26 de septiembre de 2007

Les Témoins


Un estreno de André Téchiné siempre es un acontecimiento para los que seguimos con atención la carrera del director de "Les Roseaux Sauvages", película de culto para mí y para muchos de los que me leéis. Hablamos de un director que no siempre nos pone las cosas fáciles para digerir sus trabajos, pero yo siempre he sentido que habla desde la sinceridad y que nos presenta personajes a veces demasiado complejos, pero nunca maniqueos. Tampoco lo son los de "Les Témoins",su última y recién estrenada película. En ella, Téchiné recupera su mejor vertiente (ya apuntada en "Les Égarés") alejándose un poco de la frialdad expositiva de "Les Voleurs", "Loin" o "Les temps qui changent" para sumergirnos de lleno en unos parisinos años 80 marcados por la libertad sexual y la intensidad de vivir, a través de unos personajes rotundamente humanos. Pero a diferencia de otros cineastas, no se dedica a explotar esta vuelta a unos "maravillosos años", ya demasiado recordados y mitificados precisamente por muchas de las cosas que no fueron realmente la clave de esa época. Unos 80 que vemos con una perspectiva lúcida y honda, a través de una serie de personajes con los que el adolescente Manu, recién llegado a París procedente de provincias, entra en contacto de manera casual. Y así, como sin quererlo, se convierte de repente y durante un periodo en centro de gravedad de estas vidas, trastocándolas de alguna forma. Sin embargo, los vínculos personales que se crean entre ellos van a verse alterados muy pronto de manera brutal por la aparición del SIDA.

La película se inicia en 1984, un momento marcado por una libertad sexual sin precedentes. Esta realidad y el posterior drama de la aparición de la enfermedad son siempre tratados con un prisma objetivo y nítido, sin culpas ni complejos, con un profundo sentido de la responsabilidad narrativa. Además, Téchiné no juzga ni dirige opiniones, simplemente nos muestra lo complejo y difícil, tanto de las relaciones humanas como de las tragedias personales y colectivas.

Esta es una película densa y compleja, tanto por los giros y honduras conceptuales del argumento, como por la cantidad de matices de sus personajes. Unos personajes impecablemente interpretados que se nos muestran reales en su complejidad y en su incoherencia, y a los que casi podemos tocar en sus debilidades y en sus imperfecciones (a destacar la madurez de Emmanuelle Béart, que sin haberme gustado mucho nunca, cada día me convence más).
A pesar de todo ello, la simplicidad expositiva de la película resulta pasmosa, sin estrépitos ni golpes de efecto, dejando que la historia se desarrolle con un ritmo contenido y regular de principio a fin.

Téchiné se convierte en un mago a la hora de dibujarnos con lirismo y brutal poesía el momento bellísimo del encuentro carnal de los personajes. El verano, el mar y los juegos de color intenso nos embriagan hasta un nivel al que creo queTéchiné no había llegado antes. Su esmero cuidando los planos, las secuencias, la música (para reforzar los momentos reflexivos) o incluso los silencios o los sonidos de la naturaleza (rotundos, envolviendo la carnalidad de los personajes: no se la pierdan en versión original, aunque sólo sea para escuchar el viento o las olas en su sonido "real") es inigualable. En todos estos detalles estamos ante la obra de un auténtico poeta del séptimo arte. Su madurez ante la cámara se explica por sí misma en este trabajo en el que nos regala algunas de las escenas más embriagadoras de toda su carrera.
La acción se desarrolla a lo largo de un año, y en él las estaciones sirven de marco metafórico a la narración (dividida en tres capítulos). Quizá sea lo más fácil de la película, aunque se lo agradezco, porque a mí personalmente me parece que las estaciones sí que marcan el ritmo de la vida.

Desde mi perspectiva personal, lo más interesante de la película es la reflexión acerca de lo inevitable de la complejidad de la vida, de cómo se alternan e incluso se fusionan esplendor y drama, vida y destrucción en ella. También sobre lo inevitablemente difícil que es enfrentarse a esta dificultad desde la madurez. Estos personajes, al final, nos enseñan que para sobrevivir hay que estar por encima de las circunstancias del bien y del mal, tomando la vida como es, y las relaciones personales como son: eligiendo, equivocándose, sufriendo, haciendo sufrir, pero siempre asumiendo cada etapa, siempre conscientes de la fragilidad de la existencia, pero también de su intensidad.
Así, el final de la película, del que he leído críticas que lo tildan de anticlimático, a mí me encaja perfectamente. Téchiné nos está diciendo que la vida sigue, que las aguas turbulentas se han hundido bajo la tierra y que, hasta que se decidan a volver (y sin duda lo harán) hay que vivir la vida de nuevo con fuerza, esa fuerza que él dibuja de Mediterráneo intenso y música ochentera...

24 de septiembre de 2007

La vida es puro teatro


Viajar con todo programado es perfecto cuando no te quieres perder nada... Sin embargo, nada puede igualar al placer del viaje impulsivo, inesperado y visceral... En principio nada hacía suponer que en nuestro recorrido Siciliano hubiese imprevistos ni lugares fuera de la ruta que ya habíamos trazado, recorriendo fundamentalmente el oeste de la isla. Quedaba para otra ocasión el oriente y sus ciudades monumentales, el impecable paisajismo de Taormina o la decadencia del mosaico arquitectónico de Siracusa.

Sin embargo, uno de mis sueños fue siempre viajar hasta la ciudad de Noto. No sabría decir muy bien por qué. Algunas de las cosas que había leído sobre Sicilia tuvieron (curiosamente) que ver con esta ciudad. Y siempre he querido imaginarme en el escenario de esa Noto (de la que por otra parte tampoco tenía muchos referentes visuales) el lugar perfecto donde desarrollar esa especial capacidad siciliana para el drama.

Así, en una mañana calurosísima de Julio, rozando los cuarenta grados junto al mar y comprobando que la visita del Valle de los Templos de Agrigento había terminado relativamente pronto (pues debido al calor la habíamos comenzado tempranísimo), nos vimos en la tesitura de elegir entre una sobremesa de playa y chiringuito, o una idea que de repente se nos cruzó por la cabeza: Hacer un esfuerzo kilométrico e ir hasta Noto, una de las ciudades que más pena me daba no visitar en nuestro viaje. No lo pensamos mucho, la verdad. Y ni las dificultades de la carretera, ni los imprevistos (un incendio del que salimos "pitando" y a la siciliana, un rebaño de cabras cortando el camino, una autovía inexistente pero diseñada sobre nuestro plano, etc) ni la previsión de calor asfixiante, ni el denso tráfico nos hicieron retroceder. A cada kilómetro, a cada dificultad, nuestras ansias de llegar a la ciudad aumentaban como una espuma imparable.
Al fin, a media tarde, llegábamos a una de las más bellas ciudades del Barroco Siciliano.

Como muchas de las ciudades del oriente de la isla, gran parte de la arquitectura de Noto también nace de la destrucción del gran terremoto de 1693. Pero si bien en lugares como Catania o Ragusa, la reconstrucción dio lugar a hermosísimos y notables ejemplos de un excelente barroco, en Noto, el terremoto dio lugar a una ciudad completamente nueva.
Esto es importante a la hora de enfrentarse a esta ciudad. Saber que existe una Noto Antica, que quedó arrasada por el seísmo, y que fue abandonada poco a poco, a pesar de la resistencia de sus habitantes para trasladarse a una nueva y moderna ciudad del siglo XVIII, creada de la nada en la terraza de una colina, pero a nada menos que 12 kilómetros del emplazamiento original, y diseñada bajo las pretensiones oníricas de los gobernadores borbónicos que pretendieron crear algo quizá grande, excelso, exuberante... Me temo que lo consiguieron.

Los arquitectos Rosario Gagliardi y Vincenzo Sinatra construyeron una ciudad al gusto de la época y del carácter de sus habitantes, a lo largo de un eje principal y tres plazas que alternan conventos, palacios, iglesias y monasterios. La ciudad finalmente es como un gran escenario teatral donde desarrollar el drama de la vida.
El equilibrio del conjunto es asombroso, no sólo porque está diseñado como un todo donde la calle y su desarrollo son los elementos arquitectónicos principales y no los límites del mismo, sino porque estos artistas siguieron en sus diseños un arcaísmo que ligaba sus edificios más con el siglo XVII que con el rococó XVIII, lo cual los dotó de una contención expresiva que consigue transformar el con frecuencia recargado barroco en un más allá del renacimiento en el que cada pequeño rincón, cada espacio, alcanza cotas de clasicismo de una belleza y una armonía impecables.


Llegamos a la ciudad con más de cuarenta grados a la sombra, pero eso no importaba. Su belleza limpia y serena brillaba aún más con el sol de la tarde, ya que los edificios están construidos de una piedra naranja que se deja mimar por esa luz tan especial. Por contraste, el exceso corresponde a los palacios en los bajos de sus balcones, donde los artistas recrearon de manera incisiva y exuberante, todo un universo de submundos fantásticos que nos observan desde las alturas.



Noto es la horma del "zapato" siciliano, el escenario perfecto en el que uno imagina dramas humanos, exageradas pasiones, dramáticos avatares. Un escenario que va un paso más allá de aquella representación de ciudad ideal que Scamozzi ideó para el maravilloso Teatro Olímpico de Vicenza. Un paso más allá que convierte en real y tangible lo ideal. Cuando uno llega al Teatro Olimpico desearía penetrar por el escenario y sentirse dentro de esa ciudad de perspectiva ideal, pero lamentablemente aquello no es más que una ilusión, un escenario, un trompe d'oeil, un reflejo de teatro dentro del teatro.
Pero cuando estamos en Noto es como si uno atravesase un espejo y nos encontrásemos que al otro lado de repente estuviese la ciudad ideal, y la perspectiva se transformase en algo tangible, un lugar donde pasamos a ser protagonistas de la escena.
La magia del teatro quizá esté en ser representación, símbolo, non-dit. Y Noto es, sin embargo, no un sustituto del teatro, sino la misma teatralización de la vida dentro de un escenario envolvente y teatral como pocos en el mundo. Una Atlántida creada en vez de destruida: al contrario, surgida de la tierra y de la destrucción misma de la Naturaleza para servir de molde a una forma de vida marcada por la intensidad de la emoción, el gesto exagerado y una existencia grandilocuente incluso en este minúsculo rincón de una isla dentro de un mar lleno de voces e historias milenarias.



La emoción me latía en cara mirada, en cada calle que subí, en cada plaza en la que me sentí en un escenario, casi vomitando las historias que me recorren, dejando que adoptasen el fondo perfecto de los espacios barrocos de Noto... Allí se quedaron, de alguna forma, bañadas en una luz que me tranquiliza recordar. Sí, tranquilo me quedé, sosegado, con ese efecto como de droga del final de las tardes de calor, sobre las aceras hirvientes de Noto, anonadado ante la elegancia incomprensible de una forma de vida con la que no me identifico (¿o sí?), pero que supongo que tiene mucho más de lo atávico que hay en mí de lo que puedo entender.
Sí, me quedé confuso y embriagado. De belleza y palabras, de luz y de espacio, de drama y recuerdos... Y es que la vida, me temo, es puro teatro.

21 de septiembre de 2007

Finales de Septiembre


21 de Septiembre, inicio oficial del Otoño. Este año ha querido la Naturaleza vestirlo oficialmente de lo que se supone, es decir, de lluvia.
Una lluvia que cae hoy torrencialmente sobre Madrid, con la fuerza de quien querría quizá lavar la memoria de un verano extraño y templado, lleno de silencios y vacíos, de pensamientos y reflexiones de esos que se quedan al margen. Un estío circundado de márgenes curvos y vertiginosos. De personajes nuevos y de cariños recién estrenados, que no se despegan de la terraza, porque se sienten muy a gusto allí. De otros renovados, los de siempre, a quienes el sol y el ritmo lento junto a las piedras o junto al mar, sientan tan bien.
El otoño llega siempre cargado de planes, de olor a nuevo, de hojas secas y colores que se apagan. Pero también de rutinas y pasillos, de lluvias y grises durante la semana, de rutas retomadas y sueños que vuelven a brillar sobre el ocre de los atardeceres. El primer paso está dado, no hay vuelta atrás, pero mi último pensamiento se queda mirando hacia el verano, hacia el Mediterráneo detenido en el pensamiento, hundido en un hedonismo que no entiende de estaciones, y que modela día a día una idea de belleza y tiempo que me transporta a todos esos lugares del Mare Nostrum donde he sido feliz, donde seré feliz.
Antes de pisar el Otoño, por favor, dejadme que me pierda en ella, dejadme que me pierda en Eleftheria, rodeado de ardor y silencio, de sol multiplicado y grillos que no duermen.

19 de septiembre de 2007

As fadas de estraño nome



"Hai nas ribeiras verdes, hai nas risoñas praias

e nos penedos ásperos do noso inmenso mar,

fadas de estraño nome, de encantos non sabidos,
que só con nós comparten seu prácido folgar."
Rosalía de Castro.

Estás aquí y allí, y en todas esas grietas del deseo donde se refugia el silencio. Te mueves despacio y escueto, liberado de temblores, abrigando el aliento invisible, enmascarándolo de lluvia y descuidos. Pero profundo en mi estómago me abrasas como lava naranja que no se escucha, aunque veloz resbala sobre el recuerdo del recuerdo.
Camino entre tus dedos como si no existieran y, sin embargo, se clavan en mi piel, allí donde nacieron, allí donde aún descansan cada madrugada que retorna ese aroma que no se despega.
Como si nada sucediera me despierto cada día, y habito mi felicidad con calma. Nada se quiebra entre mis rutinas, tampoco en mi caminar sin rumbo. Las hadas me acompañan con sus bocas invisibles. Ellas saben, pero no dicen. Tan sólo observan. Y acompañan. Entornan su mirada frente a los precipicios, e incluso algún suspiro se les escapa, pero sus dedos están cosidos.
Sin decir, ellas me dicen tanto...

17 de septiembre de 2007

Mar desatado


Se va despidiendo el verano poco a poco. El termómetro va descendiendo muy despacio, casi sin que nos demos cuenta. Los días decrecen y la noche gana terreno. Despiertan las tardes frescas de Septiembre, y la luna gana cuartos al invierno, y me mira pálida, como si lo supiese todo. Y las mareas se desatan al galope. Sin saber por qué, todo el calor del estío me escuece dentro, y siento ganas de desbocar la marcha de mis dedos, y perder la mirada más allá del infinito. Un mar que me ha faltado este año para purificar el borde de mis aristas, que cortan más que nunca. Sal y magnetismo acuático sobre los pies. Y parece que voy a volar hacia ninguna parte, desatado en placer de orgasmos secretos, de pieles anónimas que me acechan tras cada minuto oscuro. Y el mar, desde su lejana cueva, tira de mí, me arrastra, me cubre de vacío y de vértigo. Más allá del mar no hay razones, más allá del mar no hay azul, ni estrellas, ni velas... más allá del mar sólo hay mar. Mar que viene y va, que se enfurece y se limita de espuma para no morir. Mis pies quieren morir en su orilla, pero tan sólo lo escucho, bajito, enmascarado de Mozart. ¿Lo escuchas?

12 de septiembre de 2007

Arte de viajar.


Cuando era pequeño, íbamos mucho a visitar a mi abuelo, en una pequeñísima aldea de Coruña. Más allá de la fuerte impresión estética que una naturaleza verde, húmeda, frondosa de bosques y agua podía ejercer sobre un niño sensible e imaginativo criado en un Sur mucho más seco (en el fondo, Galicia siempre fue como mi segunda casa y nunca tuve que encontrarme con ella por primera vez, porque ya la comencé a respirar cuando contaba con sólo unos días de vida) siempre he sentido que todo lo que rodeaba aquel lugar estaba impregnado de esa luz brillante y ambarina que sólo existe en la memoria de la infancia, y que nunca más regresa.

La casa de mi abuelo está junto a la estación de tren, y se conserva exactamente igual que siempre, igual a como todos en la familia podemos recordarla. Tanto, que entrar ahora en ella se convierte en un obligado ejercicio de recuerdo a través de iconos y olores que siguen estando allí, como si el tiempo tuviese una extraña insistencia en detenerse en aquel rincón . Por ello, como si de un modesto Stendhal se tratase, el olor fresco de aquellos árboles, el sabor de la leche, el traqueteo del pasar del tren o los suelos antiguos de aquellas habitaciones, me traen desde siempre a la memoria todo un universo creado sin duda por la fantasía de un niño (las comidas en la cocina, peleándonos por usar la puerta abatible del aparador como mesa, el póster de Beethoven en la habitación rosa, o las camas pequeñas en las que a veces teníamos que dormir dos o tres juntos), pero sobre el que se han ido construyendo partes muy importantes de mí. Cientos de pequeños detalles que modelan una familia y unos recuerdos inolvidables.

Pero para mí uno de los mayores tesoros de aquella casa estaba guardado en uno de los grandes cajones de la cómoda del dormitorio. Allí, amontonadas en bloques sin orden ni criterio alguno, descansaban cientos y cientos de postales. Postales antiguas, en blanco y negro la mayoría. Las fechas en las que habían sido enviadas se remontaban hasta los años cuarenta. Las más antiguas, casi siempre ciudades españolas o portuguesas. De mi propio abuelo, o de familiares o amigos. También alguna ciudad de América. Nombres casi siempre desconocidos.
Me gustaba sentarme a mirarlas una a una. Observarlas detenidamente, con atención, rastrear la fecha, descubrir al autor, recomponer historias, trasladarme a un pasado donde todo parecía hermoso e interesante, donde nada podía aburrirte. Era un poco la fascinación por la novedad y la asimilación de lo desconocido que me embriagaba ya entonces, y que poco a poco estaba creando en mí esa necesidad continua de beberme el mundo y sus historias, esa sed insaciable de conocimiento y experiencias nuevas que aún hoy en día me sigue determinando como ser humano. Podía ser mi abuelo, escribiendo con una ternura inusitada, o las amigas de mis tías, siempre divertidas, escribiendo casi con la precisión y agudeza de una novela española de los cincuenta. La imaginación se me derramaba a través de los dedos al leer aquellas caligrafías antiguas y llenas de polvo. Me quedaba mirando las estampas y fijaba mi vista en los edificios, en los espacios urbanos, extasiado y casi conmovido al sentirme atravesar el color desvaído de aquellas fotografías (mi fijación con la arquitectura y los escenarios de las ciudades era ya muy grande) y situarme virtualmente al lado de aquellas personas, pequeñitas sobre las aceras, inmortalizadas sin ser conscientes. Mi insistencia en imaginarme dentro de esos pequeños decorados rectangulares era muy grande.
No sé muy bien por qué, pero desde la primera vez que descubrí aquel tesoro, recorrerlo se convirtió en uno de los más grandes placeres que yo podía experimentar en aquella casa. También estaban aquellas otras postales más actuales, de finales de los sesenta o de los setenta. Mis tías comenzaron a viajar por Europa, y las ciudades aquí ya se mostraban de un color poderoso e irreal, pero los escenarios eran igualmente magnéticos para mí. Imaginarlos, imaginarme a mí en ellos seguía siendo absolutamente fascinante. Aquí, además, podía leer historias de mi familia más cercana en el tiempo, y eso me ayudaba a componer las escenas con mayor claridad... Mi propia madre contando sus primeras impresiones de esa Andalucía a la que ha terminado por entregar la mayoría de los años de su vida, o mis tías relatando sus impresiones de París o de Venecia.
Podía quedarme allí durante horas, viendo pasar ciudades, montañas, plazas, catedrales... Turbado ante la representación de las imágenes, absolutamente fascinado por ellas... Son horas que fueron (sin yo saberlo) construyendo en mí esa inquietud -casi necesidad- por viajar y conocer el mundo, Una inquietud que se sigue moviendo con insistencia dentro de mí y que me hace experimentar un extraño placer cada vez que llego a un lugar nuevo. Esa sensación sutil de entrar de repente como en una postal antigua, con el sabor amarillo del pasado y de las historias que lo recorren y que lo han recorrido, de todas las voces que se han cruzado en él y por él, elaborando poco a poco una extraña forma de percepción: mi propio arte de viajar.

10 de septiembre de 2007

KV 622


De vez en cuando me gusta sacar por aquí a mi querido genio Wolfgang, que tanto y tanto me acompaña a diario. Siempre que vivo épocas de desconcierto y dudas, de vértigo o cambios, de decepciones o secretos, de inestabilidad o angustia acudo a él como una especie de ritual que me sitúa de nuevo en el mundo, que me libera y me calma, que me sosiega y me entrega a la sencillez de una felicidad que no renuncia a la trascendencia. Mucho de ello (pero no sólo) hay en su celebérrimo concierto para clarinete Kv622 en La Mayor, del que casi todos seguramente conocéis el adagio (usado en muchísimas películas y que está inspirado por una de las más bellas melodías de la historia de la música).

Este concierto forma parte de ese grupo de obras finales de la vida del compositor que, invadido por una fiebre descontrolada de creación, se entregó a un conjunto de composiciones (los últimos conciertos para piano, la Flauta Mágica, La Misa de Réquiem, etc.) que abrieron sin duda un nuevo camino para la música, y con las que Mozart se adentró en un territorio de intensa profundidad musical y conceptual.

Cuando apenas entendía yo de música clásica ya había leído del carácter de "Obra Maestra" de este concierto. Aparentemente y a oídos de un no iniciado en la música, la verdad es que este concierto suena como cualquier otro salido de la mano de Mozart.
Supongo que estamos acostumbrados (cada día más, lamentablemente, en esta sociedad actual en la que vivimos) a hacer análisis muy simples de la realidad. Con ello no contribuimos ni a nuestro desarrollo intelectual ni a una comprensión de todas las realidades que caben en este mundo.
¿Qué hay, pues, en este concierto, que lo hace ser una de las obras indispensables de la Historia de la Música Clásica?

Para dar respuesta a esta pregunta es necesario zambullirse en la obra con los oídos muy atentos y con ánimo de buscar ese "algo más" en las notas, en las cadencias, en la modulación del sonido, en los humores...

Un inicio sencillo, casi pastoral, nos transporta a través de una melodía alegre, casi facilona. Pero en seguida Mozart nos hace descender a la zona oscura del registro del instrumento, aunque nos deja que lo disfrutemos tan sólo un instante. A partir de aquí nos estamos ya convirtiendo en pasajeros de un alucinante viaje a través de las profundidades de lo humano, entregándonos con velocidad a experimentar el gozo desbocado de la vida y la extraña melancolía de su brevedad. El gran secreto de la dualidad en la vida: dos realidades que son una misma, porque siempre van unidas, y que en pocos músicos como en Mozart se han fusionado con tanto acierto. Conforme avanza la obra los giros en uno y otro sentido son más sentidos, ramificados en delicadas variaciones climáticas que van ganando profundidad, diversidad de temas. El lado de la tristeza se torna breve en duración, brevísimo, transmitiéndonos un vértigo que nos recorre como una descarga eléctrica. El dramatismo no nos atraviesa de lleno como en otras obras, pero la melancolía nos alcanza en el alma, y sólo estamos empezando a caer en los abismos cuando Mozart nos rescata sutil pero fulminantemente hacia la luz de la alegría con mayúsculas.
Es el primer atisbo de algo (la combinación de modos alegres y tristes sin ningún tipo de interrupción entre ellos) que los músicos del Romanticismo usaron y desarrollaron en aras de la libertad creativa en una clara ruptura con el formalismo musical clásico. Pero es que muchas de la rupturas y revoluciones musicales posteriores ya fueron apuntadas por el gran maestro salzburgués. El fresco musical con el que nos vamos impregnando destila una serena madurez y una visión del mundo infinitamente vital a la vez que no exenta de sombras. Y siempre todo ligado por el inevitable hilo de la ternura, que en Mozart adquiere siempre un carácter redentor que nos libera de toda sombra, de toda condena, de toda debilidad, de todo camino errático... El mundo es un lugar imperfecto y lleno de esquinas donde perderse en el lado oscuro y destructor. Y el hombre un ser débil y con muchos pliegues, que tuerce con frecuencia su camino atravesándolos. Pero aún así, e inevitablemente, el amor y la carne, la trascendencia de cada instante, la poderosa Naturaleza, nos llenan de una luz que se irradia en forma de ternura redentora, una ternura que se despliega poderosamente en el Adagio, y que desemboca en una torrencial cascada de gozo en el Rondó final, ya cada vez menos matizada de melancolía, contagiándonos literalmente esa “joie de vivre” fulminante, que lo llena todo.
Mozart es un compositor indudablemente humanista. Uno de los primeros en serlo, especialmente de una manera tan carnal y sentida. Su genialidad, más allá de su impecable maestría técnica como compositor, reside en gran parte en emplear su descomunal talento e inspiración en verter sobre las notas un inmenso caudal de humanidad, de trascendencia, de insospechada sabiduría que nos llena porque nos sustrae del mundo, precisamente a través de él.
Siempre he considerado que la visión de la existencia que desprenden sus obras es una visión necesaria, que me reconcilia con el mundo, con la injusticia y el dolor, que camina sobre la imperfección asumiéndola, para situarnos en la responsabilidad de aprovechar desde la luz este breve instante en que vivimos. ¿Quién mejor para hacerlo que uno de los que más se acercó a la perfección inspirándose en la imperfección de lo humano?

7 de septiembre de 2007

Leve azul

Un día, al amanecer, Diego se dio cuenta de que aquellos trazos habían aparecido de repente en su vista y comenzaban a invadirlo todo. Se cruzaban impunes ante sus ojos, dibujando sendas irregulares de un color azul cielo que se imponían a cualquier otro color.
¿Qué ha sucedido? se preguntó. Y nada le parecía poder ser el origen de todo aquello. Tan extraño era, que no se atrevió a comentárselo a nadie. Ni siquiera a Fran, con el que hacía varios días que había comenzado una intensa relación vía chat en la que le contaba muchas de sus inquietudes.
A Diego le gustaba Fran, pero aún no sabía cómo decírselo porque tenía miedo de que no le creyera, o de que, al hacerlo, toda la magia se desvaneciera. A pesar de ser aún un desconocido para él, sentía algo muy especial cuando las palabras que le escribía aparecían en la pantalla. No sabía de qué se trataba pero, por una vez en la vida, empezó a dejarse llevar por la intuición.
Fran, a su vez, se mostraba incrédulo ante la mayoría de las cosas que le decía Diego. En el fondo le daba un poco de miedo creer en ellas...

Confesarle un sentimiento así de fuerte le aterraba, así que ante muchas de las preguntas de Fran, se tomaba largos ratos para contestar, para hacerlo de la manera más adecuada. Y nunca dejaba de hacerlo sin haber sopesado todas las posibles consecuencias que sus respuestas podrían tener. Fran no se desesperaba con los tiempos de espera a los que le condenaba Diego, como la mayoría. A pesar de lo que tardaba él en responder a sus preguntas, siempre estaba presto en su teclado, para responder alguna cosa... Mientras esperaba, Fran solía garabatear un folio en blanco con un lápiz de cera color azul cielo. Garabatos sin rumbo que, sin embargo, y a su manera, describían la impaciencia y la intensidad con la que, cada día más, esperaba cada palabra de su nuevo ciberamigo.

Pero aquella misma mañana, los folios aquellos que él había acumulado, uno a uno, cuidadosamente sobre la mesa, desaparecieron sin explicación. Y desapareció hasta la cera azul que descansaba visiblemente junto al ratón. Claro, tampoco le dijo nada a Diego. Pero empezó a estar triste, porque el color azul era su preferido y le daba mucha rabia haberlo perdido. Era un poco como perder el tiempo que había pasado mirando fijamente aquella pequeña (y única) foto que él le había enviado una vez, mientras esperaba sus respuestas con temblor.

Así, sin ninguna razón, sólo por la extrañeza que aquello le provocó, empezó a hablar cada vez menos, y a alejarse poco a poco.

Cada vez más inquieto con su "deficiencia" visual, Diego también comenzó a alejarse del teclado y a obsesionarse con el porqué de aquellas líneas azules que no dejaban de aparecer sobre su retina. Comenzó a alejarse de Fran y a perderse en su propio silencio.

Un día, mucho tiempo después, el lápiz azul se terminó de gastar... Y las líneas fueron poco a poco haciéndose tenues, hasta terminar por desaparecer. Tan lentamente, que el día que desaparecieron por completo Diego ni siquiera reparó en ello. Fran, también poco a poco, terminó olvidando la pérdida de sus hojas garabateadas. Y, en cierta forma, también fue olvidándole a él.

Y así, otro día, varios años después, en un viaje a la playa, en uno de esos días que el mar es tan azul que casi no se puede distinguir del cielo, volvieron a cruzarse, de nuevo por casualidad, pero esta vez de verdad, en persona. Se miraron y, aunque no se reconocieron, se sonrieron, como si intuyeran algo.

Y siguieron camino...

¿O quizá sí se llegaron a conocer?

6 de septiembre de 2007

Nessum Dorma...

Nunca fue de mis tenores favoritos. Su precisión vocal y su potencia siempre destacaron sobre la delicadeza de su canto. Su torrente de voz era espectacular, y levantaba auditorios enfervorizados cuando cantaba algunas de "sus" arias.

Yo nunca le quise prestar mucha atención, ni a su carácter temperamental, ni a sus excentricidades, ni a sus devaneos con el pop... Quizá sea que su repertorio habitual no está entre mis favoritos, con la excepción de Puccini. Pero esta mañana, cuando he escuchado la noticia de su fallecimiento en la radio y ha sonado de fondo su maravillosa voz, no he podido remediar las lágrimas, que me han empañado la mañana de extrañeza y lírica. La de uno de los grandes sin duda. Grande porque su voz es de las poquísimas que podemos calificar de inigualables, de únicas. Por su potencia contundente y su fraseo elegante y perfecto. Porque aunque para mí gusto resulte un tanto frío, su pasión y entusiasmo nacían de su infinito placer por cantar. Un enamorado inevitable de la música que, hasta que la vida pudo con él, dejo nadar las notas de los grandes del belcanto por toda su sangre... Siempre le recordaré por su maravilloso Mario, de Tosca. Os dejo con él, y con el irremplazable hueco que deja en el mundo de la ópera.

5 de septiembre de 2007

Volcanes Subterráneos


Han pasado casi todos los días de verano. Aquellos primeros titubeantes, llenos de imágenes y sol por estrenar sobre la piel. La extrañeza de sentir lo inevitable de la ingravidez con la que dejamos la rutina despacio, casi como si nos costase despegarnos de ella. Y se va haciendo más leve, casi imperceptible. Hasta que caminar desnudo se convierte en algo que no se percibe apenas. Ir aligerando el peso de nuestra ropa, tomar conciencia de la voluptuosidad propia. Ir contando noches que son las más cortas del año, pero que se alargan hasta el alba, ebrios de vida y ebrios de olores y de cuerpos que se entregan... Miradas que se acumulan en una tarde que no se extingue jamás. Deseos que brotan y caen como en cascada, errando su camino o lamiendo con furia los dedos amados. Minutos que no existen, interminables silencios de sol y de grillos en la noche. Cielos que se desploman sobre el estómago, y nubes de distancia que no encuentran palabras para salir...
Y ahora, cuando ya casi comienza la inevitable cuenta atrás, la curva de los días dibuja poco a poco el tono casi otoñal de algunas tardes y la ceguera súbita del hedonismo se va durmiendo entre nuestros cabellos, como si en su reino de piedras agostadas ya lo hubiesen olvidado, sustituido por nuevos e impecables libros de texto que hay que escoger y forrar cuidadosamente, con ese olor penetrante del plástico que los envolverá.
Es un secreto que día a día el vientre se llenó de aire sin sonido, de árboles que crecieron sin control, arañándolo todo, de ríos de palabras que caían unas sobre otras, ensartadas en las ramas frescas del recuerdo, de noches erradas sin aquel aliento que no olvidan mis sentidos, de espinas que me cosquillean, pero que no existen. Todas han ido trayendo este silencio en mis manos, y en mi habitual exceso... Falta virtual de inspiración, lo he llamado.
Fin de agosto, principio de septiembre. Nuevas hojas y sueños que sumar, aunque dentro todo sea confusión de lava que permanece callada, pero que va a terminar huyendo como el viento, abrasando todo aquello que alcance, quebrándose el metal candente en los oídos, crepitando el fuego infinito sobre los párpados, con la única mirada cómplice de las salamandras, que siempre lo supieron todo. Antes de que te traiga el viento, el volcán ha comenzado a hablar...

1 de septiembre de 2007

Estatua Falsa.


Siempre me ha sorprendido la fabulosa obsesión de la poesía lusa con el placer de saborear la derrota de los sueños. Diríase fruto de una visión oscura y pusilánime de la vida, inmovilista y triste. Y sin embargo casi todos hemos sentido esa tentación del deseo frente a la melancolía, ese secreto placer dramático frente a la estética del dolor y de la pérdida. Esa alegre fiesta de llanto -alegre festa de pranto- que nos recorre y nos atrapa, que nos araña obsesivamente, como verdes garras de los sentidos -verdes garras dos sentidos- (en palabras de Agustina Bessa-Luís), pero que nos lleva a entregarnos con la furia de un sádico a nuestras heridas.
Quizá sea que la extinción de los sueños deja aún más espacio a sueños nuevos que brillar en nuestro firmamento particular. Quizá sea admitir que la perfección del sueño se redondea con su fracaso en el mundo de lo real. Los sueños hechos realidad son siempre distintos a como los deseamos, y alguno diría que hasta ensucian su luz.
No sé qué pensar yo de todo esto. Creo que me quedo en ese limbo perfecto entre la entrega y la renuncia, en ese instante en el que todo es posible y dos universos infinitos y divergentes, se persiguen y hasta se fusionan con voracidad por un corto espacio de tiempo , estremeciendose nuestra piel ante el leve rozar de la realidad y el sueño.




ESTÁTUA FALSA - (Mário de Sá Carneiro)

Só de ouro falso os meus olhos se douram;
Sou esfinge sem mistério no poente.
A tristeza das coisas que não foram
Na minh'alma desceu veladamente.

Na minha dor quebram-se espadas de ânsia,
Gomos de luz em treva se misturam.
As sombras que eu dimano não perduram,
Como Ontem, para mim, Hoje é distância.

Já não estremeço em face do segredo;
Nada me aloira já, nada me aterra:
A vida corre sobre mim em guerra,
E nem sequer um arrepio de medo!

Sou estrela ébria que perdeu os céus,
Sereia louca que deixou o mar;
Sou templo prestes a ruir sem deus,
Estátua falsa ainda erguida ao ar...


* * * * * *


Sólo de oro falso mis ojos se doran
Soy esfinge sin misterio en el poniente
La tristeza de las cosas que no fueron
Por mi alma cayó veladamente

En mi dolor se quiebran espadas de ansia
Gajos de luz en tiniebla se mezclan
Las sombras que de mí brotan, no perduran
Como Ayer, para mí, Hoy es distancia.

Ya no me estremezco de cara al secreto
Nada me puede dorar ya, nada me aterra:
La vida corre sobre mí en guerra
¡Y ni siquiera un escalofrío de miedo!

Soy estrella ebria que perdió los cielos
Serena loca que dejó el mar
Soy templo dispuesto a desmoronarse sin dios
Estatua falsa, todavía erguida al aire.