douglas Sirk, o el último Stahl convirtieron en verdaderos retratos del alma humana donde la inhóspita y reducida vida del interior de América se convierte en escenario de las más grandes y universales pasiones del hombre. PICNIC es, sin duda, una de esas películas. Un relato estremecedor sobre el brutal hechizo de la belleza sobre la vida. Sobre la atracción física, la sensualidad, la fugacidad de la juventud (y de la vida en general), así como sobre la visión moral estrecha de una sociedad aparentemente perfecta en la que sólo hay que rascar un poco para comprobar la podredumbre que oculta.
He vuelto a disfrutar enormemente viéndola de nuevo. Porque la película realmente no ha perdido vigencia, y nos habla de algo tan actual como la turbación que ejerce la belleza, y cómo el deseo de poseerla nos lleva a volcar nuestra naturaleza más vil. Cuando la vi de adolescente ya fui consciente de lo inquietante que resultaba para mí sexualidad aquel William Holden sin camisa en gran parte de la película (o con ella rasgada en la escena del pantalán, lo cual era incluso más excitante), además de la sensualidad arrolladora de Kim Novak bajando las escaleras al ritmo de un jazz envolvente que la llevaba con fatal seducción a los brazos de William Holden, en una escena en la que aún hoy en día siento que saltan chispas. Pero quizá lo que más me quedó de la película fue la asfixiante sociedad de esa ciudad perdida en medio de los infinitos llanos de campos de cereales de Kansas. La estricta moral que organiza las gentes y las enclaustra en vidas bajo las que discurren ríos cargados de oscuras frustraciones representadas a la perfección por las insatisfacciones de las tres mujeres que vertebran la historia, pero que me resultaba especialmente evidente en la amargura de la profesora Sydney, estigmatizada en su condición de solterona, y su conciencia de la pérdida de su juventud. Me resultaba agobiante también contemplar la necesidad de algunos de ver en el matrimonio una herramienta para escalar socialmente, para alcanzar una mejor vida en lo material, y cómo la belleza se imponía como único valor frente a los que sienten el matrimonio como una cuestión de honra a través de la cual debería resultar imprescindible al menos mantener la situación social.
Sin embargo, ahora me ha resultado más sobrecogedor el entramado de pasiones que se urden bajo ese apacible día de picnic, el deseo que se cruza implacable entre los personajes. Ahora, en la profesora Sydney he sentido sobre todo la frustración de no poder ser correspondida en la atracción sexual que siente hacia Hal (Holden). La escena en la que ella mira con deseo los pantalones de Hal a la altura de sus genitales es ciertamente tórrida. Su negativa a aceptar la pérdida de atractivo físico, toda su amargura de mujer que ha llevado una vida diferente, pero que en el fondo ansía con toda su alma llevar la vida convencional de sus vecinos y tener un marido al que esperar en casa. Su perfidia al arrojar su veneno sobre un Hal aparentemente fuerte, pero lleno de flaquezas. Su posterior y consiguiente arrebato al arrojarse a los brazos de un compañero del que no está enamorada, ni él de ella... Y esa forma en la que necesita gritarlo a la ciudad entera, no exenta de un hondo patetismo que la convierte seguramente en la escena más triste de la película. Por otro lado, la envidia intensa de la pequeña hermana de Madge, que se siente celosa de la belleza de su hermana mientras se reafirma en su deseo de ser diferente a ella: en el fondo su enorme necesidad de sentir la vida fuera de los libros en los que vive sumida. Ese sentimiento amargo de percibir que la vida sólo sucede fuera de nosotros, rozándonos con alevosía, pero sin atravesarnos, que seguramente todos hemos sentido alguna vez. La incoherencia de una madre que quiere que su hija se case con el rico del pueblo, para evitar la vida difícil que ella ha llevado, pero que se estremece (aunque sólo lo sintamos en su mirada) al ver la intensidad de lo que siente su hija por el descarriado de Hal. Todos envidian o desean a Madge y a Hal por una u otra razón. Y ellos aparecen a los demás como seres seguros de sí mismos, con esa seguridad que otorgamos a la belleza, cuando en el fondo son seres llenos de dudas y debilidades. Que se atraigan, rompe todo el equilibrio de pasiones, provocando la ira incontrolada de todos además de desafiar las profundas convicciones que rigen en esa sociedad provinciana y estricta del medio oeste americano. Pero al mismo tiempo, esa atracción genera un amor redentor que los separa de los demás, que los hace huir de ese agujero negro y buscar un lugar mejor donde no ser juzgados.
La película está llena de contrastes, destacando el ambiente festivo y cordial del pueblo durante la fiesta del trabajo, lo cual acentúa aún más la impotencia de los personajes, interpretados de forma destacable, todo hay que decirlo. Incluso la insulsa Kim Novak resulta convincente y turbadora, casi tanto como lo era en aquella imprescindible Vértigo del genial Hitchcock. Es cierto que la película también nos ilustra un Hal lleno de insatisfacciones y traumas, impulsivo y profundamente imprudente, excelentemente interpretado también por Holden, y ciertamentente interesante de analizar, pero para mí, el influjo de los personajes femeninos de la película puede con todo.
La película finalmente me ha conmovido de nuevo porque me remueve muchas sensaciones que han sido constantes en mi vida, como el deseo que inspira la belleza, la perfidia que puede llegar a generar esa humana sensación de injusticia que nos provoca la belleza a través del poder gratuito que otorga... Siempre tengo en la mente aquella primera vez que un guapo me confesó lo consciente que era del poder que le confería su belleza. Poder para conseguir cosas y personas. Espeluznante, pensé aquella vez. Y lo sigo haciendo. Poco a poco he ido construyendo otra idea de la belleza, más compleja y más subjetiva, pero que responde mejor a una estética que parte de la seguridad personal, de los principios, y de una consonancia entre interior y exterior personal. Bellezas creíbles, que las llamo yo. Es una cuestión de madurez de conceptos, que, sin embargo, no está nunca exenta de que la belleza retorne, como a veces hace, irracional e implacable, a inyectarme ese turbador e inexplicable magnetismo de la carne en estado salvaje... Disfrutémoslo al menos, siempre que podamos.

15 de junio de 2006

Tormenta de verano


Hay noches en las que el viento golpea en umbrales y ventanas, susurrando que le siga. O quizá es la luna que me mira inquieta e insistente desde las esquinas del cielo. Nada puedo hacer para evitarlos. Sólo abrir mi carne a sus huracanes y desatar la tempestad en mi interior.
Su furia entra en mí descolocando todo, abriendo todas las puertas, despertando todos los fantasmas pasados, tensando los nudos del dolor olvidado, retorciendo las nubes de la razón y exprimiéndolas hasta escupir su zumo de maldad oscura.
Esas noches, las barreras desaparecen, el vértigo de la existencia cabalga sobre la nada y los hilos de la consciencia se desdibujan para dejarme en encrucijadas de laberintos que no tienen salida. Perdido en ellos, me abandono a la fiebre de mi propia existencia que, como un virus, llega con sus tropas beligerantes para avasallar mi sueño, despertando caballeros negros que alzan sus armas de acero y me atrapan en una suerte de tela de araña que se cierra con parsimonia en su precisión.
Mis batallas las decido yo, pero en la confusión de estímulos de la noche, esa maraña de desorden existencial se agudiza en segundos interminables. Entonces, la espera amarga paraliza mi esperanza y contemplo, como en una estampa del Bruegel más oscuro, la inusitada independencia de mis temores. En el limbo difícil de la acción y la parálisis, me torno un estúpido cobarde de mi perversidad.
El primer rayo solar suele soplar con furia al desconcierto y establecer de nuevo los límites, las puertas y pasillos, las cerraduras, las estancias seguras del fantasma. Lo difícil es cuando el día trae la lluvia espesa y el crujir agudo de los truenos con él, como hoy. Entonces, sólo el olor de tu piel puede salvarme. Tu cuello blanco aún dormido, la esencia de tu oído, la blandura de tu boca plegada. Y sólo el frenético ritual del sexo desmedido impone la certeza de la carne en mi razón. Sexo en el abrir del día oscuro, deseo como salvación y espanto, amor desesperado como soplo de aire en mis desequilibrios. Sólo entonces abre el día en mi corazón, sólo entonces me redimo y me entrego de nuevo, doblado, a mi verdad, a mi dependencia del mundo y de quererte, sanado al fin.

14 de junio de 2006

¿Romanticismo?

















Jacqueline Du Pré y Robert Schumann


He leído alguna vez que cuando morimos, el último sentido que deja de transmitirnos estímulos es el oído. Imagino que eso mismo pensaba Daniel Baremboim cuando, el 19 de octubre de 1987, ponía en marcha cierta grabación discográfica para dejar a su entonces esposa morir en paz. Ella era Jacqueline Du Pré, una de las más grandes violonchelistas de todos los tiempos, y su muerte, el final de una tristísima agonía fruto de la esclerosis múltiple, que ya la había apartado de los escenarios en 1973, a la injusta edad de 28 años. A pesar de su juventud, tuvo tiempo de dejarnos un testimonio inigualable de versiones que en muchos casos no han sido igualadas ni probablemente lo serán jamás.
La grabación que en aquella ocasión sonó junto a su oído, su últmia petición de hecho, era una grabación de ella misma. Jacqueline fue siempre muy exigente consigo misma. Además, puede uno imaginar que tantos años de escuchar grabaciones de juventud desde la incapacidad de su silla de ruedas debió ser algo muy duro y que sin duda debió despertar en ella un acusado instinto crítico de amargo sabor . Pero con aquella versión siempre estuvo bastante satisfecha en vida. Y no era para menos, pues con tan sólo 23 años, había conseguido una interpretación que igualaba y superaba a la de sus ilustres profesores Tortelier o Rostropovich.
Jackie no escogió, como podría intuirse, la interpretación que la lanzó a la fama (la del concierto de Elgar). Esa partitura con la que tanto se identificaba y que en una tempranísima adolescencia reinterpretaba de una forma que ha marcado para siempre la suerte de esa música. Ni siquiera escogió el más bello concierto para violonchelo que se ha escrito nunca, el de Dvorak, que también interpretó, por supuesto, de manera inigualable.
No, Jackie escogió la grabación de su concierto de Schumann. Un concierto que forma parte indispensable del repertorio de ese instrumento. Pero teniendo en cuenta que el repertorio concertístico del violochelo es relativamente discreto, esto puede no decirnos mucho.
Para ser sinceros, no es éste un concierto que se interprete mucho en las salas de concierto. Tampoco muchos lo destacarían como una de las obras capitales del músico alemán. Y sin embargo, creo que yo también lo habría escogido. Porque creo que de verdad encarna como pocos las características esenciales del romanticismo, que es indudablemente el periodo en el que este instrumento alcanzó su esplendor tanto a nivel de desarrollo como de inspiración de obras musicales.
Curiosa palabra, romanticismo. Demasiado desvirtuada por el uso, tanto en su acepción sentimental, como en la artística. Por supuesto, no es cuestión de comparar, pero si bien es cierto que música como la de Brahms, máximo exponente del movimiento y quien supo llevarla hasta sus cotas más altas, Dvorak, especialmente dotado para la belleza o Tchaikovsky, el más inspirado melodista de la historia de la música, puede subyugarnos a través de las cimas que alcanzan la intensidad de la partitura o su desarrollo estructural, creo que obras más modestas en sus pretensiones, aunque de absoluta referencia, como ésta de Schumann, pueden plasmar de manera más sintética y sincera la esencia más auténtica del movimiento romántico. Porque el romanticismo no fue sólo pasión, no fue sólo intensidad ni reducción a lo sentimental. Creo que cuando se habla de romanticismo estamos hablando de una concepción del hombre, que decide enfrentarse a sus contradicciones y transmitir la eterna insatisfacción del ser humano frente a la impotencia de no ver realizado sus ideales, sus anhelos. Y el hombre romántico es un hombre que se aventura a explorar la oscuridad de su intimidad, la imperfección del alma, la vulnerabilidad de la carne y del espíritu, y por lo tanto, también tiene algo de diabólico, de monstruoso. El romanticismo ubica al hombre en una realidad interior más rica y lo conecta con sus deseos, pero también con sus miedos, sus debilidades y su perversidad. Es posible que Schumann, al borde de la locura como estaba, consiguiera una especial lucidez para hacernos descubrir esa realidad. Y lo hace en este concierto de una forma magistral a la vez que sutil. Porque desde el inicio, lo inquietante se mezcla con lo lírico al tiempo que la poesía juega con una oscuridad exuberante que nos seduce. El violonchelo pasa de la danza elegante a la descontrolada, se deja caer en la más intensa de las ternuras o nos deja sin respiro cuando baja a esos graves sin acompañamiento que nos estremecen en su misteriosa melancolía, en su oscuro abandono. Los agudos, a su vez, nos dejan marcada esa imborrable marca de la terrible impotencia.
Y todo ello sustentado en una estructura musical que descansa en formas clásicas, puras, sutil y perfectamente construidas, que dan a la obra un carácter sólido, profundamente musical ante todo. El resultado, un autentico gozo para el oído atento. Un hechizo que nos abandona en los infiernos para rescatarnos en una suerte de danza frenética que es el final, ese final que Jacky, en su arrebato, nos marcaba con una escalofriante nota rasgada final, sublime puerta de la sombra, que una simple niña de poco más de veinte años, inconsciente de su destino fatal, registraba para la posteridad.

12 de junio de 2006

El beso de Sheherezade

En la estrechez del angosto escenario, Javier temblaba mientras sostenía su marioneta. El pequeño habitáculo estaba sumido en una semi-oscuridad rota sólo por la luz que llegaba a través del foco trasero. De él, la luz emanaba hacia el tenso y tupido velo que se había colocado en el frontal. En el fondo, de rodillas sobre el escenario, esperaban él y Mar. El pequeño teatro de sombras en el que se encontraban parecía temblar mientras las marionetas se movían levemente en silenciosa expectación.

Javi aún no sabía qué era el amor. Con sólo 14 años y una timidez extrema, únicamente había leído de él en los libros. Sí, se habla mucho del amor en los libros. Javi solía cerrar los ojos e imaginar el ardor que sentían los personajes, a través de los cuales vivía más cosas de las que debiera.

Ese año, Javier debía escoger una actividad extraescolar para realizar por las tardes. Doña Ana, su profesora favorita, dirigía el taller de teatro, así que sin dudarlo escogió teatro. Mar también estaba en el grupo de teatro. En clase todos decían que ellos eran novios, pero no era verdad. En aquella época, Mar era la única chica con la que hablaba, e iban juntos a clases de inglés porque vivían muy cerca y les había tocado el mismo horario. Más allá de eso no había nada.
Hay que esperar unos minutos más, no os pongáis nerviosos”, dijo doña Ana. Javier miró a Mar, cuyo rostro iluminaba la luz que les llegaba desde abajo, y la sintió rodeada de una belleza diferente, sin duda atractiva. Le sonrió... Ella, aunque se lo acababa de negar, también estaba nerviosa.
Mar era una chica diferente. Poco femenina. Llevaba el pelo cortado como un chico y a éstos les hablaba directamente, casi con desafío, como si fuera uno de ellos. Era la única chica del colegio que jugaba con los chicos en el recreo. Pero aún no había sido novia de nadie. Ni siquiera, en realidad, de Javier. La familia de Mar también era diferente... Su padre trabajaba viajando por todo el país, y casi nunca estaba en casa. De su madre contaban muchas cosas, siempre en voz bajita, para que los niños no oyesen... Pero oían, aunque todavía no entendieran ni juzgaran, tan sólo repitieran los argumentos que escuchaban en casa. A Javi le gustaba la madre de Mar, y cuando iba a su casa, ella era siempre muy cariñosa. Le regalaba onzas de chocolate antes de irse.
Javier sentía el dolor de apoyar las rodillas sobre el escenario, pero sabía que cuando comenzase la obra cesaría, enmascarado por la emoción de manejar los muñecos de madera.
Como al resto de los chicos, Mar a Javier también le hablaba mirándole directamente a los ojos. Pero con él tenía una ternura especial y le contaba algunas cosas de sus hermanas, con las que no se llevaba muy bien, o de los viajes de su padre, al que veneraba. También sabía ser cruel con él algunas veces, y le ponía a menudo en evidencia delante de los otros chicos de clase. Javi no entendía muy bien por qué Mar se comportaba de formas tan diferentes, y con frecuencia se detenía a pensar en ello. Le inquietaba esa falta de lógica del comportamiento de Mar. Cuando estaba a solas con ella, la miraba con cautela, como esperando encontrar en sus ojos un signo de la respuesta que preparaba en cada momento... pero casi nunca acertaba.Ahora estaba nervioso. Después de tanto ensayo, era la primera vez que estaba a solas con Mar en ese espacio. En realidad, era la primera vez que estaba a solas con una chica en un espacio tan pequeño. Pero se sentía con una especial tranquilidad aquel día, a pesar de saber que ninguno de los dos podía hablar allí dentro, pues debían centrarse en manejar las marionetas y permanecer en absoluto silencio. Eran otros quienes, desde un micrófono, ponían las voces a los personajes.
Mar le acababa de devolver la sonrisa.

El primer día del taller de teatro, doña Ana les propuso escenificar un cuento popular para participar en el certamen de teatro infantil de la localidad, así que les pidió que, entre todos, eligieran uno que les gustara. Javier acababa de leer una adaptación infantil de las mil y una noches, y propuso uno de sus cuentos favoritos. Los demás chicos, que siempre se reían de sus ocurrencias, no dejaron de hacerlo aquella vez, pero una vez que Javier les explicó con detenimiento el cuento, lo aceptaron con cierto interés. La historia del príncipe con poderes mágicos y de la princesa prisionera, con luchas y amores redentores, encontró finalmente en los compañeros de clase bastante aceptación ... Doña Ana tuvo la ocurrencia de hacer con la historia un pequeño guiñol de sombras. Y durante meses se pusieron a trabajar en construirlo, en adaptar el cuento, en fabricar los personajes recortando sus siluetas sobre tablas y hasta en pintarlos.... Javier disfrutaba con las témperas, con su olor, extendiéndolas con parsimonia sobre la superficie de los personajes... Y todo ello a pesar de saber que de los personajes sólo importaba su perfil, ya que en la representación iban a ser sombras. Pero él quería que de todas formas lucieran brillantes y coloridos, como él los imaginaba cada vez que leía las historias exóticas del esas Mil y una Noches que tanto le habían gustado.
Aún recuerda el día que repartieron los papeles de la obra, un sorteo en el que doña Ana, valiéndose de unos pequeños papelitos con los nombres de todos escritos, sorteó las voces de los personajes y los intérpretes... A Mar y a Javier les tocó manejar las marionetas dentro del escenario. Por supuesto, las risas y comentarios de los demás fueron inmediatos, corroborando con maldad infantil que los novios iban a gozar de cierta intimidad metidos en ese pequeño cuarto oscuro del escenario... Mar, en uno de esos arranques imprevisibles que solía tener, se apresuró a decir a los otros, así en bajito, pero con la suficiente fuerza para que todos, salvo la profesora, se enterasen: “Claro, ahí nos vamos a tocar todo lo que nos dé la gana, ¿verdad Javier?” y le miro fijamente, como pidiendo su asentimiento. Pero Javier no pudo sino ponerse más colorado que nunca antes en su vida y provocar una enorme risotada del resto de la clase.
Desde entonces, cuando estaban en el escenario, tenía cierto temor a que Mar cumpliera su promesa. Durante los ensayos, siempre había tanta gente alrededor que era prácticamente imposible que ella pudiera hacerlo. A pesar de todo, Javier temblaba siempre que se quedaban en aquel pequeño espacio a solas. No podían hablar demasiado, y ella siempre conseguía comportarse con absoluta normalidad, como si aquella frase nunca hubiera salido de sus labios. Mientras, Javier, al mínimo susurro de Mar en su oído, sentía su pulso acelerar, como desbocado. En el fondo, le daba la impresión de que ella sabía aquello, y que con cuidado estudiaba cada palabra que le decía escogiendo incluso los momentos en que decidía pronunciarlas. Y aquello a Javier le confundía mucho.
Doña Ana había tenido el acierto de pensar que cierta música de fondo podría recrear un ambiente exótico que ayudase a componer con mayor facilidad un contexto para la historia. Había escogido el Sheherezade de Rimsky Korsakov, que hacía reproducir en cada ensayo con vehemente insistencia. “Dejaos llevar por la música, chicos, dejaos llevar...” Y eso hacía Javi, centrarse en la música, hacer que los movimientos de los personajes casi bailaran con ella. De aquella forma, además, olvidaba un poco la tensión que la presencia cercana y turbadora de Mar ejercía sobre él.

Empezamos”. Era la voz de doña Ana mientras, a través de la pantalla del escenario, se intuía de repente la luz de candilejas que el telón recién levantado acababa de descubrir. Y las primeras notas de Sheherezade sonaron en los oídos de Javier, como despertándole a la historia que debía representar. Ni una sola palabra suya en toda la obra. Sólo las notas de Sheherezade. Pero Mar se acercaba a él más de lo que solía hacer. La princesa, que se movía desde sus manos, se acercaba más que nunca a su príncipe. Y Javier, ante la tibieza de las manos de ella al situarse junto a las suyas, se sintió seguro, y dejó que la música entrara en él. Y así, se fueron acercando, poco a poco, al final. Ya no sentía las rodillas sobre la madera dura, ni tampoco el nerviosismo. Aquel pequeño escenario, dentro a su vez del otro mayor del gran teatro, le proporcionaba una sensación especial de protección. Allí, escondido de público, niños, profesora, del resto del mundo, se sentía bien, se sentía príncipe, como el que sostenían sus manos, y se dejaba hechizar por el influjo oriental que la música le iba dictando en su evolución. Y Mar seguía acercándose poco a poco, con sigilo. Ya sus manos se habían rozado un par de veces. Y él, casi quiso pensar que sí, que ella en el fondo era su novia.

Así llegaron al final mientras hacían volar a sus personajes, al tiempo que un mecanismo casero hacía pasar por detrás de las marionetas algunos objetos para crear la sensación de movimiento. Sonaba esa parte de la música que se había convertido en su favorita, que casi parecía hecha para imprimir la sensación de vuelo que intentaban reproducir. La música llenaba el teatro todo, con una potencia que le atravesaba la piel. Y entonces Javi cerró los ojos y casi se sintió él también volar con la marioneta en mano, en su guiñol, con sus calcetines de rayas, sin zapatos. Mientras, Rimsky Korsakov le susurraba al oído. Entonces sintió, con extrema dulzura, los labios de Mar posarse sobre los suyos. Las marionetas parecían abrazarse aún más en su vuelo y la partitura llegaba a su clímax . El público del teatro comenzó a aplaudir. Javier abrió los ojos y miró a Mar, que, indiferente, se entretenía ya en colocar los muñecos sobre un lateral mientras se disponía a bajar del pequeño guiñol. Cuando, finalmente, miró hacia él, le soltó: “Si cuentas lo que ha pasado, no te volveré a hablar en la vida

Javier cierra el diario de tapas verdes y respira hondo. Con su vocabulario de adolescente, la historia de aquella representación de sombras chinescas acaba de volver a su memoria casi como si acabara de suceder. El diario no vuelve a hablar de Mar. Pero él sabe bien por qué. A los pocos días de la representación, Mar dejó de ir al colegio. Doña Ana les contó que el padre de Mar había conseguido un trabajo fijo en otra ciudad y que toda la familia se había trasladado. Recuerda la extrañeza de aquella situación. El hecho de que ella jamás le hubiera comentado que se iban de la ciudad, que ni siquiera se despidiera de él. El temor de aquella amenaza en el final de la representación. Todo ello daba vueltas alrededor de Javier aquellos días. Era como un mareo del que no conseguía reponerse. Años después, volvieron a coincidir en la Universidad alguna vez. La primera, se saludaron, como dos viejos amigos, y compartieron juntos un trayecto de autobús. Pero ya no era lo mismo. Hablaron de sus familias y comentaron cómo le iban sus estudios. Sin embargo, a los pocos minutos, ya no tenían nada más de qué hablar. En los otros encuentros la cosa quedó en un simple gesto cordial, poco más que una sonrisa al cruzarse, y quizá alguna palabra. Y de nuevo la perdió de vista. Hasta esta tarde, en que se han vuelto a cruzar. Ella, de la mano de otra chica, presumiblemente su pareja. Javier, de la mano de su chico. No está seguro de que le haya reconocido... Él sí la ha reconocido a ella, con bastante claridad. Y se ha quedado mirándola con atención, mientras se paraban en un escaparate. Mar ha hecho un gesto extraño, como intentando recordar si le conocía de algo. Realmente han pasado muchos años y ambos han cambiado considerablemente. Finalmente ha esbozado una sonrisa, para volverse definitivamente de espaldas y seguir su camino. No, su sonrisa no ha cambiado, aún transmite esa extraña confianza.
"Qué te pasa, Javi, te has quedado parado..." pregunta Sergio. "Nada, nada, me pareció que conocía a alguien... pero no estoy seguro". "Anda, vamos, que llegamos tarde". Y de repente aquella claridad del telón abriéndose sobre el pequeño guiñol ha vuelto con fuerza. Al igual que Sheherezade, al igual que aquel primer beso, y todo aquel mareo. La vida, en realidad, no ha sido más que repetir aquel mareo una y otra vez, en distintos lugares, con otras personas. ¡Qué extraña es la vida!, piensa. Quizá debería haber parado, hablado con ella, intercambiado teléfonos para quedar un día y contarse sus vidas... Pero no, sabe que es imposible. Mar debe quedarse en su diario de tapas verdes, sellado por ese beso dulce, ese primer beso irrepetible y vertiginoso del que sólo ellos dos saben... Bueno, ellos dos y, por supuesto, Sheherezade.

7 de junio de 2006

Balanceos

Hace tiempo que cuando me cruzo contigo sólo te estrecho la mano. Y ello a pesar de que el primero que se decidió a despedirse con un beso fui yo, ¿no recuerdas? Pero de eso hace ya mucho tiempo. Eso fue cuando aún me interesabas un poco... Un intento sutil de acercamiento que sé que tú deseabas, y que de alguna forma yo también. Fueron meses de miradas en la oficina, de miradas que me perforaban cada vez que me acercaba a recoger una copia de la impresora. Reconozco que en aquella época imprimí muchos documentos inútiles sólo por el placer de encontrar esos ojos que me seguían y a los que yo respondía con timidez, pero con absoluta claridad, pensando quizá en el derroche energético al que sometía al pobre planeta, pero sabiendo que el planeta me perdonaría, porque miradas así no se las dedican a uno en cualquier sitio. Y francamente, no había otra excusa para acercarme a aquel rincón. Al no tener tu departamento nada que ver con el mío, estuvimos meses sin ser presentados. Así, hasta que nos encontramos en aquel baño, de repente. Ambos en situaciones un poco embarazosas para dos compañeros de trabajo que ni siquiera han hablado nunca. En fin, que la cosa terminó desahogándonos ambos en tu coche, aparcados en uno de esos descampados oscuros que pueblan los nuevos barrios en construcción. Tu cuerpo me volvió loco, te moviste con absoluta maestría entre mis muslos y los reposacabezas del asiento, y llegamos a un orgasmo compartido mientras sentíamos en la frente la lluvia de gotas de vapor condensado resbalar copiosas por la ventanilla trasera, sobre la que respirábamos. Después, nos quedamos hablando. Ahí me enteré de que estabas casado, que tu mujer sabía, que lo mantenías en la más absoluta discreción... También me confesaste, con esa sonrisa malévola que desconcierta en medio de tu seriedad, que llevabas meses mirándome e intentando que te dirigiera la palabra... Yo, habitualmente expresivo y naturalmente extrovertido, te contesté, sin embargo, que no me había dado cuenta. Noté tu insistencia en volver a verme, y yo te dije que ya veríamos. Te pregunté con cierto ánimo de deducción, si podríamos hablar en la oficina como si nos conociéramos. Me dijiste que sí. Confieso que aquello me tranquilizó. Desde entonces imprimo menos cosas, pero cada vez que me paso por allí, me quedo charlando un rato, como si de cualquier colega se tratara. Sé que en tu mirada a veces se esconde un deseo que espera ir más allá de contarnos nuestras rutinas, pero tú nunca traspasarías la línea de la profesionalidad en tu propio entorno de trabajo. Así que un día te propuse quedar para comer. Por supuesto aceptaste. El sitio lo fijé yo. En Chueca, claro, y es que en el fondo, soy un provocador.

Después de varios meses ya sabía lo suficiente de tu vida como para saber que íbamos a tener temas de conversación. Pero temía que ese morbo que había en el trabajo, esa segunda lectura de nuestras miradas, bajo la anodina conversación que aparentemente solíamos mantener, se acabase. Lo cierto es que mis miedos se cumplieron. Llegamos al restaurante y tú te movías como en tu casa. Incluso conocías a los camareros. Me sorprendió saberte conocido en aquel entorno, lo admito. Aquello recuperaba su intriga. Pero una vez sentados a la mesa, por primera vez enfrentados a una conversación de más de 10 minutos, sentí con nitidez que tu vida no me interesaba nada. Que, incluso, me parecías aburrido. Que casi hubiese preferido que hubieran venido otros compañeros de la oficina y así, al menos, haber hablado de los problemas laborales con cierto humor. Reconozco que me inventé la excusa con la que decliné tomar un café tras el almuerzo. Necesitaba dejarte, y no sabía cómo hacer. De todas formas, consideré que despedirte con un par de besos era lo mínimo que podía hacer. A pesar de todo, aún en dos ocasiones más me insististe en quedar a comer. Y terminaste convenciéndome... En el fondo soy fácil para ciertas cosas, y reconozco que recordar aquella sesión en el coche me animaba a provocar que pudiera repetirse tras una de esas comidas. Pero no, el aburrimiento me terminaba haciendo desistir y la elaboración de excusas selladas con un beso de despedida se convirtieron siempre en mi fórmula de huida.
Desde que me trasladaron de oficina sólo te he encontrado un par de veces por la calle o en el metro. Siempre te estrecho la mano e intercambiamos algunas frases sobre el trabajo, tu nueva casa o tu recién estrenada paternidad. Hasta esta tarde en que hemos coincidido en el mismo vagón de metro. Tras saludarnos, he notado cierto brillo en tus palabras. Me has hecho casi dudar de mi percepción de aburrimiento que tenía de ti. Reconozco que he sentido deseos de seducirte, y que mi libido anda estos días bastante alterada. Y así, mis balanceos agarrado a la barra de sujeción, acercándome a mientras te hago ciertas preguntas con un descarado tono concupiscente, no han sido realmente fruto del capricho. Sé que tu ojos me miraban con cierto deseo, y que incluso con la mano has hecho un débil intento de llegar a mi espalda, quizá a mi cuello. Pero no, con el mismo balanceo que casi llegué a tu nuca, me he distanciado. Tu sonrisa, pienso, sigue teniendo algo de oscuro, algo de salvaje. Es una pena, cuando casi estoy a punto de llegar de verdad a tu piel, el metro se detiene en la parada en la que ambos debemos abandonar el vagón. Avanzamos por el pasillo entre empujones de los pasajeros que caminan con prisa. Y me detengo para despedirme, mientras el resto de personas nos pasan al lado, esquivándonos, tropezando con nosotros. El momento no es el más apropiado, pero tu me lanzas una última mirada que busca seducirme, y ciertamente mi cuerpo tiembla. Me quedo unos instantes quieto, detenido, indeciso... Y cuando estoy a punto de tenderte la mano en señal de despedida, tú, con rapidez, te adelantas para besarme fugazmente. "Hasta otra" me dices, y das media vuelta para retomar tu camino. Me quedo inmóvil, mientras los últimos pasajeros del tren pasan a mi lado. "¿Te apetece tomar algo?" consiguen susurrar mis labios. Pero ya quedas lejos en el pasillo. Avanzando sin detenerte ni mirar atrás. Y yo, confuso ante el hecho de contemplar tu decisión, noto un gusto amargo en la boca, que no me es desconocido. Retomo mi camino. Ahora sí, el pasillo está completamente vacío.

6 de junio de 2006

Regalos y aniversarios.

El sueño va sobre el tiempo
flotando como un velero.
Nadie puede abrir semillas
en el corazón del sueño.
¡Ay, cómo canta el alba, cómo canta!
¡Qué témpanos de hielo azul levanta!
El tiempo va sobre el sueño
hundido hasta los cabellos.
Ayer y mañana comen
oscuras flores de duelo.
¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta!
¡Qué espesura de anémonas levanta!
Sobre la misma columna,
abrazados sueño y tiempo,
cruza el gemido del niño,
la lengua rota del viejo.
¡Ay, cómo canta el alba, cómo canta!
¡Qué espesura de anémonas levanta!
Y si el sueño finge muros
en la llanura del tiempo,
el tiempo le hace creer
que nace en aquel momento.
¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta!
¡Qué témpanos de hielo azul levanta!

Extracto de "Así pasen cinco años"
Federico García Lorca.


Hay regalos que se envuelven con vida misma, con el cariño desinteresado que sólo algunos, por sangre o por irremediable pasión, pueden dedicarte. La primera mirada que me dedica mi chico al levantarse. Algunos instantes de amistad que se quedan como suspendidos en el tiempo. Las lágrimas de mi tía mientras me descubría por primera vez la inefable intensidad de una sala de conciertos escuchando a Brahms, ese baile desnudos, casi aéreo, que en algún invierno sucedió, y que sigue existiendo incisivamente en mi memoria, aquel olor a bosque atlántico al bajar del coche cuando llegaba de niño a Galicia en verano. Aquel azul del mar que me inundaba, que me llenaba de sueños...
Pero por encima de ellos, debo reconocer que tengo especial predilección por uno. Un hecho no evidente, y para nada puntual, que marca desde luego mi vida, y la forma en la que la vivo, desde mi vehemencia y mi intensidad, desde mi amor a la belleza y mi ternura por aquellos a los que más quiero. Porque soy yo mismo y la forma en la que he crecido como persona. Porque de él depende gran parte de mi identidad:
Mi madre lleva un año y medio escribiendo sus memorias. Unas memorias que intentan atrapar y revivir en su memoria personal, sus primeros veinticinco años de vida, sus años más intensos. Dice que no quiere seguir más allá. Que más allá su vida ya no necesita recordarla con tanta necesidad. También hace reflexiones sobre lo que escribe, pues lo hace desde estos más de 40 años que han pasado ya...
Hace algunas semanas me confesaba algo, en un acto que repite últimamente con cierta frecuencia, al hilo de estar escribiendo y reflexionando sobre su juventud. "A pesar de todo, de la vida mía que tú conoces, de la aparente limitación en la que a veces puedo parecer que me muevo, siempre he sido un pájaro libre. Y ¿sabes? me preguntaba el otro día en mis memorias qué hijo mío habrá salido a mí... " Y se le iluminaban los ojos, porque en el fondo sabe que yo, al igual que ella, huí de la ciudad natal, de la raíz familiar, y no por culpa de ellos, sino porque me asfixiaba la vida misma, porque me asfixió también un amor inmenso e imposible que me enredaba en la tristeza, y yo quería vivir, y respirar... Sé que ella, a pesar de dolerle tanto saberme tan lejos, es consciente de que aquí está mi vida y que soy feliz así. Y entonces ella es feliz también. Porque, como me sentenció en la siguiente frase: "por eso, yo nunca te corté las alas". Y tiene razón... ¡cuánta!
Mi madre me educo en la libertad de pensamiento, y en la responsabilidad de saber y conocer para poder ser hombre. Siempre tuvo esa exquisita sensibilidad, heredada del antiguo oficio de maestra que ella siempre ejerció con pasión y vehemencia. Y con ella, supo trasmitirme un infinito amor por el arte y la belleza como liberadores ante la oscuridad del mundo, ante la ignorancia, como forma de asunción de los valores humanos. Tanto mi hermano como yo hemos hecho de esa bandera una forma de existir en el mundo, de ser honestos frente al hecho de vivir destinados a la insatisfacción discreta, pero inagotable, de ser valientes para usar el conocimiento como arma para interpretar el mundo y dudar de él, como forma de construirnos desde la libertad, como acicate para ejercer la responsabilidad que tenemos como partícipes de este mundo lleno de injusticia. Esa sutil forma de amarnos es un regalo que nadie en mi vida podrá igualar, porque sin él, yo no sería yo, y es sin duda a través de esa forma de ver la vida que yo he llegado a ser como soy, algo que sin duda es de las pocas cosas que me reconcilian con mi propia existencia en esta inexplicable e imperfecta historia que es vivir.
Hoy hace justo 34 años que llegué a esta aventura de la vida, también gracias a ella. Desde niños nos habló de Federico con una pasión fuera de lo común. Hoy le devuelvo yo estas palabras del poeta: sueño sobre tiempo, vida que es sueño, anhelo o existencia, ser o no ser...

5 de junio de 2006

Lobo parisino, ma non troppo.



Concebida como remake de la setentera "Fingers", de James Toback, uno de esos filmes de culto que debo reconocer que no he visto, Jacques Audiard me ha casi sorprendido con la última realización suya que ha llegado a nuestras pantallas (veo en internet que este año ya ha estrenado un nuevo proyecto). De latir, mi corazón se ha parado. Y ciertamentente consigue, quizá no pararnos el corazón, pero sí zarandearlo violentamente, obligandonos a resguardarlo de la despreciable galería de personajes que, ya en la primera media hora de metraje, nos impone un lienzo inicial fuertemente incómodo de contemplar. Audiard consigue hacernos retorcer en el sillón, porque no deja espacio ninguno para el optimismo en un inicio sin concesiones en el que un conjunto de impresentables y miserables individuos encabezados por un impresionante Romain Duris, nos sumergen en el inquietante y descarnado mundo de los bajos fondos inmobiliarios de París. Un París que se nos dibuja profundamente sórdido, oscuro, vil e inhumano. Audiard es un maestro para dibujar personajes en pocas escenas, y así, con relativa brevedad, nos disecciona con preciso bisturí estos personajes que desde su aparición consigue hacer profundamente antipáticos al espectador, pues están desprovistos de las más mínima humanidad y resultan absolutamente rastreros en su ejercicio de devorarse unos a otros en un escenario desalentador y carente de moralidad y principios. Inmerso en esta absorbente realidad, nuestro protagonista Tom (Romain Duris), encuentra una posibilidad de vida que, de repente y por casualidad, toma realidad: seguir la carrera de su madre muerta, concertista de piano. Y así, en la película comienzan a iluminarse rincones de humanidad. Audiard, a pesar de conseguir mantener cierta frialdad con respecto al protagonista, comienza a dibujar contradicciones en él, y acierta a la hora de transmitirnos ese terrible peso de la duda de la elección de vida, del que Tom no es realmente consciente, pero que opera en él de forma demoledora. La obsesiva preparación de su audición no encuentra reflejo en una reflexión de su modo de vida, que poco a poco e inevitablemente, va acercándolo al caos y a un choque profundo de su recuperada inquietud por el piano con el resto de su vida, representado de alguna forma por su padre, un brillante Niels Arestrup que en este fresco de lobos parisinos ocupa un lugar privilegiado y que, de alguna forma es el que ha inspirado la vida de Tom hasta ese momento.... El enfrentamiento personal con el significado de su padre en su existencia, va a ser, pues, también inevitable.
Al final el destino juega y se produce la colisión... Y aquí me parece que es donde falla Toback, pues en el fondo rehuye el choque, en una elipsis que salta a un futuro en el que un Tom aparentemente reformado se nos descubre aún demasiado encadenado a su pasado y prisionero de unas heridas que desatan una más que oscura perfidia. Lo encontré algo descafeinado como final. Creo que un final abierto en el que el regusto de la maldad se quedara en nuestras bocas hubiera estado más en consonancia con el tono de la película, que se merecía un final más al estilo del Chabrol. Pero Tobak, a pesar de sus aciertos, no es Chabrol, claro. De todas formas la película es altamente recomendable y a pesar de incomodarnos profundamente, la maestría del director y el impecable trabajo de un Romain Duris que en cada película es más grande (algo que comencé a intuir tras su papel en Exils), nos dejan más de 100 minutos de interesante reflexión de la vida y de su lado más caníbal, y, por supuesto, de buen cine, que es de lo que se trata.

2 de junio de 2006

Verde sobre la piel.


No puedo resistirme al color verde. El verde de su camiseta, por ejemplo, torneado sobre esas caderas que sólo mirar provocan el deseo de recorrerlas. Recorrer con las yemas de los dedos esa tela verde, débilmente reflejada en las hendiduras diminutas de las huellas de mis dedos al pasar.
Cuando te vi caminar por la calle, de espaldas, recorrí la diagonal de tu perfil, saboreando el placer de esa estética curva de tu andar. Ya sabes que siempre que te encuentro por la calle me hago el despistado para poder abordarte por detrás. Aquella tarde, además, la provocación del verde me hizo seguirte más rato del habitual en estos casos. El deslizar verde de tu cuerpo alimentaba mi mente con imágenes demasiado tórridas para poder ser disimuladas en plena calle. Mi sonrisa y mi sexo me delatarían. Así que te saludé. Siempre te alegras de verme, aunque siempre te resistas al final. Sólo había llegado a besarte dos veces, y de ahí nunca pasaba la cosa. Pero en fin, yo continuaba intentándolo. Me sorprendió que accedieras a venir a casa, a mi terreno, pues sé que sabes bien lo temerario que soy para estas cosas. A mamá, al llegar, le dije que eras un compañero de la facultad que venía a estudiar. Sonrió mientras te ofrecía una fanta. La pobre seguro que imaginó más de lo que dio a entender. Acto seguido, dijo que debía salir, que tenía cita en la peluquería. Y es que últimamente va mucho a la peluquería. Yo, la verdad, no noto ningún cambio en su peinado, y ella vuelve siempre desencantada, dice que ha cambiado el peluquero y que el nuevo no le convence, pero que de todas formas le da pereza ir a otra peluquería.

Ya en mi cuarto, colocaste el vaso de refresco entre tú y yo, dejando claro que no querías que me acercara. El caso es que al final, aunque digas que no quieras nada conmigo, siempre terminamos en situaciones así. Mientras hablamos, intenté pasarte el brazo sobre tus hombros. Me dio la impresión de que parecía que te dejabas. Me acerqué un poco, y te pedí un sorbo de naranjada. Al hacerlo percibí, a través de la persiana entornada, al nuevo vecino, tomando el sol en su terraza. Era la segunda vez que lo veía, y me parecía enormemente antipático. Pero yo seguía a lo mío, intentando abarcar todo el verde que podía. Tú sonreíste e, inexplicablemente, me dejaste avanzar, bajando con mis dedos tu costado, en una lenta y distraída caricia, a la que no reaccionaste en ningún sentido. Seguías hablando (¿de qué hablabas? yo ya sólo sentía el tacto del verde...) y yo contestaba, con monosílabos, intentando, con delicada habilidad, doblar mis dedos con precisión, debajo de la camiseta verde, y sentir la tibieza de tu piel. Nada, no decías nada. Pero me mirabas con cierta turbiedad. Ciertamente me confundías, pero yo no tenía intención de quitar esos dedos de allí. No, al contrario, mis dedos avanzaban por tu piel, y mientras, la camiseta se replegaba hacia arriba, junto con mi mano. Tú sonreíste, y te acercaste a mí. Alcancé a subir mi mano hasta tu pecho, y rodearte firmemente, mientras en mí se despertaba una erección que deseaba romper la atadura del vaquero para envolverse en tu piel suave.

Algo diferente a las otras veces ocurrió aquella tarde. Tras el primer beso, húmedo y sabroso, no te marchaste. No, continuaste en mi boca e incluso seguiste rastreando mi nuca y mi pecho con tu lengua. Y después, me hiciste el amor frente a la pared con inquietante pasión y salvaje impulso. Sentía tu piel sobre la mía, ardiente, seductora, rodeándome mientras yo te deseaba... En un momento dado, te descubrí mirando a través de las rendijas de la persiana, cuando, en nuestro rodar sobre la cama, llegamos junto a la ventana. Sí, no cabía duda, mirabas al vecino que en aquel momento se despertaba, como de una siesta, siempre con sus gafas de sol. Sí, se irguió y se levantó la camiseta dejando su torso brillar al sol, y, en aquel instante, sentí tu sexo endurecerse aún más, y tu salvaje embestida llegar al fondo de mi placer.

Después de eyacular, te quedaste largo rato mirando por la ventana, mientras yo te acariciaba. pero al final huiste, como cuando lo hacías después de mis besos furtivos. Tu camiseta verde, tras cerrarse la puerta, se quedó fija en mi retina... Ya no volviste más. Tampoco te pusiste de nuevo ninguna camiseta verde. Una pena, te sienta muy bien el verde. Es curioso, desde aquel día, es mi vecino el que siempre viste de verde. Y con esas gafas de sol tan elegantes que lleva, me gusta cada día más. Estoy deseando hacerme el encontradizo en su portal... un día de estos.

1 de junio de 2006

Caminos musicales.


Ayer, de reojo, te miraba mientras escuchabas a Brahms. Reconocía mi adolescencia en tu gesto. La pasión, hecha nudos, que su música de cámara, sus conciertos o sus sinfonías desatan sobre la carne, sobre la respiración misma. Y, de repente, fui consciente de nuestras distancias y de nuestras cercanías. La distancia del tiempo que hace que ya no escucho a Brahms como al principio. La cercanía de sentir en tu gesto, exactamente el mío. Y entre ambas, superpuesto a ellas, el recorrido de estos años de caminar en paralelo, desde la sonrisa compartida, desde las músicas que nos han acompañado. Bailando esa canción de Alaska mientras nos miramos a los ojos, provocando sonrisas que nadie más fabrica, que nadie más entiende. Volviendo de la playa con esa música griega o africana con la que nos gusta envolvernos mientras me tomas la mano suavemente sobre el freno de mano, en uno de tus gestos de ternura que me deshacen. En las noches de fiesta en casa, bailando a ritmo de musical de Bollywood o de pop setentero que también han trazado arterias caudalosas en estos años. Pero, inconscientemente, casi sin darme cuenta, también Brahms o Mozart han crecido en ti, sin quizá yo proponérmelo. Supongo que mi vehemencia, intensa en su lento goteo, provocó tu curiosidad. Sé que por las mañanas tomas compactos sin pedirme opinión, como antes. Sonrío al pensar que por fin vas solito, sin tomarme de la mano, en esto de la melomanía. Explorando desde tu propia identidad, desde tu propia capacidad crítica. Y veo que nace, poco a poco, otro melómano. Tu pasión se precipitaba ayer en la mirada, en el ladeo rítmico de tu cabeza. Ese rondo alla zingarese te desbocó, y te descubrió en tus caminos, en tus deseos, en tu amor por los clásicos que, como esas plantas de la terraza que tanto cuidas, se despliega con fuerza. Ayer, contigo, volví a estremecerme al oír a Brahms.