9 de mayo de 2006

Mare Nostrum

Priene, desembocadura del río Meandros, actual Turquía.


Una ola, dos, tres... Mil. Un millón. Mediterráneo. Esa agua que yo no me creo que entre, a través de Gibraltar, desde el Atlántico. No, tengo la sensación de que el agua en el Mediterráneo brota de un oscuro manantial submarino, y que quizá el espíritu de la Atlántida tenga que ver más con ello de lo que creemos. Desde mi sangre, siempre más sueva que bereber, siempre miré con escepticismo el Mediterráneo. Pero esa calma poética del Mare Nostrum conquista sin remedio, te atrapa, te envuelve en esas tardes naranjas de verano, en esos ocasos de pura belleza y éxtasis de los sentidos. La tierra que lo contiene, entre el parduzo de la piedra y el verde intenso de los pinos, me provoca esa ensoñación dulce de un art de vivre que me seduce, que me inspira esa intensa necesidad de volver, y volver. Tengo que confesar que cada año lucho por conquistar, casi con ahínco romano, por saborear, un palmo más de esta orilla que me subyuga, Y poco a poco he ido adentrándome en el oriente Mediterráneo, en un viaje personal hacia ese extraño Oriente que sin embargo es la cuna de Occidente. Y escenario de la génesis de nuestra cultura, de mitos eternos para la Literatura, de referente para la Filosofía, para la Política, para la Arquitectura...
Por eso, anoche, cuando escuchaba estremecido a la gran Eleftheria Arvanitaki, ganándose a conciencia el fervor de un teatro que pone en pie cada vez que viene a Madrid, venían a mi memoria sabores, imágenes, sensaciones, que formaban ese rompecabezas imposible de la fascinación Mediterránea. Y, como en aquella deliciosa película de Salvatore Gabriele, también la seducción del amor, el peso de la sensualidad sobre mí, rodeándome, estremeciéndome.
Eleftheria destila tradición y coquetea con el pop, atreviéndose incluso a hacer un versión del Universo sobre mí de nuestros Amaral que resulta creíble y casi suya. Con elegancia (la que le sobra) y una fuerza que emana de un magnetismo personal que he tenido ocasión de comprobar hablando personalmente con ella. Porque esos ojos, que desde la butaca sólo se adivinan, llevan dentro una fuerza que proyecta sobre todo lo que toca. Maravillosa, sin estridencias a pesar del frenetismo a veces, honda, como cuando cantó su maravilloso "Parapono" y siempre entregada. Nos hizo un recorrido inverso de búsquedas, partiendo de sus canciones más comerciales, hasta sus raíces casi tribales, marcadas por la percusión, el clarinete bajo y el Bouzouki. Un ritmo que va penetrando en las venas y que me transportó, como una droga dulce, a esos despertares silenciosos del mar Egeo en verano, con el olor del yogur en el aire y esa sensación de que tierra e historia se despiertan tangiblemente en tus dedos, en tu piel. Y después, esa melancolía que queda, que te arrastra, como Eleftheria, de algo que no se sabe qué es, pero que golpea el corazón con la fuerza de las olas saladas, como en esa breve cancioncilla que a ella le gusta tanto cantar, e incluso repetir, como siempre que la veo hace, con la que cerró el concierto anoche... Ti Leipei
¿qué falta,
qué tiene la culpa
de que mi corazón llore?

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