31 de diciembre de 2006

De puntillas.

Recién llegado. Aún con el vértigo que, a pesar de llevar tantos años dando vueltas en estas fechas, me siguen produciendo las llegadas. Ese desconcierto de no saber donde está ni quiere estar uno. Con Sevilla aún en la cabeza. Con ese dulzor especial que este año le han dado personas nuevas y especiales.
Casi siempre la Navidad tiene ese inevitable lado B, esos efectos secundarios no deseados que entre nudos familiares, huecos, ausencias y luz mortecina de diciembre, nos dejan un poco aturdidos. Pero para compensar, ahí habéis estado vosotros. Gracias Manuel, gracias Tomás, gracias Miguel, gracias Bea, gracias Pedro, gracias Ismael, gracias Mercedes y Carmen. Gracias por poner ganas, ilusión, confidencia, risas, música, palabra y miradas en estos días de final de año. Vuestra compañía ha dado a la navidad todo el sentido que en estos últimos años faltaba. Ya os echo de menos. En vuestros tremendos abrazos, en vuestras ganas de compartir tiempo conmigo, en vuestra disposición, en vuestro cariño, en vuestras sonrisas, y hasta en alguna mirada turbia que otra. Sois de las cosas más bonitas que me ha dado el año, y espero que en el que entra, sigáis estando ahí, en mi vida.
Esto del cambio de año, sinceramente, no tiene mucho significado para mí. Prefiero pasar de puntillas, y dejarme llevar sólo por la alegría general, por el sentimiento de euforia (ese siempre viene bien) y del alcohol derramado, para dejar que los buenos deseos hagan, si se tercia, una noche especial y divertida. Sólo eso, que no es poco. Por lo demás, sigilosamente atravesando los días navideños, con la melancolía elegante y dulce pero feliz de ese villancico de Nat King Cole que os dejo de despedida, aquel que sonaba, como símbolo del paso del tiempo a través de las navidades, en aquella bellísima 2046, de Wong Kar Wai. Feliz noche de desenfreno, o de lo que sea, a todos.

22 de diciembre de 2006

Buenos deseos en Navidad.

Nada, yo lo intento, pero esto de llegar estas fechas y hacer uno el esfuerzo de transformarse en un ser entrañable que sonríe siempre y desea cosas buenas a todo el mundo... A veces, sinceramente, no me sale.
Ya sé que esto debería ser sólo una excusa, una ocasión para hacer la vida un poco más amable. Pero es que tampoco me gusta esa visión de la vida, que de hecho convertiría a la Navidad en un ejercicio de impostura y sentimientos forzados y que ciertamente concedería a la vida un estatus que yo no le quiero dar.
Lo que me ocurre a mí es que de partida intento ser positivo durante el resto del año, y sobre todo sincero. Consciente de que no siempre las cosas salen bien, consciente de la dualidad de la vida, de lo imprevisto y breve de la felicidad y de la tristeza. De lo fugaz que es todo en realidad. Humano e imperfecto, pero sincero conmigo y con lo que quiero ser. Tan lleno de anhelos como de defectos, tan en mi camino como fuera de él. Y cuando llegan estas fechas, se me hace muy cuesta arriba no dejar de ser el mismo.
Así que...
El mismo soy y el mismo seré:
El que postea textos de música clásica que sé que nadie lee hasta el final, el que pone vídeos de películas a veces, y hace como que sabe hacer crítica seria (me río yo de mí mismo haciendo crítica), el mismo que escribe relatos con la mejor intención, que son más o menos buenos, pero que creo que reflejan esas cosas que me interesan y de las que me gusta hablar.
En fin, que hoy, por ser (casi) Navidad, no voy a dejar de ser el mismo.
Pero ( y aquí la novedad)... es que os tengo que confesar una cosa:
Es que yo tampoco soy exactamente el que se muestra aquí, me temo.
El que me conoce en persona sabe que este Vulcano del Blog sólo es una parte de mí. Quizá esa parte de mí que menos muestro en público y que quizá por ello necesitaba un espacio donde desplegarse fuera de mi interior. El Vulcano de la realidad es menos serio, más divertido e irónico, más cercano (aunque igualmente volcánico) y con muchos más defectos de los que parece (a saber, insistente, algo indiscreto, a veces un poquitín arrogante, descarado, indeciso, arrojado, impaciente, insolente... y paro, que tampoco es cuestión de hacerme mala prensa por aquí). Lo compenso con facilidad para el cariño, creo. Ya sé que no se trata de una balanza esto, pero en fin, es lo que vengo a ser. Pues nada, con ese mismo cariño, os deseo a todos una Feliz Navidad, la mejor que se os pueda ocurrir a cada uno.
Estaré unos días fuera, portaros bien que entraré algún día por aquí a ver cómo me cuidáis esto.
Para terminar, rompo una lanza en favor de otras estéticas para la Navidad. Os dejo con la que he escogido yo, ¿qué se os ocurre a vosotros?

20 de diciembre de 2006

Lecciones de Interpretación

Pierre-Laurent Aimard.

Cerrando el ciclo de grandes intérpretes de la revista Scherzo de este año hemos tenido la suerte de contar esta semana en el Auditorio Nacional con la presencia del pianista francés Pierre-Laurent Aimard, dispuesto a enfrentarse a dos monumentos de la arquitectura pianística. Y lo ha hecho con soltura y personalidad, dejando un inmejorable sabor de boca como final de ciclo.
Cuando un pianista convence, no hace falta mucha literatura argumental para demostrarlo. Tampoco mucha lucidez ni sabiduría musical, como probaron la escasez de toses (continuas en los últimas conciertos de Brendel o Zacharias) y la entregada y emotiva ovación de un Auditorio que literalmente se le rindió a los pies. Y con razón.

La primera obra del programa, los Estudios Sinfónicos op 13 de Schumman, es uno de los edificios musicales más portentosos del romanticismo pianístico. Una obra de estas características está más que explorada y reproducida en grabaciones y conciertos. Es una obra que el amante del instrumento conoce casi de memoria en sus indagaciones expresivas y dramáticas. La partitura se presta al camino más fácil para la cautivación del espectador. Aimard sin embargo consiguió ofrecernos una lectura muy personal desde la sinceridad, en una ejecución no exenta de pequeños defectos y notas en falso, pero interpretada desde una visión madura y global de la obra, más o menos atractiva, pero definitivamente convincente. Dubitativo en las primeras variaciones, su lectura se fue haciendo progresivamente segura. Aimard es tremendamente contenido, pero desde esa contención desgrana con absoluta pulcritud la pasión desbocada que esconde la obra. Pasión contenida, y sin embargo contundente, exenta de efectismos e imposturas, que en un trepidante y lúcido final dejaba a más de un espectador sin aliento. Y es que la sinceridad de la interpretación es la piedra base para que pueda tener sentido el solista, su trabajo y la inclusión de obras como esta, tan conocidas ya, en salas de concierto.

En la segunda parte, Aimard nos regaló su versión de referencia de una obra de la que con indudable seguridad es el mejor intérprete. Una partitura poco conocida para mí, los "Vingt regards sur l'Enfant-Jesus" de Olivier Messiaen. Una obra compleja y que no había acaparado antes mi atención, seguramente por su inspiración religiosa, pero que ayer, en las manos del discípulo casi directo de su creador, produjo una extraña revelación en mí. Un misticismo y un ejercicio de indagación rítmico y conceptual fuera de toda duda, que necesité abordar apartado de las imágenes del fresco programático al que corresponden (y que sinceramente encuentro ñoño y cursilón).
La lucidez de este intérprete alcanzó aquí cotas de verdadero virtuosismo interpretativo. De nuevo nos asombró con una contundencia arrolladora, visionaria, rotundamente nítida. Esta vez, además, acompañada de una ejecución implacable y sin fisuras, rayando una perfección sobrehumana. El engranaje oculto de esta obra, llena de cromatismos tímbricos cuasi impresionistas y propuestas rítmicas desconcertantes se nos reveló simple en sus manos, como nacida con naturalidad, en un ejercicio que de nuevo no pretendió impostura ni manierismo alguno.
Fue un final casi rozando el cielo de la interpretación y de la hondura expresivas, que dejo un auditorio absolutamente desconcertado de placer. Bien le recompensó el público al francés, con abundantes y expresivos vítores que él pareció acoger con gratitud, desde su tímida pose de músico de otro planeta. Seguramente lo es. Al menos, ayer lo fue.

19 de diciembre de 2006

Orfeo en la encrucijada.

Esas noches en que la fragilidad se desnuda, me gustaría ser Orfeo errante, continuamente en búsqueda, con esa nítida percepción del camino y la lucha precisos hasta conseguir el ser amado. Sí, me gustaría que a veces fuese tan fácil esa determinación. Tan fácil, tan nítida, tan real como el Amor condenando a los amantes a perderse mutuamente por no cumplir sus reglas.

Pero no, no es así. Porque precisamente, al igual que a veces no siento el camino tan inevitable, tan fruto de la elección inequívoca, otras sé que inevitablemente volvería a mirar a Euridice al salir de los infiernos, a pesar del castigo divino.

Porque mi amor es intenso, y tan lleno de infinito, que me deja dudar. Que me permite incluso olvidar. Pero en la hora certera de la necesidad, mis ojos se vuelven a ti, a quién me ama también inevitablemente, más allá de la fragilidad, más allá de la duda, aunque también por ella. A quien me inventa y con quien me invento. Con quien camino, porque también piensa que esto es un poco caminar, y a veces pensar que no, que no somos nada, o que volvemos a serlo todo. Dudas en el resplandor del teatro y dudas en la necesidad y la distancia, pero siempre la mirada vuelta hacia la carne, la carne que nos devuelve siempre el camino nuevo, retomado, bordeado de incertidumbres que se cruzan a veces, pero cierto de ser Orfeo que no sabe, aunque ama sin poder evitarlo.


13 de diciembre de 2006

10 de diciembre

10 de diciembre de 2006. Irene sentada frente a la ventana abierta. Se oye el ruido de la calle, los coches pasar, alguna sirena de vez en cuando. Irene está sola, y permanece en silencio. Su cabeza hierve en pensamientos, que se funden con su rabia, una rabia que lleva poco a poco entrando en su cuerpo desde la mañana. Delante de ella, sobre la mesa, su torta de chocolate favorita, la que le prepara mamá disciplinadamente, deshaciendo con cariño las onzas más delicadas, que expresamente compra cada año en un pequeño establecimiento al otro lado de la ciudad. Hace un rato ha colocado las 36 velas rojas, una a una, también en silencio. Mamá, desde que era una niña, siempre le recordaba la suerte que era cumplir años en Diciembre, justo al inicio del verano, pues los regalos siempre tenían más color, y podían consistir en cosas para usar en la playa, t-shirts alegres, sandalias frescas... Claro, mamá siempre fue una optimista, una verdadera luchadora. Irene no. Tampoco es que sea una derrotista. Quizá algo sensible. Demasiado a veces.

Su nombre lo escogió papá. Irene. Le encantaba ese tono como ruso que tenía, de personaje de Dostoievski o Chejov. Y es que papá adoraba la literatura rusa. Sí, adoraba en realidad todo lo bello. La libertad también era para él algo bello, como el resto de las artes. Pero ella, la libertad aquella, ya no la recuerda. A veces casi la puede revivir, mamá le ha contado tantas veces de aquellos pocos años. Pero no, en el fondo casi no tiene ningún recuerdo. Los recuerdos que conserva son más oscuros. Papá ausente de casa varios días. Sermones para evitar que dijera nada en el colegio. Esas salidas nocturnas de los dos hasta tarde en la noche, y ella quedándose en casa de tía Mariana, que siempre le ponía sopa para cenar. A pesar de no poder estar mucho en casa, papá la adoraba. Comprendió más tarde que ella era para él un símbolo de libertad, porque nació cuando más felices fueron ellos, cuando más felices fueron muchos. Ella, sin embargo, no recuerda esa libertad. Ella sólo recuerda sombras y miedos. Recuerda un miedo feroz, que la hacía esconderse con frecuencia bajo la cama y permanecer allí durante horas. Recuerda sólo aquellas velas caídas y aplastadas, consumiéndose por el suelo, la torta hecha pedazos. Aquellos hombres grises entrando en casa aquel 10 de Diciembre, mientras todos le cantaban. Recuerda sólo los gritos de mamá, clavándose en sus oídos. Su llanto, desconsolado, el suyo propio, confundido entre el pánico y la incomprensión.

Fuera se oyen cada vez más sirenas. De vez en cuando, un ruido seco, como un petardo, se escucha entre el gentío de la avenida, dos cuadras más abajo. Hace ya tres horas que dieron el parte por la televisión, y la gente ha corrido a celebrar a las calles de Santiago. Mamá también. Irene ha discutido con ella. No entiende que ella es una luchadora, una optimista por naturaleza. Y permanece callada frente a la torta intacta. No, no entiende. Mamá también desapareció. De repente, un día. Estuvo toda una semana fuera. Irene volvió a pasar mucho miedo de nuevo. En casa de tía Mariana, mientras ella se lamentaba, Irene se hacía la fuerte, pero lloraba desconsolada encerrada en el closet. Mamá sí volvió. Dijo que no había pasado nada, que sólo había estado retenida de manera preventiva. Hasta que un día descubrió aquella cicatriz. Íntima y discreta, pero visible, rompiendo horriblemente su pubis. Mamá se tapó en seguida. No quiso contestar.
El silencio fue haciendose habitante inevitable de la casa. Necesitaban del silencio para no llorar, para no gritar de dolor, de rabia, de vergüenza. Vergüenza de callar delante de todos, vergüenza de mentir y de ocultar, y de huir y de acallar. Vergüenza y miedo. Miedo a las represalias, a las amenazas.
Viven con esa condena desde siempre, y la democracia sólo les ha devuelto la calma a medias. Porque cada vez que cierran la puerta de casa, los fantasmas, esos mismos fantasmas de siempre, siguen ahí, sentados entre ellas. Ni la vida rota de su madre se alivió, ni su cicatriz desapareció, tampoco la ausencia de papá cambió. Ni su propia vida extraña, ermitaña, llena de soledad, acompañando siempre a su madre. No, tampoco ha cambiado mucho. Ni su empleo de mierda en la biblioteca de la universidad, ni los turnos inhumanos de un trabajo que pudo ser mejor. Nada de eso cambió. Y sabe que nada de eso va a cambiar tampoco ahora. Por eso no quiso salir a celebrar con mamá. Por eso mismo, este mediodía, han discutido.

Mamá salió dando un portazo, furiosa de la actitud, de la incomprensión de Irene, pero sus ojos derramaban abundantes lágrimas al bajar por la escalera. Mamá sigue siendo, a pesar de todo, una soñadora. Irene no. Para Irene, el diez de diciembre también es el aniversario de los años que papá lleva ausente. Desaparecido, le llaman. Sabe que no volverá, como no volverá la dignidad ni se esfumará el miedo, ese miedo que aún la consume muchas noches en atroces pesadillas. Nadie, ni la jodida muerte del cabrón ese, podrá traerlo de nuevo, ni sus sueños rotos, ni sus anhelos, ni su amor podrán volver. Por eso, por todo eso, no ha querido salir.

Ahora siente rabia de haber discutido con mamá, y arranca las velas de un manotazo sobre la torta. El gentío grita cada vez más fuerte en la avenida, parece que también cantan. Los petardos aumentan su frecuencia. Se prometió a sí misma que no lo haría, pero Irene no ha podido evitar comenzar a llorar. Y lo hace lenta, amarga, desconsoladamente. Son las ocho en punto de la tarde. Cierra la ventana para no escuchar más el ruido y, al levantarse, pisa una de las velas rojas caídas al suelo. Exactamente igual que la bota de aquel policía, hace ahora justo 30 años. La imagen, recién descubierta, le taladra la mente, la ensordece. Irene respira hondo, aún tiene el cierre de la ventana en la mano. Tras unos minutos de interminable silencio, se decide a romper su parálisis. Se acerca lentamente a la la puerta y repentinamente corre, corre escaleras abajo, veloz, de alguna forma liberada. Aún con las sandalias de estar por casa en los pies, el sol cegador de diciembre la deslumbra, por primera vez, en un día de su cumpleaños.


Dedicado a todas las Irenes de Chile. A todas las Irenes del mundo. A los olvidados y a los desconsolados. Por los sueños de libertad... por la LIBERTAD.

11 de diciembre de 2006

El adagio de tía Teresa (II)


En el capítulo anterior:


Aquella mañana, al regresar a mi casa, todo me daba vueltas en la cabeza. La vida de Teresa, mi nombre, aquel deseo de mi tía de escuchar el adagio, su adagio... ¿Qué adagio? Me dirigí a la habitación donde guardaba sus cosas y busqué aquel disco. No sé como nunca había reparado en él, como nunca había tenido la necesidad de curiosear en aquellos vinilos. Pero al final, di con él.



Continuación...

Se trataba del concierto de piano en Sol de Ravel y dos obritas cortas del mismo autor para piano solo. En la portada, había una foto de Teresa junto al mismo Ravel, en un estudio de grabación de París. Lo coloqué sobre el tocadiscos, accionándolo por el adagio del concierto... ¿Sería aquel el que mi tía llamaba "su" adagio? Desde que las primeras notas sonaron por la habitación supe que sí. En seguida la reconocí en ellas. Nunca he sabido mucho de música clásica. En casa siempre lo intentaron, pero nunca consiguieron que me aficionara. Lo único que me gustaba era cuando la tía Teresa tocaba sólo para mí aquel Mozart infantil. Ahora, sonaba de nuevo para mí. Aquella música de Ravel salía de sus manos lenta, poética, como desplegándose, como abriéndose y multiplicándose, en un efecto que no había escuchado hasta entonces. Me sentí conmovido, sintiendo vivamente que aquellos eran los mismos dedos que tantas veces había tocado con los míos, que tantas veces habían interpretado para mí en mi niñez, tantos años después. Era todo un descubrimiento que ponía, sin embargo, aún más sombra en la vida de mi tía.

Inspeccioné bien la edición, parecía tosca y casera, y carecía de notas de ningún tipo que me aclarasen algo de su génesis. Busqué en Internet, pero no conseguí averiguar nada de la versión. Era como si jamás hubiese existido para el mundo de la fonografía.
Y mientras seguía buscando información, el adagio seguía sonando una y otra vez. Sonaba entre redentor y liberador. Despacio, extraño, tierno a veces, lleno de oscuridad después. Y así iba aumentando mi necesidad de saber qué había pasado, quién había sido Teresa y qué había sido de su vida antes de volver a España, enmarañada en la ignorancia y en el silencio familiar que no me dejaban avanzar.

Supongo que llegué a obsesionarme mucho con aquella historia. Y que, de alguna forma, me sentía muy unido a ella casi sin ser consciente. E imagino también que me asfixiaba el hecho de ser el único que podía esclarecer su vida, darle una identidad a alguien que yo creía que la merecía, y que nadie más podía darle...

El único lugar en el que pensé que podría averiguar algo más sobre ella era en la Residencia. Así que solicité una entrevista con una de las enfermeras que estaban al cuidado de los ancianos. Elena se llamaba. Una chica muy joven y simpática, pero bien preparada. Tenía un recuerdo amable aunque gris de la tía. Al parecer Teresa no se relacionaba mucho con sus compañeros, tenía un carácter difícil y era, en general, poco habladora. En las últimas semanas le había dado por hablar francés a todo el mundo, y lloraba con frecuencia. Es extraño, nunca había visto llorar a la tía. Pregunté si alguien había recogido sus pertenencias y me dijo que no. Tampoco había mucho que recoger. Un par de vestidos y una caja pequeña con las cosas que tenía en la habitación La maleta con cartas que la había visto arrastrar el día que se fue, parecía haber desaparecido para siempre. Me dijeron que no había nada más. Habían llamado a la familia para que lo recogiese, pero nadie se había presentado aún. Me ofrecí a hacerlo yo. Casi me temblaban las manos cuando abrí aquella cajita de latón. Dentro, algunas fotografías antiguas. Caras desconocidas, nadie de la familia, La mayoría eran de París, de cuando ella vivía allí. Algunas con su piano. Un pastillero dorado, un diapasón, y algunas cartas antiguas de mi madre. Poco más. Me llamó la atención un papel rodeado con una cinta roja, que estaba al fondo de la caja. El papel estaba arrugado y amarilleado por el tiempo. Al desdoblarlo, un breve y escueto mensaje, escrito en francés: Fuyez au Marroc avec moi. Je vous attend à l'Hôtel à 10 heures. Je vous aime. Maurice. (Huya a Marruecos conmigo. La espero en el Hotel a las diez. La amo. Maurice)

Cerré la nota y tomé la caja para volver a casa. La sangre, de repente me bombeaba con fuerza, y la podía sentir en el pecho y en las sienes, rítmica, electrizándome. Una tremenda ansiedad se apoderó de mí mientras conducía de vuelta a casa. Maurice, Maurice, Maurice... Las notas del adagio regresaban invadiéndome, retomando el ritmo de mis latidos. Algo daba vueltas en mi cabeza. Una sospecha que, al llegar a casa, me arrojó literalmente al teclado de mi ordenador a deletrear con pulso tembloroso aquellas dos palabras en la cajita de búsqueda de Google: Maurice Ravel.

Rastreé todas las biografías que pude. A la primera conclusión que llegué fue que Ravel debía haber sido una persona muy solitaria y austera. No se le conocieron relaciones sentimentales, aunque parece fue bastante asiduo de los burdeles de París. Hay quien incluso plantea dudas en torno a su sexualidad. Yo seguí leyendo las biografías del músico, que eran todas breves, pues su vida pública fue ciertamente escasa. Cada una parecía ser diferente y cada una arrojaba algún detalle que me desconcertaba o me completaba parte del puzzle que mi cabeza intentaba construir. Al final llegué a la noticia que buscaba. La relación intensa de Ravel con España.

Su profunda atracción por el país del que procedía su madre siempre influyó en su música. Hizo frecuentes viajes a España durante toda su vida. Me llamó la atención que el último de ellos, cuando ya se encontraba muy mal de salud, heredero de las dolencias que un atropello de coche le había causado tiempo antes, fue precisamente en el año 35. En aquel viaje también visitó Marruecos. Después se retiró a Francia, y no se volvió a saber mucho de él hasta que moría a finales de 1937. Ese es precisamente el año que consta en la grabación del concierto de tía Teresa. La fotografía de Ravel lo muestra quejumbroso, pero sonriente. Un sexagenario y una joven pianista. El brillo de los ojos de ambos era aún perceptible en la foto, después de tantos años. El disco entero parecía vibrar entre mis manos, animado por mis dudas que más que disiparse, aumentaban más y más. El adagio seguía sonando mientras la escasa vida de mi tía que acababa de componer, se derrumbaba de nuevo entre sombras, quizá donde ella siempre quiso que estuvieran. Porque las vidas, al final, siempre pasan a ser sombras. No importa lo brillantes ni lo intensas que hayan sido. Con el tiempo, todas terminan en la sombra, junto con sus detalles más íntimos, con los menos conocidos, con los secretos también -incluso aquellos que siempre lo fueron-. Por algo será...

Las cosas han cambiado, y el disco descansa ahora en mi cuarto, siempre cerca de mí. Con frecuencia escucho ese adagio que me sé de memoria, nota a nota, inflexión a inflexión. Con frecuencia también observo esas dos miradas cómplices guardar ese secreto que nunca podré desvelar. Escucharles, mirarles, saberlo... Extrañamente ya no me inquieta, me reconforta.

5 de diciembre de 2006

El adagio de tía Teresa (I)

Aquel día de verano, al saber la noticia, corrí a casa a rebuscar entre las pocas cosas que aún conservaba de ella. Sin duda la muerte le había llegado antes de lo que nadie pensaba, pues en el fondo estaba bien de salud. Tan solo aquel inicio de demencia senil evidenciaba que ya tenía una cierta edad. Yo intuía que quedaban cabos sueltos en su vida, que yo siempre había sentido extraña y envuelta de misterio. Sentía que era ya tarde, pero aún así, quería saber un poco más de la pobre tía Teresa.

No en vano era yo quien había ocupado su casa desde que la internaron en aquella especie de Residencia. Para ser sinceros, nadie de la familia la había apreciado mucho. Yo, sin embargo, siempre fui su sobrino (sobrino nieto) favorito. Me tenía una simpatía especial. De hecho, nadie consiguió que firmara aquellos papeles consintiendo que la llevaran a aquel lugar, y sólo con la condición de que fuera yo a vivir a aquella casa, llegó a dar su brazo a torcer. Yo hice alguna pequeña reforma, y adapté aquel apartamento del barrio de Chamberí para convertirlo en mi hogar. A pesar de ello, siempre dejé una habitación intacta, con los muebles antiguos, tal y como ella la tenía. En ella dejé todas las cosas importantes que no se fueron con ella, como esperando que algún día volviera, entrando por la puerta, silenciosa como era, y no echara en falta un pequeño rincón en el que sentirse a gusto. Allí coloqué sus discos, sus libros y alguno de sus trajes antiguos, con los que hasta llegó a dar algún concierto en París, cuando estudió piano allí. Aún la recuerdo el día que se fue de la casa, cómo me sonrió, cómo arrastraba la pobre aquella maleta llena de cartas que no dejaba tocar a nadie, y de la que después nuca se supo más.
Yo siempre tuve simpatía por ella, e incluso, cuando era niño, le llevaba flores que recogía en el parque, cada vez que iba a verla a aquel apartamento donde ahora vivo yo. Recuerdo pasar las tardes enteras con ella, y que me tocaba Mozart al piano, el músico de los niños, como ella lo llamaba para mí. Los discos, todos aquellos discos suyos, sin embargo, nunca los escuchábamos. Así que supongo que debí olvidar su existencia, y no creo haberlos sacado de sus fundas jamás, desde que me vine a vivir aquí.

A veces, cuando iba a verla, recuerdo que solía mentir a mamá y decir que iba a casa de algún amigo. En mi familia, existía una especie de pacto implícito para no hablar de ella, para desviar la conversación cuando alguien preguntaba o cuando, por alguna razón, aparecía su nombre en cualquier charla. Era uno de esos pactos familiares que con el pasar del tiempo llegan a parecer incuestionables. A mamá sí, le preguntaba a veces por qué los tíos no la querían, por qué la llamaban "la rara"... Ella siempre me contestaba que eran cosas de mayores, que yo no podía entender. Que la querían, pero que era mejor así. Y así siguió siendo hasta que, ya adulto, la pregunta se convirtió en algo tabú, y así pasé, sin darme cuenta, a actuar también como ellos. Pero en mi interior, la sombra de la incógnita, de un oscuro pasado que (cada vez que oía una de aquellas respuestas) yo imaginaba y re-inventaba, parecía planear siempre sobre su vida. Además, los poquísimos detalles que llegué a saber de ella nunca llegaban a conectarse unos con otros. Nada, la tía Teresa siempre aparecía ante mis ojos como un rompecabezas sin terminar, con muchos huecos por llenar y más de una pieza perdida.

Su muerte, como digo, precipitó que pensara mucho más en las razones de la extrañeza de su vida y del rechazo de la familia. El día de su entierro, en el cementerio, aparecieron aquellos franceses. La tía Anita los llamó, al parecer. Pregunté por ellos, pero me dijeron que eran familiares de sus amigos de París. Se fueron sin apenas hablar con nadie... Me pareció extraño. Todo seguía siendo extraño alrededor de tía Teresa, incluso después de morir. Mamá me confesó al salir del cementerio, mientras se secaba la única lágrima que le vi soltar en todo el día, que había sido la tía la que había escogido mi nombre. Pero que aquello debía ser -me miró muy seriamente- un secreto. Un capricho suyo, casi una excentricidad, de las pocas que le consintieron. En aquel momento, con un nudo en la garganta, pensé en ella, en su mirada con frecuencia perdida, en esa especie de tristeza en la que siempre la sentí envuelta, y en esa sonrisa que dibujaba a veces, cuando pensaba que no estábamos mirándola.

Aquel día fue el único que mamá me habló de ella. Recuerdo que me quedé en casa aquella noche y hablamos de Teresa. Y me volvió a contar lo de mi nombre, Mauricio, y de cómo la tía había prácticamente huido a Marruecos cuando era joven, casi adolescente -ella de joven siempre fue un poco... alocada, como decía mamá, me apuntaba-. Fue un año antes de la guerra y no supieron de ella casi nada más en mucho tiempo. Se había ido después a París, y había terminado sus estudios de piano allí, en el conservatorio, con alguien muy importante, mamá no recordaba el nombre. Llegó a ser muy pronto famosa como concertista. Grabó un disco a finales de los treinta. ¿Cómo? - le dije-. Y es que aquello me hizo recordar que, precisamente el último día que había ido a ver a la tía, me había hablado de eso, de un disco que había grabado ella, que quería que se lo llevase, que quería escucharlo. Mi adagio -había dicho-. Lo recordé vivamente. Reconozco que en aquel momento supuse que había sido efecto de su demencia, que algunos días se acentuaba un poco. No le dije nada a mamá, pero me mostré sorprendido, y le pregunté las razones por las que nunca me habían dicho que la tía había grabado discos. Pero mamá se calló, creo que como no queriéndome decir algo. Me continuó contando que la guerra aquí, y después allí, impidieron que volviera, pero, al parecer, tampoco dio muchas señales de vida. Supieron de ella por los periódicos franceses, que mi abuelo conseguía de extranjis a través de un amigo suyo del Ministerio. Se rumoreaban cosas de ella. Cosas feas. Mamá no quiso especificar, en el fondo también era ella muy pequeña cuando pasaron aquellas cosas y es posible que no supiera más que eso. La tía volvió en los años 60, dicen que porque se peleó con todos sus amigos de allá y porque la echaron de su apartamento de París, también por un asunto que mi madre siguió calificando de "feo". Ocupó el piso vacío de la familia en la calle Eloy Gonzalo, ese donde ahora vivo yo. La familia vio con malos ojos que llegara y se apropiara del patrimonio familiar, así como así. Se terminó peleando con casi todos, menos con mi madre y Anita. Casi nadie iba a verla. Mi madre me confesó que también ella solía hacerlo a escondidas, sin decirlo a sus tíos ni a sus primos, ante los cuales fingía una indiferencia que al cabo del tiempo, imagino, también acabó por sentir. El carácter duro de tía Teresa acabó por distanciarlas definitivamente.

Aquella mañana, al regresar a mi casa, todo me daba vueltas en la cabeza. La vida de Teresa, mi nombre, aquel deseo de mi tía de escuchar el adagio, su adagio... ¿Qué adagio? Me dirigí a la habitación donde guardaba sus cosas y busqué aquel disco. No sé cómo nunca había reparado en él, cómo nunca había tenido la necesidad de curiosear en aquellos vinilos. Pero al final sí, di con él.

(continuará...)

1 de diciembre de 2006

Arrastres

Aquella mañana, en medio de la rutina y enredada entre papeles y programas informáticos, te llego esa palabra. Y se detuvo tu tiempo. Seca, sin preludio. Esa palabra que te arrojaba así (sí, así de fácil) a un vacío interior, a un enajenamiento de ti, de tu física realidad, de tus manos y tus párpados. Y en aquel vacío, aún, la noche aquella que no has olvidado. Aquella en que me crucé contigo. Ya entonces lo supe. Supe que tenías una puerta de atrás, un pasillo difícil por el que a veces caminabas, atravesando el nervio copioso de tus espinas. Imaginé cómo en tardes de viento amargo, en tardes malvas de bolero ahogado, arrastras tu equipaje de aceros blindados. Con él arrastras vidas que no has vivido. Y arrastras sueños que trepan por la memoria de tu mirada. Y arrastras la oscuridad, esa oscuridad que brota salvaje, envuelta de aguas frías. Y arrastras también secretos, realidades inútiles que empujan su peso sobre el latido del beso. El beso que se hunde en tu piel y te envenena de humanas perversiones. Y arrastras personajes que no son, que se reproducen en tu sueño y en tu garganta, que copulan infames sobre tu lengua, que sesgan la física blanca de tu respirar. Te lo dije una vez, soplando mi ardor en tu oído. Es la hora del murciélago afilado, del banquete de sangre negra, aciaga, sabrosa entre tus pupilas. Pero después te aseguré que el alba siempre llega. Y con ella, ese viento cálido, dulzón, que te anuncia que el equipaje, ése que arrastras desde que mi mirada te atravesó, será disuelto en polvo inútil, en luz inocua. Y así seguirás tu camino sobre el sol. Ligero, desnudo, lleno de olvido, sobre la playa amplia de un recuerdo que esquiva las olas, esas mismas que te bañan amables los pies... Así pues, no tengas miedo, acércate más, sólo un poco más.

29 de noviembre de 2006

Bálsamos en forma de ocaso.


OCASO EN HOLLYWOOD


Extracto del libro: IL VIZIO DEL CINEMA, de Gianni Amelio, director de cine italiano.
A propósito de la película: El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), de Billy Wilder, 1950.

Me he permitido traducir del italiano este pequeño artículo que forma parte del delicioso ensayo de Gianni Amelio, porque a la hora de hablar de esta grandísima película sobre el mito, el arte y la decadencia humanas se me iban las palabras al infinito. Y realmente poco hace falta para destacar su grandeza.
Así, como en la película, a través de una anécdota, el autor viene a dar una pincelada certera sobre esta inmensa película de Wilder.
Dedicado a todos los que amamos esta película imprescindible de la historia del cine.


"No soy yo quien vuelve al cine, es el cine quien vuelve a mí". Parece que fue ésta la respuesta de Eric von Stroheim durante una rueda de prensa en la Paramount, antes del rodaje de "Cinco tumbas al cairo" de Billy Wilder. Corría el año 1943 y su última película como director, "La reina Kelly", se la habían quitado de las manos en el año 29 al tiempo que nacía el cine sonoro. Con el paso de los años, sobre todo en Europa, se ganaría el pan actuando, pero su estela de gran creador se había acabado para siempre.
"Fugitivo de Hollywood" era el nombre de un libro sobre su vida que leí cuando era niño. Sin embargo, el título original, tenía otro significado: Hollywood Scapegoat , es decir, el chivo expiatorio de Hollywood. Y es que de Stroheim (en palabras del autor del libro, Peter Noble) "se quiso hacer artificialmente un símbolo negativo, siendo escogido para espiar las locuras y las extravagancias de la ciudad del cine en los así llamados clamorosos años veinte (the roaring twenties) ".

Wilder lo veneraba, y con razón. Estaba aún en sus inicios como director cuando se conocieron, y le pareció un milagro poderle confiar el papel de Rommel en su película ambientada en el Sahara y rodado en Arizona (la citada "cinco tumbas al Cairo"). Se hablaban, imagino, en su lengua materna -procedían ambos de Viena- y Wilder desveló más tarde que el "von" que exhibía el maestro era una inocua coquetería: se hacía pasar por noble, pero había nacido -como Wilder- en un barrio popular, y su acento lo traicionaba... No sin embargo su porte, que le permitió exhibir dentro y fuera de la pantalla una autoridad al límite de la arrogancia. Despiadado consigo mismo y con su mundo en sus mutiladas obras maestras (Greed, The Merry Widow), intransigente hasta la autodestrucción, dilapidó el éxito como si fuese un arma corruptora y dejó a las generaciones futuras la obligación de hacer las cuentas con su genio.
El crepúsculo de los dioses no podía evitarle. La fuerza intacta de esta obra maestra está más allá de las vicisitudes que cuenta. Está en el retorno a las vidas de sus intérpretes. No sólo porque la Swanson y Stroheim se habían literalmente dejado vente años atrás sobre las cenizas de una película inacabada, sino también porque su moraleja humana, aún en lo degradante, tenía aún un aura de grandeza. En ello consistía la nobleza de Stroheim, director y actor. Y él mismo, más allá del "von", era consiente de ello. Wilder recuerda que durante su primer encuentro con él, buscando decirle algo que pudiera agradarle, hizo la siguiente observación " ¿sabe por qué, señor Stroheim, ya no le hacen dirigir películas? Porque usted se ha anticipado siempre diez años a su tiempo..." A lo cual Stroheim, glacial, contestó: " Veinte, querido, veinte..."

Gianni Amelio

La escena final, imborrable de la memoria de quien la haya visto, es una auténtica obra de arte...


Colaboración de Pe-jota.

Nos traes a tu blog no sólo una película emblemática si no a unos genios del cine, personas que no solamente brillaron en la pantalla si no que brillaron por su intelecto t buen hacer, cine en estado puro, capaz de asimilar la realidad y transformarla creando parábolas que no sólo reflejaron los tiempos en los que les tocó vivir si no que hoy en día podemos aplicarnos muchas de las reflexiones que nos propusieron, adelantados en su época, adelantados que los conviente en contemporaneos, reyes del celuloide, Billy Wyler nos hizo reir con su fina ironía en con Faldas y a lo loco, nos conmovió en Irma la Dulce, nos fascinó en Testigo de cargo, reflejó la otra cara del periodismo en Primera Plana, esto sólo por nombrar alguanas películas. Erich von Stroheim, leyenda del cine, director sobretodo recordado por esa magnífica Viuda alegre, que puede ser considerada como su única obra integra, Ya que los estudios no meterieron la tijera, pero el personaje en este caso supéró con creces a su obra y por último Gloria, Gloria Swanson, leyenda del cine, del mudo pasó al sonoro, desde 1915 en que debuta en la pantalla y su conversión en icono y mito de la mano de Cecil B. DeMille, hasta esa magistral Norma Desmond, en su último papel, en el papel de su vida, esa princesa Salomé, esa estrella retirada que pasará a simbolizar todo lo que de bueno y malo posee esta industria del cine, parábola del olvido, parábola sobre injusticias y deseperaciones, y el veneno de las cámaras, Y amigo mio esa bajada de la escalera del final de la película, esa escena que te deja petrificado, absolútamente magistral y grandiosa.Ahora mismo cierro los ojos y puedo rememorar con facilidad el rostro de Gloria avanzando hacia la cámara.....

27 de noviembre de 2006

Noches de esquiva humedad.

Recorremos juntos las calles mojadas, en silencio... Y no dices nada. Sólo se escucha el suave pisar de los zapatos sobre la humedad del suelo. Y ni me atrevo a mirarte. Ni casi a respirar cuando tus manos hacen ese sonido tan sordo al entrar en tus bolsillos. No, no decimos nada, teniendo tanto que decir. Y es que, a veces, sobran tanto las palabras. En mi cabeza suena tu mirada, y a veces ese extraño compás de Schumann, sincopado, atormentado, que se me clava en la piel mientras evito arañarme con el último envite de tus ojos. Las gotas nos circundan, ¿recuerdas? Comenzaron a caer atronadoras, amortiguadas por la física del sexo bajo las cremalleras. Y se lanzaron al desliz evidente, a la hora nocturna del escondite vano y las voces en el ombligo. Suena el eco gemido sobre la piel, sobre tu estrecho tálamo, bajo tu erizado vientre. No posaré mi mano, tan sólo mi voz y mi espasmo. Y sobre ellos, ese fondo oscuro de poseerme que casi nunca atisbo, que casi nunca atisbas... Sólo en esas noches de principiante sin luna.

22 de noviembre de 2006

Sevilla, mi Sevilla.

"Ir al atardecer junto al río de agua luminosa y tranquila, cuando el sol se iba poniendo entre leves cirros morados que orlaban la línea pura del horizonte. Siguiendo con rumbo contrario al agua, pasada ya la blanca fachada hermosamente clásica de la Caridad, unos murallones ocultaban la estación, el humo, el ruido, la fiebre de los hombres. Luego, en soledad de nuevo, el río era tan verde y misterioso como un espejo, copiando el cielo vasto, las acacias en flor, el declive arcilloso de las márgenes."

Luis Cernuda


Y volveré a ti esta tarde. Volveré a tus esquinas de silencio, a ceñirme con tu azul y a perseguir tu blanco... Y retornaré al mareo sobre tus aguas, al reflejo de la melancolía que se despierta sobre el verde. Y me dejarás sentir la sordina de la alegría y la sombra del recuerdo azul. Como siempre, me asaltarás con tu belleza, me amarás y te amaré. Y detrás de mis pasos guardarás, vestida de piedra, las voces de un pasado que decidí no continuar entre ellas. Te echo de menos muchas veces. En secreto te disfrazas de Madrid antiguo y me arañas con tu memoria... tantas veces. Pero no, ese asombro del alma, ese estupor, tan sólo vuelve al retornar a tu laberinto. Sólo cuando, de repente, al volver una esquina, al atravesar una plaza que tenía olvidada, me acuchillas la retina con tu torre infinita...

Te tengo tan descuidada, Sevilla mía... Y he decidido que estos días recuperaré mi imaginario íntimo contigo. Cuatro días para mí y mi familia. Dejarme cuidar y cuidar. Y también dejarme vivir a través de los hilos esa ciudad mágica. Y me dejaré caer en los abrazos de siempre, y en mis rutas fetiche, jugando a encontrar y a esquivar mis recuerdos. Pero sobre todo, y después de tantos años, me vas a dar nuevos abrazos, nuevas miradas, nuevos besos en la noche. Entre todos, en especial, uno... Él bien sabe... Hasta luego.

Música en conserva.

Ayer pasó por Madrid el pianista de origen indio Christian Zacharias, dentro del ciclo de grandes intérpretes del Auditorio Nacional. El programa escogido recorría algunas de las vértebras más significativas del repertorio romántico. A pesar de los vítores (la gente, como siempre, aplaude a los nombres más que al trabajo real de interpretación realizado y este señor, reconozcámoslo, tiene un nombre) la velada resultó de lo más sosa y aburrida.

Comenzar con una de las piezas clave del opus de Schumann, como son sus escenas para niños op 15, no es precisamente hacerlo discretamente. Y sin embargo, Christian consiguió deshacer ese encantador mosaico de poesía y ensoñaciones, y reducirlo a simples melodías tocadas en un (sinceramente) aburrido y engolado estilo. Nunca me gustó la música enlatada, ligera y lista para saborear. La música de Shumann exige sin duda más carácter poético, más inflexiones y matices que indaguen hasta la raíz de esa poesía hecha música, de las inmensas posibilidades expresivas de esta partitura que camina entre el juego y la ternura, el olvido y la inocencia, pero siempre por esas delgadas cuerdas del prisma de la melancolía. Lo mejor de la noche sin duda vino con la segunda obra, una de las sonatas primerizas de Beethoven, la número 4,.en la que supo encontrar acentos dramáticos y ritmos algo más inquietantes que en el resto de la noche. El tono romántico indudable de esta sonata que, sin embargo, aún arrastra el peso del formalismo clásico quizá sea el marco perfecto para que Zacharias se suelte y dé algo más de rienda suelta a su capacidad expresiva mientras la disciplina del pentagrama lo mantiene sujeto sobre las notas.
Mantenía la esperanza de que mi impresión fuera el resultado de una mala noche que podía aún recuperarse con Schubert, pero no fue así. Zacharias simplemente no está hecho para este repertorio. La penúltima de las sonatas del alemán ( D 959) es una de las más grandes composiciones pianísticas de todos los tiempos. Pero ciertamente precisa de una gran perspectiva y madurez para su interpretación. Como en otras de las composiciones últimas de Schubert, éste nos induce a acompañarle en un viaje interior que disecciona la existencia entre nieblas y oscuridades. La continua alteración de ritmos, humores, notas dominantes y melodías, estructuran un viaje lleno de luces y sombras, pliegues, grietas, belleza y misterio, abismo y vértigos... Las transiciones no pueden suavizarse. No pueden aclararse las sombras. Tampoco tornarse amables los precipicios. Zacharias, sin embargo, apuesta por una visión modulada en torno a la musicalidad, a la cristalinidad del sonido, limando con desatino las innumerables aristas que pueblan la partitura, dándoles una uniformidad que no tienen, negándoles el carácter de introspección humana que pretenden ser, evitando el acento dramático que salpica la obra en obligado contraste con los pasajes de dulzura. Su uso del pedal para suavizar los tránsitos, para disfrazar, casi esconder, esos maravillosos silencios (en los que se roza extraordinariamente la nada) que nos asaltan en esta partitura, terminan resultando hasta insultantes. El resultado pasó por aburrido y sofocante. Una pena ante semejante obra. Me dieron ganas de salirme de la sala, pero uno aún guarda respeto por el trabajo de los músicos. A este chico le hace falta revisar lecturas básicas de esta partitura, como las de Brendel, Pires, Horowitz o Planès, por orientarle en un abanico de muy diferentes posibilidades de interpretación, todas grandiosas. Sin olvidar el magnífico Schubert que se ha oído este año en el Auditorio de la mano de Richard Goode o Leif-Ove Andsnes. No, definitivamente la música enlatada con etiqueta de diseño y contenido standard no es lo mío.

21 de noviembre de 2006

Hostilidades

Hay días en los que, como hoy, me despierto desasosegado, apenas asimilando la señal que la mañana me envía. El café supo amargo, y las galletas no crujen como siempre. Y mis ojos se hacen pequeñitos, se quieren cerrar. Me vuelvo difícil. Nadie es amable, el mundo entero parece que quiere desmontar mi tranquilidad. Hostil. Así siento el mundo hoy. Y así también me siento a mí mismo. Hostilidad mutua. La barrera de mi piel es frontera peligrosa hoy. Agacho la mirada, porque podría escupir fuego por ella. Y, de verdad, no quiero. Las palabras, masticadas en la boca, se me llenan de espinas, y siento que nacen destructivas, destruidas, inútiles. Y quiero que me dejen de observar. Tampoco yo observo. Ya digo, bajo la mirada. Y me quiero ir, lejos de aquí, lejos de cualquier lugar. Donde no me encuentren. En la orilla de mi playa vacía. En mi verano perdido. Con mi sol amigo. Sol sobre la piel y piel sobre la arena que arde. Arden mis pies y mis manos sobre la arena. Sólo escucho el rumor de las olas. Y me pierdo en su humedad sensual. Me pierdo también en mi sueño, el elegido, el que se despliega sólo si estoy apartado de la vida. Me hago fantasía propia. Me alejo... Hoy, sólo quiero estar en mi playa y en mi verano. Mañana.... Mañana será otro día.

20 de noviembre de 2006

Críptica dominical.

Ya no soy yo quien habla por mi. Es la palabra quien habla por mí. La palabra, que me persigue y me toma, que me usurpa y me avasalla. La palabra que se descompone en mi deseo, en mi oscuro deseo. Deseo atravesado de palabra que en noches de luna sabrosa e inalcanzable huye conmigo entre las sábanas. Y me ciega, blandiendo su ardor incandescente sobre mi piel. El latido sordo de su herida hace brotar fuentes de sed inútil sobre la sangre, pero en esas tardes de olvido regresa heroico, para rasgarme el aliento sin remedio en una parada de autobús. En la última parada de autobús. Regresa desnudo, anudado a esa esquina que la reflexión de los domingos tristes esconde bajo la sombra de las ramas levemente agitadas. Regresa en fin para descargar su física asfixiante sobre mis dedos ateridos. Y se desliza sigilosa sobre la voluntad esquiva, para conquistar el espacio de mis vísceras plegadas. La palabra, esa palabra, roza mis actos con violento coqueteo y respira por mis poros diminutas burbujas de aliento sin regreso enamorado. Y así, se abre la fuente. Sobre piel y sangre. Sobre sexo y boca. Y se desploman en el aire las palabras que escriben nombres y colores, lugares y estaciones, párpados sobre la noche y veladas caricias inconfesas. Sólo permanece UNA, sobre la noche y sobre el recuerdo, Teñida de necesidad y latidos. Imborrable en tu mirada. Inconfesable en la mía. Tú.

17 de noviembre de 2006

Críptica del amor sórdido


Al inicio de la noche oscura les podrás observar. Ahí donde el frío hace quebrar el hielo, y la tierra salada llena de cristales las aceras. Los verás precedidos de un ejercito de furgones de la limpieza escupiendo latidos de luz en las paredes y en los corazones. Estos amantes sigilosos se esconden en portales dormidos, y esculpen el suelo inerte de caricias derramadas. Si te fijas, verás bañar sus gargantas de ámbar dulce y espinas curvas. Mientras, el aire descansa en las ventanas con espesa intención, y sólo su tenue latido de chapa sobre granito conseguirá besar el momento previo. Los operarios proceden con sus guantes, barriendo esquemáticos la huella de las lenguas sobre el pincel de carne. En sus manos se refleja la mirada de cien gatos que escrutan el sexo entre los plásticos de futuros reciclajes. El lamento del éxtasis será el único que labre las filas interminables de ladrillos. Será el único, el único sobre la grama urbana. Su aliento quedará inerte entre las escobas, y descenderá para gritar a todos que, una vez más, la noche volverá a degustar su secreto triunfo de segundas intenciones.

14 de noviembre de 2006

El otro engranaje.



"Y bajo los congresos, las giras, rodajes,

las ferias agrícolas y convenciones,
gira inexorable el otro engranaje,
la noria invisible de las transgresiones."
Jorge Drexler


La noria invisible que gira en nuestra cabeza. La sutil tentación de trasgredir. La transgresión misma. Esa otra vida que todos llevamos dentro. La vida en constante duda, en perpetuo caminar por un borde de vértigos, por un acantilado de afilada arista. La vida a un lado y la no vida al otro. Y las nubes que arrecian. Porque siempre arrecian. Porque incluso en la mayor de las felicidades, siempre está ahí el abismo de la necesidad de saber qué hay bajo la escarpada arista.

La necesidad inexorable que siempre impulsa, que empuja esa débil concepción de lo que somos. ¿somos lo que somos, o también lo que no somos? ¿por qué somos? Vivimos en perpetua elección, en un continuo abandono de vías que no sabemos dónde llevan, que se pierden el el horizonte difuso del abismo. ¿Por qué debemos elegir? ¿Hemos elegido bien?

La vida es un universo infinito, y a medida que lo vamos viviendo, más conscientes somos de lo infinito que es, y también de lo ínfimos que somos nosotros. Y así, se va abriendo poco a poco esa brecha inmensa entre la realidad consciente y lo que no sucede, que pasa a ser olvido, y a veces deseo. Imposibles que nos empequeñecen ante el gran sin sentido de vivir tan poco, tan pequeños. Tan pequeños, y tan inconscientes de nuestra pequeñez. Pero a la vez, cada elección, cada irrepetible camino elegido, a pesar de dejar atrás otro universo, nos regala uno único, grande, sin igual, que con frecuencia no admite otros para ser vivido.

La vida está hecha de renuncias, pero cada renuncia implica una ganancia: la de vivir de forma plena el camino elegido. Es una cuestión de calidad, de asunción de nuestra humana grandeza, de nuestra humana miseria. Los otros universos siguen ahí, y para ellos quedó el mundo del deseo y los sueños, la literatura y la palabra, la mente y los instantes de (in)visible transgresión... ¡Qué sería la vida sin ellos!

13 de noviembre de 2006

Dolce Vita en Barcelona.


Días de relax y diversión...
Barcelona tomada por el espíritu republicano en varias exposiciónes (tremenda la del archivo fotográfico de Centelles)
Los catalanes, excepcionalmente acogedores, nos han tratado muy muy bien, como siempre. Me siento como en casa en esta ciudad... Intento hacer de urbanita con glamour por el Passeig de Gràcia y acto seguido me transfiguro en espíritu libertario.
Fins aviat, amics.

8 de noviembre de 2006

Crucigramas.

Siempre hubo un hilo de palabras entre nosotros. Tú aparecías y desaparecías, estabas o dejabas de estar. Pero tus palabras siempre trazaron un rastro. A veces torcido, intermitente otras, pero siguiendo una dirección que, a la larga, nunca se detuvo. Sí, siempre plagaste de palabras el camino. Quizá porque sí te espantaba el vacío, aunque pretendieras que no.
Pero al final te fuiste. Durante algunos meses el vacío tomó forma y casi se hizo tangible... No, claro que a pesar de ello no olvidé. Además, siempre fui hábil para seguirte la pista: amigos comunes, sospechas, evidencias de tu tímida, pero existente, vida pública... Todo me sirvió de ayuda, usado con inteligencia. Era difícil, pero no imposible. Tampoco fue un buen momento para ti, lo he ido sabiendo, casi adivinando. Me ha servido el hecho de que nunca hayas dejado aquel trabajo, casi afición, de escritor de crucigramas en un periódico local. Admito que tardé algunos meses en darme cuenta. Antes, ¿recuerdas?, solía hacerlos siempre por sonreírme con las palabras que introducías inspiradas en las cosas que nos pasaban. En los últimos tiempos, sin embargo, ya casi no lo hacía, o lo hacía muy poco...

Fue hace un par de meses, al observar a mi hermana hacer tu crucigrama, cuando surgió aquel nombre propio (5 vertical, 8 letras). Aquello me hizo pensar. Comencé a devorar la página de pasatiempos día a día. Intenté incluso recopilar todos los ejemplares anteriores que pude. Cada día, una palabra, siempre en el vertical 5. Las palabras parecían tener sentido si las encadenaba cronológicamente. La frase, lo descubrí al ir componiendo los más antiguos, era siempre la misma, que se repetía una y otra vez. Era una cita de mi libro favorito. Algo inocente, pero que me martilleaba la cabeza... ¿Casualidad o intención?

Hace ya demasiado que he olvidado las razones... Quizá porque durante mucho tiempo pensé que sólo las tuviste tú. Ahora, supongo, también las tengo yo. Y sin embargo, aquí estoy, descifrando tus crucigramas, inventando nuevas razones para creer que existes otra vez.
Hoy, de casualidad, he descubierto que esa misma cita la escribí como inicio del primer mensaje que te envié, cuando nos conocimos. Para ser sinceros, lo había olvidado. ¡Se olvidan tantas cosas por obligación! Al toparme con ella de bruces, una indescifrable catarata de palabras se ha desmoronado por mi garganta, ahogándome por un instante. Todas esas palabras han terminado esparcidas por el suelo y se han transformado, cada una, en una misma palabra, repetida. ¡Hay tantas palabras que cada día se transforman en esa única palabra! No creas, también me he dado cuenta que, en el vertical 3, repites siempre un mismo vocablo (al menos aparentemente): 5 letras, comenzando por D. Y yo, como un tonto, intento encajarlo sin éxito, día a día: DESEO. Pero nada, nunca encaja... Menos mal que mi lapicero es largo y siempre lo mantengo afilado. Debe ser cuestión de seguir intentándolo.

6 de noviembre de 2006

La sonrisa de Sergio



"Luz e progreso en todas partes...,
pero
as dudas nos corazós,

e bágoas que un non sabe por qué corren,
e dores que un non sabe por qué son."
Rosalía de Castro.


Sergio baja con lentitud los escalones de la parada del metro. Va con el tiempo algo justo para llegar a la estación de autobuses y tomar el suyo, pero a él nunca le ha gustado apresurarse. Los dos días en Madrid han discurrido entre agradables y divertidos, y ha hecho prácticamente todo lo que tenía en su agenda mental. Cada vez es más habitual en él venir a la capital a pasar el fin de semana. Desde que conoció a Jaime. Se queda en casa de él, y suele aprovechar la estratégica situación de su apartamento y su hospitalidad para huir del aburrido panorama que le depara Cáceres, donde las mismas caras y la ausencia de cualquier novedad de ocio le auguran horas de sofá y televisión. A Miguel le gusta así, y además detesta las grandes ciudades. Por eso, rara vez le acompaña. Después de ocho años juntos, han decidido dejarse algunos fines de semana libres para que cada uno pueda dedicarse a sus aficiones no compartidas. Es una costumbre que ha mejorado aún más su relación, disminuyendo los escasos, pero cada vez más frecuentes encontronazos que antes solían tener a causa de los planes del fin de semana.
Sergio se detiene un momento en medio del andén. Su maleta naranja en una mano, guarda sus nuevas adquisiciones de las tiendas de la calle Fuencarral. En la otra, una bolsa de plástico blanca con pasteles, de los que le gustan a Miguel. Mira el reloj con parsimonia, pensando que ha dormido poco, esperando poder echar una cabezada en el autobús. Ayer volvieron tarde de marcha. Él, Jaime y toda su pandilla, de la que se ha hecho ya uno más. Jorge se acercó ayer un poco más de lo habitual. Siempre ha pensado que Jorge le miraba de una forma especial, aunque él siempre ha mantenido la distancia. Ayer, sin embargo, por alguna razón, rompió esa barrera, y lo cierto es que encontró agradable charlar más con él. Recuerda por un instante su aliento en el oído, intentando hacerse entender sobre la música de la discoteca. No está seguro de si llegó, en algún segundo olvidado, a tocar con sus labios el lóbulo. No, no lo recuerda. Se despidió de él con una sonrisa. La sonrisa empaña las horas de compras, charlas y paseos por las avenidas de Madrid, y le hacen repasar con incisivo ánimo de exploración los mejores momentos del viaje.
El tren está ahora entrando en la estación. Al pasar junto a él, el contacto de la máquina con los cables de la corriente eléctrica emite un terrible y seco chasquido. La chispa que se desprende, se queda grabada en su retina, y levanta de su mente por un instante ese barniz impermeable de su sonrisa. Esa que le imprime una opaca y espesa fachada de chico cariñoso y agradable. Sergio no habla mucho de lo que ocurre bajo esa piel. Ha inventado una intimidad paralela, que es la que muestra a los demás. Pero el chasquido del metro acaba de desencadenar, misteriosamente, una especie de liberación. Lo primero que se libera, con fuerza, es esa melodía que lleva sonando en su cabeza, sin que pueda evitarlo, todo el fin de semana. La misma que suena ahora, por elección propia, en sus auriculares: una morna de Cesaria Évora, que comienza a liberar la melancolía infinita que lleva habitando el fondo de su pensamiento estos días. En ambas, morna y melancolía, un nombre: el mismo que da vueltas y que lleva rozándole las esquinas del pensamiento durante meses. Ese nombre arrastra la oscuridad de detrás de su sonrisa, donde vive escondida de forma imperceptible. Otro fin de semana sin verlo, piensa. Una melodía, y la ausencia de mensajes en estos dos últimos días. Dentro del vagón, ha tenido suerte y ha encontrado un asiento. Son muchas paradas y lo agradece. Deja la maleta a un lado, mientras el chasquido de hace unos instantes, como una piedra lanzada sobre un lago tranquilo, comienza a ejercer su efecto concéntrico sobre el pensamiento. Morna y ondas, que revuelven el poso de sus entrañas con suave amargura. Morna, chasquidos y un nombre. Y la ausencia que toma lugar, justo en el centro de su vida perfecta, devorando furiosamente la imperturbable sonrisa con la que se disfraza. Espera, como única razón de su viaje, un correo electrónico al llegar. Sí, besará a Miguel y pondrá una excusa para conectarse unos minutos a la red. Es posible que me haya escrito, piensa. Y el vagón, de repente, se convierte en la cárcel más oscura que pueda imaginar. Sergio aprieta con fuerza la bolsa de los pasteles, mientras desde su ojo derecho, inevitable, una lágrima inmensa y redonda le cruza la mejilla, quemándole la piel.

3 de noviembre de 2006

La vida es un Milagro

Suelo escuchar música pausada por las mañanas. Sin embargo hoy, por alguna razón, saltó a mi mp3 una de esas canciones trepidantes de las películas de Emir Kusturica. Iba a cambiarla cuando vi que mi voluntad se resistía... Sentí que mi cuerpo la necesitaba y seguí adelante con ella en medio de la multitud gris que, como yo, se dirigía al trabajo.


Life is a Miracle...

Life is a candy with a red hot chilli pepper filling inside
Life! are you ready?, you'll be a butterfly in the ultimate fight
Life treats you gently like Virgin Mary but then strikes back like Chriss Eubank
Life, it is full of surprise, crossroad to hell or paradise
But little did I know, mr Preacher man, what real life could do and shit could hit the fan
Life is beyond peace and war, destiny and God, I remember that time...
...when life was a miracle
as if Zidane plays for Liverpool
Life is a business risky and confused
God gave you a deal that you cannot refuse
Life is terrorism, globalism, optimism
give peace a chance, give war romance
When life was a miracle and pigs might fly that was credible
But little did I know mr preacher man, what real life could do and shit could hit the fan
Life is beyond peace and war, justice and crime
Do you remember that time when life was a miracle...


Y es que la vida da muchas vueltas. Día a día, semana a semana, mes a mes. Llena de trampas e ilusiones, de grandeza y debilidad, de locura y pasión, de dudas y aciertos... de incertidumbres. Un auténtico laberinto cuya exploración más se parece a veces a un viaje en una montaña rusa, acelerada por el ardor o la melancolía, según los días, pero siempre tocando el vértigo con los dedos. Ese vértigo que me ha llevado a recordar esta película. Una película que quizá resulta reiterativa ya que desde la fascinante "underground" poca cosa nueva nos ha descubierto el director Serbio. A pesar de todo, mi querido Emir sigue haciéndome sentir el milagro de la existencia y del júbilo de vivir cuando veo sus trabajos.

Life is a Miracle supera con más dificultades que otras películas suyas la inicial grandiosidad con la que está concebida. Aún así (a riesgo de ser una opinión absolutamente personal) a mí me convence. Kusturica desata en ella su fantasía surrealista hasta el límite, con todo lo malo y lo bueno que ello conlleva. Así, la historia sufre continuos desvaríos, dispersando la atención del espectador con facilidad en un sinfín de barrabasadas fílmicas que no tienen mucho sentido. Pero el despliegue de esa galería de personajes disparatados y llenos de vicios y cualidades humanas se me dibuja como un fresco extremadamente personal de la historia del mundo.

La locura, esa divina locura, toma el poder del guión, y a pesar de ello, Kusturica consigue una cierta elegancia argumental y estética. Él es un narrador nato y logra hacernos sentir con fuerza esa naturaleza humana imperfecta, donde la mezquindad de la corrupción y de los más bajos sentimientos humanos se mezcla con los más altos sentimientos, haciendo latir con insistencia ese milagro grandísimo de la existencia. Nos dibuja así una guerra de los Balcanes muy particular, crítica desde una óptica muy de humor y sutileza a la hora de denunciar la visión del conflicto que se dio desde fuera, y con el acierto de nunca juzgar a nadie. Kusturica no retrata vencedores ni vencidos, tan solo víctimas. Y a pesar de la dureza del contexto que nos retrata, siempre encuentra una ventana, un respiro, para hacer una exaltación de la vida y del hombre, a veces ruin, pero siempre capaz de amar.

El sexo y la ternura se convierten en absolutos redentores en este conmovedor relato antibelicista. En la crudeza más desoladora, el amor voraz e inevitable de repente se erige como razón única y desatada frente a la sinrazón. Siempre me conmovió la habilidad de Kusturica para dibujar personajes bastante soeces y primitivos, pero capaces de albergar sin fisuras una ternura infinita a la hora de amar. Todo un sentido homenaje a lo más noble que podemos expresar como seres humanos: el perdón, la tolerancia, el deseo... La Humanidad (con mayúsculas) queda reflejada, en su grandeza y su miseria, en su imperfección y su belleza. De la destrucción a la creación, de la violencia a al amor, siempre en ese sentido, siempre desde ese origen hacia ese fin. Quien la haya visto, no podrá olvidar jamás esa escena de Luka y Sabaha volando en su cama sobre las montañas de Eslavonia.

La música, como siempre en sus películas, es un personaje más, vertebrador de locura y danza, de sexo y violencia, de arrebato y lujuria, de esenfreno, de vida al fin...
Y es que, aunque muchos se empeñen en dinamitarlo, la vida, desde luego, es todo un Milagro. Susúrrenlo despacio, en sus despertares, en sus viajes al trabajo, en la hora de la comida, al contemplar el ocaso... Life is a miracle, life is a miracle, life is a miracle... nosotros con ella, de alguna forma, también lo somos.

1 de noviembre de 2006

De Libertinos y Difuntos

Me resulta curiosa esta costumbre tan de nuestro país de celebrar esta fecha de todos los santos y difuntos con representaciones del Don Juan, en sus diferentes versiones. Pero es que este delicioso disoluto no deja de ser un anarquista de la moral, todo un iconoclasta, al que (en fin) la historia se encarga de castigarlo y llevarlo a los infiernos (decididamente la parte más aburrida de la historia, claro). Un rey del "usar y tirar" al que secretamente, en algún momento, hemos envidiado todos, salvo los que piensan que el pobre en el fondo vivía en una apesadumbrada soledad de espíritu. No sé yo, pues en el transcurso de la historia es sin duda el que mejor se lo pasa. En el fondo, el Seductor con Mayúsculas consigue ejercer su magnetismo sobre el espectador. Su gentileza, su elegancia y su estilo luchan contra el ánimo de venganza que va creciendo poco a poco en las víctimas, pobres ingenuas presas de un amor que no es más que placer, necesidad de poder y juego, menos intencionadas seguramente de lo que imaginan.
La versión de Molière fue adaptada por Lorenzo da Ponte para ser libreto de una de la más aclamadas óperas de Mozart.
Don Giovanni
encuentra en la música de Mozart un molde perfecto, y la historia halla un apoyo mayúsculo para ejercer su poder, ya que como en ninguna otra ópera, Mozart compuso aquí una auténtica caja llena de engranajes que funcionan a la perfección. Cada personaje está perfectamente delimitado por una impronta musical propia durante toda la obra, que define con precisión sus rasgos principales y simbólicos. Después, la tensión dramática, el
desatado espíritu libertino de Don Giovanni, la acumulación del ánimo de venganza de los personajes, el oscuro duelo del comendador y sus repercusiones, se van hilando en un ejercicio asombroso de creación dramática, que llega a su culminación con la escena del Comendador, que vuelve de entre los muertos para vengar su propia muerte en defensa del honor de su mancillada hija Doña Ana. Don Giovanni, que no vive más que para el hedonismo absoluto, no teme en ningún momento la muerte en pago del no arrepentimiento de sus actos. Este libertino no teme a la muerte, pues jamás ha reflexionado sobre ella. El giro interesante de Mozart aquí para mí gusto, es su desvinculación de la lección moral que pretende ser el castigo del Comendador. A pesar del añadido final, claramente forzado, la intención de la notas es (nítidamente) otra. La escena del Comendador (absolutamente magistral) nos muestra más un personaje que se lanza a la muerte sin temor, pues ha vivido en el error (que no pecado) de no haber pensado jamás en ella. Y cuando le llega de frente, en forma de estatua de piedra que le condena, aún se niega a pensar que existe. Es más la pérdida de un sentido para la vida el que mueve a Mozart para guiar a este personaje, para el que incluso es capaz de tener piedad en el punto más álgido de la acción dramática. Tanta seducción, tanto magnetismo, tanta caballerosidad, tanto honor y valentía... para nada. Creo que es la forma de verlo que el músico refleja en la obra.

De los diferentes montajes que conozco, me he decidido por éste, que forma parte de la película Amadeus, de Milos Forman. Porque es una de las que más acertadamente se acercan a la intención de la partitura, y de las que resultan más dinámicas y con un dramatismo más creíble. Es una pena que justo se corte en el momento final del descenso a los infiernos de Don Giovanni. No encontré otro vídeo con la escena, lo siento.
Por otra parte, el acierto de hacernos ver la obra de Mozart desde una perspectiva de uno de los pocos que contemporáneamente podía ser consciente de la grandiosidad de la música de Mozart, y que, al mismo tiempo, le odiaba por ello, constituye un acierto a la hora de transmitirnos el sentido de sus obras. Esa presencia en secreto de Salieri en todas las representaciones de Don Giovanni, conmovido por la belleza de la música, al tiempo que luchaba por que la eliminaran del teatro, en su simbolismo de imperfecta humanidad, de síntesis de la miseria y de la grandeza de las personas, es algo que siempre me emocionó, que me sigue emocionando, que me emocionará para siempre.
Sólo escuchen, y vean...

Para quien quiera una versión completa de la escena, pueden verla aquí. Es uno de los Don Giovanni recientes más interesantes, el de Bryn Terfel.

31 de octubre de 2006

Luces al inicio del siglo XXI

Claudio Magris.

Nos hacen falta visiones globales lúcidas, voces sabias que sitúen al hombre con inteligencia en este inicio de siglo confuso y atropellado en el que la velocidad de los acontecimientos, la insidia del poder y el mercantilismo de la información nos han transformado en miopes de una realidad casi fabricada en la que es difícil orientarse, y que fomenta un exceso de la injusticia al que el hombre va inevitablemente haciéndose indiferente. Pocas personas nos acercan a visiones rotundas y clarividentes, expresadas con transparencia y sin fisuras. Él es uno de ellos: Claudio Magris. Y acaba de publicar su último libro "a ciegas" (alla cieca) en el que retoma el tono de otros libros suyos, como Microcosmos, del que hablé aquí recientemente, para reflexionar sobre esos grandes credos políticos del siglo XX que permitieron a "Occidente conquistar grandes libertades", pero examinando las consecuencias de éstos sobre los tiempos que se viven actualmente, y haciendo balance de los funestos resultados. Magris termina dando a su pensamiento un giro humorístico y postula, como Bertolt Brecht, algo así como que "antes el futuro era siempre mejor".
Es de destacar que en el presente libro vuelve a hacer referencia a uno de los acontecimientos históricos que le resultan más conmovedores (del que además, ya hablaba en su "Microcosmos") que es la historia de los soldados italianos de Mussolini destacados en Istria (territorio de la entonces victoriosa Yugoslavia de Tito) que regresan a su patria al final de la Segunda Guerra Mundial. Dos mil de ellos, afiliados al Partido Comunista Italiano, deciden quedarse en tierras yugoslavas y apoyar la construcción del socialismo; sin embargo, cuando Tito rompe con Stalin, ellos automáticamente lo consideran traidor al tirano del Kremlin y vuelven a su país, donde sólo obtienen el repudio de los demócrata cristianos que los ven como enemigos. Este colectivo, así pues, siempre estuvo en el lugar equivocado luchando por la causa equivocada. Magris hace causa por estos idealistas quizá equivocados, pero que dieron tanto de sí mismos por construir un mundo mejor, y a los que, sin embargo, nadie supo entender. Y por ello pagaron el resto de sus vidas con el injusto desprecio de todos.
Es un libro narrado en presente, para no olvidar, porque, como dice el autor, si se pierde la memoria se comete una traición al recuerdo de las personas que murieron víctimas de la injusticia; olvidarlas es condenarlas a sufrir una segunda muerte.
Ayer, el diario El País publicaba una interesantísima entrevista con el autor, en la que nos hablaba de cultura y civilización, historia y memoria, terrorismo, libertad, individualismo... en fin, que no tiene desperdicio. La pueden leer AQUÍ. Se la recomiendo fervientemente. De ella, me quedo con la cita tomada del ideólogo Gramsci, que recupera en ella: "Pesimismo de la razón y Optimismo de la voluntad", trabajar siempre "como si". Algo en lo que siempre he creído y que opino que sería un buen motor para la construcción de este siglo de dudas desmesuradas que nos está tocando vivir.

27 de octubre de 2006

Arrugas.

Uno nunca conduce sin rumbo su propio coche. Sin conciencia de la ruta es posible, pero sin rumbo no. Siempre hay una parte de nosotros que conoce bien el rumbo. Sin embargo, por alguna razón, a veces, nunca terminamos de enterarnos. Eso piensa Luisa mientras permanece parada en el terrible atasco de tráfico provocado por la tormenta. Los limpiaparabrisas se mueven a máxima velocidad y barren el torrente de agua, al tiempo que la distorsión de las luces a través de la espesa lluvia encuentra en su pensamiento el reflejo perfecto. Todo parece desenfocado esta tarde. Las ideas le cruzan el pensamiento al ritmo de los limpiadores, pero no consigue detenerse en ninguno.

Hay días en que todo sale mal, como hoy... seguro que me va a seguir pasando de todo. Quedan un par de minutos, quizá alguno más, para llegar al semáforo de la Plaza de América. Y aún no sabe qué avenida tomará a partir de ahí. Respira hondo. Aún no ha llamado a Raúl para decirle que llegará tarde a casa hoy. Le da pereza. Sí, una tremenda pereza. Tampoco sabe cuándo va a hablar con él. Debería decírselo ya. No, se lo diré mañana. O mejor, el fin de semana. Hoy no, hoy quiero estar tranquila. Cuando llegue a casa voy a tomar una ducha muy larga y envolverme en el albornoz. Se recrea en esa sensación de placidez que le provoca la intimidad del cuarto de baño.
Ahora sí, la próxima vez que cambie a verde será mi turno. Acerca su mano al bolsillo de la chaqueta, y siente el sordo crujido del informe del laboratorio que aún sigue ahí, arrugado. ¿Por qué las arrugas no pueden desaparecer del papel? ¡Es algo tan frágil el papel! se dobla y ya no hay vuelta atrás, la línea permanece ahí, para siempre. Respira hondo. Saca del bolso un papel, esta vez sin arrugar. Es un correo electrónico. Hay una dirección y un teléfono. También hay una hora marcada. Y un día... Hoy. Llueve con tanta fuerza ahora, que apenas se ve la luz del semáforo. Avanza un poco. Parece que el tráfico se ralentiza aún más. Pasan algunos peatones por delante, corriendo bajo paraguas y sombreros improvisados. Recuerda la foto de Félix en la pantalla del ordenador, fijándose la piel blanca en su retina durante las últimas tardes, con los cuadros financieros aún por rellenar sirviéndole de marco. Piensa en las horas de trabajo imaginario en la noche, y en las charlas con ese programa de mensajería electrónica que casi no sabe aún usar bien. Demasiadas pequeñas mentiras estas últimas semanas. Saca de nuevo el informe del bolsillo. La dichosa palabra, en negrita, se le vuelve a clavar en el ánimo. Ese jodido semáforo no cambia nunca. Y arruga aún más el papel.
Verde.
Por fin.
Derecha, izquierda, centro. Toma aliento. La avenida del Oeste parece la menos congestionada. Ya está decidido. Mete primera, en seguida segunda, después tercera... y la suave pendiente de la calle junto a la velocidad retomada parece que le alivian un poco. Diez minutos más de agua sobre los cristales y ya estoy ahí. Lo vuelve a mirar. ¿Era el número dieciséis o el dieciocho? Es ahí. Justo. Hay una sola plaza de aparcamiento, y está delante del portal. ¿estaré venciendo mi mala suerte de hoy? Un pitillo antes de salir, dentro del coche... aún llueve. Luisa apaga el móvil. Hay un mensaje de Raúl. No lo va a leer. Junto al telefonillo, le tiembla la voz.
Soy Luisa.
Mmm, has venido... Pasa, te espero dentro.
En el ascensor, Luisa se mira las comisuras de los labios en el espejo. Esas arruguitas... tampoco se irán nunca. Al salir del ascensor, una luz ilumina tenuemente el pasillo. Proviene de una puerta entreabierta. Se dirige hacia ella, y la traspasa. La luz le señala con nitidez una habitación, el dormitorio seguramente. Su piel comienza a estremecerse mientras atraviesa el recibidor. Su deseo contenido crece segundo a segundo, inundando de ardor sus poros, sofocando su aliento. De la habitación se escapa el sonido del rozar de la carne sobre las sábanas. Sabe que en un minuto el fuego tomará sus piernas, y sus mejillas.
De repente, también de repente, la voluntad de su rumbo se desprende de su máscara y le desvela por un instante dónde deberán terminar esas arrugas que le arañan tanto. Esas que no sabe cómo acallar porque nadie le dijo nunca que se levantarían de esa forma en su vida. Ahora lo va comprendiendo, veloz como un huracán, mientras llega a la puerta de la habitación, en una falsa impresión de tiempo detenido. A continuación, se deja hundir en la inconsciencia del placer, de las palabras que no importan y del aliento robado. Ahora, súbitamente, sabe bien que al amanecer sus manos sabrán dirigir la ruta en el volante.
Lejos de aquí,
lejos de allá.
Cada kilómetro, estará un poco más cerca.

26 de octubre de 2006

Claroscuros.

La vida de los genios siempre ha atraído al séptimo arte, y son innumerables las adaptaciones reales o noveladas de vidas de personajes que cambiaron de alguna forma el mundo. Sin embargo, muy pocas de ellas pasan de ser simplemente interesantes, y casi ninguna la podríamos calificar de obra maestra. Supongo que es difícil acercarnos a los genios y hacerlos creíbles, y aún menos transmitir con maestría la fascinación de sus vidas o de sus obras. Tampoco lo consigue la reciente "Copying Beethoven" de la polaca Agnieszka Holland. Cierto es que la película tiene más de un acierto, pero fracasa en su intención de trazar una historia imaginaria en torno a la última época de la vida del músico como forma de ilustrarnos a través de su compleja y desconcertante personalidad en el proceso vital creativo de su última sinfonía, y su evolución posterior hacia nuevas formas de componer que lo llevarían a ser un incomprendido, pero que sin duda marcaron la evolución posterior de la Historia de la Música.

A pesar de ello, la idea de crear un personaje imaginario que se convierta de alguna forma en reflejo de este proceso es muy interesante. Incluso resulta coherente el hecho de que sea una copista, pues permite cierta credibilidad a la hora de penetrar en los entresijos del lenguaje musical del autor. Pero hace falta un buen guión que sostenga ese personaje, y una trama que consiga reforzar una mirada sobre el músico que pueda resultar creible e interesante. Y en eso, en mi opinión, falla estrepitosamente la película. El personaje de la copista (Diane Kruger) es bastante plano, casi tanto como lo es su intérprete. Cuando la vemos actuar, a pesar de que consiga momentos de interpretación aceptables, no sostiene un personaje que está mal dibujado, concebido más como una mujer actual que como una mujer del siglo XIX. Resultan increíbles muchos de los comportamientos e interacciones de una mujer que ayuda al músico como copista, pero que se convierte en confidente, y hasta criada del espinoso Ludwig. Tampoco se nos presenta una intriga lo suficientemente consistente. La intención de servirse de Beethoven para impulsar su trabajo de compositora no resulta ni convincente ni interesante para el espectador, y la mayoría de las escenas y diálogos se desarrollan entre lo previsible y lo prescindible. Las frases del genial músico (quizá lo más interesante del guión) aparecen muchas veces demasiado incrustadas en la acción. Además, la historia se cierra de una manera simplista y torpe (da la impresión de que el guionista no supo cómo acabar la historia y simplemente la dejó así).

Con este punto de partida, el minucioso y brillante trabajo de producción y de interpretación (todo hay que reconocerlo) no puede sino compensar y mejorar estas deficiencias. La película cuenta con muchos hallazgos, entre ellos dejar la música de Beethoven como eje central de la historia, lo cual, evidentemente, es jugar sobre seguro. La ambientación y la fotografía también son de destacar. Así como el trabajo de un Ed Harris que (en mi opinión) más que estar sublime (como he leído por ahí) se dedica a sacar el mejor partido del personaje que traza el guión. Llegado este punto, las comparaciones con la también imperfecta "Inmortal Beloved" son necesarias. En ella, Gary Oldman nos presentaba a un Beethoven más plano, y sobre todo centrado en su sentido atormentado y dramático de la existencia, hundido en la desesperación de una historia de amor imposible, un Beethoven que resultaba quizá algo parcial y fragmentado. La trama entonces, sin embargo, creaba más suspense para el espectador, y al menos nos mantenía frente a la pantalla con interés hasta el final. En "Copying Beethoven", un inspirado Ed Harris construye un personaje mucho más poliédrico y que corresponde más a la idea que se tiene del músico: alguien oscuro y huraño pero a la vez lleno de inteligencia y ternura. Una persona compleja y ególatra que vive un duro proceso de rechazo ante un mundo que no le comprende y un destino que le castiga con la barrera física de la sordera, pero que a pesar de todo se embarca en un viaje hacia un universo compositivo transgresor con la única luz de su genialidad creativa. Aún así Ed Harris, para mi gusto, sólo llega a la correción, sosteniendo como puede el guión, pero no profundizando hasta el final en un personaje que es algo más que tics y manierismos varios que sólo contribuyen a epatar pero que no terminan de indagar hasta el fondo de este hombre difícil, obsceno, despreciable y cruel, pero al mismo tiempo reflexivo, lúcido, apasionado y necesitado de cariño. La interpretación de Harris se nos va perfilando a golpe de frases geniales y comportamientos algo superficiales no exentos de extravagancia. De nuevo el problema está en el guión.
De todas formas, la película consigue momentos de tremenda emoción, claro que el responsable es el propio Beethoven. Especialmente acertada resulta la escena, larguísima e intensa, del estreno de la sinfonía coral, que nos mantiene sin respiración sobre la butaca, haciéndonos sentir con credibilidad la increíble, irrepetible, hechizante y atemporal música de esa obra. Es una pena no haber redondeado la película pues, como he dicho, la idea de mostrarnos ese proceso de la transgresión del genio es más que interesante. Para el que no conozca la figura del músico en detalle, podrán ser interesantes estas notas que he escrito, que sitúan al músico en el momento en el que nos lo muestra la película. Quizá pueda ayudar a alguno a centrarse en lo más interesante que nos propone la cinta:

Después de haber llegado a la cima del sinfonismo, y tras un largo periodo de casi 10 años en los que su popularidad había decaído bastante, Beethoven se propuso renovar el concepto de sinfonía, añadiéndole la voz humana de cuatro solistas y un coro. Y con esa idea, emprendió la tarea de componer su famosa novena. Su estreno, del que estuvo pendiente toda Viena, puede ser considerado como uno de los acontecimientos musicales más importantes y emocionantes de toda la historia. Sin embargo, paralelamente a ello, el autor, aquejado de una soledad y un ensimismamiento atroz, intensificados por la creciente sordera que lo aquejaba, había comenzado otro proceso creativo, quizá el más importante de su vida, a través de sus últimas sonatas de piano y sus últimos cuartetos de cuerda. Beethoven había llegado ya a la perfección de la forma, y había explorado como nadie la riqueza melódica y dramática en sus obras además de no haber perdido de vista la música popular, que siempre estuvo presente en su obra. Ese ostracismo al que se vio expuesto, le permitió posiblemente alejarse del mundo lo suficiente como para atreverse a cruzar la línea y pasar al otro lado, partiendo de la genialidad en éste. Rompió la forma, la tonalidad, deshizo el concepto de ritmo, de melodía... Se hundió en la composición de obras como la Gran Fuga, que estuvieron muy por delante de su época y que han influido notablemente en la música posterior, con repercusiones incluso en el pop o el jazz. Algo que nadie comprendió, que nadie estaba aún preparado para asimilar. Debieron pasar muchos años para ello, y sólo bien entrado el siglo XX se pudo tomar el relevo a lo que él inició. En palabras de la directora de la película: "Tendió un puente entre el romanticismo clásico y la música moderna, y luego lo destruyó para que no hubiera vuelta atrás".

24 de octubre de 2006

Il primo bacio della storia


¿Qué pasa por la mente de los genios?
Siempre he querido conocer las vidas de los personajes que en la Historia han contribuido a que los cambios tomaran lugar. Sobre todo cuando hablamos de Arte, pues los revolucionarios de la Historia suelen dejar más pistas en sus biografías para entender las razones de sus actos. El arte, casi siempre más críptico que la realidad pues en su misma definición encierra esa mirada subjetiva que representa, también ha tenido sus geniales renovadores, aquellos que han sabido en un momento dado arriesgarse a probar ejercer un camino nuevo, inexplorado. Siempre he pensado que el secreto de la innovación estaba en la sinceridad de la mirada. Es inútil y además vacío pretender romper si no es para mostrarnos algo nuevo. Y esa nueva forma de ver siempre tiene que ser el reflejo de lo que sentimos. Sólo el que se atreve a sentir de forma diferente es capaz de innovar. La creatividad sobre el vacío, la imaginación no sentida, pueden engañar, pero el tiempo se encarga de poner a cada uno en su lugar, y en el de los atrevidos vanguardistas, yo sólo veo almas sinceras.
Esas ideas me rondaban la cabeza cuando este verano me disponía a visitar el monumento mejor protegido de Italia. Está en la ciudad de Padova, al noreste del país, a escasos kilómetros de Venecia. Se trata de una pequeña y sencilla capilla, llamada dell'Arena porque se construyó sobre la antigua arena (anfiteatro) romana. Un espacio ovalado que delimitaba el jardín del palacio de la familia de los Scrovegni, hoy en día desaparecido. La capilla ha sufrido en los últimos años una intensa restauración a partir de la cual se conserva prácticamente en una burbuja de atmósfera y condiciones estrictamente reguladas, donde para entrar hace falta pasar por una pre-cámara de aclimatación. La mala calidad de los materiales constructivos así lo requiere. Pero, ¿qué se esconde en esa pequeña capilla para ser objeto de tanta atención? No sería ambicioso decir que probablemente uno de los ciclos pictóricos que más han influido en el desarrollo de la pintura occidental. Su autor es Giotto, una figura que en su tiempo revolucionó completamente la pintura gótica e imprimió un estilo que en disposición, técnica y expresividad apunta ya al Renacimiento en pleno siglo XIV.
Recuerdo con una emoción intensa el momento en que esperaba (junto a los dos o tres turistas que habíamos reservado hora en la primera visita) en la sala de aclimatación, hasta que una celadora, de acento más romano que véneto, nos hizo pasar a la capilla. En su interior, ese ciclo figurativo, que pasa por ser uno de los más determinantes de la Historia del Arte. Mientras se entra, considero que es interesante para calibrar la medida de lo que nos disponemos a ver, tener un recuerdo en mente de lo que es la pintura del gótico, con su profusión de dorados, formas rígidas, uso exclusivo de la representación de frente o como mucho con las cabezas giradas como única forma de mostrar el perfil. Una forma de pintar aquélla, que llevaba siglos ejerciéndose sin ser puesta en cuestión. La Capilla de los Scrovegni es algo radicalmente diferente. Partiendo de una ruptura con la tradición bizantina de las reglas para disposición en la pintura figurativa, Giotto propuso una representación de escenas de la vida de la Virgen y sus padres (Santa Ana y San Joaquín) y escenas de la vida de Cristo. Bajo éstas, pueden verse alegorías que personifican las Virtudes y los Vicios, pintadas en monocromía, simulando ser esculturas. La capilla se completa en su frontal con un Juicio Final, y en su extremo opuesto aparece una bellísima Anunciación. La tradición gótico-bizantina imponía rigidez y ceremoniosidad en los gestos y en las escenas. Además, no se trabajaba la perspectiva, el espacio era hasta entonces un fondo plano sobre el que situar a los personajes.
Buceando en la vida de este pintor me encuentro con su origen humilde, hijo de pastores, e imagino que ello contribuyó probablemente a conformar el espíritu ciertamente naturista que le inspiró para romper con las rígidas formas "arcaizantes" que la tradición imponía aún. En ese contexto, vemos despertar en Giotto un ímpetu humanista extremadamente conmovedor. El ejercicio de querer transformar las leyendas bíblicas en historias de hombres de carne y hueso tiene un resultado que nos emociona y más aún debió emocionar a sus contemporáneos. La creación del espacio tridimensional y el fuerte colorido que despliega, confiere un contexto real y humano a los personajes que aparecen. Y es que la figura humana es el elemento predominante de estas series. En particular los rostros, que vienen representados de todas las formas posibles: de perfil, de espaldas, de tres cuartos, desde lo alto, desde abajo... Giotto, además, dota a esos rostros de una expresividad inusitada. Son personajes reales, casi identificables. A pesar de que, a diferencia de los posteriores pintores del Renacimiento, éste no contaba con los estudios de anatomía y perspectiva necesarios, Giotto lo hace lo mejor que puede, y consigue transmitirnos una profunda emotividad. Su estilo está dominado por una frescura y una vida inesperadas, que emocionan porque consiguen que al observar esas imágenes de gente bajo presión, en crisis, sufriendo el dolor de la pérdida o tomando gravísimas decisiones espirituales, nos identifiquemos en ellos con todo lo que es importante para nosotros como seres humanos. Es prácticamente un sueño lo que se siente al verlas por primera vez, un sueño de color, expresividad, simbolismo... ¡Se hacen tan cortos esos escasos 15 minutos que dura la visita! La celadora, en un intento de explicarnos la simbología de casi todas las estampas del ciclo, se detuvo con especial parsimonia a relatarnos la serie de la vida de Santa Ana y San Joaquín. Al llegar al retorno de Joaquín a Jerusalén, Santa Ana le recibe con un beso. "Il primo bacio della storia", pronunció aprisa, como si enumerase un objeto sobre un extenso catálogo, y pasó a otra cosa... Me quedé mirando fijamente la escena. Seguramente no el primer beso representado en la historia del Arte, pero con certitud sí el primero en la boca de dos personajes Santos. Y el primero en ser tan arrebatadamente tierno, jugando con esas manos que acarician, que se enredan entre los cabellos, que expresan esa inusitada carnalidad... En el fondo, pensé, las revoluciones siempre tienen origen en los sentimientos más simples del mundo. ¡Lo universal es tan sencillo si se es honesto!

*** He encontrado en Youtube un vídeo que muestra alunas de las escenas de los frecos de los Scrovegni, para que el que no las conozca las pueda ver (me temo que corresponden a fotografías de antes de la restauración. Los colores ahora lucen aún más espléndidos). Pueden ver algunas en las siguientes webs:
Capella degli Scrovegni.
Giotto agli Scrovegni.