29 de noviembre de 2007

Perfecciones.



Madrid, 20:25 horas. Parada de metro de Nuevos Ministerios (para los que no conozcan Madrid, una de las paradas de metro del distrito financiero de la capital).
Yo, bajando las escaleras del metro para volver a casa. Por la mañana he salido impecable, arregladito, perfumado y perfecto. A lo largo del día, sin embargo, las horas de trabajo, de correr de aquí para allá, la piscina, las clases, el café con un amigo, las compras, las carreras por la calle, me han ido transformando... me siento un poco maltrecho. Ya sólo en la última media hora el calor excesivo de los interiores de las tiendas, los paseos en el super porque no encuentro la mozarella, las ganas por vivir cada minuto de lo que queda de día, me han ido dejando la cara con signos de cansancio, y mi cabeza ya algo despeinada. Además siento que me muero de calor bajo la cazadora acolchada y con las bolsas de plástico en las manos mientras deseo llegar a casa cuanto antes. La escalera de descenso es larguísima, interminable. De repente, aparece él subiendo. Inmóvil –la máquinaria de la escalera lo hace todo- y con cada prenda en su sitio, al igual que sus cabellos, como si hubieran sido colocados uno por uno. Siento que no se han debido mover un milímetro en todo el día. Es rubio, y muy atractivo. Viste de negro. El olor de su perfume aún se siente intensamente al pasar junto a mí, y observo con sorpresa que su rostro permanece como recién afeitado, absolutamente hidratado. Lo imagino en su oficina, imperturbable sobre las teclas, midiendo cada uno de sus movimientos de manera meticulosa: los dedos, los brazos, la cabeza, incluso la mirada. Todo con un criterio de máxima eficiencia con el menor gasto energético posible. Lo imagino hablando lentamente, usando sólo las palabras justas. Casi puedo verlo mientras come una ensalada baja en calorías en un recipiente de plástico y bebe agua mineral. Su ropa no se arruga y llegará a casa casi exactamente igual que como salió. No ha sudado una gota, ni ha hecho mella en él la polución. Tampoco se ha sobresaltado ni ha hecho nada que no estuviera en sus planes. Pasa de largo junto a mí, ni se inmuta detrás de sus auriculares. Me miro a mí, acalorado, con el cierre de la chaqueta un poco torcido, sofocado y atravesado por mil reflexiones, al borde de más de una pasión, con las plantas de los pies ardiéndome dentro de las deportivas. Me gustaría poder contagiarme de un poquito de su perfección a estas horas del día, de su inmaculada pose, que todos observamos en silencio desde la escalera que baja... Sin embargo, no puedo evitar sentir un escalofrío cuando termina de pasar, como si algo en él no fuera humano, como si toda esa legión de seres perfectos que puebla los laberintos de la gran ciudad entre semana fueran de aire, producto de una oscura fuerza que pretende crear en nosotros envidia, ganas de no ser imperfectos y parecernos a ellos, algo que alguien acaba de estrenar y que no necesita cambio alguno porque ya es pefecto mientras nada cambie, como si pudiesemos no cambiar nada y cruzarnos todos inmóviles y exactos en los pasillos del metro... No, en el fondo he sentido pena por él y me he alegrado de sentir calor, y sudar, y estar despeinado. Es también por ello que mi corazón late fuerte.

23 de noviembre de 2007

El dolor de la primavera.

Hace días que vengo escribiendo un microrelato en forma de pequeño cuento mitológico inventado, inspirándome en la contundente música (Le sacre du printemps) con la que Igor Stravinski escandalizó París en el año 1913.
La provocación de Igor enfrentaba una leyenda eslava anclada en lo primitivo con una música revolucionaria y desconcertante, estructurada en base al ritmo y la percusión, hostil en muchos momentos a los sentidos, alejada del lirismo tradicional y proponiendo una nueva estética grave, inquietante, telúrica y a la vez vanguardista.

Yo he transformado la leyenda en otra, pero con la intención de respetar la esencia de lo que Stravinski nos quiso transmitir.
Tenía la intención de ilustrarla con uno de los montajes que más honor le hace a la partitura. La del coreógrafo belga Maurice Béjart, uno de los padres de la danza contemporánea (de la que ha sido uno de los máximos difusores en el final del siglo pasado) y creador de algunos de los montajes más absolutamente redondos del género. Lo elegí a él porque me ha subyugado siempre, porque fue un rompedor y ha sido uno de los que ha sacado la danza clásica del estrecho corsé en el que la historia la había encajado. Por eso creo que su versión es la que más se adapta a la intención primaria del Ballet de Stravinski. Yo aún me maravillo cuando la veo.
Casualmente Maurice Béjart nos dejaba ayer un gran vacío al desaparecer. Me ha parecido una noticia triste para el arte en general, y me ha impulsado a terminar el relato que pensé que iba a quedar eternamente en borrador.
Os dejo con unas escenas de su coreografía absolutamente extraordinarias (no os perdáis el maravilloso final) y con mi pequeño relato.


En los últimos segundos antes de expirar, un tumulto de sensaciones y recuerdos cae como un aguacero sobre Selune. Las drogas que ha ingerido durante la tarde previa al ritual la mantienen en una semiinconsciencia de la que sólo cree despertar a medias cuando el reflejo del fuego sobre la gran daga de del hechicero Laur le quema los ojos con su resplandor. Sus ojos oscuros tras la máscara, a pesar de la euforia desatada por los cientos de golpes de tambor sobre sus oídos, la tranquilizan. El olor de la sangre de los animales recién descuartizados comienza a invadirlo todo, y la imagen de la suya que será vertida en breve sobre ellos, le llena de imágenes la retina. Pero al brillo intenso de la daga todo se desvanece. Ha llegado el final. El mundo entero parece detenerse de pronto y un extraño silenció la invade. Entonces llegan los recuerdos, como en tumulto, abrasándole la piel de las sienes. La mañana en que la nieve comenzó a deshacerse sobre la llanura, y la mirada oscura de su madre, que no decía nada, pero que tragaba estoica la amargura de ser madre de la virgen más joven del poblado. El viento que se iba haciendo menos frío, la aparición de las primeras brisas templadas, con la llegada de la cuarta luna desde el inicio de la crecida del día.
Selune conocía a Tremel desde niña, y habían compartido juegos y noches en torno a la hoguera del poblado. Pero no fue hasta el verano pasado cuando comenzó a sentir una poderosa atracción hacia él. Aquella imagen también le llega como una piedra afilada lanzada sobre su memoria. Tremel y ella nadaban en el río, jugando como siempre lo habían hecho, desnudos, salpicándose y riendo todo el tiempo. Y entonces Selune, sin saber muy bien por qué, se sintió profundamente turbada mientras contemplaba la espalda mojada de Tremel saliendo del agua, y los minúsculos ríos de agua descendiendo furiosos por su piel para caer salpicando la superficie, y el sol haciendo que brillase como una estrella. Selune sintió un escalofrío de placer, un estremecimiento desconocido, seguido de repente de una sensación de embarazo, de pudor y de soledad. Y recuerda cómo salió corriendo en otra dirección, a cubrirse veloz con la tela de su saya. Pero desde entonces no puede evitar mirar hacia Tremel donde quiera que esté. Se siente como poseída por un hechizo, atraída brutalmente por su cuerpo y por su mirada. Sin embago, desde aquel día, paradójicamente, se siente incapaz de ser la misma de antes con él, y no se ha atrevido a romper la distancia que guardan entre sí quienenes no se conocen mucho. Pero le dolía, le dolía ser incapaz de acercarse a él, y sentía como fuego en el pensamiento cuando estaba él delante.
Hasta que una noche sin luna, después de cantar junto a la hoguera, por fin se aproximó, y le dijo algo cariñoso, y caminaron juntos un rato en la oscuridad del bosque. El resplandor lejano de las hogueras era la única claridad que les llegaba. Aún en esa penumbra Selune sentía los ojos de Tremel clavársele como espadas en los suyos. Con todo el temblor que la recorría, Selune acercó poco a poco sus dedos a las mejillas de él. El gesto provocó que él se acercara más aún y le dejara un beso en la frente. Le sonrió y tomó el camino de vuelta a las cabañas. Selune se quedó detenida, y su cara se llenó enseguida de abundantes lágrimas. Desde entonces ha vivido como un espíritu, vagando siempre sola y sin emitir apenas sonidos. Su madre la mira con melancolía, pero no dice nada. Últimamente le toma la mano y la acaricia con frecuencia, como sabiendo que es algo que no podrá volver a hacer. Nadie dice nada, pero todos la miran en el poblado desde hace días. Todas esas miradas también llegan a su cabeza en el último momento. Miradas que se mezclan con la oscuridad que percibe detrás de los huecos profundos de la máscara de Laur y el intenso resplandor de la llama en la daga, que parece penetrar en ellos. Después siente el metal hirviendo sobre la piel, y se desvanece.
Lo último que siente recordar son las gotas de agua cayendo por la espalda de Tremel, iluminada por el sol.
Delante de la sangre aún tibia de Selune derramada sobre una copa de barro azul todo el poblado acaba de hacer silencio. Los primeros rayos de la mañana se vislumbran ya sobre las montañas. Con el sacrificio de la virgen más joven del poblado la primavera que ya despunta no morirá, y podrá haber frutos que comer, y caza abundante. Se van retirando todos, como cada año. Las más jóvenes sienten un extraño temblor en su piel, y los adultos comienzan a pensar en el día de trabajo. Se retiran a descansar a sus cabañas. Aún huele a sangre, y el único que permanece junto a las brasas, ya con el sol levantado, es Tremel. Mira fijamente el lugar del sacrificio, y es difícil saber qué siente o qué piensa, pero permanece de pie junto a los restos cuando han pasado horas ya del final, solo, y no aparta su mirada del último lugar en el que ha visto la mirada de Selune.

21 de noviembre de 2007

Besos imposibles.


Siempre quise besarles, aunque ellos no lo supieran. Desde que los conocí. Suelen tener el color de sus labios ligeramente acentuado en un tono más claro de lo normal. Es mi pequeña obsesión, acercarme a ellos y posar los míos lentamente, casi morderlos y deslizar mi lengua lenta, casi imperceptible, entre ellos. La mayoría se quedan ahí, en deseo que envuelve mi garganta. Algunos casi los he conseguido. Es una cuestión de arrojo, de ese que me abunda en el verbo pero que se repliega cuando la atracción me desgarra. He estado a milímetros de distancia, para retirarme después, como si se tratase de puertas de bronce oscuro que no he osado abrir. Están todos a buen recaudo, encerrados en el palacio que mi deseo ha construido mirada tras mirada, estupor tras estupor. Secretos, ocultos en la más remota sala, disfrazados de color y memoria.


Esos que miro ahora no son los mismos. Pero han invadido la ciudad, y nos observan a todos desde lo alto y desde lo bajo, a ras del suelo o desde las esquinas del subterráneo. Labios puros, imaginados castos, impolutos, apenas rozados por otros. No tengo la menor idea de dónde los sacó Alberto, ni de si los imagino o los tomó del natural, de alguien que pasó a su lado atrapando su aliento, o de alguna dama que a él los expuso alguna noche de invierno frío. Y sin embargo no puedo evitar pensar que aunque sean reales, sólo existieron en su deseo, y jamás cruzaron el umbral de la realidad. Me lo delata esa mirada fija y esquiva que los protege, que levanta ese muro invisible envolviendo el beso imposible. Esos ojos desafiantes guardan con celo la cuerda que ciñe el impulso, que lo paraliza. Lo sé porque lo he vivido, porque lo vivo en los que a mí me persiguen, en los que arden en mi estómago silbando entre los cabellos que me rozan, sobre la piel que me precipita al olor, sobre el vértigo sutil que me borra el olvido.
Esos labios... tan cerca y a veces tan lejos. Esos labios (estos días reproducidos en avenidas, multiplicados sobre nuestras cabezas) los conozco. Los conozco porque los deseo. Los deseo tanto, que sigo sin poder besarlos.

19 de noviembre de 2007

Extrañeza y Mozart



Las tardes se cierran como oscuras y veloces grutas, y no tiene tiempo el aliento de encontrar el sol quebrándose sobre los límites. Mis sobremesas son mares de fuego que se arrastran para extinguirse. El sueño, noches frías en las que la médula tiembla. No sé quién me trae la extrañeza, ni los pasos rotundos sobre la razón, como asfixiándola. Y sin embargo ahí está, desafiándome en el tálamo de la duda. Intento verter el temor, y saciarme de presente, pero el hilo que me une al futuro se me enreda entre los dedos. Extrañeza que me separa de mí, que extravía mis latidos y los esconde bajo una almohada invisible, que me amarga el tacto del volante, que me arroja al vacío entre lámparas rojas que flotan en la oscuridad, como suspendidas. Es toda esa extrañeza de la reflexión y de la calma, que me devora, que me arrastra y me acuchilla, pero que va seguida de lo cotidiano, como un metrónomo humano, como un reloj de piel que dibuja de nuevo la mañana y la tierra oscura que se me clava en la retina. La mañana despliega el ancla y las ramas sobre la lengua, pronunciando las mismas palabras, reconociendo los túneles de mis venas, habitando en la estrecha espalda de la rutina. Y reconocida la felicidad de lo exiguo, siento algo parecido al respiro, inevitablemente falso, pero poderoso, como cuando tras un adagio que instala el silencio, Wolfgang nos arranca del limbo para devolvernos al trepidante humor, a la distancia de lo grave... y la vida sigue.

15 de noviembre de 2007

Delicatessen porque sí

Quienes me conocen saben que soy bastante expresivo y entusiasta al hablar. Eso no lo puedo cambiar. Algunos de los que me conocen saben también que hay algunos temas con los que me apasiono especialmente. Y alguno menos sabe (pero también los hay) de las especialidades gastronómicas con las que disfruto casi tanto relatando el placer que me produce comerlas como el hecho de hacerlo en sí mismo. Entre ellas, una de las que más, la Burrata di Bufala, esa exquisita especialidad de la región de la Puglia italiana, con textura de mozzarella mantecosa que se deshace entre hilos, crema y suave pasta de un queso fresco e intenso de sabor. Me gusta prepararla desatándola (normalmente viene envuelta en una hoja verde y atada con una cuerdita) y cortando su exterior más sólido, para dejar a la vista toda la crema del interior. La rodeo de tomates cherry cortados por la mitad, para mojar con ellos en la burrata, y la salpico de hojitas de albahaca fresca. Para aliñarla basta un poco de sal, pimienta negra recién molida y un poco de aceite perfumado de trufa blanca.
Después se sirve, preferentemente acompañada de un buen vino tinto, y se degusta... pocos placeres físicos la igualan, os lo aseguro. Para muestra, una foto de la última que preparé, en casa... Alguno de los lectores estuvo, así que opine, que opine...

12 de noviembre de 2007

Las ocho y veinticinco

Raquel recoge los últimos cacharros de la cocina como cada día y al terminar alcanza con su mano suavemente la espalda. Este trabajo me está quitando la vida, piensa. Mientras dobla con delicadeza su delantal antes de guardarlo en el cajón de la encimera piensa en Jaime y en la discusión de anoche. No, no se merecía una respuesta así, pero algo le llevó a decir aquello. Quizá la infinita desidia en la que viven desde hace meses, cada uno por separado, durmiendo de espaldas, comiendo en silencio, viendo la televisión sin mediar palabra. Ninguno de los dos se atreve a hablar, y cuando lo hacen, tan sólo son capaces de desembocar en reproches. Raquel se detiene a mirar la cocina de los Flórez. Tan grande, tan luminosa, con el frigorífico siempre lleno de comida perfectamente envasada y convenientemente ordenada. Nunca falta nada, la compra se hace a diario y siempre se repone lo que se necesita cada día, para que esté todo fresco y a punto. Esta cocina le inspira una sensación confusa, porque la desea y la envidia, pero al mismo tiempo debe trabajar a diario en ella para que sean otros quienes la aprovechen. Ella tiene la idea de que la cocina es el corazón de la casa, y de que si allí todo funciona y está limpio, el hogar debe igualmente funcionar. Ojalá pudiese tener una cocina así en casa, siempre aprovisionada y limpia, dispuesta a poder satisfacer cualquier menú que se terciase.


La señora Julia le da siempre instrucciones a primera hora de la mañana, nada más llegar ella. Siempre tiene muy claro lo que hay que hacer, como si lo apuntase en un papelito el día anterior y se dedicase a aprender las órdenes de memoria durante la noche. A pesar de su frialdad al hablar, Raquel la siente cercana, y le gusta que la trate de tu y que termine siempre sus frases con un rotundo "¿te parece bien? La relación entre ambas nunca ha tenido tensiones, y Raquel nunca ha dado pie a comentarios ni recomendaciones de ningún tipo. Tan sólo una vez se había quedado con 20 euros que encontró limpiando debajo del gran sofá del salón, pero nadie los reclamó jamás. Este pequeño incidente secreto, sin embargo, la martiriza aún de vez en cuando, pero nunca se ha atrevido a confesarlo, ni siquiera a Sandra, su mejor amiga. Lo que sí le ha dicho a Sandra es lo de Roberto. Sandra no hace más que decirle que es un jodido boludo, un puto pijo cobarde, pero Raquel no lo ve así. En el fondo siente que fue ella la que se tomó la libertad aquella tarde en que se encontraron solos en la casa. ¿Qué iba a hacer el pobre después de aquello? con lo severos que son la señora Julia y el señor Ramón, que es que les viene de familia. Roberto se jugaba seguramente su doctorado en Princeton, y Raquel su empleo en la casa y probablemente las posibilidades de conseguir otro en todo el barrio. Así, siempre entendió el silencio de Roberto, y por qué dejó de hablarle y hasta de mirarle. Estaba segura de que él no había dicho nada nunca a los señores. Ella también había callado. Con Jaime, con su hermana Gloria, con todos. A veces, hasta le parecía que aquello no había sucedido nunca. Inconscientemente, hablar con Sandra de ello había sido como una forma de hacerlo real, de no tener todo el poder para olvidarlo.

Raquel mira el reloj y calcula que tendría que correr un poco para llegar al autobús de las ocho y veinticinco. Aún debe ordenar la despensa un poco y cambiarse de zapatos. La ciudad se ve tan fea desde la marquesina del autobús cuando es de noche y tienes que esperar por el autobús siguiente, piensa. Todos parecen tener dónde ir. Todo el mundo da la impresión de tener algo interesante que hacer, algún lugar especial donde ir o alguien esperando impaciente en algún sitio. La calle se convierte en un lugar de paso a esas horas, solitario, casi deshumanizado. Y eso a Raquel le pone muy triste, porque siente que a ella, en realidad, en ningún sitio la esperan, aunque sea mentira. También le hace sentir que su vida no tiene ningún atractivo desde hace meses. Pero hasta eso, en realidad, es mentira.

Mientras se apresura un poco se lleva la mano al vientre y lo acaricia con sumo cuidado. Es lo único que aún no sabe nadie. No sabe cómo decirlo, ni siquiera a Sandra. A Jaime tampoco. Sabe que es probable que no la crea. Que también es probable que quiera dejarla. Y el miedo la paraliza. Al llegar a casa cada noche lo intenta. Lo mira con insistencia desde la puerta de la cocina mientras él observa en silencio la televisión. Y parece que las palabras acuden hasta sus labios, pero se quedan ahí, detenidas, sobrecogidas. Hasta que Jaime, casualmente la mira, y entonces ella finge como que mira también la televisión desde la puerta. Y ninguno dice nada.

Seguro que lo voy a perder, se lamenta mientras termina de atarse los cordones de los zapatos. Y toma su bolso antes de pasar por el salón y dar las buenas tardes a la señora Julia. Hasta mañana, le dice. Y Raquel, en sus palabras, aún encuentra un algo familiar, una de las pocas cosas que la reconfortan sin saber muy bien por qué. Mientras cierra la puerta del piso, Roberto acaba de salir del ascensor. Y ella se ha detenido sin saber muy bien qué hacer. Después de varios meses evitándose, no les queda más remedio que cruzarse de una vez en la estrechez del descansillo. Roberto baja la mirada y dice buenas tardes, como si fuese la primera vez que se encontrase con ella. Raquel le responde, pero su voz tiembla mientras pronuncia esas palabras. El olor de Roberto al pasar aún le devuelve a aquella tarde, pero él abre la puerta y entra en la casa sin volver la mirada atrás. Raquel vuelve a pasar su mano por su vientre mientras respira profundamente. De repente no sabe si hace bien o no, y el mundo parece bascular un instante sobre el sonido que la puerta acaba de hacer al cerrarse. Sus latidos parecen retumbar en toda la escalera.

Lo pierdo, coño. Y toma el ascensor apretando insistentemente el botón de la planta baja. No puede evitar correr por la calle abajo hasta la avenida por donde pasa su autobús. Cuando llega lo ve detenerse en la parada anterior, más abajo en la avenida. Viene con retraso, menos mal. Se pregunta si el chico moreno estará hoy también. Es su particular forma de evadirse cada tarde, de vuelta a casa. Ese chico moreno y fuerte, más joven que ella, que la mira con descaro y sin apartar la mirada durante todo su recorrido, cada día. Ella le sonríe con inocencia, pero en sus ojos hay algo más que la sombra de un juego. Sin que ella lo perciba, esconde el filo de un vertiginoso precipicio. Él se baja mucho antes que ella, pero la persigue con la mirada fija hasta que el autobús gira en la última esquina. Y ella, sin ser consciente, se ha vuelto terriblemente exigente consigo misma para no perder el bus de las ocho y veinticinco. Aparentemente, sin embargo, nada sucede.

Sí, también está hoy, al fondo y de pie. Y la está mirando desde que entra, mientras pasa el billete por la anuladora, mientras se sienta en uno de los asientos laterales, justo frente a él, y se alisa el cabello tímidamente con los dedos. La sigue con la mirada y la desnuda con su oscuridad. Y ella, inconscientemente se lleva de nuevo la mano al vientre. Sería bonito bajar con él y dejarlo todo. Bajarme con él y dejar que me lleve, que me lleve donde quiera. Y él, que ya no sabe como disimular más el deseo, se levanta para dirigirse a la puerta, pues está llegando a su destino, y al pasar roza su brazo con el suyo, y le sonríe con descaro. Ella se estremece, pensando que quizá sea casual, pero se gira para ver cómo desciende. Y él, una vez abajo, no retoma su camino, sino que la mira, y parece que los ojos se salen de sus pestañas. Finalmente le hace un gesto firme, como de que lo acompañe, como de que baje y se vaya con él. Ella se levanta y lo mira, y sus pies quieren salir de allí, Salir y olvidar que la ciudad se ve tan fea desde el autobús. Quiere bajar para que sean los demás quienes la vean a ella caminar con él, caminar hacia un lugar bonito, hacia un lugar interesante. Sentirse también ella deseada, imaginada, fantaseada por los demás. Y parece que le falta el aire mientras se dirige a la puerta. Pero no es capaz de traspasarla. Y se cierran finalmente, delante de sus ojos, y con ellas la mirada del chico moreno que aún la observa desde el fondo de la calle mientras el autobús acelera. Debería coger el siguiente bus, piensa mientras las piernas aún le tiemblan, y saca su reproductor de música mientras vuelve a su asiento. Lo acciona para poner la música lo más alto que puede. No sabe aún si le gusta esa música tan machacona que le ha pasado Sandra, pero no puede evitar escucharla día a día.
Cuando llega a casa, casi se ha olvidado de todo lo que acaba de suceder en la tarde. Sólo quiere relajarse y fumar un pitillo mientras se hace la cena. Jaime querrá ver el fútbol. Bajaré a ver a Sandra un rato.
Pero al llegar Jaime no está. La habitación parece revuelta, como si alguien hubiera estado desordenando los armarios. Faltan algunas cosas de él. Pero nada más le extraña, todo lo demás está en su sitio. En el fondo, aunque muchos días desearía llegar a casa y que no hubiese nadie, no puede evitar sentir un miedo atroz, un miedo que la atrapa de repente y le araña el vientre. Rápidamente saca el móvil para llamar a Jaime, y entonces descubre que tiene un mensaje en la pantalla. Ni sabe desde cuándo estará ahí. Lo abre en seguida, es de Jaime. Pero el mensaje está vacío. Sin palabras. Es un vacío inquietante, que la amordaza, y que de repente abre otro vacío aún mayor. El que se extiende delante de ella.
Se lleva la mano al vientre, parece como si todo el mundo le doliera, de repente, ahí. Le duele la injusticia de la señora Julia, de repente descubierta. Le duele la indolencia de Roberto, su cobardía. Y la indiferencia de Jaime, y lo mucho que en realidad lo necesita. Y en el fondo le duele no quererle ya. Y le duelen los reproches de Sandra, y le duele que siempre le dé la razón. Y le duelen las confidencias y las miradas. Pero sobre todo le duele ella misma, y su propia cobardía. Y le duele su miedo cada tarde en el autobús. Y le duele cada silencio de casa que no es capaz de romper, y su vergüenza de sentirse gris mientras espera el autobús, y le duele la envidia malsana de la vida de los demás... Y le duele el vientre y le duelen sus dudas. Y de tanto dolor, por fin, se sienta y llora por todo... Mañana, imagina mientras las lágrimas le descienden por las mejillas y le llegan al cuello, será otro día.

8 de noviembre de 2007

La abstracción del paisaje.


DEL ROMANTICISMO NÓRDICO AL EXPRESIONISMO ABSTRACTO


Inmersos en el stress cultural de un Madrid al que en este otoño parece que le faltan espacios en los que inaugurar exposiciones más que celebradas y anunciadas, he vuelto esta semana a uno de mis particulares e indiscutibles referentes culturales de esta ciudad. La Fundación Juan March.
No os encontraréis la ciudad empapelada de los carteles de su actual exposición, y sin embargo se erige como una de las más seductoras, interesantes y coherentes exposiciones que he visto últimamente.
Esta Fundación siempre convence con sus propuestas. A pesar de que el espacio físico del que disponen para ellas es bastante limitado, sus exposiciones nacen del rigor y la profundidad conceptual, y tienen siempre un eminente sentido didáctico, no tanto como difusores del arte, sino como motivadores de la reflexión en torno al arte. Además, siempre acompañan sus muestras de un profesional y completo servicio gratuito de visitas guiadas que constituyen un verdadero placer para los que asistimos a ellas (miércoles por la mañana y viernes mañana y tarde).

En esta ocasión, el argumento de la exposición que nos traen hasta inicios de Enero, es LA ABSTRACCION DEL PAISAJE. En ella, partiendo de una interesante teoría del historiador americano Robert Rosenblum, nos seducen con otra posible interpretación de la evolución de la pintura moderna (alejada de la tradicional y oficial, aquella que pasa necesariamente por Picasso y Matisse). En ésta, y partiendo de la ruptura de la escuela francesa y la alemana (y por ende nórdica) en cuanto a interpretación de la naturaleza (la francesa, naturalista, centrada en la impresión real y espontánea de la naturaleza, y la alemana, que introduce el elemento romántico -espiritual- que la transforma en algo misterioso, sobrenatural e inquietante) asistimos a toda la evolución que esta segunda interpretación va ejerciendo en pintores posteriores hasta llegar, por otra vía, hasta la abstracción.
Así, partiendo de una serie de paisajes a la sepia (representando tres de las cuatro estaciones del año) de Caspar David Friederich (perdidas desde 1935 y recientemente recuperadas y restauradas, de hecho esta es la primera vez que se exhiben tras su "presentación" en Berlín) la exposición se articula en torno a una serie de trabajos sobre papel que van recorriendo grandes nombres (y algunos menos conocidos) de la historia de la pintura occidental (Turner, Van Gogh, Munch, Kandinsky, Mondrian, Klee, Rothko...) y que nos van ilustrando a través de diferentes representaciones del paisaje cómo la conceptualización del la mirada espiritual romántica sobre el paisaje va evolucionando en una transformación de las formas que desemboca en la abstracción. Rosemblum, en el fondo, tiende un hilo que pretende unir lo sublime romántico que representa el romanticismo nórdico (Friederich) con lo sublime abstracto que representa el expresionismo abstracto americano (Rothko):

"La línea que va de lo sublime romántico a lo sublime abstracto es una línea quebrada y tortuosa, puesto que su tradición es más la del sentimiento singular y errático que la del sometimiento a disciplinas objetivas"

Más allá de la distorsiones de esta teoría y de las polémicas que ha suscitado en el mundo del arte, no cabe duda que como propuesta de reflexión es tremendamente atractiva. Y sobre todo, supone una ocasión para asistir a un ejercicio de comprensión de muchas de las claves de la evolución del arte hasta nuestros días (muy recomendable por lo tanto para los que no terminan de entender la abstracción en la pintura).
Como siempre, la web nos obsequia con un abundante material documental para prepararnos bien la visita y gozarla. También (como casi siempre) en torno a la muestra se ha organizado un ciclo de conferencias y otro de música, inspirados en temas y argumentos relativos a la exposición. Yo con seguridad iré alguna vez más a verla. Reconozco que salí sin aliento de mi primera visita, pero con la sensación de no haberla aprovechado pues es bastante lo que es necesario asimilar.

Hasta el día 13 de Enero.

5 de noviembre de 2007

En la médula del otoño


Sentir los últimos rayos de sol de la tarde de noviembre y verlos deslizarse por las torres convertidos en fuego suave, en tenues láminas de colores versátiles, cada vez más frágiles, hasta desaparecer. Todo un espectáculo de belleza que cada otoño se repite en esta ciudad donde durante unas semanas busco cada tarde ese instante, que dura tan solo unos minutos, justo antes del ocaso. Cada año siento una necesidad imperiosa de salir a encontrarlo cada tarde, como con el aire ausentándose de mi garganta. Recorro las avenidas con el ansia como un látigo sobre mi pecho, mirando con insistencia el borde del cielo sobre los edificios. Busco mi secreto milagro de naranjas que me poseen y lo llenan todo para volatilizarse en espuma que sobrevuela los tejados y deshacerse finalmente en el limbo de la noche. Es imposible fotografiarlo, sería una traición a este misterio de la ciudad donde vivo, entendible sólo cuando, caminando por la Gran Vía en una tarde de noviembre, de repente, te atrapa la daga sin aliento de un horizonte que detiene el tiempo y acelera el espacio. Y te quedas adherido a él, sin sonido de automóviles ni sirenas... hasta que súbitamente termina, como si de un suspiro se tratase. Brutal como el pasar de la página más lírica, de golpe, casi arrancándola, dejándote hueco y sin palabras, arrojado sin remedio de nuevo al silencio rasgado del murmullo incisivo de la gran ciudad. En esos casos se necesita una mano cerca, para no caer por causa del mareo intenso... ¿ alguien me la tiende esta tarde?