(...) Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma sobre tu cintura,
en duelo de mordiscos y azucenas (...)
F.G.Lorca.
Mentiría si dijera que no quiero escuchar esta noche tu voz. Escucharla, aunque fuese encerrada en el auricular de mi teléfono. Porque su modulación se adapta perfectamente a la forma de mi cuerpo en noches de calor como ésta. Un calor que con la oscuridad se transforma de incómodo en deseable. Y que, avanzando la madrugada, me obliga a desprenderme poco a poco de pantalón y camiseta.
La ciudad por la noche no queda en silencio. Sus sonidos, en la sordina de una lejanía inconsciente, despiertan mi necesidad de tu voz sobre el reclamo de su recuerdo volcánico. Y la carne de mi espalda besa con ansia el aire espeso de la habitación. Un aire que no se mueve.
La ciudad por la noche no queda en silencio. Sus sonidos, en la sordina de una lejanía inconsciente, despiertan mi necesidad de tu voz sobre el reclamo de su recuerdo volcánico. Y la carne de mi espalda besa con ansia el aire espeso de la habitación. Un aire que no se mueve.
Al sacar mi torso por la ventana, el calor parece como detenido, estancado en un cálido letargo que trago en sobros lentos que, venenosos, anestesian mi voluntad. El teléfono sigue sobre la mesa. Mentiría si dijera que en el fondo no dudo que una noche así tu número terminará iluminando en destellos la pequeña pantalla del móvil.
Desde mi ventana inútil, el aire parece no existir. Como en un acto reflejo, deslizo lenta la última prenda que aún conservo, negra, ajustada, abrupta sobre mi sexo, a lo largo de mis piernas. Y recuerdo con exactitud cómo lo hiciste tú la última vez, en la estrechez del pasillo, fijándote en cada instante que el negro dibujaba una línea sobre mi carne blanca. Marcándola tú después con tu lengua envuelta en la humedad inmediata de nuestros besos. Brotando las caricias sobre mi piel y la tuya, como hierba dulce tras la lluvia torrencial. Y tus manos que abarcan el imposible. Que, oscuras, llegan a ese tramo de piel intocado por otros dedos que no sean esos: nunca, en las infinitas noches de luna llena que siempre ocupo de cuerpos sedientos, desvelo a nadie ese lugar, del que eres inconsciente, pero que sólo tú has alcanzado a habitar en el azar de tu deseo descendiendo por mi cadera, enredando tus piernas flexionadas entre las mías, en la ingravidez de mi vuelo a ras de tu apetito, en mi exhibición de onanismo privada para ti.
Desde mi ventana inútil, el aire parece no existir. Como en un acto reflejo, deslizo lenta la última prenda que aún conservo, negra, ajustada, abrupta sobre mi sexo, a lo largo de mis piernas. Y recuerdo con exactitud cómo lo hiciste tú la última vez, en la estrechez del pasillo, fijándote en cada instante que el negro dibujaba una línea sobre mi carne blanca. Marcándola tú después con tu lengua envuelta en la humedad inmediata de nuestros besos. Brotando las caricias sobre mi piel y la tuya, como hierba dulce tras la lluvia torrencial. Y tus manos que abarcan el imposible. Que, oscuras, llegan a ese tramo de piel intocado por otros dedos que no sean esos: nunca, en las infinitas noches de luna llena que siempre ocupo de cuerpos sedientos, desvelo a nadie ese lugar, del que eres inconsciente, pero que sólo tú has alcanzado a habitar en el azar de tu deseo descendiendo por mi cadera, enredando tus piernas flexionadas entre las mías, en la ingravidez de mi vuelo a ras de tu apetito, en mi exhibición de onanismo privada para ti.
Guardo exacta mi postura de piernas plegadas, ahora sobre el sofá, y suena de repente ese tono grave del vibrador del teléfono. Sobre la pantalla, tu nombre pequeño, críptico, que empuja un temblor certero sobre el final de mi sexo. Nunca sé nada de ti, ni de tu oscura vida llena de esquinas imposibles de descifrar. Tus llamadas siempre llegan en momentos imposibles, y así nuestro deseo vive de la improbabilidad de saciar tigre y paloma sobre las cinturas. Al descolgar, sé que tu voz puede nacer del rincón más inverosímil de la ciudad. Hoy también. Se escuchan los latidos en el fondo grave de tu voz. Y me confiesas que estás abajo, en mi portal. Los latidos me contagian la garganta, me contagian la piel entera, mis dedos, el vientre intacto que presiente la flecha de tu sed. Abro el portal, giro lentamente el pomo de la puerta hasta dejarla entreabierta, y me hundo desnudo en la oscuridad de mi habitación.
El aire se ha detenido, espeso, aún más, y ya no es capaz de circular por mis pulmones. Esa minúscula ventana de piel se tensa súbita, esperando de nuevo ser vencida. En mi asfixia, sé que sólo tu llegada me salvará de ahogarme, sólo tu salvaje caricia en la oscuridad, sólo el saber mi cuerpo frágil, envuelto con deseo en la ropa del tuyo mientras rodemos febriles como bestias, sobre la madera tibia de mi habitación.
6 comentarios:
cuanta procacidad
Besos de Big vic
sublime, como siempre
Un beso, con tu permiso.
Anda, big VIC, será que no te gusta a ti la procacidad acaso...que lo sé de buena tinta...
Gracias por el beso... Te he linkado, que quería hacerlo hace tiempo, pero soy un auténtico vago... A ver si te agrego en el messenger y te comento alguna idea para el blog (con tu permiso)
Más besos.
Lugares para caricias, para recuerdos, para vivir una memoria que se hace presente porque nunca dejó ni dejará de ser
La vida se mide en instantes de piel y esos momentos, en la oscuridad de una llamada anónima, nos rodean de versos y de inminencias que riman -lorquianos- en íntima asonancia
perdon, ya no lo haré mas
BIG VIC
Ays, qué sensual andas últimamente.Mmmmm ;-)
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