31 de enero de 2008

Meridiana Belleza.

Una tarde fría de invierno es suficiente excusa para dejarse caer en el sofá y hacer una de esas excursiones por la belleza sin salir de casa con las que me gusta agasajarme.
Mozart e Italia en el reproductor de dvd. El chocolate lo pongo yo, la mirada, el director estadounidense Joseph Losey. A pesar de que el salzburgués (o más bien su libretista, en este caso Lorenzo Da Ponte siguiendo los textos de Molière y Tirso) sitúa la acción en Sevilla, al americano debía apetecerle más en ese momento rodar en el norte de Italia. Para ello eligió la espectacular ciudad de Vicenza y, como escenarios, algunos de los edificios y espacios más significativos de uno los arquitectos más notables del renacimiento italiano: Andrea Palladio.

Si alguno ha visto película me dirá que, a pesar de ser mítica, tiene deficiencias en la puesta en escena, en el concepto dramático y de la acción, en la forma en la que retrata a los personajes (en una ópera que como ninguna otra lo hace a través de la música) o en la rigidez de los planos (que no se adaptan del todo a las constantes modulaciones y humores de la música de Mozart). Entramos aquí en la eterna discusión de la Ópera en el Cine. Matrimonio imposible a mi parecer, pero que aquí, sin embargo, alcanza un nivel aceptable. Y eso porque más allá de discusiones, sinceramente, darse un paseo por la Piazza dei Signoria de Vicenza, recrearse en la espectacular Villa Rotonda o entrar en el escenario renacentista del Teatro Olímpico es siempre un placer para los sentidos. Y más si se hace de la mano de una de las grandes versiones de esta ópera de Mozart: la que firma el también americano Lorin Maazel (uno de mis directores fetiche), con entre otros el rotundo Ruggiero Raimondi, el elegantísimo José Van Dam, la siempre correcta Kiri Te Kanawa o nuestra siempre exquisita Teresa Berganza.
Al final todo anda un poco desajustado en esta producción pero la belleza intrínseca de cada elemento es tan poderosa que su visionado es siempre reconfortante.
En fin, sólo hay que ver algunas de las imágenes, que os dejo aquí... La cita en casa, que se apunte el que le apetezca.

28 de enero de 2008

El vestuario.

Cada vez que la puerta del vestuario se abre todo el murmullo de voces y chapoteos de la piscina se cuela hacia el interior, como empujado por una mano invisible, y llega hasta los oídos de los que, con la mente seguramente puesta ya en otro lugar, se apresuran a vestirse o a ducharse con rapidez.
Exactamente así ocurre cuando entran Raúl y Nacho. En el interior de la sala, esta tarde, sólo hay un chico de unos treinta años, de un moreno intenso, que no parece tener la prisa que parece ser la norma aquí. Se seca con una parsimonia poco habitual, deteniéndose en cada pliegue de la piel, en cada articulación, en cada pequeña esquina de su cuerpo.
Raúl y Nacho pasan a las duchas sin parar apenas en las taquillas, Cuando, al cerrarse la puerta, el sonido procedente de la piscina contigua se deja de escuchar, sólo se sienten sus voces de chiquillo con una nitidez sólo rota por el agua de las duchas al comenzar a caer. Habla sobre todo Nacho, y se refiere a lo que tiene que hacer esa tarde. También de Rosa, de la que presume que la tiene a sus pies, con una hombría hinchada de adolescente. Nacho es alto, corpulento y moreno, y habla sin sombra de duda, con un tono de saberlo casi todo. Deportista, con los brazos perfilados de gimnasio, luce un vistoso piercing al final de su ceja izquierda. Raúl es su mejor amigo y le admira. Le escucha siempre con atención, con lo ojos más abiertos de lo que imagina. A Nacho le gusta, porque sabe que siempre le da la razón y casi nunca juzga sus opiniones.
El agua de las duchas se detiene y los chicos comienzan a secarse entre risas. Cuando salen, el treintañero aún continúa secándose. Ahora ya sentado, se afana en pasar su toalla meticulosamente por cada dedo de cada pie. Es bastante guapo, eso es innegable, y en esa postura inclinada se diría que despierta un interés entre tierno y morboso. Del agua que resbala de sus cabellos aún corren algunas gotas por su pecho. Raúl le mira de pasada, y se fija sobre todo en esas gotas de agua que aún permanecen sobre su pecho y sus hombros.
- Seguro que la Rosa me ha dejao ya un par de mensajes. Voy a mirar el móvil. ¿Quieres leerlos? Mira, mira, ja ja ja, mírala lo que dice. Está pilladísima la piba.
El treintañero mira, como dando a entender que el tono de voz es demasiado alto. Se detiene en Raúl, sin embargo, en el que no había reparado hasta ese momento. Le mira directamente a los ojos, y Raúl, algo sofocado, retira la mirada a los dos segundos.
- Sí, ya
- ¿Te vienes esta tarde al centro? Va a venir Claudia. Yo creo que le molas. La Rosa lo dice.
- No sé, yo creo que no. ¿Tú crees que son tan amigas? Yo creo que Claudia es más amiga de Marta y de Laura.
- ¿Marta? ¿Cuál? ¿La rara?
- Hombre- duda- tampoco es tan rara...
- Raúl, tío, es una friki. ¿No has visto la pintas que lleva siempre?, cómo mira y... Vaya, que no mola.
- Tío, Nacho, es que ha vivido en París, igual es por eso, ¿no? Su padre es diplomático o algo así. Debe ser guay vivir así en tantos sitios diferentes
- Raúl, joder, ¿qué dices? ¿Qué más dará dónde vivir, si el mundo está ahora globalizado? Además, los gabachos me dan mal rollo
- Pues (dudando) no sé... a mí París me parece que mola, ¿no? Yo... (breve silencio). De hecho, es un sitio donde me gustaría vivir alguna vez una temporada, a mí me parece que tiene que ser un lugar alucinante. He empezado a aprender un poco de francés, ¿no te lo había dicho?
El treintañero, que inevitablemente escucha las palabras de Raúl, ya a medio vestir, mira de nuevo a Raúl con interés mientras se sube con parsimonia la cremallera del pantalón. Raúl lo siente, de soslayo, pero no se atreve a mirar. Siente de repente que se le seca la garganta, y traga saliva. Comienza a enrojecer, así que se dirige hacia el lavabo, a mirarse el cabello en el espejo mientras se moja la cara con agua del grifo.
- ¿Francés? (se ríe y le mira con cierta sorna) ¿A París? Pues no sé que le ves a París, Ra. A ver si vas a ser tú un friki también como la Marta... Será por eso que la molas a la Claudia, porque a los dos os mola Marta. Eso y París, ja, ja, ja.
- No seas cabrón, Nacho
Lo dice volviéndose hacia el banco del vestuario. Su cara aún húmeda del agua que acaba de dejar caer sobre ella no ha rebajado el tono rosado del pudor que le sube desde el pecho. El treintañero sujeta la camiseta negra en una mano, como detenido, pero sigue mirándole fijamente. Una de las gotas de agua de su cabello se desliza de nuevo en ese preciso instante, y cruza todo su pecho hasta llegar al ombligo.
Raúl se ha quedado paralizado y mira al suelo.
- Y ¿cómo es la otra? La Laura esa. Nunca la he oído hablar. ¿es maja?
- Laura. Laura es... es así un poco callada, es verdad.
El treintañero termina de ponerse la camiseta y acaba de cruzar hasta el lavabo también para peinar sus cabellos. Se ha dado cuenta que Raúl no intercambia su juego de miradas y pasa de él.
- En fin, vaya panorama de tías que tenemos en clase.
- ¿Sabes que me ha dicho Ramón?
- ¿De qué?
- De Laura
Raúl se queda un instante callado, y duda un par de segundos antes de continuar, como si no estuviese seguro de que quiere decir lo que va a decir, como si llevase un par de días pensando si hablar del asunto o no. Finalmente se decide.
- Pues... según Ramón... pues, vamos, que... que le... que le gustan las chicas. Hasta creo que tiene novia, pero por lo visto es así como medio en secreto.
Lo dice despacio, como temeroso.
- ¿Bollera? Joder, Raúl, lo que yo te digo, vaya mierda. y ¿quién es la otra?, ¿alguien de la clase también? Hay que tener cuidado, tío, que todo se pega.
- Sí
Raúl pronuncia su sí muy bajito, como por inercia, pero se le llena el estómago de un vacío grande. Alrededor, las baldosas blancas del vestuario reflejan su mirada perdida. Se siente, por un instante, la persona más sola del mundo. Busca de repente, también sin saber por qué, la mirada del treintañero, como si en él pudiese encontrar una ventana abierta. Pero el treintañero acaba de cerrar su bolsa y sale ya del vestuario. Cruza un instante su mirada con la de Raúl y por primera vez, se reconoce en él. Le parece que el muchacho le mira con angustia, como pidiéndole algo. Pero sigue su camino y sale de la sala. El ruido de la piscina vuelve a entrar en el vestuario mientras Nacho y Raúl terminan de vestirse. Raúl siente ahora pudor. Nacho se peina frente al espejo. Raúl mira su espalda y se detiene en la curva ligerísima de su cadera. El silencio vuelve a hacerse con el espacio al cerrarse la puerta, y Raúl lo siente como un pinchazo agudo en el estómago.

23 de enero de 2008

de veranos en invierno, de pérdidas y de aniversarios.



Se ha abierto una brecha de primavera en este invierno que no había más que comenzado. Es posible caminar por el retiro sin abrigo, sentarse a leer en un banco como si fuera abril o comer en una terraza a mediodía. Como en aquella película del belga Stéphane Vuillet (si bien allí la cosa era aún más sorprendente porque se trataba de Bruselas en el mes de enero) en la que al personaje protagonista, de repente, parecía sucederle de todo en el mismo día en el que, para colmo -o afortunadamente- también se anunciaba una inusual ola de calor casi veraniego en pleno invierno.

Casi igual que a mí el sábado pasado en plena Gran Vía, rebosante de luz y actividad como si fuese abril, con el sol engañándonos a través de este anticiclón templado que parece haberse encariñado con nosotros. Y de repente estaba allí, igual que entonces: aquel banco en el que me senté dos veranos atrás, habitado ahora por unos adolescentes molestos y gritones a quienes ni por asomo se les ocurriría pensar que allí, en aquel preciso lugar, en otro momento, habitó el trozo de una caricia que no se terminó nunca. Allí, justo allí, casi con la misma luz y casi con el mismo calor.

La gente atraviesa y camina, se tropieza y mira, avanza y no para... Nuestra Gran Vía es así, no deja respiro a la intensidad, en seguida la borra con más y más vida que pasa y pasa sin fin. No sé si los bancos de madera tendrán memoria, ni si ésta será limitada, o incluso selectiva, pero lo cierto es que el atropello de la memoria, la densidad del recuerdo, la torre que me vigilaba, el calor inusual... todo ello a la vez hizo que me parara en seco. Nada más se detuvo, todos continuaban fluyendo. Pero aquel instante que me acababa de atravesar desde el pasado se había quedado allí, paralizado, como accionado por el “pause” inteligentemente usado de un reproductor de vídeo.

No sé por qué, pero precisamente en aquel momento, recordé mi blog. Un blog que cumple hoy justo dos años. Cómo y por qué nació, y quiénes han estado cerca de él todo este tiempo, o parte de él...
No sé cuántas palabras habré escrito desde entonces, esto parece que no tiene contador. Ahora que lo repaso, hago cuentas y me salen unas 280 entradas, de las cuales 61 relatos. Han sido palabras y palabras que no han dejado de salir de mi cabeza. Muchas veces he pensado que no tenía mucho sentido seguir, que la inspiración había desaparecido, que ya no tenía nada que contar, que se había convertido en algo aburrido y que ya no era capaz de volcar en él nada interesante. Pero seguí adelante, a veces no sé ni por qué.

Hago balance y observo que además de mis historias han ido apareciendo por aquí músicas, poesía, arte, viajes, reflexiones, cine... un conjunto de cosas importantes de mi vida que he intentado descifrar poco a poco, aunque me temo que en el fondo son ellas las que me han ido descifrando a mí, sin ni siquiera ser consciente de ello.
A pesar de que la intención inicial era más higiénica, y sólo pretendía ordenar mis escritos y disciplinar un ejercicio continuado de escritura, creo que al final, a través de estas líneas, se ha escapado más de mí de lo que nunca pensé. Mis elipsis, mis enigmas, mis guiños privados, mis entrelíneas... quizá no son fáciles, pero tienen sus razones y sé que llegan cuando deben llegar y a quién tienen que llegar. Forman parte de mi necesidad de tender relaciones únicas con las personas que quiero. Sin duda este espacio me ha permitido sumar y sumar en la cuenta de las personas que quiero y que aprecio. Y hablo sobre todo de las que me han acercado no sólo a sus palabras aquí, sino a sus vidas en el mundo de lo real, sea en la vertiente que sea. Son, con diferencia, lo más intenso e importante que me ha dado el blog. Sé que no hacen falta nombres, pero muchas gracias a todos.


El texto se está haciendo un poco largo, pero antes de terminar quería también aprovechar otra de esas incomprensibles coincidencias que tiene la vida. Y es que hoy, repasando textos, caí en la cuenta de que el primer texto que subí al amante del volcán, un 24 de enero de hace 2 años, fueron mis impresiones de la gran película de Ang Lee, Brokeback Mountain. Justo cuando esas palabras van a cumplir dos años, no quiero dejar de recordar que ayer desaparecía el actor Heath Ledger, co-protagonista de una cinta que a muchos nos ha proporcionado algunas de las escenas más emocionantes del cine de los últimos años.
Ennis abrazado a esa camisa, más allá de todo lo predecible que podría parecer, no deja de tener un significado especial y poderoso, ya que ahí, con esa brillante sencillez, está sutilmente representada toda una forma de sentir y de mirar la vida... la misma que respira bajo este volcán.


21 de enero de 2008

Irme Kero...

Una de las cosas que más me llaman la atención de la música (aunque en realidad también se podría aplicar a la poesía o a la narrativa) es comprobar cómo después de miles de años el argumento para la música no ha cambiado apenas. Seguimos preocupándonos casi por lo mismo. Vibrando, soñando, llorando a causa de las mismas cosas. Y es con ese pensamiento que siempre me he interesado por las músicas más antiguas que existen. De entre ellas siempre me ha llamado poderosamente la atención el Cancionero Judío Sefardí. Una música que nació en esta tierra que pisamos ahora, y que surgió seguramente al calor de los mismos atardeceres, del mismo viento soplando en los mismos valles, de las mismas piedras que hoy nos rodean.

Los sefarditas se llevaron las palabras y las notas con ellos al marcharse. En su éxodo, junto con el lenguaje, también se llevaron y transmitieron las melodías, en un patrimonio de belleza intangible como pocos en la historia de la humanidad. Hay que acercarse a ellas desde la humildad y la apertura, teniendo en cuenta que pertenecen a otra época, pero que hablan de todo lo universal que hay en nosotros, y que de ellas brotan las mismas preguntas que galopan por nuestra inquietud. Lo hacen con una tristeza inmensa, como veleros de melancolía que surcan la sangre hacia el interior de nosotros, impulsándose con el inmenso gozo de la música, que aunque exprese dolor es ya liberación en sí misma. Y nos hablan de cosas que entendemos, de cosas que atravesamos día a día.

“Tu madre kuando te pario
I te kito al mundo
Korason ella no te dio

Para amar segundo”


Las dudas, el desamor, la necesidad de creer en algo, la pérdida, la esperanza y el vacío, la inexplicable existencia, la fuerza infinita del amor, la inevitable oscuridad del alma...

“Una ora en la ventana
Ora i media al balkon

La kulebra de tu ermana

Ah, no mos desha, Ah, no mos desha

Azer el amor

(...)

Yo la kero, tu la keres

Ya mos vamos a matar

Ven djugaremos a los dados
El ke la gana, el ke la gana

Su mazal

(...)

Ke komio la tu mama

En preniada de ti

Te kito morena y dulse

Amasada

Amasada kon la miel”


Para ello usan palabras bellas, que tardan más en llegarnos que las contemporáneas, las que fueron pronunciadas por los que viven exactamente como nosotros, pero que son igualmente una imagen de esas aristas del hombre, de sus grietas, de sus quiebros, de las interminables búsquedas...

“Komo la roza en la güerta
I las flores sin abrir
Ansi ez una donzea

A las oras de murir”


Ese inmensamente rico legado ha sobrevivido en el éxodo centenario de los judíos de Sefarad por el mundo, transmitiéndose de hogar en hogar, de generación en generación. Una tradición musical sin acompañamiento musical que sigue sin dejar indiferente a muchos. A mí entre ellos. Siempre me han interesado mucho estas melodías y estas palabras. Con ellas leo que lleva experimentando un tiempo la cantante Israelí Yasmin Levy, de la que me han regalado estas navidades su último trabajo, mano suave.


El resultado es sorprendente, por su equilibrio entre tradición, folclore y puesta al día, y nos deja también ver algunas composiciones suyas que si bien desentonan a veces un poco con el resto, se escuchan bien. Llevo un par de días nadando con ella por la ciudad, y es como si la música me llevara, como si necesitara huir porque de repente todas las historias que suceden dentro y fuera de mi se contagiasen de su ritmo y galopasen alrededor mío, atravesándome y susurrándome esa pena que nunca se borra, que nunca se calla, porque silva por entre las ramas y las piedras. Y aún predicando hacer frente a la vida, también me parece que caigo en ese vacío de sus palabras sinuosas gritando “irme kero madre, a Yerushalim..., komer de sus frutos, bever de sus aguas... en el me arrimo yo... i en el m’afalago yo... i en el senior de todo el mundo... i lo estan fraguando kon piedras presiozas... i lo estan lavorando kon piedras presiozas...

16 de enero de 2008

La tercera vez


Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... En la noche los pasos suenan nítidos sobre la acera mojada. No sé hasta cuando resistiré sin mirar. He decidido que simular una espera es lo único que tiene sentido para no sentirme idiota, así apoyado en la pared de esta esquina. Miro el reloj para resultar más convincente.
Enfundado en tu abrigo de marca, caminas con una elegancia que te hace diferente a todos. Me fijo en tus manos cerradas mientras sujetan un libro del que intento adivinar el título.
Te has detenido en el escaparate que hay junto a mí y miras con curiosidad los complementos de un maniquí. El libro que llevas por fin desvela su título. Lo conozco bien, siempre me ha gustado Mishima. Dejo de respirar, es un pequeño gesto que parece pedir al destino que te fijes en mí, que detengas esos ojos oscuros, aunque sólo sea un segundo, en los míos. Te llevas la mano a la barbilla, en un gesto que me parece tierno y fatal a la vez. Siento de repente que no puede existir nada en el mundo que me guste más.
Por fin reparas en mí. Me miras de abajo arriba, en uno de esos gestos que detesto generalmente, pero que en ti parecen acelerar mis latidos. Creo que me sonrojo y dejo de poder pensar. Sólo me preocupa no parecer estúpido. Te acercas un poco, con una expresión que parece decir que crees saber quien soy. Y yo miro de nuevo el reloj, como para fingir que la escena me es ajena.
- Perdona... ¿nos conocemos?
- Eh, pues... no sé, creo que no.
- Es que tu cara me suena de algo, pero no consigo saber de qué.
- La verdad es que no hace mucho que vivo aquí, así que me parece que no.
No me gusta mentir, pero es lo primero que se me ocurre para seguir manteniendo la situación, como si fuera la primera vez que te miro.
- Perdona entonces.
Te sonrío y, disimulando mi temblor, te pregunto tu nombre y me presento. No te digo mi nombre verdadero. Invento uno sobre la marcha, el de la última persona con la que he hablado por teléfono esta tarde. Aún no termino de creer que me hayas hablado, me parece mentira.

Y es que una puerta se acaba de abrir a una posibilidad que hasta este momento no me había parecido realista. La conversación continúa y a cada paso que damos todo me parece, cada vez más, algo soñado. Con esa sensación de que el suelo es tan blando que ni se escuchan las pisadas.

- ¿Esperas a alguien?
- Eh... sí, la verdad que sí. Pero no creo que venga.
No se me da bien improvisar y me pongo nervioso.
- ¿Te han dado plantón?
- Sí, más o menos. Se puede decir que sí.
- ¿Sabes una cosa? A mí también. No es que me sienta mejor por saber que no soy el único esta noche, pero reconozco que me siento un poco más... reconfortado.
- Bueno, a mí me da un poco igual, la verdad es que contaba con que no apareciese.
- Ya...
- De hecho, me iba ya.
Hago intención de comenzar a andar, entre asustado y deseoso de lo que está sucediendo
- ¿pero tienes prisa?
- No... La normal.
- ¿Sabes? en realidad no me han dejado plantado. He sido yo quien ha faltado a una cita. Lo acabo de decidir hace cinco minutos y aún no estaba muy seguro de qué hacer.
- ¿por qué me has dicho entonces que te sentías mal?
- No sé... por encontrar algo con qué identificarnos, por decir algo, por entablar conversación...
- Ah.
- Sí, ya sé lo que piensas... Piensas que quien te ha dejado plantado será igual de informal que yo. Pero en realidad mi historia es un poco más larga de contar que eso.
- No, no pienso nada de ti. Mi historia también es larga. En realidad, cualquier historia podría ser larga o corta, dependiendo de cómo se viva.
La verdad es que no quiero que me cuentes nada, y tampoco quiero yo que me preguntes y me obligues a seguir inventando una historia que no es la mía.
- Sí, en eso tienes razón. ¿En qué pensabas, entonces?
- Pues... pensaba que tú eres más previsor que yo, y que te has traído un libro para la espera. Pero claro, si eres tú el que estás haciendo esperar, pues ya no tiene mucho sentido decirlo...¿Crees que la persona que te está esperando ha traído también un libro para la espera?
- Mmm, lo dudo.
Lo dices arrugando la nariz, como haciendo ver que la decisión de no acudir a tu cita en realidad no es de hace cinco minutos.
- Veo que te gusta Mishima.
- Pues aún no sé. Es el primer libro que comienzo de él. ¿tú lo conoces?
- Personsalmente no, claro.
Sonrío.
- Ya, imagino...
También sonríes, por fin. Pero creo que no entiendes mi guiño.
- De hecho, no recordaba ni siquiera tenerlo. Hace unos días lo encontré por casualidad en mi casa. No sé ni cómo llegó allí. Sólo he leído unas líneas.
- ¡Qué curiso!, ¿y te suele pasar mucho eso?
Sonríes de nuevo. Y yo casi me siento temblar.
- ¿Qué, encontrar libros en casa que parezcan salir de la nada? No, no mucho... Pero sí que soy bastante despistado.
Me miras fijamente.
- Te gustará... el libro, me refiero.
- ¿Tan seguro estás?
Te acercas un poco.
- No, es tan sólo una corazonada.
- Si quieres me puedes hablar un poco de él. Me parece más interesante que empezar a leerlo
Lo dices con una medio sonrisa que me desconcierta.
- así empleamos los dos este tiempo de espera en algo más productivo e interesante que estar aquí en la calle sin hacer nada.
- ¿Qué me estás proponiendo? ¿Irnos a algún sitio? Me refiero a algún sitio que no sea la calle.
Las palabras han salido sin control por mi boca. Cuando quiero detenerlas, ya las he pronunciado.
- ¿Por qué no?
Y acercas tu mano hasta mi cadera.


Cada paso que doy, silencioso, me aleja más y más de esa puerta que se acaba de abrir. Es curioso, sigo sin escuchar los pasos que doy, como si estuviera en un sueño. No estoy seguro de querer seguir. Y sin embargo, sigo caminando. Lleno de fragilidad. Lleno de deseo también.

La historia, finalmente, no resulta tan especial como puede parecer. Terminamos inevitablemente en tu casa. Un par de vasos de vodka y ni siquiera hablamos de Mishima. Ya ni siento que siga dando pasos. Ya sólo te veo a ti. Sólo siento un deseo incontrolable, un deseo que se va mutando en lujuria poco a poco, transmitiéndose a mis manos, que ya han comenzado a tocarte.
Todo ocurre muy rápido. Los besos, atropellados, se suceden de mordiscos que se contagian al cuello, a la cadera, a los muslos. Breves momentos de sexo oral y ya me pides que le penetre.
Te corres en seguida. En resumen, un polvo rápido en el que casi no me entero de nada, en el que sólo consigo sentir el deseo que me produce mirarte. Un deseo obsceno que sin embargo no soy capaz de transformar en algo más que un polvo mediocre, en el que parece que nos devoremos a través de un cristal.. No me atrevo ni a preguntarte si estás satisfecho. No dices nada. Te tumbas y cierras los ojos. Tu piel está tibia, pero desde tus párpados, que no quieren mirar, sé que estáss ya comenzando a olvidar. A querer olvidar. No me importa, ¡me gustas tanto!

Supongo que debo admitir que nunca me había sentido tan atraído por nadie antes. Ocurrió la primera vez que te vi. Sentí como si de repente tu cabeza hubiese surgido entre la multitud, y yo hubiese sabido desde siempre que aquello iba a suceder. Una simple y veloz mirada que cruzaste conmigo fue suficiente para enredarme en ti con la obsesión del efecto de un filtro amoroso. El resto de la realidad, personas, conversaciones, argumentos, sonidos, pasaron a un segundo plano. Yo asentía, incluso respondía, pero mi cabeza no hacía más que buscar el siguiente momento en el que mirarte.
Es curioso cómo nace la atracción: extraña, como un sentimiento que hubiese existido siempre, como un recuerdo intenso de algo que ocurrió en otra vida, del que no tenemos conciencia y que cuando de repente surge, es como si siempre hubiese estado ahí, como si esa piel la hubiésemos tocado ya cientos de veces. Entonces brota ese deseo impetuoso, la necesidad de recuperar ese recuerdo como sea, ese hilo finísimo que hace girar todo nuestro cuerpo, toda nuestra mente, como una suave marioneta, hacia él, hacia ella, hacia ti.

Y así ha sido... Así lleva siéndolo todo este tiempo. Desde la primera vez que vine a esta casa, hace ya 4 años. Desde la primera vez que sospeché que nunca podrías dejar de atraerme como lo haces, de excitarme como lo haces. Aquel primer rollo duró un par de días. Es curioso, ahora mientras te tengo aquí delante, sin que tú puedas verme, siento pudor. Pudor de confirmar cómo desnudé lo que sentía ante ti sin razón, cómo me atropellé en intentar establecer un vínculo entre tú y yo que ahora sé claramente que nunca podrá existir. Hasta cometí esa imprudencia de regalarte este libro de Mishima porque me dijiste que buscabas algo nuevo que leer. Ese que ya no recuerdas ni de dónde salió, el mismo que ha servido de excusa para volver a poseerte y que reposa a los pies de esta cama donde acabo de follarte sin que aún puedas recordarme .
Me quedo quieto contemplándote, contemplando la belleza que siento que tiene todo tu cuerpo, como si hubiese sido construido y modelado minuciosamente para provocar a todas las partes de mi cuerpo, a todos los rincones de mi mente. Repaso en mi cabeza las tres veces que he estado en esta cama. Aquella primera. Luego, dos años después, cuando al igual que hoy, tampoco me reconociste. Aquel día era razonable. Todo estaba muy oscuro cuando nos encontramos y yo jugaba con ventaja porque te seguí hasta allí. Además, sólo intercambiamos un par de palabras. Y hoy. Hoy también te he seguido. En realidad, te sigo a menudo, sin razón, sin esperanza, sin objetivo... Como un acto obsesivo al que me entrego para pasar las horas de esos días que se me clavan con frecuencia como espinas en medio de todas las semanas.

Todas las veces han sido iguales, un coqueteo veloz, sexo rápido y un par de conversaciones sobre las sábanas. Nada especial. Bueno, salvo la primera vez, cuando me pediste que te aconsejara qué leer. Casi igual que hoy. Pero no te hablaré más de libros. Ni siquiera has leído a Mishima. En realidad, has cogido hoy ese libro como podías haber cogido otro cualquiera. Sólo hay un par de docenas de ellos sobre la estantería.
Me levanto despacio y comienzo a vestirme.

No quiero despertarte. Tampoco quiero despertarme yo. Necesito seguir caminando sin escuchar, pero la situación comienza a dolerme demasiado. Quiero salir por esa puerta que he abierto esta noche, y que necesito cerrar de una vez. Tomo con cuidado el libro de Mishima y camino descalzo hasta la puerta de la calle. Creo que serán mi últimos pasos silenciosos. Cierro la puerta con cuidado de no despertarte y desciendo rápido las escaleras. Tu imagen en el recuerdo fresco del sexo recién vivido, el olor de tu piel, se me atragantan todos como erizos inquietos en mi garganta. Salgo a la calle y respiro. Me alejo corriendo pero, antes de torcer la esquina, me vuelvo para mirar tu casa y busco en la ventana. Allí estás, mirándome. Hasta podría jurar que pareces triste. Me vuelvo y sigo corriendo.

Me acabo de levantar y siento que el sueño, reparador, me ha hecho bien. Me levanto y lo primero que veo sobre la mesilla es el libro de Mishima, como una señal de que no me despierto de un sueño, sino de una realidad. De una realidad de la que, además, necesito escapar. De la que ya he decidido escapar.

Creo que necesito quemar el libro, para que todo surta efecto. Tomo una cerilla y coloco la novela sobre una bandeja. Le prendo fuego y me quedo a contemplar cómo arde, crujiendo suavemente, como en una suerte de secreto que se comienza a liberar. Entonces veo todo al abrirse las hojas fruto del calor y la deformación del papel. Me asusto y lo tomo de una esquina. Lo que queda de él lo apago bajo el grifo para poder verlo mejor... El interior de la novela está lleno de anotaciones y de frases subrayadas.

Mi nombre, mi verdadero nombre, está escrito algunas veces en diferentes lugares. Hay frases al margen, la mayoría no las puedo leer porque están incompletas a causa del fuego o del agua. Pero sin duda son frases que evidencian que has leído el libro y que sabes quién soy, o al menos quién fui. Todo me da vueltas, y la sensación de que finalmente no puedo cerrar esa puerta se apodera de mí para dar paso, después, a la necesidad de volver a tu casa, de hablar contigo, de hacerte tantas y tantas preguntas.

Me visto despacio, no quiero parecer un desequilibrado ni un loco frenético. Intento ponerme lo más guapo que puedo. Salgo caminando, cruzando la ciudad. Es ya media mañana y las calles están llenas de sol. Intento pensar en qué razón voy a darte para justificar el hurto del libro y su destrucción. Pienso incluso en pararme en una librería y comprarlo de nuevo. Pero mis ganas de volver a verte se han hecho ya irrefrenables. Llego al portal y subo. Llamo al timbre pero nadie contesta. Habrás salido, pienso. Y espero. O estarás en la ducha y no me escuchas. Espero un poco más y sigo llamando, cada vez con más insistencia. Una insistencia tan desmedida como el desconcierto que comienza a invadir mi interior.

El sonido velado del timbre ha debido alertar al portero que en pocos minutos se presenta en el descansillo.

- ¿A quién buscas?, ahí no vive nadie.
- Eso es imposible, ayer noche mismo he estado aquí.
- Ah, ¿sí?
Parece querer saber más detalles. Evidentemente no puedo ofrecerle una versión coherente de lo que me está sucediendo.
- Bueno, yo no... Un amigo. En realidad ésta es la casa de un amigo de un amigo. Me ha encargado que le devuelva algo. Yo vivo cerca.
- Me temo que has llegado tarde. ¿no te había dicho tu amigo que Luis se mudaba esta misma mañana? Yo mismo le he estado ayudando a cargar las últimas cajas en la furgoneta.
- Eh... no, la verdad que no lo sabía.
- Pues no sé, chico, va a ser difícil que le devuelvas eso que le tienes que devolver. Creo que se iba esta misma tarde para Londres. No sé, si me lo quieres dejar a mí y yo se lo doy si...
- ¿Londres?- le interrumpo.
- Sí. Pero chico, tu amigo... ¿es muy amigo de él?
- Sí... No... Bueno, es igual, tampoco es tan importante. Se lo devolveré y ya que se entiendan ellos. Muchas gracias.
- De nada, hombre. Si quieres, puedo intentar averiguar su nueva dirección.
- Eh... No, no, no hace falta.

Salgo. El sol golpea con la misma fuerza que hace un momento las aceras. Pero yo ya no lo siento. Me vuelvo a casa caminando de nuevo. Tengo que terminar de quemar algo.

11 de enero de 2008

De repente.


Adelantándote sobre la mesa de un café. De cualquier café. Tarde fría de invierno, el viento se cuela hasta nuestros pies, que se mueven inquietos bajo el mármol. Y los argumentos parece que se acaban en el libro que descansa bajo tu mano, que dibuja algo sin sentido sobre la cubierta. De tu mirada, sin embargo, siguen saliendo palabras. Palabras que reverberan en los espejos, palabras que se bañan en el café y entre mis dedos, que se travisten y juegan a ser crípticas mientras caminan, pero que se desnudan en mi boca.

Deshaces el nudo. Tu garganta es suave, pálida a la luz de esta esquina. Dicen que mañana será el día más frío del año. Y las aceras parecen temblar desde el cristal. La ciudad se adormece, se va quedando oscura. Me fijo en el botón desabrochado de tu camisa, y trato de sumergirme en la sombra que traza. Entonces, el torrente de historias que corre bajo tu mano se desboca en mi mente. Lo ambiguo deshace los diques de arena invisible, y todas las coartadas se hacen dúctiles al caminar detrás del espejo de mi mirada. Me siento a gusto, como siempre. Entretenido, jugando en el limbo del conocimiento, como otras veces. De tus manos se escapa una foto de infancia. Tus piernas corren sobre verde, y en tu sonrisa se refleja ya el futuro. Es sólo entonces cuando siento que me fulmina, como en una tormenta de verano, el rayo del deseo. Me callo...
Salimos del café, cada uno hacia un lado.
Hasta la semana que viene.
Me vuelvo después de treinta pasos, pero tú sigues tu camino. Todo ha sido como siempre, y tú no te has dado cuenta. No te diré nada, pero esas cadenas de aire ya me silban en las sienes. Será difícil vivir, una vez más, detrás del silencio.

8 de enero de 2008

Lecciones de ópera

Monteverdi: L'Orfeo
favola in musica rappresentata in Mantova l'anno 1607
Concerto italiano. Dirección, Rinaldo Alessandrini.
Monica Piccinini, Furio Zanasi, Sara Mingardo, Sergio Foresti, Antonio Abete, Luca Dordolo.


A pesar de ser la ópera más antigua que existe, por ser (entre otras cosas) la primera que puede considerarse como tal, han tenido que pasar muchos años para encontrar una versión como la que nos regala el italiano y especialista en Monteverdi, Rinaldo Alessandrini. Uno diría, además, que después de la revolución de la vuelta a los instrumentos originales y a las formas de interpretar de la época que tan en boga han estado en los últimos 15 años (véanse las interpretaciones, por ejemplo, de Harnoncourt o, más recientemente, René Jacobs) , ya poco se podía aportar a una tan célebre como abundantemente interpretada obra. Pero Alessandrini ha sabido dar con la tecla, y nos ofrece una versión que puede gustar o no, pero que es absolutamente diferente a las que existen. En mi opinión ni las anula ni las supera, tan solo ofrece una visión hasta ahora no explorada de esta grandísima obra del final de Renacimiento musical italiano. El Orfeo no es una obra fácil, y detrás de ella no está sólo la simplificación de un complejo mito de la civilización occidental, sino que precisamente por ser Orfeo un personaje que representa la música en sí mismo y estar relacionado con muchos otros mitos y leyendas, es una obra que esconde multitud de rincones, matices e inflexiones en su aparentemente limpia apariencia. El acierto de Monteverdi de conseguir unir palabra y música sin que la última fuera un mero acompañamiento de la primera, sino que la argumentase con su riqueza, y se adaptase (además) en ritmo y textura, a la evolución de la narración (esto es, convirtiéndose ella misma en elemento dramático paralelo al texto) dio lugar al nacimiento de un género artístico que transformó el arte y la música: La Ópera.
Creo que Alessandrini consigue trasladarnos con mucho acierto a las sensaciones que debieron tener los primeros auditores de una obra como el Orfeo, que acierta apor primera vez a narrar una acción dramática donde texto y música se conjujaban encaminados a transmitir un mensaje único. La revolucionaria forma de interpretación de los recitativos que usa Alessandrini (no olvidemos que la mayor parte de esta ópera son recitativos, pero que a diferencia de lo que se había hecho antes, no sólo "mantienen" la música en la obra, sino que argumentan meticulosamente el texto) está convincentemente estudiada y explicada por el propio director en el delicioso libro que da soporte a los Cd’s. Además, se añade un curioso texto de Camille Laurens, donde a través de un diálogo-relato, recupera matices ya apuntados y ahonda en nuevos aspectos de la figura de Orfeo (como el de su posible falta de pasión por Euridice o incluso su homosexualidad). Las ilustraciones del mito a través de pinturas de la historia del arte occidental que se incluyen son igualmente hermosas y provocadoras. Por último, las interpretaciones de los cantantes son mucho más que correctas, y en el caso del Orfeo (el barítono Furio Zanassi) o la Mensajera (la siempre sublime Sara Mingardo) rozan lo conmovedor, en un pasmoso equilibrio de contención, corrección y pasión.
En fin, que al libro-cd no le falta nada para ser recomendado. Si lo adquieren, tendrán asegurada una versión nueva y llena de fuerza. Desde mi punto de vista, una versión ideal para exporar la obra y recuperar toda su fuerza: la fuerza de esta historia de amor que celebra sin paliativos el inmenso poder de la música. Porque oyéndoles, uno sólo puede sumergirse en su honda sencillez y gozar de la música en su estado más puro.



En este fragmento del inicio del segundo acto (quizá el acto más redondo de la obra), un duo de pastores inicia presentando el lugar donde los dioses vienen con frecuencia a buscar descanso. Así hace el semidios Orfeo, que siempre ha hipnotizado a bestias y humanos,a la naturaleza toda, con el magnetismo de la música de su lira. Pero si antes lo hacía para cantar el desconsuelo de su falta de amor, hoy lo hace para alegrarse por su boda con la bellísima Euridice. Entre ninfas y pastores que danzan en medio de una música rica en floreos y arabescos, interpretados con una profusión de instrumentos que la dotan (al menos para la época) de un tremendo poder, Orfeo recuerda la melancolía de su canto otrora, y cómo la naturaleza se contagiaba con él, y lo lejos que queda ahora aquello...
Vi ricorda, oh boschi ombrosi(...)? - ¿Os acordáis, bosques sombríos(...)?

7 de enero de 2008

Invierno en Barcelona.


Siempre he medido las ciudades a través de sus habitantes. La belleza de la arquitectura y del urbanismo nunca es completa si no la rodeamos de quienes la aprecian a diario, de quienes la conforman con su imaginario, y con sus deseos caminando entre las piedras. Estas vacaciones de navidad en Barcelona me lo han vuelto a demostrar. La ciudad es ahora una de las “vedettes” más solicitadas del turismo europeo. Impecable en la conservación de su patrimonio, ejemplar en la recuperación de zonas degradadas, vanguardista en la creación de tejidos urbanos que regeneren la ciudad, creativa y única en su forma de concebir la cultura... A pesar de todo eso, uno no puede dejar de tener la impresión de que camina por una ciudad en cierta medida, plastificada. Los ríos de turistas lo invaden todo y una inevitable impresión de torre de babel europea nos acerca más a la sensación de una visita a un parque temático que a una de las ciudades con más sabor y personalidad del mediterráneo. La ciudad es bella, sin duda. De una belleza, además, evidente y provocadora... pero sin sus habitantes, diluidos entre la avalancha, la belleza se queda como huérfana.

Afortunadamente creo que cuento con amigos en esta ciudad y en las que la alimentan, que me ayudan a dibujarla en su entramado más humano. En su pasado más vibrante, en su incomparable sociedad llena de contradicciones y de maravillosa herencia. O en quienes nos regalan sus sueños, que vagan en hilos invisibles por las calles rectas de la ciudad, o su fuerza y su entusiasmo con casi todo. Son pequeñas muestras de lo que vibra detrás del aire de esta ciudad, de lo que viaja en sus vagones sin que seamos conscientes de ello. Son auténticos testimonios, no sólo de la vida que sigue palpitando en la ciudad, sino de amistades antiguas y nuevas. Son las que verdaderamente me hacen considerar a esta ciudad como una de mis ciudades, una de esas ciudades a las que uno siempre desea volver. Así lo haré. Por ellos. Porque son ellos lo más importante que encuentro en la ciudad condal. Y es que más allá de los paseos por las ramblas, de los instantes de silencio en el barrio gótico, de los atardeceres en el ensanche o junto al mar, de las exposiciones o de los restaurantes (tristes si uno no puede compartir sus mesas con un autóctono), están las miradas y las palabras, los gestos de amistad. Por ellos, Barcelona me conquista. Muchas gracias a todos. Ya sabéis quiénes sois.

4 de enero de 2008

Nombres en azul

A veces hay nombres que se filtran al papel escondiendo miradas que nadie sabe. Existe un mundo de templos subterráneos donde descansan en silencio los gestos que se detuvieron en esa quietud incierta. El tiempo pasa sobre ellos y los destiñe, deshace poco a poco sus perfiles. Pero no puede jamás destruir el sueño que los ordenó existir, ni el deseo circundante de la lengua que los creyó degustar: esa velada lujuria que atravesó fugaz e incómoda la luz de unos ojos que no pudieron evitar caminar por los raíles fríos del apetito, pero que sortearon la inevitable curva desde la piel herida, brotando invisible su sangre en la distancia... y en el olvido.


Hace muchos años descubrí un nombre escrito del revés entre sus cosas, aparentemente olvidado. Algo me hizo intuir que un impulso latía allí más fuerte que ningún otro en el resto de la casa. Lo dejé donde apareció, como si nada hubiese pasado. Pero comencé a jugar a inventarme situaciones y personajes para pronunciarlo delante de ella. Su mirada temblaba levemente siempre que lo escuchaba. Tan imperceptiblemente que nadie hubiese nunca sospechado que su temblor descifraba la sonrisa de un amante invisible. O al menos eso creía yo, y hasta llegué a imaginarlo con fruición obsesiva. Después lo fui olvidando poco a poco. Hasta el día que ella se fue. El día que desapareció sí que volví a recordarlo. Y no encontraba el momento de quedarme a solas para volver hasta aquel prohibido rincón... Pero el nombre había desaparecido. Todo lo demás aún estaba allí, pero aquel nombre se había borrado definitivamente, como por arte de magia.


Mi primer nombre secreto lo escribí en azul oscuro, sobre un pedazo pequeño de papel color sepia. Lo guardé entre los recibos de la electricidad, como olvidado por casualidad. Después llegaron otros, en la contraportada de aquella guía turística de París que ya nunca consultábamos porque era muy vieja, o en interior del libreto del Pélléas de Debussy. Sobre todo existen en otros lugares de mi cabeza y de mi sueño. Allí, de donde no podrían partir nunca. Y sin embargo, sólo ahora comprendo esa obstinación por dejar la huella de esos nombres en algún lugar. Sus secretos están sellados con el celo de la intimidad más impenetrable. Pero saber que existen en ese lugar conocido me tranquiliza, me sosiega, me deja respirar. No sé si se irán conmigo cuando yo me vaya, pero saber que algún espía accidental puede dar con ellos un día me hace sonreír en silencio... sí, exactamente igual que ella.