28 de julio de 2009

Mapas y volcanes.

Desde niño he sentido un extraño magnetismo por los mapas. Me pasaba horas mirando fijamente los que encontraba en las páginas de la enciclopedia que teníamos en casa. Me encantaban a partes iguales los físicos y los políticos. Estimulaban mucho mi imaginación, pues adoraba recrear en mi mente cómo serían aquellas costas, qué ciudades se asentarían sobre ellas, cómo se verían las montañas que sobre el papel sólo se adivinaban, por dónde estarían los puertos que las salvaban, qué capítulo histórico habría determinado el capricho o la necesidad de esta o aquella frontera... Los miraba durante horas, soñaba viajar a todos esos países, llenarme de sus imágenes, descubrirlo todo, en fin.

Hoy en día sigo perdiendo muchas horas viajando virtualmente con el Google Maps o mejor aún, con el Earth. Sobre todo, a esos sitios que no forman parte del imaginario viajero colectivo (al menos de este mundo occidental nuestro) como a ciudades (inmensas) perdidas de China, al corazón de África, a la selva amazónica o al desierto de Australia.

Claro, cuando uno llega a los sitios, la comparación con los mapas es a veces una cuestión harto difícil. Nos falta esa visión de pájaro que, sin embargo, sí tenemos en los aviones. Cuando voy en ellos, siempre intento descifrar los mapas que se extienden sin identificar allá abajo. ¿Qué ciudad será aquella, qué bahía, qué cadena montañosa? Escucho con atención las rutas, cuando el comandante del vuelo las explica al pasaje, e intento imaginar el vuelo sobre un mapa imaginario con una (también imaginaria) línea de puntos discontinuos.

El otro día, a la vuelta de Atenas, se nos dijo que la ruta cruzaría la bahía de Nápoles y giraría rumbo a Cerdeña, Baleares y la costa de Valencia. Creo que me quedé dormido un rato, y cuando desperté, sobre las nubes se elevaba inmensa aquella montaña que inicialmente confundí con el Vesubio. Pero no, la línea de la costa no me encajaba con mi memoria cartográfica de Nápoles. Además, tampoco veía la gran urbe del sur de Italia... El Vesubio tampoco es tan elevado como para imponerse sobre unas nubes tan altas como las de aquel día... Hasta que de repente se aclaró la costa y apareció el estrecho de Messina, dejándome claro que estábamos un poco más al sur, y que era el Etna lo que precisamente se levantaba poderoso sobre buena parte del Mediterráneo. Recordé el año de Sicilia y todo el impacto de su belleza. Después, en seguida traté de componer el perfil de la isla, pero es demasiado grande para hacerlo de un vistazo. Así que traté de centrarme en Messina y contemplar toda Calabria, la provincia de Catania, el mar separandolas. Fue entonces cuando las descubrí de golpe. Las Eolias, desplegándose entre isla y continente con su dedos volcánicos alzándose sobre el agua. La grandes, perfectamente reconocibles, Lipari y Vulcano casi inseparables desde la altura. Salina junto a ellas. Panarea, casi minúscula. Y la más cercana, Stromboli, redonda, con su imponente volcán que lo ocupa todo desafiándonos, levemente coronado por una fumarola. Fue emocionante verlo, sentirlo abajo, como si fuera él quien me observara, impotente, pero igualmente magnético a mis ojos. Recordé las imborrables imágenes de Stromboli, o aquellas otras de la Meglio Gioventù en las que aparece... y sentí una secreta inquietud por dentro, una llamada salvaje que sigue hablándome desde entonces. La imagen quedó fijada en mi mente y no se borra... ¿La distinguen?

26 de julio de 2009

Un Figaro "de verano".


Vuelta a Madrid. Fin de las vacaciones y broche mozartiano para este intenso mes de Julio. Esperaba con muchas ganas la producción madrileña de las Bodas de Fígaro, una de las óperas más brillantes, perfectas e intensas de la historia de la música, acaso tal vez no superada en su capacidad de fusionar teatralidad, acción, caracterización musical e introspección de personajes y atmósferas.
Una pena que la propuesta del Real no esté a la altura de lo que pretende ser este teatro nuestro. Aún así, creo injusto usar el descrédito con ella, porque tiene muchos hallazgos. Lo que ocurre es que no comparto el enfoque de partida que subyace en la propuesta de Daniel Bianco y Emilio Sagi. A pesar de haber argumentado en varias entrevistas su elección “tradicional” para la puesta en escena porque el conflicto social subyacente tiene sentido sobre todo en ese momento histórico y en esa localización (la Sevilla del siglo XVIII), intuyo que se trata más bien de una apuesta personal, ya que en una ópera tan conocida como esta, donde muchos de los elementos contextualizadores son de sobra conocidos y asumidos por la inmensa mayoría de los espectadores, es donde precisamente más cabe una apuesta más arriesgada, una lectura más fina de una obra, que vaya más allá de la mera ópera buffa que nos han querido servir.

Comenzar un programa de mano subrayando el carácter revolucionario de una historia donde la clase oprimida de alguna forma triunfa (por inteligencia y humanidad) sobre la dominante, no es coherente con una propuesta que se recrea en el carácter cómico (a veces de una manera bastante simplona) de la acción y en un acentuado carácter folclórico que no añade realmente nada a la obra. Es por eso que considero que se trata de una apuesta muy personal. Pero tiene, no obstante, algunos aciertos. La idea inicial parte de una escenografía con cierta influencia de Strehler en la elegancia de algunos espacios y el uso (muy acertado, de lo mejor de la representación) de la luz, pero que termina desdibujada por un abuso excesivo de elementos muy barrocos (flores, blasones, personajes innecesarios en escena…) que desvirtúan el resultado.
Tras un primer acto muy confuso escénicamente, el acto segundo es el más conseguido, por su sencillez, desde la inicial y deslumbrante apertura de las ventanas de la habitación de la condesa, lo cual permite que podamos centrarnos en la acción de este acto sublime (quizá el momento cumbre de la ópera) y en la música en sí. Después, el tercero se les va de las manos (no termino de ver la danza goyesca “con castañuelas” en la boda ni a las dos pesadas que se dedican a fregar el suelo del patio durante medio acto, por poner un par de ejemplos. En el cuarto nos pretenden sorprender con alguna innovación, como el uso del telón transparente (el inicio del acto es complejo de situar físicamente, así que no está del todo equivocado, creo), el encendido de luces en el “aprite un po’ quegli occhi uomini incauti e sciocchi” o el jardín sevillano, con fuente (sonando demasiado alto en mi opinión) y perfume de azahar incluido (eso sí me sorprendió). De todas formas, creo que es un exceso de elementos que más bien estorban para una escena final en la que la música dibuja ya a la perfección las turbaciones que sufren los personajes.

El enfoque musical me convenció mucho más, a pesar de la mediocre calidad de orquesta y solistas. Pero creo que en la cabeza de López Cobos la idea era de darnos una versión muy equilibrada entre la teatralidad y la musicalidad, una elección que es fundamental a la hora de plantearse esta obra. Elección que en pocas ocasiones se decanta por un extremo u otro, pero que tampoco es abordada con visión unitaria. La mayoría de los directores toman elecciones diferentes para las diferentes escenas e incluso para arias o momentos específicos, lo cual desemboca en versiones muy irregulares donde la música termina pareciendo ser encajada como si de un collage se tratase. López Cobos adopta un tempo justo, que no apaga la teatralidad de la acción, y que nos permite asumir la inmensa belleza de la música al mismo tiempo. Además, mantiene su criterio a lo largo de toda la ópera, logrando una homogeneidad que en pocas versiones he visto. Desde mi punto de vista es todo un acierto, más allá de que las intervenciones de los solistas no estuvieran a la altura de un teatro de primera (asistí al segundo reparto, pero intuyo que el primero estaba en la misma línea), salvo quizás el Conde de Mariusz Kwiecien y por supuesto el Bartolo del gran Carlos Chausson. De todas formas, fallos de entonación tan graves como los de Ketevan Kemoklidze no deberían tolerarse en un teatro de primera (con precios, además, de teatro de primera, claro).

Afortunadamente Las Bodas de Figaro está llena de conjuntos vocales que constituyen el verdadero corazón de la trama y de la acción. Y éstos fluían con tal musicalidad y elegancia, con tal fusión, que verdaderamente era una delicia poderla escuchar sin sobresaltos, dejando que la lucidísima partitura de Mozart fuera instalando en el espectador todos esos matices de la inmensa humanidad de sus personajes. Es en la partitura donde se despliegan los celos, los temores, los deseos, las incertidumbres, la felicidad, las dudas… Poco a poco, a fuerza de melodías, de matices de los instrumentos de viento (que estuvieron en general quizá más a la altura que la cuerda), de ritmos y marchas. Y en eso, a pesar de la irregular ejecución, el planteamiento era inteligente y lleno de honestidad. López Cobos apuesta por un Mozart con cierta (hermosa) tendencia a la melancolía, pero que se nos instala dentro con fuerza, con esa intensidad que esta obra tiene para hacernos desear vivir en ella para siempre.
En definitiva, una versión que aporta poco (en una obra que debe contarse entre las más representadas del mundo de la ópera) pero que no deja de ser una absoluta obra de referencia, y que siempre gusta ver, aunque deba ser en una versión que no le termina de hacer justicia. Será cosa del verano y de no querer hacernos pensar demasiado…

8 de julio de 2009

Cerrado por vacaciones


De nuevo viajando al verano y el origen del Mediterráneo. Este año volando hasta los vestigios de una de las civilizaciones más antiguas que lo poblaron. Cuna también de tantos y tantos capítulos mitológicos. De entre ellos, el hilo de Ariadna tendiéndose para Teseo sobre el Laberinto del Minotauro, trampa audaz para escapar de su ferocidad. Laberinto como símbolo de lo indescriptible y oscuro del alma humana. Como viaje de vida, como exquisito capricho extravagante, como ciego futuro, como morada sin fin, hermética y cíclica. Huir de nuevo, como cada año, para encontrarse y renovarse, para olvidarse y olvidar. Para volver con la mirada transformada y con miles de historias vistas y acaso tocadas a través de los siglos. Las piedras de este mare nostrum hablan tanto y tan bien…

Espero encontraros a todos a la vuelta, disfrutad de verano y de su alegría desbordada…

Hasta prontito.


3 de julio de 2009

Pasión desde la pasión.


Nos confiesa Annie Liebovitz que es así, tal como aparece en esta foto, como le gusta recordar a Susan Sontag, la que fue su compañera durante 16 años en una relación que sorprendentemente nunca terminaron de confesar como sentimental.
Recortada, casi superpuesta sobre los bordes caprichosos del desfiladero, la minúscula imagen detenida de Susan, de espaldas, permanece absorta ante la magnitud del capricho fabuloso de los edificios de la ciudad de Petra, que surgen como espejismos, entre oníricos e imposibles. La instantánea es de una privacidad salvaje, si pensamos bien, pues nos hace penetrar directamente en el universo de la escritora americana, alter ego de uno de sus grandes protagonistas, Sir William Hamilton, apasionados ambos y llenos de una curiosidad y una avidez inmensa por el arte, por la belleza y por lo desconocido. Un juego de espejos en el que, como ocurría en el bellísimo Amante del Volcán, se nos confunde la mirada entre la pasión misma, y la mirada apasionada que la contempla. Annie Liebovitz ejerce de testigo apasionado de la pasión de la mirada curiosa, infinita de belleza y de conocimiento, de Susan Sontag.

Es un ejemplo bien ilustrado de la imprescindible muestra que la americana nos deja este año en PhotoEspaña. En ella, la fotógrafa se nos desnuda con un collage tan sólo aparentemente desordenado en el que vida privada, viajes, memoria y trabajos profesionales reconstruyen a modo de un impresionante puzzle un retrato de sí misma. En él tienen cabida desde sus trabajos para Vanity Fair o Rolling Stones, hasta fotos familiares y retratos de amigos, pasando por fotografía más comprometida o innumerables instantáneas de paisajes tomados en sus viajes, todo ello en los más dispares formatos y tamaño que se conjugan también sin aparente criterio. Entre ellas, casi sempiternas, los retratos de su padre o de Susan en sus últimos periodos de vida, cercanos ya a la muerte, en viajes a Venecia o a Long Beach, y en situaciones domésticas casi íntimas, como evidenciando ser auténtica médula del paso de Annie por el mundo. Muerte que se enlaza a la vida de manera necesaria a través de las fotos llenas de vida y esperanza de sus hijas, ya en el nuevo milenio. Su trabajo es abrumador y nos alcanza sobre todo por la sinceridad y honestidad que consigue en sus retratos, con una finísima capacidad para llegar a la esencia de los personajes y a la emoción misma que transportan. Su técnica tiene mucho que ver con una composición absolutamente impregnada de los grandes retratistas de la historia de la pintura. Su clasicismo y su limpieza son evidentes a la hora de componer espacios y miradas como si de un cuadro de Wermeer, Velázquez o Goya se tratase. Su mirada parte también de una absoluta pasión por la fotografía en sí, lo cual combinado por su incisiva capacidad para desnudar a sus modelos con una humanidad generosa y llena de asombro, nos ofrece un singular testimonio de vida, de humanidad, de pasión y de belleza que sin duda sobrecogerá a quien se acerque a observarla, hasta el 6 de septiembre, en la Consejería de las Artes de la Comunidad de Madrid, Alcalá 31. No os la perdáis.

1 de julio de 2009

Memorias de Julio.



Todos los años la misma historia, mi padre se empeñaba en salir con las luces del alba para que no se nos hiciera noche en el viaje. Un viaje repetido una y otra vez, tal día como hoy, siempre tal día como hoy. Las maletas abiertas sobre el sofá durante días iban preparando el ambiente. Tener que sacar de nuevo las chaquetas, las sudaderas, hasta el paraguas, era como un rito extraño cuando en la calle se alcanzaban ya los 40 grados a la sombra sin problema. Y al final llegaba el día, con un aviso suave de mi madre nos poníamos en marcha en silencio, metíamos la infinidad de cosas en el coche, nunca sin alguna pequeña discusión acerca de nuestra capacidad para hacer equipajes, y finalmente subíamos al coche aún con el frescor de la madrugada.

Recuerdo con mucha intensidad aquellos viajes, los amaneceres lentamente recortando las montañas del norte de Sevilla, la primera parada, obligatoria, en la sierra para un café fuerte y un bollo o una tostada. Y el sol poco a poco definiéndose en aquellos cielos azules de verano. Recuerdo que salvo mi padre, que era el único que conducía (ni incluso cuando mi hermano y yo nos sacamos el carnet nos dejaba turnarnos mucho con él, pues con lo obsesivo que es tampoco le servía mucho de descanso estar pendiente de cómo conducíamos nosotros), todos los demás caían dormidos al poco de desayunar. Mi padre bajaba la música y se disponía con parsimonia a enfrentarse al tráfico lento de viajeros, camiones y vehículos agrícolas que plagaba la ruta de la Plata. Yo no, yo no podía dormir, quería verlo todo: los horizontes parduzcos, las encinas que pasaban veloces, los alcornoques trazados en los campos extremeños, la subida a Béjar, la entrada en Castilla, los campos amarillos de trigo seco, la inmensidad, las ciudades y sus murallas, los ciudadanos ordenados y elegantes que parecían llenar las ciudades castellanas a primera hora de la mañana. Yo deseaba parar en todos aquellos sitios, quedarme brevemente para siempre en ellos, saborearlos. Por supuesto no decía nada, estaba bien claro que para mis padres el viaje era una etapa, un medio para llegar a nuestro destino, nada más que eso, y que cualquier distracción no tenía ninguna posibilidad... No lo sabía aún, pero quizá era aquella sensación el primer germen de mi curiosidad viajera, de mi necesidad de ver otros mundos, otras personas, otras realidades, otros paisajes, de mi interés por la historia, por el legado cultural, por la naturaleza... Para mí aquellos viajes no eran un mero trámite, eran toda una emoción, incluso aunque tuviera que observar todo desde la ventanilla del coche. A pesar de que supiera de memoria ya (al cabo de los años) la ruta, las ciudades y hasta los paisajes... No, yo no me podía quedar nunca dormido, mi emoción me lo impedía... Tenía que verlo todo.

La tarde nos sorprendía en la inmensidad monótona y difusa de los campos de Salamanca o Zamora. El sol en su cenit estival lo llenaba todo. Aquello era antes del aire acondicionado, así que las ventanillas comenzaban a abrirse y el aire entraba como un huracán revolviéndonos el cabello y ensordeciendo la música de boleros que mis padres solían poner, reducida casi a los golpes de bajo borradas las melodías y las palabras ya, sin que a nadie le pareciera extraño seguir poniendo casettes y casettes que en realidad no se escuchaban. Llegábamos a León y ya el campo se tornaba verde, las montañas se comenzaban a adivinar boscosas y frondosas... Poco a poco olvidábamos el calor, los campos secos, la canícula... Y nos internábamos en el noroeste, como si de otro país se tratara. Llegaba ya el olor rotundo y fresco de Galicia, la hierba sobre los campos, los castaños carnosos, los ritmos pausados de los habitantes, la dulzura del acento escuchado por azar desde la ventanilla, la humedad y el vértigo como de entrar en otra realidad. Los robles y los eucaliptos infinitos, el bosque haciéndose más agreste conforme el océano se acercaba... y por fin el mar, azul, intensamente azul, recogido en la pequeña ría, tranquila y escondida de la inmensidad atlántica, pero reflejando sus secretos a la luz indescriptible de la tarde.
Se iniciaba con aquellas emociones de la llegada y los abrazos a la familia, el mes de Julio en el norte. Y vendrían como siempre las mañanas de playa, las tardes de asueto frente al sol, los paseos hasta el faro, los bocadillos de chorizo, las noches frías, las tertulias femeninas -la literatura , el cine y la música siempre presentes- los juegos, el bosque oscuro y el mar siempre rodeándonos, haciéndonos casi isla alejada del resto del mundo, del resto de las vidas de todos los que allí habitábamos por aquellos días. Todo un curioso y delicado art de vivre que nos hacía abandonarnos irremediablemente a las rutinas de aquellos estíos.
Soy consciente de que en aquella época aún no sabía yo lo que significaba vivir en mayúsculas. Sin embargo, los meses de Julio en la Costa da Morte quedaron fijados a fuego como paradigma de la felicidad, y de tantas y tantas cosas que después han marcado mi camino. Y comenzaba todos los años, sí, tal día como hoy...