28 de octubre de 2007

Amanecer en Madrid.

En los charcos de las calles de Madrid, los gatos han visto esta noche reflejadas las estrellas. ¡Qué raro!, habrá pensado algún lúcido, que siempre los hay, si en Madrid no se ven las estrellas nunca. Son aquellos dos locos, ¿no los ves? Se les caen de los bolsillos.
(de una noche de febrero de hace algún tiempo...)

Cuando la noche se precipita en un sinfin de palabras y desenfreno de piel sin medida, y llega inevitable el amanecer...
Cuando la mirada sólo puede contenerte porque te extinguirás sin remedio...
Cuando las manos pierden el rumbo, pero encuentran una órbita que les aplaca su sed oscura...

Entonces sucede.

Sucede que subes despacio la escalera del metro, de vuelta a casa, envuelto de silencio, y te sorprende el sol de la mañana abrasandote la espalda, aunque tiembles pensando que nada puede evitar que faltan sólo unos minutos para que esa brisa vuelva a helar tu corazón de nuevo a -176 grados centígrados.
Entonces, en un gesto absolutamente casual, accionas aleatoriamente tu reproductor.
Surge él, como siempre, tendiendote su otro amanecer, atravesandolo todo para susurrarte que camines sobre las espinas sin temor, que la vida debe continuar.



Y es que él, hace más de doscientos años, ya sabía que todo iba a ocurrir así. Si lo escuchas con un poco de atención, verás que en la partirura, en realidad, está todo escrito. Sin palabras.

24 de octubre de 2007

Desde la barrera



Estoy convencido de que la piel emite un imperceptible rumor en forma de ondas. La mayoría de las veces éstas atraviesan de forma absolutamente inocua nuestros sentidos. Sin embargo, algunas personas consiguen que, como si de una minúscula sierra se tratara, nos arañen suavemente. Al principio como un leve cosquilleo, para transformarse después en finísimos hilos que tiran irremediablemente de nuestra piel hacia aquella otra.

Lo sé porque cuando te acercas lo siento. Siento esos hilos tirar de mí y hacer que mi dedo busque rozar casualmente, como por accidente, tu muslo o tu cadera, o que tu pierna roce la mía esa pequeñísima porción de tiempo más de lo que la inercia obliga.
Porque nuestras pieles se buscan. Se buscan como en órbitas, bajo la ropa, y establecen su magnética lingüística. También lo sé porque sonríes. Porque sonreímos. Y porque tu mirada (quizá sólo lo imagino) parece querer salir proyectada, y brilla de una forma diferente.

Hablamos de esto y de aquello, y tú me cuentas tus deseos y tus derrotas, y yo a veces esquivo tu mirada. Te cuento cosas que no me invento, pero que tampoco me importan tanto. Quizá porque no me atrevo a que me importes, ni a conjugar “tú” con palabras prohibidas antes de escucharlo en tus labios. Faltan palabras, y también el final del laberinto. En realidad faltan todas las frases que debieron estar escritas. De alguna forma se borraron, así que siempre nos perdemos en el camino. Además, cuando la distancia se alarga un poco más, las ondas pierden su efecto, y entonces ese umbral de la intimidad en el que habitamos a veces se desvanece y pasamos a hablar desde la ventana, cada uno detrás de su pared. Así, desde el otro lado de la cascada, dejamos que sea siempre el agua quien se precipite al vacío. Y la miramos discretamente, con vértigo, pero seguros de no sentir su humedad, como si nada sucediese, como si detrás de las palabras no se escondieran las fauces del deseo, como si nuestras lenguas nunca fueran a encontrarse.

Pero no puedo negar que cada vez que te vas, cuando te abrazo, uno de nuestros hilos se queda siempre enganchado en el mismo lugar.

23 de octubre de 2007

Dobles



Un día, hace muchos años, yo también, de repente, me encontré de bruces con alguien físicamente igual a mí. Increíblemente igual a mí. Como en la película de Kieslowski, él iba dentro de un automóvil y yo me quedé mirándole sin que él percibiera que lo hacía.
No sé si los mecanismos que se desencadenan en momentos como estos son iguales para todos. Yo, personalmente, me quedé confuso, como invadido por una sensación de haber perdido de alguna manera, mi unicidad completa en el mundo. No sé por qué, preferí sentirme espía de aquel hallazgo. Creí hasta adivinar que alguno de los gestos que, por casualidad, conseguí ver en él, también lo era mío. Era una posible evidencia de la sospecha de que no sólo físicamente pudiésemos ser casi idénticos, sino que la similitud también se podía extender al terreno del pensamiento y (algo mucho más peligroso) al de los sentimientos. El hecho me violentó sin causa aparente. Necesité apartar la mirada de él, como si observarle con mayor descaro aumentase las posibilidades de que él se diera cuenta y yo quisiera evitar que aquello sucediese.

De aquella inconfesable pero irremediable atracción se desprendía una poderosa pregunta que yo no osaba pronunciar, pero que planeaba sobre mi cabeza. ¿Podría yo enamorarme de alguien exactamente igual a mí? Es curioso, un chico cargado de muchos pequeños traumas e inseguridades como era yo en aquella época y que, sin embargo, no podía evitar caer en la autocomplacencia de, por un instante, sentirse atraído por él mismo cuando, de repente, era capaz de verse desde fuera.

Aquello era todo un desafío, pero ambiguo, bordeado de prejuicios y lugares comunes, de moralinas y temores de esos que nos anclan a lo más oscuro de nuestro yo. No aceptarse del todo, ni en lo físico ni en lo espiritual (algo más que natural para el adolescente que era yo entonces) parece incompatible con sentirse extrañamente seducido por pensar en sentir ganas de lanzarse hacia esa especie de "uno mismo"... Y sin embargo, el deseo estaba ahí, en el borde de un vacío inescrutable que sólo el salto inconsciente parecía poder desvelar. No pudo ser, y me alejé de aquel lugar profundamente turbado. Aquella imagen aún me visita con frecuencia, y me sigue inquietando no saber aquello que pudo haber sucedido.

Mi vida después no ha dejado de ser un continuo lanzarse a lo que aparentemente la razón o el sentido común (social, cultural) dicta en primera instancia. Siempre he sentido una necesidad de tocar la realidad, de pisar la raya, de atravesar más allá de donde sólo la imaginación llegaba. He atravesado demasiados túneles, demasiadas selvas, demasiados océanos, para encontrarme con tormentas y trampas mortales, con sendas torcidas y noches sin alba. Pero también he visto la luz imprevista en mitad de la nada, miradas que escondían universos enteros, y palabras que se erigieron en castillos donde ahora habito. En uno de ellos, aún espero encontrame con aquel chico exactamente igual a mí, mirarle a los ojos, por fin besarle en los labios, respirar de su boca, y seguir adelante sin temor.

19 de octubre de 2007

Sin retorno (Segunda Parte)

(Enlace a la primera parte)

Comencé a subir pisos sin pensar en que no sabía dónde me dirigía. La catarata contenida de mi excitación acababa de romperse y descendía caudalosa por mi garganta, casi enmudeciéndome. Al llegar al tercer piso, a oscuras, vislumbré algo de luz detrás de una de las puertas del descansillo que estaba entreabierta. No lo pensé más, tenía que ser aquella. La empujé suavemente y entré. Me temblaban un poco las piernas.

Salvo la entrada, el resto de la casa parecía estar también en penumbra. Una penumbra a la que mis ojos se habían ido acostumbrando mientras subía. El silencio, de repente, se vio interrumpido por el sonido de una grabación de música de piano, casi sorda, que parecía provenir de una de las habitaciones del pasillo. La única luz con la que contaba era la que provenía del interior de lo que parecía ser el baño, situado al fondo de la casa, y cuya puerta estaba entreabierta. Caminé a paso lento guiándome por ella hasta llegar a la habitación de la que provenía aquella música. La luz era casi inexistente allí, pero al instante descubrí cómo se detenía suavemente sobre su piel, la piel deslumbrante de su cuerpo desnudo que me esperaba en el interior. En cuanto entré me envolvió un olor dulzón y cálido, casi familiar. Me acerqué a él, con la respiración entrecortada por una emoción que ya no sabía bien de dónde procedía o cómo se conjugaba. Su respiración, también agitada, se escuchaba por encima del piano. Extendí mi mano y toqué su cadera lentamente, como si acariciase una tela de material delicado para comprobar su calidad. Su carne era tibia y apetitosa. Y tan suave, que deslizarse sobre ella era como nadar sobre aceite. Él también extendió uno de sus brazos, tomándome de la cintura. Deslizó sus dedos por debajo de mi camiseta, y acarició el abdomen con suavidad, erizando mi piel a su paso. El corazón se me aceleraba y yo lo sentía martillear en mi garganta y en mis sienes con insistencia. Todas las imágenes de mi deseo descendieron sobre mí en aquel instante, y se mezclaron con la oscura fantasía que me provocaba aquella situación en la penumbra. Las ideas se bloquearon de inmediato en mi cabeza, incapaz de poder dar un sentido a todo aquello. Fue entonces cuando un inesperado descontrol se apoderó de mí y me lanzó a recorrer toda su piel con la mía. Y con mis dedos, y mis brazos, y mis labios, y mi lengua hambrienta. Fue su olor que me llegó como una flecha, y el sabor de su boca, que era como si siempre lo hubiese tenido ahí, incrustado entre el deseo y el placer.

Sucedió rápido. La fuerza de sus manos desnudándome con fruición, su lengua veloz probando mi pecho y mi espalda, los miembros enredados en una maraña que, sin embargo, se movía con una extraña perfección. Fueron momentos de levitación, como si los dos cuerpos flotasen en el aire, como si cada posición que adoptaran desafiase la gravedad a través de un equilibrio casi irreal. Me sentí rodeado de caricias que se acompasaban a la perfección con nuestra respiración y nuestros latidos. Mi pensamiento había dejado de funcionar y se entregaba al placer de la sentir y de desear sin concesión alguna a la reflexión. Fui poco a poco acercando mi sexo a su espalda, como en una danza ritual, y terminé penetrándole a ritmo muy lento, recorriéndole como si fuese parte de mi propio cuerpo, consciente sólo del placer intenso de cada milímetro recorrido, aumentando la velocidad tan poco a poco que no fui consciente de llegar a la extenuación total cuando por fin llegó el orgasmo compartido. En mi grito quebrado y convulso se escapaban muchas más cosas de las que creía. Me quedé abrazado a él, inmóvil sobre las sábanas, sumido en una respiración que se fue deteniendo. Mi lengua, también detenida, en su boca, como si siempre hubiese estado así, junto a él, sumido en un placentero bienestar que hubiese querido que durara para siempre. Estuvimos así un largo tiempo, hasta que de repente, algo me hizo reaccionar. Me incorporé de un brinco. Él encendió la luz y, súbitamente, sus ojos aparecieron por primera vez sobre mí. Me miraba fijamente, sin ningún pudor. No sabía qué decir.

- Me gustas mucho- dijo él.

Yo no sabía qué responder.

-Tú también a mí- solté torpemente. Lo cierto es que me sentía algo avergonzado.

En su mirada había algo de superioridad, de seguridad, que me hacía sentir incómodo, fuera de lugar. Al mismo tiempo, eso le hacía aún más deseable. Su atractivo me poseía y me provocaba de nuevo una erección contundente.

-Tengo algo de prisa. ¿me dejas darme una ducha? -
No sé por qué, pero necesitaba salir de allí. De pronto, lo complejo de la situación que estaba viviendo se apoderaba de mí y me generaba confusión.

-Claro, como quieras. ¿Seguro que no quieres quedarte un rato? Y charlamos... Como ha sido todo tan rápido...-

- Me encantaría, pero de verdad que tengo prisa - Nada deseaba más que volver a enredarme con él sobre la cama, aún templada por nuestro sexo. Pero comenzaba a racionalizar el momento y sabía que no sería capaz de disfrutar.

-Como prefieras. El baño está a la izquierda, al final del pasillo-

Me entregué al agua fría de la ducha como una forma de purificación, como intentando sacar con ella cualquier pensamiento de mi cabeza. A veces es difícil dejarse llevar por los sentidos ilimitadamente. Me gustaría tener un interruptor al que acudir en estos momentos. Desconectarlo y dejarme sentir, sin posibilidad de reflexionar. Pero no.

Me sequé rápidamente, con nerviosismo, y mientras terminaba de vestirme me fijé en su ropa, tirada en el suelo del baño. Del bolsillo de su pantalón sobresalía la esquina de lo que parecía ser una cartera de piel negra. No sé por qué razón me llamó aquello la atención. Me acerqué y la toqué con las manos. En ese instante, sus pasos se acercaron y el pomo de la puerta se movió. No sé qué me llevó a ello, pero no pude evitar tomarla en mi mano y guardármela. No lo entiendo, no soy ni fetichista ni cleptómano, pero un impulso incontrolable me llevó a tomar aquel objeto.

- ¿ya te has vestido? Vaya, qué prisa, ¿no? Pensaba que te quedarías al menos a tomar un café. O una copa si prefieres. No sé ni cómo te llamas- dijo con suspicacia

- Sí, bueno... es que... de verdad que tengo prisa- Lo cierto es que en aquel momento quería salir de allí como fuera. No podía soportar aquella situación un minuto más.

- Vale, no problem, si quieres, te dejo mi teléfono -

- Sí, claro... Perdona, me llamo Santi- Sonreí, como queriendo calmarme.

- Yo soy Iván- dijo devolviéndome la sonrisa -no te preocupes, te entiendo. Te escribo mi teléfono aquí y si te apetece me llamas para quedar con más calma-

-Gracias, seguro que sí-

Pero en realidad no estaba muy seguro de lo que decía. Me sentía extraño en aquel instante. No quise alargar la situación, y me ajusté la chaqueta para salir, sin entretenerme más. Él se acercó y me besó suavemente en los labios.

- Me ha gustado mucho... Espero que me llames -

-Sí, nos vemos pronto otra vez. Y nos contamos más cosas. A mí también me ha gustado mucho. Se notaba, ¿no?-

Me sentía algo más tranquilo, pero necesitaba salir. Lo hice cerrando despacio la puerta y bajé las escaleras con rapidez. Al salir a la calle, ya a oscuras, el aire fresco en la cara me devolvió a la realidad. Decidí caminar hasta casa. No estaba tan lejos. No había mucha gente por la calle y podía escuchar mis pasos tranquilos sobre la acera.

De repente recordé la cartera que me había llevado, sin saber muy bien por qué. Hundí la mano en mi bolsillo y la acaricié. La saqué. Era de tamaño mediano y no estaba muy abultada. Me sentía un ladrón. No sabía bien qué hacer. Aquel hecho añadía aún más extrañeza a todo lo que había sucedido. ¿Por qué había tomado aquella cartera así?
No podía encontrar una respuesta. La sensación, ya conocida, de que algo se había roto y era irrecuperable comenzaba a apoderarse de mí

-Debería llamarlo ahora mismo y decirle que la he tomado por error, que estaba en el suelo y la confundí con la mía, que es muy parecida. Sí, eso haré, claro. Así no pasará nada-

Inconscientemente la abrí, y la acerqué para olerla. Olía a él, al olor que había poseído tan solo hacía un rato. Casi no tenía nada, Un par de billetes, dos tarjetas, el DNI, y algunos papelitos que sobresalían de uno de los compartimentos laterales. Tiré de ellos hacia fuera y, entre varios comprobantes de compra, se deslizó. Era pequeña, pero rotundamente nítida. Una foto, del verano pasado, en Grecia. En ella estábamos Jorge y yo, abrazados y sonrientes, posando frente a los acantilados del cráter de Santorini. Me detuve en seco. No sabía qué pensar. De repente, más que nunca, era consciente de que algo imposible de deshacer acababa de suceder.

En aquel instante, sin que yo pudiera saberlo, Iván tomaba su teléfono para marcar un número. Era el número de Jorge, que respondía en seguida.

- ¿Qué pasa, Iván? Ya sabes que no me gusta que me llames tan tarde, que va a llegar en seguida. En realidad ya debería estar aquí... ¿qué quieres?-

-Jorge... Ha ocurrido... Esta tarde... Con él-

Pero Jorge no consiguió articular ninguna palabra. Tan sólo exhaló un suspiro, casi imperceptible. Y colgó
Ni Jorge ni yo supimos con seguridad qué era, pero sí, algo se había roto. El fino telón que envolvía el deseo que nos unía a los tres, sin ni siquiera saberlo, se acababa de levantar.

FIN

17 de octubre de 2007

Sin retorno (Primera Parte)

- Sí, es él -
Me giré un poco, para observarlo desde otro ángulo. En realidad, era la primera vez que lo veía y no estaba seguro. Quizá era que no quería estar seguro. Pero era él, sí. Lo observé con detenimiento, sin que se diera cuenta. No había duda, era el mismo chico de las fotos.
Él parecía no inmutarse, absorto en algún pensamiento, con la mirada perdida. Yo en cambio, desfallecía. Había mirado esas fotos cientos de veces desde que las descubrí por casualidad. Y hasta llegué a odiarlo con todas mis fuerzas. Cada una de las veces que me enfrentaba a ellas lo odiaba con más y más fuerza. A veces, incluso deseé que le sucediera algo. Que muriese, que desapareciese, que se lo tragase la tierra... Como retando a un imaginario e invisible vudú a actuar. Algo sin duda angustioso, pues no tenía forma alguna de saber si causaba efecto en él o no, ya que no lo conocía. No sabía siquiera su nombre.

Nunca he sido una persona curiosa ni especialmente inquisidora. Sinceramente, encontrarme con aquellas fotos fue un accidente casual. Siempre he ayudado a Jorge con el ordenador, con sus problemas para encontrar archivos perdidos o para desinfectar virus. Aquel día le instalaba un programa, no recuerdo cual. Y al abrir una archivo para instalarlo, allí estaba aquella carpeta que pensé olvidada o extraviada en un área de archivos de programa. Su nombre: 101. Sin imaginar qué contenía, pinché sobre ella. ¡Fue tan sencillo, tan inocente! Un segundo después, todas aquellas fotos aparecían en la pantalla. Aquel chico (el del metro) con Jorge. Abrazados, tumbados, sonriendo, como atravesados de felicidad. De una felicidad sin equívoco, porque además, aquella sonrisa en Jorge yo no la conocía. Lo primero fue sentir un intenso mareo, como si todo el suelo temblase a mis pies. Enseguida quise imaginar que aquel habría sido una pareja anterior. Una de esas de las que aún no me había hablado. Jorge era muy celoso para hablar de su pasado. Después de dos años, cada vez que me contaba algo de su vida antes de conocerme, yo lo sentía como una pieza más de un inmenso puzzle que aún no dejaba mostrar el diseño principal. Tan sólo algún detalle, la esencia del fondo o la textura de los colores. Esta era sin duda una pieza bien grande. No, no debía mirarlas. No estaba bien... Pero esas sonrisas de ambos me absorbían. Miré una a una con detenimiento, asfixiándome un poco con cada mirada, con cada mano posada sobre la pierna, sobre el hombro, sobre esa cadera que reposaba ahora junto a mí la mayoría de las noches. Entonces descubrí el reloj en la muñeca de Jorge. El reloj que yo le había regalado hacía apenas un año.

A veces me gustaría parar el mundo y dar marcha atrás. Detener todo y evitar lo inevitable. Reparar lo que se acaba de romper y colocarlo en su lugar como si nada hubiese sucedido. Hacer retroceder unos segundos a quien tal circunstancia le salvará de un accidente, o evitar quizá cruzarme con quien, con certeza, abrirá un pozo de dolor en mi vida. Sí, en aquel momento deseé con todas mis fuerzas retroceder en el tiempo y alejar aquel chico de la vida de Jorge. Averiguar cómo apareció, cómo se cruzó con él, y haber evitado que se conocieran.
Pero no, no podía. Aquellas fotos eran ya pasado, y su intenso magnetismo martilleaba mi retina, igual que el aire lo hacía justo ahora en mis pulmones.

Sé que no hice bien, pero no pude evitar copiar algunas de aquellas fotos, robarlas, para verlas con tranquilidad en mi casa. Quizá para herirme conscientemente observándolas. Y es que Jorge y yo hablábamos siempre. Quizá no de su pasado, pero sí de nuestro presente. Y teníamos las ideas claras. Yo me sentía tan querido, tan deseado. También habíamos hablado de no poner en peligro todo lo que teníamos, porque era importante para nosotros. Incluso habíamos hablado de quienes, en el fondo, nos atraían. Y bromeábamos con los celos que aquel jueguecito provocaba... Pero de repente, aparecía aquel chico. Como de la nada. De la oscuridad de la mente de Jorge. De una vida que sin duda me ocultaba. Sin embargo, no conseguí odiarle. Tan sólo conseguí albergar un sentimiento de profunda turbación cuando pensaba en ello y aquellas fotos venían a mi mente. No conseguí hablar de ello con él nunca.

Poco a poco me di cuenta de que tampoco me invadía la necesidad de averiguar más, de intentar completar ese hueco de su vida, esa historia, ese amante, amigo especial o lo que fuese. Porque en el fondo de mi confusión, un certero sentimiento de atracción se despertaba, aunque yo no fuese consciente. Una atracción hacia aquella relación, hacia aquella unión, hacia aquellos brazos enlazados, hacia aquellas sonrisas cosidas por la atracción.

Observé muchas veces aquellas fotos, aunque casi siempre lo hacía a espaldas de mi voluntad y de mi consciencia. Pero las observaba con fijación, deteniéndome en cada pequeño detalle, casi estudiándolo de memoria. Y poco a poco, no sabría explicar cómo, la atracción fue desviándose hacia aquel chico. Me llamaba poderosamente la atención su sonrisa. Y la piel de su brazo sobresaliendo de la camiseta. Y la curva de su pecho. Y ese pequeño mechón de pelo cayéndole sobre la frente...

El deseo fue haciéndose más y más grande. Y ni siquiera me di cuenta, pero algunas noches terminaba masturbándome delante de alguna de aquellas fotos. Ampliando siempre la zona en la que aparecía aquel chico, dejando mi fantasía libre. Pero mi fantasía, en esos momentos de éxtasis, se dirigía sin duda hacia el hecho de imaginarme con él, tocándolo, acariciándolo, besándolo, poseyéndolo.

Así que cuando lo descubrí en el metro, la primera sensación fue de confusión. En seguida comprobé que era mucho más atractivo que en las fotos. Inmensamente más. Y que la curva de sus brazos y la de su pecho eran vertiginosamente deseables, y que retenían con fuerza mi mirada. Él continuaba ausente. De vez en cuando, con las frenadas de cada parada, sus músculos se tensaban para contener el impulso. Lentamente, suavizando el golpe con la perfección de una máquina. En aquel punto, yo ya no quería recordar el origen de las fotos, ni el papel de Jorge en el origen de todo. Sólo quería perseguir el deseo que me asfixiaba.

En una de las paradas, el chico salió del vagón. Yo no pude resistir la tentación de perseguirle. Subió rápidamente las escaleras de salida y tomó la calle hacia abajo con el ímpetu de quien deja a su propio cuerpo dirigir los pasos, porque sabe el camino a la perfección. A pesar de su velocidad pude seguirle. Me pareció que en la segunda esquina se daba cuenta de que lo seguía. No sé, no hizo nada especial que me lo hiciera deducir, fue una simple intuición. Además, noté como disminuía el ritmo de sus pasos. Yo hice lo propio con los míos. Entonces, en la tercera esquina, se giró para observarme. Me fulminó con la mirada. No cabía duda de que se había dado cuenta de que le seguía desde el principio. Yo le sonreí, intentando parecer natural, pero seguramente estaba evidenciando el deseo que me arañaba los labios. Él continuó sin volverse hasta llegar a un portal angosto y mal iluminado, girándose lentamente antes de penetrar en él para dejarme caer un gesto de complicidad con la cabeza, como invitándome a seguirle. Sus brazos se hundieron en la oscuridad del interior -no iluminado- del edificio. Yo me quedé en el umbral, dudando. Sólo fueron unos minutos, hasta que las fotos regresaron a mi memoria con fuerza y me empujaron a atravesar el portal, que había sido dejado abierto delicadamente, y subir por la escalera que se encontraba nada más entrar.

(Continuará)

15 de octubre de 2007

Rutas sin destino


Llegué cuando ya era noche oscura, cuando ya casi había olvidado por qué mi viaje había de tener final.
Cerré la puerta, y en su leve girar supe que todo el camino se había trazado muy hondo sobre mis ojos. Ni el verde veloz de los arboles, ni el azul desmesurado de la mañana habían conseguido teñir la grieta profunda que me mordía el cuello. Los dos pozos negros de tu mirada seguían intactos entre mi olvido, clavando su agua fría como escarcha sobre mi sangre. Me disfracé entre las ramas, y con cuidado me vendé los ojos heridos, hasta que alcanzaron, como un susurro de viento antiguo, la ruta y su destino. Aún no he huido de mí lo suficiente, pero a veces, hundido en la prisa de aprender a leer la brújula, te descubro de nuevo desnudo, caminando en la isla que no tiene orillas, desviando el arco que describen tus palabras hasta mis dedos, desembarcando siempre fulminante sobre mi pecho.

10 de octubre de 2007

Detrás de la puerta.

Se cerraba la puerta y nadie sabía por qué estaban allí, ni qué los mantenía unidos. A pesar de parecer desde fuera la pareja perfecta, todos los que de alguna manera estábamos cerca de ellos, todos los que compartíamos algún rato de intimidad de vez en cuando con ellos, nos habíamos preguntado alguna vez si en realidad se amaban, o era tan sólo que habían aprendido a vivir juntos. También habíamos llegado a pensar que el pobre Lorenzo vivía encadenado al influjo intelectual de David, o al de su cómoda posición económica. Y David... al del inmenso atractivo físico de Lorenzo, o al de su juventud y energía.
Alguno, incluso, se había atrevido a sugerirlo cuando no estaba ninguno de los dos presente. Nadie, sin embargo, sabía qué pasaba allí cuando se cerraba la puerta y se quedaban solos.

Lorenzo pasaba la mayor parte del día fuera, y no sólo por trabajo. Además, no siempre decidía pasar las vacaciones con David, lo cual nunca llegamos a entenderlo.
David, a su vez, vivía en su propio mundo, y en él Lorenzo apenas entraba. Nunca se le escapó una palabra de amor en público.
Jorge llegó a saber que algunas noches las pasaban fuera de casa, indistíntamente. Pero no se lo dijo a nadie, salvo a mí. A ninguno le habría sorprendido una cosa así. Tampoco a Luis, que siempre ha deseado a David en secreto, aunque nunca lo ha admitido, pero estoy seguro de que ha debido incluso fantasear con la idea de dormir alguna noche con él. A veces incluso sospecho que lo ha hecho alguna vez.
Íbamos con frecuencia a su casa, y siempre eran perfectos como anfitriones. Pero ni siquiera en la privacidad del propio hogar, en la compañía de los mejores amigos, fueron capaces de darse siquiera un abrazo. Y todos nos preguntábamos, aunque no lo dijésemos, qué pasaría detrás de aquella puerta cuando nos despedíamos y nos marchábamos. Cómo serían sus besos, cómo de cálida su intimidad, cómo de intenso aquel sentimiento que los mantenía unidos.

Durante los últimos meses, pasamos muchas veladas juntos. Y viajamos con frecuencia los fines de semana fuera de la ciudad. Disfrutamos de momentos inolvidables. A veces, hasta nos llegamos a olvidar de quiénes éramos. Sólo existían aquellas tardes de vino, miradas, risas y confidencias. Fue uno de esos periodos en los que la felicidad se instala, y uno querría que fuera así para siempre.
Pero casi nada dura para siempre, y aquella tarde de final de verano Lorenzo se nos fue detrás de aquella curva. En un segundo, y sí, para siempre.

Nadie vio jamás una tristeza más grande que la de los ojos de David cuando se quedó solo. Ninguno imaginó nunca tan hondos silencios ni miradas tan amargas.
Lloró como un niño desconsolado, como pocas veces vimos en nuestras vidas, como pocas veces seguramente veremos.
Aquellos días, más de uno, inconsciente, sintió arrugarse su estómago al intentar imaginar, una vez más, qué pasaba realmente detrás de aquella puerta.
(Inspiración libre de una de las historias de la película "Saturno contro" de Ferzan Ozpetek)

8 de octubre de 2007

Io t'abbraccio.

Abrazo, abrazas, abraza
abrazamos, abrazáis, abrazan.

Sólo abrazo cuando alguien me parece especial.
Abrazar significa rodear ceñir, comprender, contener incluir. Abrazar es dejarse comprender y ceder la intimidad al otro. Para abrazar hay que oler, y sentir la piel, y lo tibio de la carne, y acercar el corazón al otro, y enredar la frecuencia del pálpito. Abrazar es dejarse poseer un poco, y transformarse en el otro y entenderlo. Pero sobre todo abrazar es querer desde ese amor que sólo la química despierta.
Por eso, siendo sinceros, no puedo abrazar a cualquiera.

3 de octubre de 2007

De gatos...




Me perdí en las horas de la noche. Me perdí entre las calles que nunca retornan, porque no quería volver. Y todas las esquinas me trajeron de nuevo a ti. Cada paso que di, disuelto en aire, fue como la arena de una playa que no termina nunca, como la línea del horizonte que nunca se acerca, que permanece y que no existe, pero que siempre está ahí.
Y llego de nuevo, atravesando la misma puerta de siempre, herido como un gato callejero, brotando sangre entre mis pestañas, ausente sobre mis dedos tibios, usados, cercados de sexo y silencios. Llego y no dices nada, sólo acercas tus labios, como fraternales, y rozas apenas los míos. Huyes a tu espacio, esquivo, a mirar con atención el infinito que se extiende un instante aquí, alargando el mundo, estirando el deseo hasta casi quebrarlo en un hilo que se hace invisible para los demás. Hasta dejarlo áspero sobre las manos, agazapado a la hora del café, sediento de la lengua que inevitable se lanza envuelta entre tus inquietudes, deshecha en un océano salvaje que nos hunde y nos devuelve a la realidad, indescifrada detrás de tus ojos. Revuelta pero certera cada vez que la noche se queda, de repente, detenida junto a tu espalda.