31 de diciembre de 2006

De puntillas.

Recién llegado. Aún con el vértigo que, a pesar de llevar tantos años dando vueltas en estas fechas, me siguen produciendo las llegadas. Ese desconcierto de no saber donde está ni quiere estar uno. Con Sevilla aún en la cabeza. Con ese dulzor especial que este año le han dado personas nuevas y especiales.
Casi siempre la Navidad tiene ese inevitable lado B, esos efectos secundarios no deseados que entre nudos familiares, huecos, ausencias y luz mortecina de diciembre, nos dejan un poco aturdidos. Pero para compensar, ahí habéis estado vosotros. Gracias Manuel, gracias Tomás, gracias Miguel, gracias Bea, gracias Pedro, gracias Ismael, gracias Mercedes y Carmen. Gracias por poner ganas, ilusión, confidencia, risas, música, palabra y miradas en estos días de final de año. Vuestra compañía ha dado a la navidad todo el sentido que en estos últimos años faltaba. Ya os echo de menos. En vuestros tremendos abrazos, en vuestras ganas de compartir tiempo conmigo, en vuestra disposición, en vuestro cariño, en vuestras sonrisas, y hasta en alguna mirada turbia que otra. Sois de las cosas más bonitas que me ha dado el año, y espero que en el que entra, sigáis estando ahí, en mi vida.
Esto del cambio de año, sinceramente, no tiene mucho significado para mí. Prefiero pasar de puntillas, y dejarme llevar sólo por la alegría general, por el sentimiento de euforia (ese siempre viene bien) y del alcohol derramado, para dejar que los buenos deseos hagan, si se tercia, una noche especial y divertida. Sólo eso, que no es poco. Por lo demás, sigilosamente atravesando los días navideños, con la melancolía elegante y dulce pero feliz de ese villancico de Nat King Cole que os dejo de despedida, aquel que sonaba, como símbolo del paso del tiempo a través de las navidades, en aquella bellísima 2046, de Wong Kar Wai. Feliz noche de desenfreno, o de lo que sea, a todos.

22 de diciembre de 2006

Buenos deseos en Navidad.

Nada, yo lo intento, pero esto de llegar estas fechas y hacer uno el esfuerzo de transformarse en un ser entrañable que sonríe siempre y desea cosas buenas a todo el mundo... A veces, sinceramente, no me sale.
Ya sé que esto debería ser sólo una excusa, una ocasión para hacer la vida un poco más amable. Pero es que tampoco me gusta esa visión de la vida, que de hecho convertiría a la Navidad en un ejercicio de impostura y sentimientos forzados y que ciertamente concedería a la vida un estatus que yo no le quiero dar.
Lo que me ocurre a mí es que de partida intento ser positivo durante el resto del año, y sobre todo sincero. Consciente de que no siempre las cosas salen bien, consciente de la dualidad de la vida, de lo imprevisto y breve de la felicidad y de la tristeza. De lo fugaz que es todo en realidad. Humano e imperfecto, pero sincero conmigo y con lo que quiero ser. Tan lleno de anhelos como de defectos, tan en mi camino como fuera de él. Y cuando llegan estas fechas, se me hace muy cuesta arriba no dejar de ser el mismo.
Así que...
El mismo soy y el mismo seré:
El que postea textos de música clásica que sé que nadie lee hasta el final, el que pone vídeos de películas a veces, y hace como que sabe hacer crítica seria (me río yo de mí mismo haciendo crítica), el mismo que escribe relatos con la mejor intención, que son más o menos buenos, pero que creo que reflejan esas cosas que me interesan y de las que me gusta hablar.
En fin, que hoy, por ser (casi) Navidad, no voy a dejar de ser el mismo.
Pero ( y aquí la novedad)... es que os tengo que confesar una cosa:
Es que yo tampoco soy exactamente el que se muestra aquí, me temo.
El que me conoce en persona sabe que este Vulcano del Blog sólo es una parte de mí. Quizá esa parte de mí que menos muestro en público y que quizá por ello necesitaba un espacio donde desplegarse fuera de mi interior. El Vulcano de la realidad es menos serio, más divertido e irónico, más cercano (aunque igualmente volcánico) y con muchos más defectos de los que parece (a saber, insistente, algo indiscreto, a veces un poquitín arrogante, descarado, indeciso, arrojado, impaciente, insolente... y paro, que tampoco es cuestión de hacerme mala prensa por aquí). Lo compenso con facilidad para el cariño, creo. Ya sé que no se trata de una balanza esto, pero en fin, es lo que vengo a ser. Pues nada, con ese mismo cariño, os deseo a todos una Feliz Navidad, la mejor que se os pueda ocurrir a cada uno.
Estaré unos días fuera, portaros bien que entraré algún día por aquí a ver cómo me cuidáis esto.
Para terminar, rompo una lanza en favor de otras estéticas para la Navidad. Os dejo con la que he escogido yo, ¿qué se os ocurre a vosotros?

20 de diciembre de 2006

Lecciones de Interpretación

Pierre-Laurent Aimard.

Cerrando el ciclo de grandes intérpretes de la revista Scherzo de este año hemos tenido la suerte de contar esta semana en el Auditorio Nacional con la presencia del pianista francés Pierre-Laurent Aimard, dispuesto a enfrentarse a dos monumentos de la arquitectura pianística. Y lo ha hecho con soltura y personalidad, dejando un inmejorable sabor de boca como final de ciclo.
Cuando un pianista convence, no hace falta mucha literatura argumental para demostrarlo. Tampoco mucha lucidez ni sabiduría musical, como probaron la escasez de toses (continuas en los últimas conciertos de Brendel o Zacharias) y la entregada y emotiva ovación de un Auditorio que literalmente se le rindió a los pies. Y con razón.

La primera obra del programa, los Estudios Sinfónicos op 13 de Schumman, es uno de los edificios musicales más portentosos del romanticismo pianístico. Una obra de estas características está más que explorada y reproducida en grabaciones y conciertos. Es una obra que el amante del instrumento conoce casi de memoria en sus indagaciones expresivas y dramáticas. La partitura se presta al camino más fácil para la cautivación del espectador. Aimard sin embargo consiguió ofrecernos una lectura muy personal desde la sinceridad, en una ejecución no exenta de pequeños defectos y notas en falso, pero interpretada desde una visión madura y global de la obra, más o menos atractiva, pero definitivamente convincente. Dubitativo en las primeras variaciones, su lectura se fue haciendo progresivamente segura. Aimard es tremendamente contenido, pero desde esa contención desgrana con absoluta pulcritud la pasión desbocada que esconde la obra. Pasión contenida, y sin embargo contundente, exenta de efectismos e imposturas, que en un trepidante y lúcido final dejaba a más de un espectador sin aliento. Y es que la sinceridad de la interpretación es la piedra base para que pueda tener sentido el solista, su trabajo y la inclusión de obras como esta, tan conocidas ya, en salas de concierto.

En la segunda parte, Aimard nos regaló su versión de referencia de una obra de la que con indudable seguridad es el mejor intérprete. Una partitura poco conocida para mí, los "Vingt regards sur l'Enfant-Jesus" de Olivier Messiaen. Una obra compleja y que no había acaparado antes mi atención, seguramente por su inspiración religiosa, pero que ayer, en las manos del discípulo casi directo de su creador, produjo una extraña revelación en mí. Un misticismo y un ejercicio de indagación rítmico y conceptual fuera de toda duda, que necesité abordar apartado de las imágenes del fresco programático al que corresponden (y que sinceramente encuentro ñoño y cursilón).
La lucidez de este intérprete alcanzó aquí cotas de verdadero virtuosismo interpretativo. De nuevo nos asombró con una contundencia arrolladora, visionaria, rotundamente nítida. Esta vez, además, acompañada de una ejecución implacable y sin fisuras, rayando una perfección sobrehumana. El engranaje oculto de esta obra, llena de cromatismos tímbricos cuasi impresionistas y propuestas rítmicas desconcertantes se nos reveló simple en sus manos, como nacida con naturalidad, en un ejercicio que de nuevo no pretendió impostura ni manierismo alguno.
Fue un final casi rozando el cielo de la interpretación y de la hondura expresivas, que dejo un auditorio absolutamente desconcertado de placer. Bien le recompensó el público al francés, con abundantes y expresivos vítores que él pareció acoger con gratitud, desde su tímida pose de músico de otro planeta. Seguramente lo es. Al menos, ayer lo fue.

19 de diciembre de 2006

Orfeo en la encrucijada.

Esas noches en que la fragilidad se desnuda, me gustaría ser Orfeo errante, continuamente en búsqueda, con esa nítida percepción del camino y la lucha precisos hasta conseguir el ser amado. Sí, me gustaría que a veces fuese tan fácil esa determinación. Tan fácil, tan nítida, tan real como el Amor condenando a los amantes a perderse mutuamente por no cumplir sus reglas.

Pero no, no es así. Porque precisamente, al igual que a veces no siento el camino tan inevitable, tan fruto de la elección inequívoca, otras sé que inevitablemente volvería a mirar a Euridice al salir de los infiernos, a pesar del castigo divino.

Porque mi amor es intenso, y tan lleno de infinito, que me deja dudar. Que me permite incluso olvidar. Pero en la hora certera de la necesidad, mis ojos se vuelven a ti, a quién me ama también inevitablemente, más allá de la fragilidad, más allá de la duda, aunque también por ella. A quien me inventa y con quien me invento. Con quien camino, porque también piensa que esto es un poco caminar, y a veces pensar que no, que no somos nada, o que volvemos a serlo todo. Dudas en el resplandor del teatro y dudas en la necesidad y la distancia, pero siempre la mirada vuelta hacia la carne, la carne que nos devuelve siempre el camino nuevo, retomado, bordeado de incertidumbres que se cruzan a veces, pero cierto de ser Orfeo que no sabe, aunque ama sin poder evitarlo.


13 de diciembre de 2006

10 de diciembre

10 de diciembre de 2006. Irene sentada frente a la ventana abierta. Se oye el ruido de la calle, los coches pasar, alguna sirena de vez en cuando. Irene está sola, y permanece en silencio. Su cabeza hierve en pensamientos, que se funden con su rabia, una rabia que lleva poco a poco entrando en su cuerpo desde la mañana. Delante de ella, sobre la mesa, su torta de chocolate favorita, la que le prepara mamá disciplinadamente, deshaciendo con cariño las onzas más delicadas, que expresamente compra cada año en un pequeño establecimiento al otro lado de la ciudad. Hace un rato ha colocado las 36 velas rojas, una a una, también en silencio. Mamá, desde que era una niña, siempre le recordaba la suerte que era cumplir años en Diciembre, justo al inicio del verano, pues los regalos siempre tenían más color, y podían consistir en cosas para usar en la playa, t-shirts alegres, sandalias frescas... Claro, mamá siempre fue una optimista, una verdadera luchadora. Irene no. Tampoco es que sea una derrotista. Quizá algo sensible. Demasiado a veces.

Su nombre lo escogió papá. Irene. Le encantaba ese tono como ruso que tenía, de personaje de Dostoievski o Chejov. Y es que papá adoraba la literatura rusa. Sí, adoraba en realidad todo lo bello. La libertad también era para él algo bello, como el resto de las artes. Pero ella, la libertad aquella, ya no la recuerda. A veces casi la puede revivir, mamá le ha contado tantas veces de aquellos pocos años. Pero no, en el fondo casi no tiene ningún recuerdo. Los recuerdos que conserva son más oscuros. Papá ausente de casa varios días. Sermones para evitar que dijera nada en el colegio. Esas salidas nocturnas de los dos hasta tarde en la noche, y ella quedándose en casa de tía Mariana, que siempre le ponía sopa para cenar. A pesar de no poder estar mucho en casa, papá la adoraba. Comprendió más tarde que ella era para él un símbolo de libertad, porque nació cuando más felices fueron ellos, cuando más felices fueron muchos. Ella, sin embargo, no recuerda esa libertad. Ella sólo recuerda sombras y miedos. Recuerda un miedo feroz, que la hacía esconderse con frecuencia bajo la cama y permanecer allí durante horas. Recuerda sólo aquellas velas caídas y aplastadas, consumiéndose por el suelo, la torta hecha pedazos. Aquellos hombres grises entrando en casa aquel 10 de Diciembre, mientras todos le cantaban. Recuerda sólo los gritos de mamá, clavándose en sus oídos. Su llanto, desconsolado, el suyo propio, confundido entre el pánico y la incomprensión.

Fuera se oyen cada vez más sirenas. De vez en cuando, un ruido seco, como un petardo, se escucha entre el gentío de la avenida, dos cuadras más abajo. Hace ya tres horas que dieron el parte por la televisión, y la gente ha corrido a celebrar a las calles de Santiago. Mamá también. Irene ha discutido con ella. No entiende que ella es una luchadora, una optimista por naturaleza. Y permanece callada frente a la torta intacta. No, no entiende. Mamá también desapareció. De repente, un día. Estuvo toda una semana fuera. Irene volvió a pasar mucho miedo de nuevo. En casa de tía Mariana, mientras ella se lamentaba, Irene se hacía la fuerte, pero lloraba desconsolada encerrada en el closet. Mamá sí volvió. Dijo que no había pasado nada, que sólo había estado retenida de manera preventiva. Hasta que un día descubrió aquella cicatriz. Íntima y discreta, pero visible, rompiendo horriblemente su pubis. Mamá se tapó en seguida. No quiso contestar.
El silencio fue haciendose habitante inevitable de la casa. Necesitaban del silencio para no llorar, para no gritar de dolor, de rabia, de vergüenza. Vergüenza de callar delante de todos, vergüenza de mentir y de ocultar, y de huir y de acallar. Vergüenza y miedo. Miedo a las represalias, a las amenazas.
Viven con esa condena desde siempre, y la democracia sólo les ha devuelto la calma a medias. Porque cada vez que cierran la puerta de casa, los fantasmas, esos mismos fantasmas de siempre, siguen ahí, sentados entre ellas. Ni la vida rota de su madre se alivió, ni su cicatriz desapareció, tampoco la ausencia de papá cambió. Ni su propia vida extraña, ermitaña, llena de soledad, acompañando siempre a su madre. No, tampoco ha cambiado mucho. Ni su empleo de mierda en la biblioteca de la universidad, ni los turnos inhumanos de un trabajo que pudo ser mejor. Nada de eso cambió. Y sabe que nada de eso va a cambiar tampoco ahora. Por eso no quiso salir a celebrar con mamá. Por eso mismo, este mediodía, han discutido.

Mamá salió dando un portazo, furiosa de la actitud, de la incomprensión de Irene, pero sus ojos derramaban abundantes lágrimas al bajar por la escalera. Mamá sigue siendo, a pesar de todo, una soñadora. Irene no. Para Irene, el diez de diciembre también es el aniversario de los años que papá lleva ausente. Desaparecido, le llaman. Sabe que no volverá, como no volverá la dignidad ni se esfumará el miedo, ese miedo que aún la consume muchas noches en atroces pesadillas. Nadie, ni la jodida muerte del cabrón ese, podrá traerlo de nuevo, ni sus sueños rotos, ni sus anhelos, ni su amor podrán volver. Por eso, por todo eso, no ha querido salir.

Ahora siente rabia de haber discutido con mamá, y arranca las velas de un manotazo sobre la torta. El gentío grita cada vez más fuerte en la avenida, parece que también cantan. Los petardos aumentan su frecuencia. Se prometió a sí misma que no lo haría, pero Irene no ha podido evitar comenzar a llorar. Y lo hace lenta, amarga, desconsoladamente. Son las ocho en punto de la tarde. Cierra la ventana para no escuchar más el ruido y, al levantarse, pisa una de las velas rojas caídas al suelo. Exactamente igual que la bota de aquel policía, hace ahora justo 30 años. La imagen, recién descubierta, le taladra la mente, la ensordece. Irene respira hondo, aún tiene el cierre de la ventana en la mano. Tras unos minutos de interminable silencio, se decide a romper su parálisis. Se acerca lentamente a la la puerta y repentinamente corre, corre escaleras abajo, veloz, de alguna forma liberada. Aún con las sandalias de estar por casa en los pies, el sol cegador de diciembre la deslumbra, por primera vez, en un día de su cumpleaños.


Dedicado a todas las Irenes de Chile. A todas las Irenes del mundo. A los olvidados y a los desconsolados. Por los sueños de libertad... por la LIBERTAD.

11 de diciembre de 2006

El adagio de tía Teresa (II)


En el capítulo anterior:


Aquella mañana, al regresar a mi casa, todo me daba vueltas en la cabeza. La vida de Teresa, mi nombre, aquel deseo de mi tía de escuchar el adagio, su adagio... ¿Qué adagio? Me dirigí a la habitación donde guardaba sus cosas y busqué aquel disco. No sé como nunca había reparado en él, como nunca había tenido la necesidad de curiosear en aquellos vinilos. Pero al final, di con él.



Continuación...

Se trataba del concierto de piano en Sol de Ravel y dos obritas cortas del mismo autor para piano solo. En la portada, había una foto de Teresa junto al mismo Ravel, en un estudio de grabación de París. Lo coloqué sobre el tocadiscos, accionándolo por el adagio del concierto... ¿Sería aquel el que mi tía llamaba "su" adagio? Desde que las primeras notas sonaron por la habitación supe que sí. En seguida la reconocí en ellas. Nunca he sabido mucho de música clásica. En casa siempre lo intentaron, pero nunca consiguieron que me aficionara. Lo único que me gustaba era cuando la tía Teresa tocaba sólo para mí aquel Mozart infantil. Ahora, sonaba de nuevo para mí. Aquella música de Ravel salía de sus manos lenta, poética, como desplegándose, como abriéndose y multiplicándose, en un efecto que no había escuchado hasta entonces. Me sentí conmovido, sintiendo vivamente que aquellos eran los mismos dedos que tantas veces había tocado con los míos, que tantas veces habían interpretado para mí en mi niñez, tantos años después. Era todo un descubrimiento que ponía, sin embargo, aún más sombra en la vida de mi tía.

Inspeccioné bien la edición, parecía tosca y casera, y carecía de notas de ningún tipo que me aclarasen algo de su génesis. Busqué en Internet, pero no conseguí averiguar nada de la versión. Era como si jamás hubiese existido para el mundo de la fonografía.
Y mientras seguía buscando información, el adagio seguía sonando una y otra vez. Sonaba entre redentor y liberador. Despacio, extraño, tierno a veces, lleno de oscuridad después. Y así iba aumentando mi necesidad de saber qué había pasado, quién había sido Teresa y qué había sido de su vida antes de volver a España, enmarañada en la ignorancia y en el silencio familiar que no me dejaban avanzar.

Supongo que llegué a obsesionarme mucho con aquella historia. Y que, de alguna forma, me sentía muy unido a ella casi sin ser consciente. E imagino también que me asfixiaba el hecho de ser el único que podía esclarecer su vida, darle una identidad a alguien que yo creía que la merecía, y que nadie más podía darle...

El único lugar en el que pensé que podría averiguar algo más sobre ella era en la Residencia. Así que solicité una entrevista con una de las enfermeras que estaban al cuidado de los ancianos. Elena se llamaba. Una chica muy joven y simpática, pero bien preparada. Tenía un recuerdo amable aunque gris de la tía. Al parecer Teresa no se relacionaba mucho con sus compañeros, tenía un carácter difícil y era, en general, poco habladora. En las últimas semanas le había dado por hablar francés a todo el mundo, y lloraba con frecuencia. Es extraño, nunca había visto llorar a la tía. Pregunté si alguien había recogido sus pertenencias y me dijo que no. Tampoco había mucho que recoger. Un par de vestidos y una caja pequeña con las cosas que tenía en la habitación La maleta con cartas que la había visto arrastrar el día que se fue, parecía haber desaparecido para siempre. Me dijeron que no había nada más. Habían llamado a la familia para que lo recogiese, pero nadie se había presentado aún. Me ofrecí a hacerlo yo. Casi me temblaban las manos cuando abrí aquella cajita de latón. Dentro, algunas fotografías antiguas. Caras desconocidas, nadie de la familia, La mayoría eran de París, de cuando ella vivía allí. Algunas con su piano. Un pastillero dorado, un diapasón, y algunas cartas antiguas de mi madre. Poco más. Me llamó la atención un papel rodeado con una cinta roja, que estaba al fondo de la caja. El papel estaba arrugado y amarilleado por el tiempo. Al desdoblarlo, un breve y escueto mensaje, escrito en francés: Fuyez au Marroc avec moi. Je vous attend à l'Hôtel à 10 heures. Je vous aime. Maurice. (Huya a Marruecos conmigo. La espero en el Hotel a las diez. La amo. Maurice)

Cerré la nota y tomé la caja para volver a casa. La sangre, de repente me bombeaba con fuerza, y la podía sentir en el pecho y en las sienes, rítmica, electrizándome. Una tremenda ansiedad se apoderó de mí mientras conducía de vuelta a casa. Maurice, Maurice, Maurice... Las notas del adagio regresaban invadiéndome, retomando el ritmo de mis latidos. Algo daba vueltas en mi cabeza. Una sospecha que, al llegar a casa, me arrojó literalmente al teclado de mi ordenador a deletrear con pulso tembloroso aquellas dos palabras en la cajita de búsqueda de Google: Maurice Ravel.

Rastreé todas las biografías que pude. A la primera conclusión que llegué fue que Ravel debía haber sido una persona muy solitaria y austera. No se le conocieron relaciones sentimentales, aunque parece fue bastante asiduo de los burdeles de París. Hay quien incluso plantea dudas en torno a su sexualidad. Yo seguí leyendo las biografías del músico, que eran todas breves, pues su vida pública fue ciertamente escasa. Cada una parecía ser diferente y cada una arrojaba algún detalle que me desconcertaba o me completaba parte del puzzle que mi cabeza intentaba construir. Al final llegué a la noticia que buscaba. La relación intensa de Ravel con España.

Su profunda atracción por el país del que procedía su madre siempre influyó en su música. Hizo frecuentes viajes a España durante toda su vida. Me llamó la atención que el último de ellos, cuando ya se encontraba muy mal de salud, heredero de las dolencias que un atropello de coche le había causado tiempo antes, fue precisamente en el año 35. En aquel viaje también visitó Marruecos. Después se retiró a Francia, y no se volvió a saber mucho de él hasta que moría a finales de 1937. Ese es precisamente el año que consta en la grabación del concierto de tía Teresa. La fotografía de Ravel lo muestra quejumbroso, pero sonriente. Un sexagenario y una joven pianista. El brillo de los ojos de ambos era aún perceptible en la foto, después de tantos años. El disco entero parecía vibrar entre mis manos, animado por mis dudas que más que disiparse, aumentaban más y más. El adagio seguía sonando mientras la escasa vida de mi tía que acababa de componer, se derrumbaba de nuevo entre sombras, quizá donde ella siempre quiso que estuvieran. Porque las vidas, al final, siempre pasan a ser sombras. No importa lo brillantes ni lo intensas que hayan sido. Con el tiempo, todas terminan en la sombra, junto con sus detalles más íntimos, con los menos conocidos, con los secretos también -incluso aquellos que siempre lo fueron-. Por algo será...

Las cosas han cambiado, y el disco descansa ahora en mi cuarto, siempre cerca de mí. Con frecuencia escucho ese adagio que me sé de memoria, nota a nota, inflexión a inflexión. Con frecuencia también observo esas dos miradas cómplices guardar ese secreto que nunca podré desvelar. Escucharles, mirarles, saberlo... Extrañamente ya no me inquieta, me reconforta.

5 de diciembre de 2006

El adagio de tía Teresa (I)

Aquel día de verano, al saber la noticia, corrí a casa a rebuscar entre las pocas cosas que aún conservaba de ella. Sin duda la muerte le había llegado antes de lo que nadie pensaba, pues en el fondo estaba bien de salud. Tan solo aquel inicio de demencia senil evidenciaba que ya tenía una cierta edad. Yo intuía que quedaban cabos sueltos en su vida, que yo siempre había sentido extraña y envuelta de misterio. Sentía que era ya tarde, pero aún así, quería saber un poco más de la pobre tía Teresa.

No en vano era yo quien había ocupado su casa desde que la internaron en aquella especie de Residencia. Para ser sinceros, nadie de la familia la había apreciado mucho. Yo, sin embargo, siempre fui su sobrino (sobrino nieto) favorito. Me tenía una simpatía especial. De hecho, nadie consiguió que firmara aquellos papeles consintiendo que la llevaran a aquel lugar, y sólo con la condición de que fuera yo a vivir a aquella casa, llegó a dar su brazo a torcer. Yo hice alguna pequeña reforma, y adapté aquel apartamento del barrio de Chamberí para convertirlo en mi hogar. A pesar de ello, siempre dejé una habitación intacta, con los muebles antiguos, tal y como ella la tenía. En ella dejé todas las cosas importantes que no se fueron con ella, como esperando que algún día volviera, entrando por la puerta, silenciosa como era, y no echara en falta un pequeño rincón en el que sentirse a gusto. Allí coloqué sus discos, sus libros y alguno de sus trajes antiguos, con los que hasta llegó a dar algún concierto en París, cuando estudió piano allí. Aún la recuerdo el día que se fue de la casa, cómo me sonrió, cómo arrastraba la pobre aquella maleta llena de cartas que no dejaba tocar a nadie, y de la que después nuca se supo más.
Yo siempre tuve simpatía por ella, e incluso, cuando era niño, le llevaba flores que recogía en el parque, cada vez que iba a verla a aquel apartamento donde ahora vivo yo. Recuerdo pasar las tardes enteras con ella, y que me tocaba Mozart al piano, el músico de los niños, como ella lo llamaba para mí. Los discos, todos aquellos discos suyos, sin embargo, nunca los escuchábamos. Así que supongo que debí olvidar su existencia, y no creo haberlos sacado de sus fundas jamás, desde que me vine a vivir aquí.

A veces, cuando iba a verla, recuerdo que solía mentir a mamá y decir que iba a casa de algún amigo. En mi familia, existía una especie de pacto implícito para no hablar de ella, para desviar la conversación cuando alguien preguntaba o cuando, por alguna razón, aparecía su nombre en cualquier charla. Era uno de esos pactos familiares que con el pasar del tiempo llegan a parecer incuestionables. A mamá sí, le preguntaba a veces por qué los tíos no la querían, por qué la llamaban "la rara"... Ella siempre me contestaba que eran cosas de mayores, que yo no podía entender. Que la querían, pero que era mejor así. Y así siguió siendo hasta que, ya adulto, la pregunta se convirtió en algo tabú, y así pasé, sin darme cuenta, a actuar también como ellos. Pero en mi interior, la sombra de la incógnita, de un oscuro pasado que (cada vez que oía una de aquellas respuestas) yo imaginaba y re-inventaba, parecía planear siempre sobre su vida. Además, los poquísimos detalles que llegué a saber de ella nunca llegaban a conectarse unos con otros. Nada, la tía Teresa siempre aparecía ante mis ojos como un rompecabezas sin terminar, con muchos huecos por llenar y más de una pieza perdida.

Su muerte, como digo, precipitó que pensara mucho más en las razones de la extrañeza de su vida y del rechazo de la familia. El día de su entierro, en el cementerio, aparecieron aquellos franceses. La tía Anita los llamó, al parecer. Pregunté por ellos, pero me dijeron que eran familiares de sus amigos de París. Se fueron sin apenas hablar con nadie... Me pareció extraño. Todo seguía siendo extraño alrededor de tía Teresa, incluso después de morir. Mamá me confesó al salir del cementerio, mientras se secaba la única lágrima que le vi soltar en todo el día, que había sido la tía la que había escogido mi nombre. Pero que aquello debía ser -me miró muy seriamente- un secreto. Un capricho suyo, casi una excentricidad, de las pocas que le consintieron. En aquel momento, con un nudo en la garganta, pensé en ella, en su mirada con frecuencia perdida, en esa especie de tristeza en la que siempre la sentí envuelta, y en esa sonrisa que dibujaba a veces, cuando pensaba que no estábamos mirándola.

Aquel día fue el único que mamá me habló de ella. Recuerdo que me quedé en casa aquella noche y hablamos de Teresa. Y me volvió a contar lo de mi nombre, Mauricio, y de cómo la tía había prácticamente huido a Marruecos cuando era joven, casi adolescente -ella de joven siempre fue un poco... alocada, como decía mamá, me apuntaba-. Fue un año antes de la guerra y no supieron de ella casi nada más en mucho tiempo. Se había ido después a París, y había terminado sus estudios de piano allí, en el conservatorio, con alguien muy importante, mamá no recordaba el nombre. Llegó a ser muy pronto famosa como concertista. Grabó un disco a finales de los treinta. ¿Cómo? - le dije-. Y es que aquello me hizo recordar que, precisamente el último día que había ido a ver a la tía, me había hablado de eso, de un disco que había grabado ella, que quería que se lo llevase, que quería escucharlo. Mi adagio -había dicho-. Lo recordé vivamente. Reconozco que en aquel momento supuse que había sido efecto de su demencia, que algunos días se acentuaba un poco. No le dije nada a mamá, pero me mostré sorprendido, y le pregunté las razones por las que nunca me habían dicho que la tía había grabado discos. Pero mamá se calló, creo que como no queriéndome decir algo. Me continuó contando que la guerra aquí, y después allí, impidieron que volviera, pero, al parecer, tampoco dio muchas señales de vida. Supieron de ella por los periódicos franceses, que mi abuelo conseguía de extranjis a través de un amigo suyo del Ministerio. Se rumoreaban cosas de ella. Cosas feas. Mamá no quiso especificar, en el fondo también era ella muy pequeña cuando pasaron aquellas cosas y es posible que no supiera más que eso. La tía volvió en los años 60, dicen que porque se peleó con todos sus amigos de allá y porque la echaron de su apartamento de París, también por un asunto que mi madre siguió calificando de "feo". Ocupó el piso vacío de la familia en la calle Eloy Gonzalo, ese donde ahora vivo yo. La familia vio con malos ojos que llegara y se apropiara del patrimonio familiar, así como así. Se terminó peleando con casi todos, menos con mi madre y Anita. Casi nadie iba a verla. Mi madre me confesó que también ella solía hacerlo a escondidas, sin decirlo a sus tíos ni a sus primos, ante los cuales fingía una indiferencia que al cabo del tiempo, imagino, también acabó por sentir. El carácter duro de tía Teresa acabó por distanciarlas definitivamente.

Aquella mañana, al regresar a mi casa, todo me daba vueltas en la cabeza. La vida de Teresa, mi nombre, aquel deseo de mi tía de escuchar el adagio, su adagio... ¿Qué adagio? Me dirigí a la habitación donde guardaba sus cosas y busqué aquel disco. No sé cómo nunca había reparado en él, cómo nunca había tenido la necesidad de curiosear en aquellos vinilos. Pero al final sí, di con él.

(continuará...)

1 de diciembre de 2006

Arrastres

Aquella mañana, en medio de la rutina y enredada entre papeles y programas informáticos, te llego esa palabra. Y se detuvo tu tiempo. Seca, sin preludio. Esa palabra que te arrojaba así (sí, así de fácil) a un vacío interior, a un enajenamiento de ti, de tu física realidad, de tus manos y tus párpados. Y en aquel vacío, aún, la noche aquella que no has olvidado. Aquella en que me crucé contigo. Ya entonces lo supe. Supe que tenías una puerta de atrás, un pasillo difícil por el que a veces caminabas, atravesando el nervio copioso de tus espinas. Imaginé cómo en tardes de viento amargo, en tardes malvas de bolero ahogado, arrastras tu equipaje de aceros blindados. Con él arrastras vidas que no has vivido. Y arrastras sueños que trepan por la memoria de tu mirada. Y arrastras la oscuridad, esa oscuridad que brota salvaje, envuelta de aguas frías. Y arrastras también secretos, realidades inútiles que empujan su peso sobre el latido del beso. El beso que se hunde en tu piel y te envenena de humanas perversiones. Y arrastras personajes que no son, que se reproducen en tu sueño y en tu garganta, que copulan infames sobre tu lengua, que sesgan la física blanca de tu respirar. Te lo dije una vez, soplando mi ardor en tu oído. Es la hora del murciélago afilado, del banquete de sangre negra, aciaga, sabrosa entre tus pupilas. Pero después te aseguré que el alba siempre llega. Y con ella, ese viento cálido, dulzón, que te anuncia que el equipaje, ése que arrastras desde que mi mirada te atravesó, será disuelto en polvo inútil, en luz inocua. Y así seguirás tu camino sobre el sol. Ligero, desnudo, lleno de olvido, sobre la playa amplia de un recuerdo que esquiva las olas, esas mismas que te bañan amables los pies... Así pues, no tengas miedo, acércate más, sólo un poco más.