28 de febrero de 2008

Él

Cada mañana estaba ahí, en la esquina, mirándome fijamente. Nadie parecía darse cuenta de que su forma de observarme era ruda y al mismo tiempo llena de oscuridad. Echaba un vistazo alrededor y el mundo parecía seguir discurriendo como si nada sucediese. Yo solía apartar la mirada, pero sientía siempre la suya como fuego sobre mi nuca. Y si, por casualidad, me volvía a comprobarlo, ahí siguía, girada para alcanzarme, recorriéndome aún, llena de intenciones que no alcanzaba a traducir, de deseos que se escapaban de su retina. Ni un músculo más de su cuerpo se movía, sólo su cuello, buscándome ya en el final de la calle.
Un día desapareció para no volver. Lo olvidé rápido, lo admito. Pero nunca fui consciente de la semilla que aquella mirada había enterrado en mí hasta hoy.

Esta noche he vuelto a cruzarme con él, inesperadamente. El viento que se ha levantado de repente, aquellos cables rozándose con ese insoportable ruido metálico, el frío que me recorre el cuerpo. No, no he sido capaz de escuchar ninguna de las señales que llevan un rato queriendo anunciármelo. De golpe ha surgido, como entonces, de una esquina. Esta vez todo está oscuro y sus manos brillan bajo la débil luz de la farola. El viento sigue silbando, nada más se escucha. Parecemos los dos únicos seres sobre la tierra. Sé que está vez no se quedará parado. Sé que viene a por mí. Cada vez se escucha con más fuerza el ruido de los cables. Parece que los siento quemar sobre la piel. He debido tener cientos de pesadillas desde que aquella mirada suya se cruzó con la mía. Pesadillas en las que he perdido casi toda la inocencia de mis intenciones. No recuerdo ninguna, mi consciencia ha pasado por ellas como de puntillas. Pero esta noche, al verle de nuevo, se han despertado todas desde ese pozo infinito de lo inquietante, de lo que no osamos pensar que sucede, de todo lo que está más allá. Su mano me acaba de tomar por el hombro y la luna amarilla brilla insistentemente en sus uñas. Siempre supe que debía pagar por mi secreta perversidad, esa que nadie conoce. Su aliento llega a mi nuca, y sé que es ahora.

25 de febrero de 2008

Invierno de puntillas.

Me gusta el tránsito de las tardes de febrero, que nunca se escapa sin dejar su imperceptible hendidura sobre las manos. Febrero loco de viento y sombras detrás de la mirada, de noches pisando charcos, de esquinas de vacío, de mar que llega hasta la luna, de secretas primaveras escondidas, de olvidos y reencuentros. Y de pinos. Pinos que arañan entre los minutos de la tarde que pasa al sol de un invierno que a pesar de todo, derrite...

21 de febrero de 2008

Cuando el espíritu se hace carne.


La vida de la mayoría de nosotros nos coloca muchas barreras a la hora de despegarnos de la realidad, a pesar incluso de que la realidad de la mayoría incluya cada vez más elementos virtuales que tangibles. Así, el ejercicio de la espiritualidad se convierte en algo que no es para nada evidente, pues nos exige por un lado un abandono momentáneo de la realidad y de una cotidianeidad que a la mayoría se nos adhiere demasiado a la piel, y por otro una toma de perspectiva lo suficientemente alejada como para poder viajar sin rumbo ni condicionantes. La música antigua es un excelente vehículo para ello, y su fuerza es mucho mayor de la que la mayoría imagina. Las limitaciones de los instrumentos en la época obligaron a los compositores un ingenio especial para poder atraer a los oyentes de la época. En la música religiosa, el impacto psicológico imagino que era uno de los objetivos que se intentaban conseguir. Monteverdi está en la cima del desarrollo de este tipo de música, y la revolucionó hasta tal punto que sentó las bases de la evolución posterior en todo el periodo barroco. Su música religiosa se libera de la rigidez y la solemnidad para dar rienda suelta a la investigación de múltiples formas. Su fascinante resultado está lleno de contrastes y juega con la danza, el dramatismo y la teatralidad, envolviéndolo todo de un cromatismo espectacular, lo cual hace de sus obras espirituales un ejercicio de llegar al infinito místico, pero desde una evidente carnalidad.
Jordi Savall es uno de los músicos más brillantes de su generación, y sus abundantes y premiados trabajos discográficos dan buena cuenta de ello. Su maestría parte de un hondo conocimiento de la historia y del contexto en el que fueron escritas las obras, además de contar con un equipo fijo de músicos (La Capella Reial de Catalunya y Le Concert des Nations) que deben formar a estas alturas casi una familia.

Ayer presentó con ellos y con algunos de sus (excelentes) solistas colaboradores, las Vísperas de la Beata Virgen en el Auditorio Nacional. Esta monumental obra, en mi opinión, necesita de un aforo más reducido y de otro lugar de representación más adecuado a poder apreciar la inmensa riqueza de matices de la obra, no sólo por razones musicales, sino porque es una obra con un innegable carácter teatral, que el escenario de un Auditorio no contribuye nada a realzar. Precisa de un lugar más en penumbra, de una situación espacial de músicos y cantantes que el Auditorio madrileño no puede ofrecer (por poner un ejemplo, las abundantes escenas de eco que Monteverdi nos propone no consiguen su efecto) a pesar de que Savall hizo lo que pudo adaptando la colocación de solistas y músicos a cada uno de los fragmentos de la obra. Tampoco ayuda mucho la necesidad (no la comparto ni la entiendo) de tener que partir una obra así, que te va cuajando poco a poco en los sentidos, para hacer el intermedio, que en este concierto sobraba.

Así, con esta frialdad de partida, me costó bastante dejarme llevar por la música. Tengo la percepción, además, de que la mayoría de los músicos debieron también acusar todas estas dificultades, pues el inicio de la obra resultó un poco desbaratado, disperso, falto de la necesaria fusión de instrumentos y voces. Poco a poco, sin embargo, se fueron haciendo con la partitura y desplegando el inmenso talento que poseen todos, la milagrosa perfección con la que ejecutan la música, desde una equilibrada y contenida pasión, justo la que necesita esta obra para ir cristalizando en nuestros oídos y en nuestros espíritus. Desde luego, la visión de Savall es discutible en muchos puntos, pero creo que es ante todo homogénea y sentida. La cohesión del conjunto llegó a su cima en el espectacular Magnificat final con el que consiguieron un momento de rotunda carnalidad, liberándose por fin de todas las limitaciones del espacio y del tiempo. Un final sobrecogedor, voluptuoso a la vez que profundamente espiritual, un auténtico viaje desde la ruptura de la realidad que finalmente fueron capaces de obrar. Siempre espero que las Vísperas me hagan abandonar la realidad, como tirando de mí desde una de esas rupturas de cielo tan del gusto pictórico barroco. Ayer, casí llegué a sentirlo, que no es poco. Magnífico Magníficat, Magnífico Savall.
Gracias.

20 de febrero de 2008

¿Febrero muerde?


Es como lo ilustra mi calendario de pared... Para el presente mes, unas fauces. ¿Alguien se deja que le muerda?

12 de febrero de 2008

Abrigos para la tristeza

Cuando te araña el día, y la semana, y hasta el sol y las aceras. Cuando no quieres responder ni callar. Cuando la tristeza no se deja esquivar y te abarca como el mar. Cuando incluso la carne se evade y hasta te hace olvidar que duelen sobre la piel las hojas secas de la navaja.
Es entonces cuando huyo en su lomo de belleza indestructible. Huyo y me olvido, y despego a ese otro mundo, y me dejo vivir en él, como si fuera posible permanecer para siempre en esa incansable anestesia de la perfección cuando es humana.

y es que en esas pocas notas está todo... sin una nota de más, sin que falte nada... ahí está él todo y todo él. Maravilla inexplicable... No sé cuándo volveré.

8 de febrero de 2008

Schubert, Cádiz, y la Felicidad






La música nos ha acompañado desde el principio, aunque a veces haya sido mi pequeña invasión en tu vida. Un mundo que hasta entonces era sólo mi mundo, pero que entraste a compartir desde el principio. Sólo desde la voluntad de querer y comprender a alguien se puede llegar a sus mundos personales, para compartirlos, para mirarlos y mimarlos, para transformarlos.
Siempre nos quedamos con las músicas más sencillas, que suelen ser las más auténticas, como esta pieza de Schubert que escuchábamos con las ventanillas del coche abiertas mientras los pinares de Roche nos escondían del mundo camino a aquellas playas blancas de Conil, en un Sur de pascua temprana como lo fue también la de aquel año que nos conocimos. Acabábamos de empezar, y ya sentíamos que para nosotros la felicidad había cambiado de espejo para siempre. Las noches frías en aquella camita estrecha, y la luz blanca y cegadora de las playas de Bolonia o Zahara que nos vieron sonreír con envidia aquellas mañanas inolvidables.
Esta de Schubert es para nosotros (siempre lo fue) una música de fondo con la que seguir abarcando instantes inolvidables, en el infinito o en el borde del colchón. Y Schubert, que es ya demasiado nuestro, demasiado difícil de compartir con nadie, y que en su honda humanidad, en su belleza pura y rotunda, nos regala el camino, la melodía, y la banda sonora de este viaje que comienza cada mañana, y que cada noche se detiene en el sueño, con ese beso infinitamente pequeño e inimitable que me das dormido cuando llego a la cama. Se detiene y sigue, sorteando tantas y tantas cosas, pero sumando y sumando también. Sumando mundos, miradas, intimidades, futuros, palabras y vida, toda la vida que reinventamos para nosotros y con la que me siento cada día más en el mundo, más consciente de mí, de nosotros, de nuestro pequeño gran universo. Ese en el que después de estos 6 años, seguimos sintiendo que abrir las ventanillas del coche y escuchar a Schubert juntos es lo que más se parece a la felicidad absoluta.

5 de febrero de 2008

Quiero huir.

Quiero huir hacia dentro,
detener el mundo y escapar por las venas,
navegar y eludir este invierno, aunque no haga frío.
Y ser fugitivo de la piel y del aliento,
y huir con las piedras lejos,
muy lejos,
dentro de mí.
En lo hondo de las nubes rojas,
en el fin de las miradas que se me enganchan
como ortigas de sal.
Escurrirme hasta que el tiempo se detenga,
hasta que se esfumen todos,
hasta no ser más que yo
y las horas detenidas.
Y entonces respirar despacio,
para seguir caminando.