31 de diciembre de 2007

Tránsitos invisibles


No me gusta poner inicio ni límite a los cambios, y el cambio de año no deja de ser una conveniencia que no marca demasiadas cosas en la vida diaria ni en la de los anhelos. El más importante, el inicio del crecimiento del día solar, ya comenzó hace días... Poco más importante va a cambiar que sea previsible, a parte de las inscripciones en los gimnasios para bajar estos quilos de más que las fechas y sus consecuencias nos han regalado. Pero, como cualquier otro momento, ¿por qué no también hacer recuento de lo que ha sucedido? que conste que yo lo hago por que sí, no porque lo haga la mayoría, que también...

Además, este año ha sido fácil de resumir. Para mí ha sido un año de tránsito, de recuperar el ritmo que había iniciado cuando me vine a vivir a mi terraza, y que de alguna forma se quebró un poco por el camino. Ha sido un año de asumir muchas situaciones, de incapacidad para olvidar la intensidad de lo que he vivido en estos últimos años, de hacerme amigo del silencio que siempre desdeñé, y de entender que hay dudas que, aunque duelan, nos hacen entender la vida mejor y eso siempre nos hace crecer como personas. Porque no es fácil soñar día a día sin dudar, y no es fácil tampoco buscar el lado intenso de la existencia sin equivocarse. Me equivoco continuamente, me pierdo con frecuencia, me distraigo y pierdo rumbo, me aburro, me hundo en la pereza... pero intento asumirlo cada vez más, porque es inútil hacer trascendencia de eso, siendo como somos tan frágiles, tan breves... Por eso, os invito a que seamos benévolos con la imperfección propia, porque así también podremos serlo con la ajena. Sólo somos bellos porque nos equivocamos, sólo aprendemos y crecemos porque no nos herimos con los errores, sino que los usamos para tomar conciencia de que ser humanos (con todo lo que ello conlleva) en ese minúsculo instante en que vivimos, es lo más intenso que nos puede regalar la existencia.

Ha sido un año rico en encuentros y en amistades de las que marcan. La mayoría se han iniciado aquí, pero han hecho su surco intenso en la realidad de mi vida. Sabéis quiénes sois. Este año habéis estado en el centro de mi vida y la habéis decorado como nunca habría imaginado. Desde los que entraron en la primavera, y se han ido forjando con la más sincera de las dedicaciones, a los que acaban de surgir y ya me llenan muchas tardes de sentimientos muy grandes, pasando por los que se van y vienen, pero tienen su huequito siempre en mi corazón. A todos vosotros un GRACIAS así, enorme y sincero. No hay mejor regalo en la vida, me siento afortunado de que se hayan cruzado nuestros hilos... Nos vemos en el 2008, seguiremos sin duda cruzando los hilos.

20 de diciembre de 2007

Deprisa, deprisa


La gente se apresura por las calles ondeando sus abrigos y bufandas. Todos corren, como si se fuese a acabar el mundo. Como si avanzar rápido fuera una orden incontrolable y los pies se deslizasen por un cable eléctrico, como uno de esos trenes milagrosos de la alta velocidad. Nosotros andamos despacio, casi rozando con nuestros dedos los cristales luminosos, pero terminamos atropellados. Parece que en cada empujón nos roban unos minutos de tiempo. Los roban con ansiedad, en su efecto colateral de robots prenavideños.
Las luces sólo lucen en las calles bonitas. En las feas continúa la misma oscuridad municipal de siempre.
Y ya son las siete, las luces intermitentes de los grandes almacenes tiran de las manecillas hacia adelante sin pudor alguno. Nos paramos a mirar al cielo, que sigue existiendo, callado, allá arriba, sembrando el silencio por las calles. Pero sólo parece llovernos a unos cuantos.
Ya hemos provocado un colapso. ¡Las aceras de Fuencarral son tan estrechas! ¡Y hay tanto niño mono que no sabe leer nuestros sutiles “ceda el paso”!
Llevo escrita la agenda sobre la palma de la mano, pero esta tarde cierro el puño con fuerza. Te miro. ¿Nadamos a contracorriente?
Detesto las citas sobre las paginas pautadas, cayendo como un puzzle en los últimos días del año: sonríe, lleva las manos llenas de bolsas de diseño con regalos perfectos, asiste a todas esas cenas, llama por teléfono a todos los que lo esperan, canta algún villancico, sé comprensivo, dile a todos lo ocupado que estás, piensa en qué vas a meter en la maleta, empaqueta y pon lazos, decora tu casa, compra turrones en el supermercado, ropa interior bonita, por si acaso...
Nos siguen empujando, y ya son las nueve y cuarto.
-Me tengo que ir, he quedado-
-Espera que contesto esta llamada y te acompaño al metro-
-¿Llueve?-
-Sí, aún llueve un poco-
El cielo se ha cansado de sembrar silencios. A estas alturas ya nadie los recoge.


No me había dado cuenta que ya han empezado mis vacaciones. ¿Son mías realmente?
Respiro. Mañana buscaré esos silencios del cielo mientras desayuno con zumo de naranja y Mozart. Saldré a encontrarme con ellos por las calles menos transitadas, haciendo un borrón grande con la goma sobre la agenda. Pasearé y olvidaré todas esas listas que se atropellan en mi memoria. No quiero regalos, quiero no hacer nada, y no quiero tener prisa.
Es mi propio regalo... ¿quién me sigue?

18 de diciembre de 2007

Algunas noches.


La noche te trae muchas veces detrás del secreto, a través de la misma puerta que atravesaste una vez.
Delante surge mi piel sonámbula, acercándose hasta el límite del calor, como esas notas de Ravel que siempre parecen caer al suelo, como palabras derramadas sobre el sueño. Palabras infinitas que ocupan mapas y sobrevuelan soledades. Palabras que hilan fino el silencio que traza el agua que no se detiene, que me arrastra aunque yo no quiera porque mi deseo nace como ella, de lo más oscuro, de lo más profundo, de lo más inevitable.
Después, como la luna pálida que me recorre, viajas lento sobre la marca de tus dedos, despegas de nuevo y te alejas, dejando sólo tu rumor callado de mariposas acuáticas.

13 de diciembre de 2007

Cuartos separados


Respondeme la siguiente pregunta:
¿Termina el erotismo con el matrimonio?
La mujer y el hombre que, día a día,
reciben juntos la mañana,
que, de pie, lado a lado, se cepillan los dientes
que, igual como si estuvieran solos,
se despojan de la ropa
y se quedan desnudos
sin pudor o vergüenza
¿pueden aún albergar
el misterio del mutuo descubrimiento?

Nada es ya prohibido entre ellos.
Al contrario.
Tienen licencia, sello, para los desaforos;
un lugar perenne para estar solos,
todas las noches del mundo
para vivir la intimidad.

¿Sobrevive el asombro
esta absoluta carencia de restricciones,
esta revelación constante, cruel y permanente
de todas las funciones del cuerpo
los ruidos diurnos y nocturnos
la indiscreta pornografía de la cotidianidad?
Mis abuelos paternos
vivían en una casa señorial
frente a la Plaza de Correos.
No dormían juntos.
Sus cuartos y baños diferentes,
estaban situados a cada extremo
de un largo corredor.

(Por donde se filtraría la luz lunar al caer la noche)

Vi llorar a mi abuelo,
-mi abuelo que era duro y no expresaba los sentimientos-
solamente cuando ella murió.
Aulló como lobo. Sin recato su dolor.

Nunca sentí el secreto
de sus habitaciones distantes.
De niña exploraba la de la abuela
-curiosa-
esperando encontrar claves, señales
para desentrañar el acertijo.

Ahora me es fácil imaginar el escenario nocturno de sus vidas.
La espera de los pasos acercándose,
El pomo de la puerta cediendo,
El inesperado color de la bata de noche en el quicio entreabierto.

Ellos lo sabían, me digo.
Se evadían, se escondían.
Se negaban el uno al otro.

Batallaban contra el desamor.

Gioconda Belli

10 de diciembre de 2007

Una noche en la Ópera.


Me gusta entrar en el Teatro Real y disfrutar de ese momento previo al inicio del espectáculo. Sobre todo cuando se atenúan las luces y se pasa a la oscuridad sólo rota por la iluminación de los atriles de la orquesta. Uno puede imaginar mil cosas, sentirse mil espíritus de los que han vibrado en esos asientos en sus siglos de existencia. La música aún no ha comenzado, pero hasta las paredes parecen susurrar ya la música que está a punto de brotar de voces e instrumentos.
Me gusta ir a ver Rossini, porque aunque su música es fácil y a veces algo superficial, está siempre cargada de una belleza formal abrumadora. Porque hace que las melodías vibren dentro de uno y transmitan hacia dentro esa musicalidad veloz y pura que tienen sus partituras. Me gusta porque me deja alegre, de buen rollo, incluso a pesar de ser ésta una ópera dramática y con final triste.

La luz y las vibraciones han durado todo el fin de semana. Y han atravesado la niebla y el frío, los rincones inexplorados y las caricias ocultas, la noche y el alcohol, las miradas ciertas y los huecos en la almohada, las palabras afiladas y la nítida consciencia...
Porque después de Rossini uno sólo puede querer ser feliz y jugar. Y jugar entre dedos y miradas, y enredarme en las palabras que también juegan y se anudan a las notas que no han hecho más que resonar y resonar en un eco que me ha mantenido más vivo que en meses durante todas estas horas.

Los lunes son feos, y aunque te den el beso más tierno del mundo al despertar, Rossini se ha ido, y el amanecer ha sido menos naranja. Y ni la anestesia del ipod rossiniano termina de poder vacunarme.
Quiero volver a divisar el desenfreno y galopar sobre él.
Y lanzarme a volar sobre la oscuridad, retarla.
Y sobre todo reír, y reír, y reír...

3 de diciembre de 2007

El sexo y el espanto


Te miro y mi cuerpo se aproxima al tuyo. Te rozo casi sin querer y te persigo en la piel, caminando siempre por las calles que descienden, por los callejones más oscuros, esos que me hacen imaginar lo que no imagino. Y siempre me detiene la luz de una angustia que me siega los pulmones, que me paraliza al llegar a las yemas de tus dedos, que me abrasa cuando mi nariz roza tus pestañas. Sé que mis manos no entienden de posesión ni de conquista, que para ellas sólo cuenta el instante de cabalgar sobre tu espalda y navegar desde tu pecho a tus caderas. Y que atraquen otras naves llenas de piratas de olor a madera y sal. Mezclar nuestras lenguas con las suyas, y el aliento recorrerá las mentes llenas de inhóspitas mareas, y deshará todo el espanto contenido entre la espalda y la retina. Quiero librar ese sortilegio de latidos, quiero desatarme entre vuestros muslos, quiero brotar entre mis grietas y mis precipicios, y quiero sobre todo sentir que estoy vivo, aunque sea fugaz el verbo que nos define, y también el que nos deshace en el olvido. El instante, grabado a fuego con el viento de vuestros labios, durará por siempre.



Pensamientos y conexiones al hilo del ensayo "El Sexo y el Espanto" de Pascal Quignard (Ed. Minúscula, 2005). De él, traigo aquí un extracto del prólogo, para que meditéis y reflexionéis sobre esas turbadoras miradas llenas de estupor y espanto de los frescos de Pompeya, y de cómo se perpetúan en nosotros y en nuestra manera de entender el sexo.

(...)

Venimos de una escena en la que no estábamos.
El hombre es aquel a quién le falta una imagen.
Aunque cierre los ojos y sueñe de noche, aunque los abra y observe atentamente las cosas reales a la luz resplandeciente del sol, aunque su mirada se aleje y se extravíe, o vuelva sus ojos al libro que tiene entre sus manos, aunque espíe una película sentado en la oscuridad o se quede absorto contemplando un cuadro, el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve.

Las patricias representadas en los frescos que compusieron los antiguos romanos están como ancladas. Permanecen inmóviles, con la mirada oblicua, en una actitud de espera anonadada, paralizadas justo en el momento dramático de un relato que ya no comprendemos. Quiero meditar sobre una palabra romana difícil: la fascinatio. La palabra griega phallos se dice en latín fascinus. Los cantos que lo acompañan se llaman "fescenius". El fascinus atrapa la mirada, ya que no podrá apartarse de él. Los cantos que inspira están en el origen de la invención romana de la novela: la satura.
La fascinación es la percepción del ángulo muerto del lenguaje. Por eso la mirada es siempre oblicua

Trato de comprender algo incomprensible: el traspaso del erotismo de los griegos a la Roma imperial. Esa mutación no ha sido pensada hasta ahora, no tanto por una razón que ignoro como por un temor que concibo. La metamorfosis del erotismo alegre y preciso de los griegos en melancolía aterrada tuvo lugar durante los cincuenta y seis años del reinado de Augusto, que reorganizó el mundo romano bajo la forma del Imperio. Esta mutación tardó solo unos treinta años en imponerse (del año 18a.c. al 14 d.c.). Y sin embargo aún nos envuelve y domina nuestras pasiones. El cristianismo no fue más que una consecuencia de esa metamorfosis: retomó, por así decirlo, el erotismo en el estado en el que lo habían reformulado los funcionarios romanos que promovió el principado de Octavio Augusto y que el Imperio, en los cuatro siglos siguientes, se vio obligado a multiplicar con obsequiosidad.

Hablo de los terremotos

El eros es una placa arcaica, prehumana, totalmente bestial, que aborda el continente que emerge del lenguaje humano adquirido y de la vida psíquica voluntaria, adoptando las dos formas de la angustia y la risa. La angustia y la risa son las cenizas densas que caen lentamente de ese volcán. No se trata nunca del fuego abrasador ni de la roca aún incandescente y viciosa que sube del fondo de la tierra. Las sociedades y el lenguaje se protegen sin cesar de la amenaza de ese desbordamiento. En los hombres, la fabulación genealógica tiene el carácter involuntario de un reflejo muscular: son los sueños en los animales homeotermos entregados al sueño cíclico; son los mitos en las sociedades; son las novelas familiares en los individuos. Inventamos padres, es decir historias, a fin de dar sentido a lo aleatorio de un apareamiento que ninguno de nosotros -ninguno de sus frutos, tras diez oscuros meses lunares- puede ver.

Cuando los bordes de las civilizaciones se tocan y se superponen, se producen sacudidas. Uno de esos seísmos tuvo lugar en Occidente cuando el borde de la civilización griega tocó el borde de la civilización romana y el sistema de sus ritos: cuando la angustia erótica se convirtió en fascinatio y la risa erótica en el sarcasmo del ludibrium.
(...)

Pascal Quignard.