26 de marzo de 2011

Las primaveras del sur




Al levantar la vista observó un naranjo en flor. Se sorprendió, ya que no era aquella ciudad de naranjos, y a pesar de transitar por aquel pequeño jardín con frecuencia, resultaba que nunca había reparado en que casi pegado a la verja por la que él solía pasar, había plantado un naranjo alto, de copa regular. Ya avanzado el mes de abril, sus hojas oscuras y perfectas aparecían invadidas de multitud de capullos que comenzaban a abrir.

¿Habría sido el blanco insultante del azahar sobre el verde negruzco de las hojas el que había llamado su atención? Daba igual. Lo importante era que aquel detalle había traído a su memoria la adolescencia, en aquellas calles del sur llenas de naranjos bajos, alineados y perfectos, que reventaban de flores, cada año antes, con los primeros calores de marzo. Y aquel olor agudo que invadía el centro de la ciudad, como una invitación al hedonismo.

Casi había olvidado aquellas primaveras del sur, insultantes y repentinas en el final del invierno. Aceleradas, rabiosas, impredecibles y salvajes. Cada lugar tiene su momento, y el momento del sur era aquel inicio de la primavera, porque era intenso, muy intenso. En el norte las primaveras eran más graduales, más erráticas, y sobre todo más tardías.

De repente se dio cuenta de que había olvidado prácticamente aquellas sensaciones. Había olvidado ya cómo era aquel aire firme, tibio y soleado. O aquellos sábados en la playa, en pleno mes de marzo, renovando la sensación de los pies desnudos y la espuma helada sobre ellos. Había olvidado aquella prisa incontrolable, aquel ansia indefinible que se agarraba a la sangre, aquel tono de fiesta desbocada, de olor a nuevo con el que se vivía en aquellas semanas hasta que llegaban los calores inhumanos en mayo. Sí, todo aquello había volado de un soplo de su memoria. Él, de las primaveras, sólo recordaba aquel ardor que entró en su cuerpo cuando se detuvieron sus ojos en él un instante. Aquel ardor, y las siestas con la ventana abierta, y él hundido en la almohada, traspasando al otro lado. Para él las primaveras del sur eran sólo largas tardes de domingo apostado en la ventana, a escondidas, mirando la puerta de la estación, por si lo veía llegar de su pueblo. Y el deseo de que llegara el lunes, tiritando en la noche de abril. Nada más recordaba cuando pensaba en las primaveras del sur, sólo el palpitar de sus arterias al sentarse junto a él en clase, o aquella única vez que le tocó la mano, como distraído.

19 de marzo de 2011

El universo y la nada.


"Una vez, en quinto o sexto de primaria, fui con mis amigos a acampar a la montaña y vi por la noche un cielo cubierto de incontables estrellas. Tantas, que parecía que el cielo no iba a poder soportar su peso, que se partiría y caería en pedazos. Nunca antes había visto un cielo estrellado tan prodigioso, ni volvería a verlo jamás. Después de que todos se durmieran, como yo no podía conciliar el sueño, me deslicé fuera de la tienda, me tendí boca arriba y permanecí inmóvil contemplando aquel precioso cielo estrellado. De vez en cuando, la línea brillante de una estrella fugaz cruzaba el cielo. Pero me fue entrando miedo. Había demasiadas estrellas, el cielo de la noche era demasiado vasto y profundo. Aquel abrumador y extraño ente me rodeaba, me envolvía, provocándome inseguridad. Hasta entonces había creído que la tierra que pisaba seguiría siendo eternamente sólida. No, ni siquiera me había parado a pensar en ello. Lo había dado por supuesto. Pero la tierra no era, en realidad, más que un pedrusco que flotaba en algún rincón del universo. Visto desde la inmensidad, no pasaba de ser un andamio efímero. Sólo con un pequeño cambio de fuerza, o con un destello momentáneo de luz, la Tierra, con todos nosotros, podría ser barrida mañana mismo. Bajo un cielo tan magnífico que cortaba el aliento, pensé que iba a desmayarme en cualquier momento pensando en la pequeñez e incertidumbre de mi propia existencia."

Hakuri Murakami (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, 1994)


Si, realmente sí. El mundo es un pequeño andamio, una cáscara de nuez en medio del océano más grande que podamos imaginar. Un frágil recipiente en el que es asombroso contemplar cómo un inmenso infinito estrellado no se desploma ante nosotros en esas noches en que somos capaces de observarlo. El equilibrio y la relativa estabilidad del suelo que pisamos no deja de ser algo milagroso, cabria decir que hasta excepcional.

De pequeño también miraba las estrellas de esa manera, allá donde no había luz, especialmente en el pequeño pueblo donde solía pasar los veranos. Supongo que hoy en día cada vez existen menos lugares así.
Recuerdo nítidamente sentir como si la vía láctea entera, de tan densa e infinita, fuese a desplomarse con todos aquellos puntos blancos que parecían una red sin fin, sobre la tierra. A veces, sin embargo, me gustaba imaginar la sensación de aquellos muchos miles de kilómetros por hora a los que se desplazaba nuestro planeta, según había leído en alguna parte. En realidad, todas aquellas millones de partículas blancas se movían a tal velocidad que era imposible descubrir cómo hacían para no chocar entre ellas. Incluyendo, por supuesto, planetas miles de veces mayores que la tierra. De hecho, aquellos puntitos eran probablemente soles cientos de veces más voluminosos que el nuestro.

Fue entonces cuando aquel pensamiento recurrente empezó a vagar por mí, como un virus de los que se quedan en el cuerpo de por vida. La pequeñez de nuestro tamaño, y más allá de ello, lo minúsculo de nuestra existencia y de nuestra importancia. Fue trágico descubrir que podía empezar a pensar en la vida desde fuera y sentirla como algo pequeño y con final. A mí también me asustaba mirar a los cielos estrellados, pero ya no tanto porque pensara que el universo podía ser incapaz de sostener aquello. No, lo que me asustaba a mí era la capacidad que me daba aquella visión para poder imaginar una escala con la que comparar la vida, y sentir la terrible angustia de lo extremadamente pequeño. Aquel pensamiento redundante era como un bucle: como un bucle en el que el infinito iba pasando por el ojo de una aguja, llenando la consciencia al otro lado, hasta casi estallar.
Aquel infinito apenas sospechado se parecía en realidad, de manera irremediable, a la nada: en el fondo siempre he pensado que son parecidos, al menos parecidos en la forma en la que uno puede imaginarlos.
Así, llegué a pensar en la nada siendo casi un niño. No sé por qué me daba por pensar aquellas cosas, cuando en lo demás no dejaba de tener la inocencia (acentuada incluso) de un crío de mi edad. Jugar con aquel concepto de la nada, era un desafío que me asustaba, pero al que no podía evitar lanzarme.
La nada debía ser lo que uno sentía una vez muerto, imaginaba yo. No, una vez acabada la vida uno no siente nada. Sentir es estar vivo. Yo imaginaba la nada, sintiéndola, desde la vida, y ya me parecía terrible, así que imaginar no existir, pasar a ser la nada, me resultaba desconcertante. No había sufrido aún la muerte de ninguna persona cercana, así que mi primer pensamiento de la muerte vino así, imaginando el universo infinito y de ahí la nada. Es curioso.
Sentí miedo, evidentemente. Un miedo al que quise hacer frente pensando que en los millones de años que tenía el mundo hasta que yo había nacido tampoco había sido yo nada. Esa misma nada de la que pasaría a formar parte cuando se acabara mi vida. Nada antes, nada después. Y esta vida, en medio de la nada del tiempo, pero rodeada del infinito físico del universo (aunque ahora digan los físicos que sí que tiene límites).

Llevo casi toda la vida perseguido por ese sentimiento al que con el tiempo he puesto yo también (como los físicos) límite. Límite a mi propia angustia, y límite al desconcierto de algo que no parece tener vía de escape ni de salvación. Un límite sobre el que me apoyo a diario, para mantenerme a salvo, para intentar ejercer mi credo de disfrute de placeres, de belleza y de humanidad.
Somos demasiado pequeños, y demasiado frágiles. Aunque nos creamos superhombres la nada está ahí rodeándonos siempre. A nosotros, al planeta entero. No, no somos superhombres aunque hayamos descubierto cómo llegar a Marte, o cómo fundir el núcleo del uranio para generar energía. Somos especiales y albergamos dentro de cada uno de nosotros, la posibilidad de un universo. Pero la piel de ese universo es tan fina y quebradiza que puede borrar en un instante fuerza e inteligencia, universo y existencia. A pesar de que nos resulte imposible concebir que todo eso pueda desaparecer de esa manera tan inexplicable.

Será que la muerte me ha tocado de cerca hace poco, será que no entiendo por qué vivimos, ni por qué me sigue persiguiendo, como un huracán, esa imagen nítida de la nada, desde mi infancia, que ahora se hace más sólida, casi soberbia, usando el nombre de alguien de mi propia vida. Será todo ello lo que me trae por el camino del silencio, de la observación, de la trascendencia. Querría arrojarme a la vida con soberbia, con vehemencia. Sin embargo permanezco quieto, apocado, como con miedo, con incomprensión. Un miedo y una incomprensión que en el fondo me han rondado toda la vida, pero que ahora me desafían más, recordándome que siempre han estado ahí, pero que la madurez que tengo ya me sugiere que he de decidir qué hacer, si vencerlos o hacerme amigo de éllos.