31 de diciembre de 2008

2008

A pesar de no ser una persona con especial afecto por los rituales, supongo que de alguna forma no puedo evitar el aluvión de los mismos que llueve en estos momentos previos a los finales de año. Que si ponerse prendas rojas, que si cena, que si las uvas, que si pedir deseos, que si brindar... Pero sobre todo esa costumbre de hacer balance, como si pasáramos a otra dimensión y tuviésemos que dejar escrito el resumen de lo que pasó. Como si el tiempo y la memoria que de él queda se rompiesen en añicos y pudiésemos clasificarlos para decidir qué mosaico nos vale más para guardar en la memoria, o qué pedazos hay que arrojar al olvido y cuáles al saco de la memoria selectiva.

Yo no quería este año seleccionar nada. Los recuerdos se auto-seleccionan y pasan ellos solos donde no siempre queremos que estén, los buenos y los que no son tan buenos.
Proponerse desechar lo equívoco, lo errático, lo negativo... creo que tampoco es una buena acción, la verdad. La vida de uno y su camino es un todo, y ese todo nos hace como somos y contribuye a que cada día, si nos lo proponemos, podamos ser un poquito más quien soñamos ser, sin pensar que en ello se nos va la vida, sino más bien que con ello la ganamos. Un poco de perspectiva nunca viene mal, intento tomarlo por ese lado. Y, como cada vez que lo hago, creo que sigo pensado que al menos he intentado ser y hacer lo que siento, a pesar de ser consciente de las innumerables equivocaciones, de las dudas que poco a poco consiento que vayan siendo parte de mí, y de lo difícil que es a veces entenderse a uno mismo y a toda esa incoherencia vital tan humana para la que nunca nos educaron.

Un año en el que me escondí un poco en mí mismo, en el que hice innumerables propósitos que no cumplí -y atesoré no menos frustraciones por ello- , un año en el que visité las dos grandes capitales del antiguo imperio romano por primera vez, donde el verano fue breve e irregular, donde comenzamos a oír hablar de crisis y donde los primeros han comenzado a vaticinar que el sistema actual no puede seguir funcionando... donde nuevos amigos se instalaron de verdad, donde aprendí secretos del pasado, donde -en fin- me enamoré de la música de Handel o de Janacek... y donde tantas y tantas cosas pasaron como en sordina, en silencio, como debajo de la vida del día a día, pero si escucho bien sé que más de una inflexión tuvo lugar. Me siento feliz, ansioso de más, deseoso de seguir en la función, con necesidad también de saber aportar y crear... Whatever will be, will be.

Y en este silencio final (tan ritual, al fin y al cabo) me sumerjo en una de las músicas que marcaron quizá el momento –musical- más sublime del 2008 que se va, uno de esos que quedan para siempre con fuerza en el recuerdo más accesible e intenso. Ese final del Caso Makropoulos del Real, bajo la mirada excesiva de Warlikowski que nos proponía una inmortal Emilia Marty, perturbadora y transfigurada en diferentes mitos del cine (ay, eternidad) en búsqueda de su fórmula perdida para la eterna juventud, pero que tras los innumerables avatares y dificultades para conseguirla, una vez está ya en su mano, le resulta demasiado vertiginoso y duro adivinar otros tantos siglos más –como los que ya lleva- de existencia... Ese vacío infinito del sentido de estar aquí y ahora, sabiendo que no estaremos para siempre, que recorría el teatro mientras finalmente ella decide morir y hacerse libre, la fórmula secreta arde para siempre. Y la música que se nos impone como única vía de expresar el secreto de la vida y de su sentido como inicio y final, como sin sentido mismo, pero que nos abre un universo de inmensidad y belleza en el pecho que puede con todo... La de aquí es, evidentemente, otra grabación. Imaginadla, como fue en el Real, fundida con las imágenes del final del Crepúsculo de los Dioses de Wilder. Y huid... pero siempre hacia delante.



Y a seguir mañana, como otro día más.

Feliz 2009 a todos.

27 de diciembre de 2008

Giovanni Bellini

Hablaba de él la guía de Venecia, pero no recuerdo haberle prestado mucha atención cuando la hojeé para preparar mi viaje de hace dos años. Y sin embargo había más de una recomendación para admirar mejor su trabajo. Cuando regresé, se había convertido sin duda en uno de mis descubrimientos de aquel viaje. Y eso hablando de una ciudad como la de los canales, supone mucho. Hablo de Giovanni Bellini, también conocido en Italia como "Il Giambellino".

Recuerdo que su retablo, en uno de los laterales de la iglesia de San Zaccaria, me retuvo más de media hora sentado en uno de los bancos cercanos. Éramos tres o cuatro turistas nada más, con esa sensación tan difícil de tener en Venecia de sentir que uno está descubriendo algo. Pero así sucedió. Aquellas americanas y nosotros nos alternábamos en depositar monedas que accionasen el foco que permitía una visión mucho más nítida de formas y colores de la tela. Al final, el propio sacristán se percató de que no éramos turistas al uso y nos habíamos literalmente enamorado del cuadro, así que tuvo la gentileza de encender la luz definitivamente con una sonrisa.


Fue un momento único de esos que a veces uno vive con extraños. Aquel pintor tenía algo magnético que no sabría explicar, pero que me atrapaba de una manera muy intensa. En aquellos días nos dedicamos a buscar cada una de sus pinturas por las iglesias y museos de la ciudad. A la vuelta me documenté y descubrí que se trataba de un pintor del Quattrocento italiano, mucho más importante de lo que había imaginado, si bien con menos reputación fuera de Italia que otros contemporáneos suyos. Una especie de pintor más de minorías pero que en Italia representó no sólo un modelo para muchos pintores de la época, sino que consiguió en un estilo absolutamente personal una reelaboración de varios lenguajes pictóricos de la época para crear el primer estilo auténticamente "italiano".


Coincidir en Roma con la gran retrospectiva de este pintor (la primera después de casi 50 años) en las Scuderie del Quirinale supuso toda una sorpresa para mí. La muestra es muy grande y recoge prácticamente tres cuartos de toda su producción. Recorrerla fue, no sólo un acto de afirmación de la Belleza con mayúsculas (que para mí es una de las características más determinantes de este artista), sino un interesantísimo y didáctico recorrido por la obra de este pintor del que tras salir de la exposición, descubrí que sabía en realidad bien poco.
Las retrospectivas no siempre consiguen ser capaces de ofrecer una visión de la evolución del trabajo de un autor. Sí lo es en el caso de ésta, en la que se ilustran impecablemente los cerca de sesenta años de vida productiva. Desde sus inicios, casi imbuidos en un estilo más parecido al Trecento de Giotto, hasta las obras finales, de un modernismo abrumador que apunta ya a Tiziano. Además, la colocación de obras, la ordenación de las mismas, la introducción de los diferentes temas que aborda, unida a la estupenda miniguía de mano que se entrega a todos los visitantes (y que va explicando de una manera concisa y didáctica cada una de las salas) permite un viaje apasionante por la obra de este personaje.


Nacido en el seno de una familia de artistas, Bellini tuvo la suerte de vivir en una Venecia por la que llegaron a circular en aquella época, pintores de la talla de Antonello da Messina, Giorgione o incluso Leonardo. Pintores que aportaron sus visiones maravillosas, pero que también le permitieron conocer los estilos de los lugares donde aquellos habían trabajado, lo cual supone hablar más o menos de todo lo que se hacía en Europa en aquel momento. En aquella época, sin embargo, él era considerado como el "maestro de todos"

La pintura de Bellini parte de una recreación poética de la belleza misma a través de las figuras y la forma en la que las rodea de contexto. Esta forma suya de pintar fue poco a poco evolucionando para producir una visión muy personal. Es muy interesante cómo en su pintura se observa un especial vínculo de la acción al lugar físico en el que se sitúa, prestando una atención muy precisa y delicada a la naturaleza y las arquitecturas de los fondos, un poco en la línea de la técnica de la pintura flamenca que debió conocer a través de Da Messina que había trabajado mucho en los países del norte. Sin embargo, Bellini siempre recreó estos elementos de una forma esencialmente veneciana a través de una luz extremadamente delicada y colores intensos que hacía destacar sobre el realismo sobrio de los personajes que representaba. Me gusta mucho en él esa minuciosidad en el detalle de todas las pequeñas cosas, especialmente aquellas relacionadas con la naturaleza.

Este estilo, sin embargo, va después transformándose y adaptándose su nuevas formas de pintar, con trazos más amplios y abstractos, con un uso directo del óleo sobre el lienzo para hacer las figuras. Al final de su carrera incluso dibujaba directamente con los dedos, creando inusitadas suavidades cromáticas que a veces incluso son capaces de transportarnos a la pintura de casi un siglo después. En definitiva, una de las carreras más interesantes y evolutivas de toda la historia de la pintura, a mi parecer.



El cierre de la muestra nos acerca a una de sus últimas y más intensas pinturas, l'Ebrezza di Noè, donde uno no sabe si sorprenderse más ante las formas suaves y difuminadas de las figuras, inmersas en una luz tenue que casi parece irreal, o con el sorprendente ejercicio simbólico que nos apunta la guía, como una mofa amarga que quiere representar la pérdida del papel y la dignidad del padre de familia como metáfora del fracaso de una sociedad debilitada por las crisis de estado y de la justicia y amenazada por la discordia familiar y civil. Una obra, en suma, maestra, que partiendo de un lenguaje simbólico tradicional y al uso en la época, es capaz de convertirlo en uno nuevo que nos habla de forma desvergonzadamente libre y sarcástica. Al terminar esta última sala sólo pudimos reconocer nuestras miradas, silenciosas y cómplices, y escuchar más de un suspiro con lectura privada, de esas que jamás podrían ser descritas con palabras.

23 de diciembre de 2008

Silencio y espíritu.



Nunca me gustaron mucho estas fechas. Quizá más cuando, de pequeño, significaba viajar, y ver a la familia que estaba tan lejos, y había que cruzar Castilla y su frío, y los castillos allá en lo alto miraban cubiertos de boinas blancuzcas.

Ahora también viajo: del frío hacia el Sur, hacia el Guadalquivir ancho y azul, hacia los espejos de sus márgenes. Y creo que sigue siendo volver a la familia que está lejos, al sur templado del invierno allá, lo único que me sigue gustando de la Navidad. Una excusa como otra cualquiera, sólo que ésta obliga a toda una serie de rituales que no me interesan, que no me motivan, que no me gustan.

De pequeño me gustaba escaparme de la gran comida familiar, donde todos charlaban animadamente. Huir solo a alguna habitación vacía, y escuchar desde allí el rumor de los otros, al fondo, como si yo no formara parte de ellos, como si pudiera verlo desde fuera. Hoy en día me sigue gustando hacerlo. Pero creo que ya entonces era consciente de sentirme diferente a la mayoría, de mi necesidad e soledad, de mi espinosa relación con el resto del mundo, de mi rebeldía frente a la convención. Me quedaba solo sin que nadie lo supiera y, en ese silencio roto por el eco lejano de voces familiares, me sentía en otra galaxia, lejana y por unos instantes tan cálida, tan especial, que a veces incluso pensaba que la Navidad era un espíritu capaz de conmover de aquella manera tan abstracta.
Instantes en los que hubiese querido que se detuviera el tiempo, y que el invierno no avanzase, ni aquella comida terminase, que nada rompiera aquel momento íntimo, casi místico, en esa soledad buscada que me parecía lo más hermoso del mundo.

Ahora sé que en aquellas huidas había mucho de mí y de mi relación con el mundo, de mis dudas y de mis evasiones... Por eso lo sigo haciendo ahora.

A veces pienso que sólo aquello queda de las Navidades. Aquello, y la música. Corelli o Bach normalmente. Ellos, hacían que aquella soledad se dibujase en el pentagrama y llegase a mis oídos, menos grave. Comparto hoy con vosotros una de esas cómplices músicas... de Navidad.
Felices días a todos.

21 de diciembre de 2008

Indiferencia.



A pesar de la expectación con la que siempre me enfrento a Shakespeare, y a las producciones del CDN, es indiferencia lo que me ha producido la actual versión que de su Hamlet representa en el María Guerrero.

Juan Diego Botto pretende hacer un Hamlet cercano y actual, un Hamlet que exige justicia ante lo que él denomina “equivalente a un golpe de estado en la actualidad” (y en eso él sabe bien de qué habla). En su intento de cercanía también ha eliminado muchas escenas de la obra con la intención de dinamizar la acción y no resultar aburrido.

Demasiados condicionantes quizá para una obra que no los necesita. Que necesita tan sólo rigor y sinceridad con las palabras. Así, la reducción de la obra a un espectáculo de poco menos de dos horas no sirve para condensar el drama, ni siquiera para acentuarlo o hacerlo más comprensible. Simplemente lo desdibuja y atropella la acción de tal modo que resulta poco creíble. Y menos aún cuando las escenas eliminadas rompen el esqueleto de esta inmensa obra de arte que, de este modo, queda reducida a un simple resumen (al estilo de “lo mejor de 2008”) que parece más interesado en contar qué pasa que en hacer que nos sumerjamos en el océano de perversiones y anhelos humanos que tiene el Hamlet. Y es que el tiempo en el teatro es como el silencio en la música, no debe desestimarse con tanta frivolidad.
A partir de ahí, de nada sirve una puesta en escena inteligente y convincente, ni los destellos de lucidez en la interpretación de algunas escenas o la corrección dramatúrgica de la acción... la obra queda exánime y el conflicto no nos llega. Porque el inmenso conflicto humano que supone Hamlet, el conflicto mismo de la existencia en un mundo imperfecto y donde el bien y del mal nos alcanzan sin piedad y se instalan sin remedio en nosotros... ese, no aparece.

El personaje le viene un poco grande a Botto, que exprime una vis adolescente y llena de rabia y venganza que puede llegar a conmover en algún momento, pero que deja aparte toda esa inmensa carga de conflicto, duda y desamparo, que también tiene (desde mi punto de vista) el príncipe de Dinamarca. José Coronado no pasa de la corrección, y es incapaz de transmitir la maldad cínica y llena de dobleces de Claudio. Marta Etura siempre me gusta, y supongo que también será por eso, pero me convenció más en su Ofelia llena de inocencia. La Gertrudis de Nieve de Medina, sin embargo, parecía una reina de función escolar, insípida y nada convincente en transmitir la evolución del personaje.
Para terminar, tras un final al que creo que le sobra la música (y eso que amo ese Mahler que han escogido para acompañarla) y la grandilocuencia cinematográfica, no sólo porque no es en absoluto necesaria sino porque resulta tremendamente impostada, aplausos sin mucho entusiasmo.
Yo no la recomendaría... pero para fans de los actores, supongo que compensa.

17 de diciembre de 2008

Pobre Katia.


En un intento por reparar los errores musicales que en el siglo XX nos han llevado a estar (aún hoy) a la cola de cultura y vanguardia, El Teatro Real de Madrid se ha propuesto dar a conocer las óperas del gran músico checo Leoš Janáček (1854-1928), considerado hoy en día como uno de los grandes renovadores de la ópera del siglo XX, pero bastante olvidado en nuestro país. Si el año pasado nos embriagaba con la arrebatadora propuesta de Krzysztof Warlikowski para El caso Makropoulos, en la presente temporada afila aún más la mirada, trayéndonos una de las óperas más interesantes de su repertorio (KATIA KABANOVA) en una impecable puesta en escena de Robert Carsen que demuestra con rotundidad que para transmitir y emocionar no hacen falta grandes decorados ni efectos espectaculares, sino ideas acertadas. Como las que recoge para contarnos esta tremenda adaptación de la obra de teatro La Tormenta, de Alexander Ostrovsky.

Estamos ante una indudable obra maestra del género, que resume de manera concisa y efectiva, en poco más de hora y media, el tremendo drama de Katia, una de tantas mujeres retratadas por la literatura del siglo XIX en su ausencia de libertad, en su castración vital por una sociedad que no tolera salirse de los estrechos límites de rol que se establecen para una mujer joven casada y sin patrimonio económico. La obra se basta por si sola para trasladarnos el anhelo de libertad de la protagonista, sumida en un vida gris de la que no parece tener derecho a escapar, sometida a un marido sin personalidad que no la satisface ya, y sobre todo a una suegra dominante, opresiva y cínica que ejerce una perversidad velada con todos los que la rodean.

Katia se enamora de verdad de otro hombre y desde el inicio uno sabe que la atmósfera anuncia la tragedia amarga de la culpa para la que ha sido educada. Sin embargo, su ansia de ser feliz, de realizarse, la lleva a ser capaz de romper con su mundo a través del pecado, que posteriormente pagará con el remordimiento atroz al que la propia sociedad la va a obligar. Todo en una noche tórrida que terminará en tormenta (¡¡qué operística la tormenta, qué sería de la Ópera sin ella!!) y suicidio.

El aparato sinfónico de Janáček es de por sí magnífico y poético, y nos sumerge desde el inicio en una densidad lírica y llena de atmósferas portentosas y de fina psicología que nos susurran la historia como en una extraordinaria banda sonora de cine. Y es que el mundo operístico de Janacek tiene mucho que ver con el cine y su capacidad de hundirnos con todos los sentidos en la acción dramática. La Orquesta Sinfónica de Madrid realizó un estupendo trabajo, si bien requiere aún, en mi opinión, una mayor intensidad y poesía. Es lo que le falta para pasar de ser una gran orquesta como ya es a ser una de las grandes. Los solistas, impecables, no desentonaron en ningún momento, matizando sus voces de acuerdo con un estupendo trabajo de actores que potenció en gran manera el sentido teatral de la obra, que es mucho.

Carsen se limita aquí a subrayar de una manera inteligente y sutil, con gran delicadeza, los elementos más simbólicos de la acción. Su escena es sobria y elegante, y parte de un escenario que simula todo él el agua del Volga. Un agua que refleja como un espejo en todo momento el drama, y que no nos deja olvidar el destino funesto de Katia, cuyo sentimiento de culpa le hará terminar arrojándose a él para redimirse. Sobre esta lámina de agua, tableros de madera que componen diferentes espacios sobre los que la escena parece estar siempre limitada por esa agua que parece representar más que la muerte, la propia sociedad que asfixia a Katia poco a poco, llegando a su punto culminante en la escena de la confesión en la que estalla la tormenta que da titulo a la obra de teatro original, impecablemente representada con una increíble economía de medios, pero de gran efecto. Tan sólo con estos elementos, magistralmente matizados por una iluminación ajustada en todo momento al tono de cada escena, consigue un efecto que sin las opulencias escénicas de la anterior Caso Makropoulos, nos deja igualmente embriagados, no quizá de ese espíritu de liberación que respiraba aquella, sino de la oscura y amarga historia del destino de la pobre Katia.
Una velada memorable, sin duda. Pero pobre Katia, pobre...

Os dejo con un extracto de una interesante versión del festival de Glyndebourne, por si os apetece acercaros a esta música.

12 de diciembre de 2008

Sofía

Sofía se levanta un sábado más sin pensar en nada. Abre la ventana para que se airee la habitación y se dispone a ordenar la cocina. Ayer no estaba de humor para recoger los cacharros de la cena. Deja después todo dispuesto para el desayuno y se dirige al baño para tomar su ducha. Le gusta hacerlo con calma el fin de semana, dejando que el agua muy caliente se recree por su cuerpo durante muchos minutos. Se seca con sumo cuidado, se aplica crema hidratante con parsimonia por todo el cuerpo, y antes de pasar a los cuidados del la piel de la cara se acerca a la cocina a poner la cafetera al fuego. En unos minutos el olor intenso de café se extenderá por la casa. Sin él no le parece que el día pueda ponerse en movimiento. En realidad no le gusta demasiado el café, y se lo sirve con una abundante cantidad de leche tibia, pero ese olor le recuerda a la niñez, a las mañanas antes de ir al colegio, cuando su madre se preparaba una taza mientras les ponía la leche y las galletas sobre la mesa. Aquellas mañanas en las que no había que pensar en nada más, sólo en ir a clase y hacer los deberes después. Jugar un rato, dibujar o leer, y nada más.

Ahora es diferente, las responsabilidades, ya se sabe. Tiene que pensar en otras muchas cosas más. Pensar por ejemplo en organizar la cena de navidad del grupo de amigos de la facultad. Si no fuera por ella, ya casi ni se verían. Esta mañana, además, tiene que hacerle la compra a su madre, que desde que se cayó ya no está para subirla por las escaleras. Tampoco puede dejar de ir al gimnasio para poder cumplir con la tabla de ejercicios semanal que le ha recomendado su monitor. Y después ha de pasar por casa de Marga, que la ha invitado a comer. No le apetece demasiado, pero Marga ha estado mal esta semana después de romper con Hugo y supone que seguro que quiere desahogarse.

Mientras toma el café tranquilamente vuelve a fijarse en la carta sobre la librería del comedor. El membrete de la Universidad de Lyon lleva ahí mirándola desde hace más de una semana. Dentro de él está la especificación de documentos que tiene que aportar para poder formalizar la plaza que le han otorgado. Supone que aún tiene varios días para que se acabe el plazo de aceptación, pero aún no ha sido capaz de abrirla. Inconscientemente lo va dejando de un día para otro. El membrete la espía sin piedad y la desconcierta. Sospecha –sin ser realmente consciente- que el día que la abra el plazo será ya tan corto que no le dará tiempo para completar todos los formalismos. Aún así, apura su plazo imaginario al máximo. Mira el sobre de reojo una vez más mientras mastica distraída el último pedazo de su tostada.

Sofía es callada y su pelo es bonito y abundante. Le cae en una cascada de ondas irregulares desde las sienes hasta los hombros. Oscuro y resistente, le brilla con mucha intensidad, especialmente después de lavárselo, como ahora. Se lo cuida mucho, siempre ha pensado que es lo único bonito que tiene, o eso le decía su madre de pequeña, como intentando poner en valor alguna característica suya. Siendo bajita como era y con exceso de acné, su cara de expresión triste no le ayudaba mucho a sentirse guapa y, aunque nunca se lo ha llegado a preguntar, siempre ha pensado que su madre alababa su pelo porque era lo único bonito que veía en ella. Con los años no ha dejado de sentirlo así, a pesar de que objetivamente se transformó en una atractiva joven y ahora, recién pasados los cuarenta, luce una madurez serena y bella que, sin haber perdido cierto aire de melancolía, continúa sabiendo generar sus dosis de deseo. Así lo sintió Alberto el jueves cuando volvió a coincidir con ella en la tienda de ultramarinos de debajo de la casa de los padres de ella. Vino a pasar unos días con sus padres y aprovechaba para saludar a Manolita, la tendera, que lo cuidaba de pequeño, cuando la descubrió junto a la caja. Hacía años que no se cruzaba con ella, desde aquella tarde en la que coincidieron en el centro y se la llevó al cine a ver una película a la que siguieron unas cañas, y tras éstas una tímida declaración de Alberto a la que ella, a pesar de sentirse también algo efusiva a causa del alcohol, evito responder cambiando de tema con agilidad, pensando que algo así sólo podría ser producto de una noche equívoca y de la confusión que les causaba la cerveza. Sofía había prometido ir a Madrid a verle un fin de semana, pero aquello nunca sucedió y Alberto había terminado por perder el contacto con ella.

No sabe muy bien por qué, pero Sofía no ha dejado de tener aquella percepción acerca de los comentarios de su madre sobre su pelo. Con 23 años se lo corto de pura rabia por aquellos sentimientos, y así lo ha mantenido hasta hoy, una melena corta que en realidad no termina de convencerle, pero cuyo cambio aplaza una y otra vez cuando va a la peluquería Spray, la misma a la que lleva años y años yendo. Marga le ha hablado de la nueva que han abierto junto a su casa, toda en colores crudos y con asistentas impecables, pero Sofía se siente cautiva de las manos de Aurora, y del champú con aroma a romero con el que sigue lavándole la cabeza desde que puede recordar. Al sentarse en el cómodo sillón, algo desvencijado ya, de su salón de belleza, Sofía nunca tiene fuerzas para decir que quiere otra cosa, y un lacónico "sí, claro, lo de siempre" se le escapa entre los labios, como si fuera otra la que lo pronunciara.

Sofía se da cuenta de que se ha entretenido demasiado en el desayuno y corre a enjuagar las tazas bajo el grifo. Ya terminará después, cuanto pueda. Mientras el agua resbala por sus dedos y los restos de leche diluidos se escapan por el desagüe, recuerda la expresión de despedida de Alberto el jueves. En el fondo, es un chico estupendo, piensa. Recuerda cuánto le gustaba de niña...¡a rabiar! y sonríe. De eso hace ya demasiados años. Eran ellos dos muy chicos, razona. Después intenta pensar qué ocurrió para que dejara de sentir aquello por él, pero lo cierto es que no logra recordarlo. Simplemente no ocurrió nada, se lamenta. Nada. O eso cree. Pero, siguiendo una de sus costumbres habituales, decide que lo pensará otro día con más calma.

Sofía repasa de nuevo las tareas de la mañana del sábado y se convence de que no tiene en realidad tiempo de abrir la dichosa carta y quizá comenzar a organizar el papeleo. "No..." se reafirma. Además, hacerlo significaría que ha elegido aceptar y en realidad eso aún no lo ha hecho. La elección se le retuerce dentro, muy dentro. Duda un instante si en realidad se trata de un problema con las decisiones en general. Pero no. Es más, en el fondo la plaza la pidió porque se lo dijo Marga, porque la convenció de que era lo que necesitaba, cambiar de aires, conocer a gente nueva, irse a Francia, con lo que le gustaba a ella. En el fondo, sin embargo, ella lo que quiere es estar aquí, en su casa, cerca de su madre. Lo que quiere es tener algo más de tiempo, estar en casa y dedicarse a leer, que es lo que realmente le gusta. Pero es que con tantas cosas que hacer casi nunca tiene tiempo de hacerlo. "Si sólo tuviera un poco más de tiempo... Sí, con eso sería suficiente" piensa. "Qué tontería, Lyon"
Sale a la calle y comprueba por última vez la lista de la compra que le ha dictado su madre al teléfono. Aún está a tiempo de llegar temprano al super, antes de que se llene de marujas armando alboroto. Al pasar por delante de la tienda de doña Manolita se encuentra con Alberto de nuevo y cruzan un par de frases.

- No nos vemos nunca o nos vemos todos los días, ¿eh?
- Sí. Es que como mamá está mal, vengo más por aquí.
-Yo ya no vengo mucho, la verdad...- dice dejando la frase en el aire, como si quisiera dar a entender algo más.
- Es que poco hay que hacer por aquí. Tú en Madrid tendrás tantas cosas que hacer...
- Sí, hombre, no me quejo. Ya sabes que estás invitada a comprobarlo desde hace mucho tiempo.
- Es verdad- sonríe tímidamente- lo que pasa que ahora, hasta que mamá mejore y eso... Lo tengo un poco complicado, la verdad. Además, a lo mejor me voy a vivir a Lyon, ¿sabes?- suelta sin saber muy bien por qué.
- ¿De veras? ¡Qué bien! ¿no?. A ti te gustó siempre mucho Francia.

Sofía asiente, sin decir nada.

- Bueno... pues nos veremos cuando coincidamos por aquí, espero - Alberto no sabe mirar a Sofía sin esa ternura inimitable que se le escapa en la mirada.
- Sí... A ver si vienes más - dice ella agarrándole la mano en un gesto de cariño incontrolable.
- A ver... De todas formas, Sofía, lo de Madrid, a pesar de todo... sigue en pie, ¿vale?

Sofía vuelve a asentir sin decir palabra.
Se besan en la mejilla y cada uno sigue su camino. Sofía siente que se le viene el mundo encima un momento. Respira hondo y piensa.
"Este pelo necesita un arreglo ya" se dice a sí misma, "pasaré por donde Aurora a pedir una cita".

Y retoma sus pasos pensando que quizá esta noche tenga un ratito para leer...
"Sí, tranquilamente, en el sofá..." casi susurra.

10 de diciembre de 2008

Un gran intérprete.


Ayer tarde, mientras observaba al pianista noruego Leif Ove Andsnes cerrar el ciclo de Grandes Intérpretes del Auditorio Nacional de una manera inmejorable, aprovechaba para certificar que ciertamente es uno de los pianistas que más me gusta de la actualidad. Además, escuchándole, intentaba descifrar un poco cómo se decide que alguien es un gran intérprete.

Evidentemente se trata de una cuestión muy subjetiva, y ya sólo restringiéndonos al campo de los intérpretes de piano las recetas serían múltiples y hasta opuestas entre sí. Hay tantas "escuelas" pianísticas o visiones de cómo interpretar al piano y tan bien argumentadas, que realmente uno no sabe por quién dejarse seducir. En ningún caso es fácil determinar qué significa interpretar.

Ayer, sin embargo, y más allá de todos los grandísimos intérpretes (Maurizio Pollini, Krystian Zimmerman o Grigori Sokolov entre otros) que han pasado en la presente temporada por el ciclo, veía algo grande en Andsnes, difícilmente explicable. Algo que, además, me gusta mucho, cada vez más. Me pasé la velada disfrutando de su visión contenida pero rotunda de un repertorio que nos llevó de un Beethoven ajustado y sin excesos líricos a un Schoenberg lúcido y hasta comprensible para oídos no demasiado hechos a las disonanancias, para terminar en un Mussorgsky contundente pero sin malabarismos, hondo y conciso. No obstante, al mismo tiempo, me cuestionada la razón de mi disfrute. Y poco a poco fui dando con la clave.

Leif Ove Andsnes es un pianista sin ganas de epatar, sin concesiones a la galería, que no pretende transfigurar demasiado las partituras. No digo que las visiones en exceso personales no supongan un acierto y contribuyan a aportar visiones y descubrir virtudes de las composiciones. Pero en un gran intérprete creo que debe estar el acierto de acercarnos al trabajo del compositor. Y Andsnes lo hace de una manera elegante y seria. Sus matices son levísimos, y nos exigen a los oyentes un ejercicio de comprensión de la obra para entender cómo nos la está leyendo él.
El noruego no abusa de retardandi ni efectos espectaculares: lee, traduce y nos subraya con una finísima capacidad lo mismo un tempo que un acorde o una escala. Todo en su sitio, aparentemente sin nada especial, pero uno no puede dejar de sentir que el intérprete conecta profundamente con la obra y que esa conexión nos llega casi intacta. Además, en el caso de Andsnes, lo hace desde una técnica impecable y que transmite una seguridad que se ve poco hoy en día. En suma, una gran noche de piano, con un programa estupendo que el noruego redondeó en las propinas añadiendo nuevos registros a lo que ya nos había mostrado, con un Debussy lleno de fuerza poética o un Scarlatti rotundamente folclórico.

Me hizo recordar, de alguna forma, a uno de mis pianistas de cabecera, Rudolf Serkin, del que siempre traté de comprender qué tenía para conseguir fascinarme de la manera que lo hace sin ser un pianista efectista ni demasiado personal. Se trata un poco de lo mismo, del rigor y de la sutilidad para saber matizar desde la fidelidad. Él es uno de los grandes olvidados del siglo XX. Discreto y nada mediático, no es fácil encontrar información sobre él. Tampoco hay tantas grabaciones suyas. Pero siempre he considerado que es uno de los más grandes, porque es de esos pocos que consiguen transmitir más que una mirada sobre la obra, la obra en sí misma, sin interferencias.

5 de diciembre de 2008

Un día cualquiera.


6:20. Suena el despertador.

Abrazo, quizá beso.

Su olor por la mañana, mi favorito.

Ducha azul, agua caliente, ojos aún con el sueño que se derrama con el jabón por entre los pliegues de la piel.

Me quedo mirándome al espejo.

Los calcetines se me resisten siempre. La cafetera sólo a veces. Respiro su aroma justo cuando comienza a salir a borbotones. Escucharlo es lo que me decide a pensar que madrugar no es tan horrible.

Se me olvidó decidir qué me iba a poner. Mordisqueo una galleta, me peino, escojo qué voy a meter en mi bolsa.

Salgo de casa, siempre deprisa. Es triste hacer el trayecto solo en coche. Tampoco es ecológico. Es que son sólo quince minutos, me digo. Y cincuenta minutos más de sueño, me aseguro.

Llego a la ciudad gris, subo a mi puesto, me pongo algo de música bonita para empezar el día. Quiere amanecer. Voy sumergiéndome poco a poco en el trabajo, en la agenda, en la lista de tareas pendientes. El sol comienza a iluminar la inmensidad como si fuese una linterna gigante, emborronada sólo por el sarpullido de puntos-para-sol con los que han tratado todos los cristales. Será para que no veamos todas las cosas bonitas que hay ahí afuera.

No cuentan con la imaginación ni con el deseo...

Informes, correos, alguna reunión. Me ha vuelto a mirar desde la esquina. Me inquieta.

Un café y unas risas. Pocas confidencias.

Llamadas telefónicas, tareas monótonas.

Un sms que me dibuja una sonrisa.

Un respiro

La mañana que no se termina nunca.

Pereza y sueños cibernéticos.

Otro sms. Viaje al pasado. Otro universo me captura.

Salgo, pensando en otra cosa.

Camino de vuelta a casa. Jazz en las ondas de la radio, y el sol de la primera tarde que me apunta ese árbol solitario de la cuesta que me recibe cada día mientras amarillea despacio.

Una sopa y una ensalada pequeña en la bandeja, delante del televisor apagado. La soledad jugando a ser amiga o esquina amarga. La siesta me hunde en el sofá.

Me levanto y cojo la escoba. ¿Por qué las pelusas son tan inmensas en Madrid? Pongo Händel. ¡Qué bien se barre con Händel! Su melancolía está tan llena de grandeza que uno completa la tarea creyéndose el rey del mundo. Vuelvo a huir.

Me apresuro a bajar a la piscina. Azul, de nuevo azul. ¡Qué poco cívica es la gente nadando!
El agua me aleja, entre Händel y las palabras sobre la pantalla del teléfono móvil, aún adheridas a mi retina. En el ducha la piel me subyuga. Lo perfecto y lo imperfecto me parecen ajenos, como de otra raza. Yo sigo con Händel, pero no reconozco mi propia piel.

Vuelta a casa, son dos minutos. Libro en mano, vuelvo a mi esquina. Abrazos en cinco minutos, talvez diez. Besos y calor bajo la mejilla helada. Händel vuelve a lanzarnos a otro universo azul donde nadie más penetra.

Las calles de Madrid ya están oscuras y del sol sólo guardan un recuerdo de corazón lejano. Los charcos comienzan a salpicar mi paseo. Mil limpia-parabrisas se mueven al ritmo de Händel. La ciudad me engulle imparable. Veo a alguien, y los secretos surcan el cielo. Vino tinto en una esquina de madera. Los perfumes del vino tienen la elegancia de la noche que afila su frío. La mirada hace temblar al cosmos, porque no estamos solos. Ahora sí, confidencias...

Vuelta a casa, despacio. Mis ideas que precipitan en la cabeza, como una tormenta furiosa.

Hoy estoy callado al llegar. La cena se prepara crepitando sobre el sonido de la tele.

Cena y besos. Después de la cena, sobrecena cibernética. Intento escribir. La tormenta se me escapa, evaporada entre el rapto de las musas y las conversaciones sobre el teclado.

Un párrafo, tal vez dos. Dudo borrarlos. Un mensaje parpadea. Recuerdo noches donde todo parpadeaba. Y corro a dormir. La sábana fría, y él que dormido me abraza y me besa, sin ser consciente. Y de nuevo Händel que me hunde en el sueño, que nos hunde en el sueño. Enlazados primero, separados al final.

Un día cualquiera.
Tan pequeño... tan grande.

1 de diciembre de 2008

L'Heure d'été

Cuando en días como los que vivimos leo el periódico o veo las noticias en la televisión me resulta un poco difícil desvincularme de este pánico global que la crisis económica está contagiándonos. Y parecería hasta frívolo pensar que uno puede reflexionar sobre algo importante sin tener en cuenta la omnipresencia del problema económico mundial. Y sin embargo pequeñas películas sin demasiadas pretensiones como la que vi ayer, en realidad, contribuyen a ahondar más de lo que uno podría pensar en los tentáculos infinitos de la globalización y en la puesta en duda de los paradigmas y las instituciones sociales que han sostenido el mundo hasta ahora.

El mundo evoluciona tan deprisa que saltamos a diario por abismos que ni siquiera paramos a mirar. Cuando nos detenemos y tomamos conciencia de quiénes somos y dónde estamos, más de uno siente un vértigo y una extrañeza que no puede eliminar sino con más velocidad y con menos toma de contacto con la realidad aún, alimentando así un proceso que seguramente no tendrá fin.

Seamos realistas: en una sola generación, casi con seguridad, se habrán desmontado la mayoría de las instituciones sociales que llevan construyéndose, fortificándose y sosteniendo el mundo occidental desde hace siglos. Y no digo que ponerlas en duda (en muchos casos) sea lo mejor. Pero es innegable que se está haciendo de manera automática y discreta, y que en este mundo de lo inmediato la mirada crítica, la reflexión y la comprensión del valor del pasado y de la memoria, no están efectivamente teniendo lugar.

La última película de Olivier Assayas lo intenta, a su manera. Sin ninguna intención de posicionarnos en ninguna opinión, nos abre una pequeña ventana a un momento de inflexión en la historia de una familia. Un momento en el que se va a poner de manifiesto una descomposición que de facto ya existe. La muerte de una madre que vive anclada en un mundo que ya ha desaparecido deja a sus tres hijos la no fácil tarea de enfrentarse al hecho de poner punto y final a la historia familiar. El pasado y la memoria (algo de lo que ella llevaba viviendo demasiados años) inevitablemente van a desaparecer por completo. Los hijos han construido vidas completamente diferentes, y cada uno (de alguna manera) representa un diferente modelo de éxito de la sociedad globalizada y actual. Uno director de producción de una empresa multinacional en expansión que se traslada a China para abaratar la mano de obra, la otra diseñadora de fama en Nueva York y sólo el mayor aún en París, padre de familia desbordado por el trabajo y la incomunicación. Sus vidas ya sólo estaban ligadas por las visitas a la casa materna en el campo unos pocos días de verano al año. Ella es una madre fría y algo excéntrica, hundida en un pasado con más de un secreto que sus hijos desconocen y heredera del legado artístico del tío abuelo de su marido, pintor de reconocido prestigio y hábil coleccionista de objetos de arte. Además, es ya la habitante única, junto con una criada que cuida de ella, de la mansión donde se atesoran todos estos objetos. A su muerte, el único hijo que aún vive en Francia intentará sin éxito salvaguardar la casa y el patrimonio artístico y sentimental de la familia, pero la causa está perdida, pues cada uno tiene su vida y sus intereses y ya nada de ese universo abultado, hermoso y desconocido en parte parece poder salvarse.

Con este punto de partida, Assayas nos deja ver las escenas que se suceden en esos días y que, más que mostrarnos la vida y la esencia de los personajes, nos dejan ver la realidad de la disolución de la familia y la pérdida de valor de la memoria y de sus iconos. Así, con la casa como símbolo de la familia que ya no interesa a nadie se provoca una reflexión sobre el valor de la memoria, el vacío en el que caen las vidas y sus secretos, el poder indestructible del proceso de individualización en el mundo, la falta de comunicación, los límites del arte, su pérdida de humanización y otras muchas que sin duda se me escaparon...

En realidad no ocurre nada que no tenga que ocurrir, pero Assayas nos coloca como espectadores evidentes de una visión que nos remueve porque la sentimos cercana (a pesar de la distancia social y personal que pueda haber con los personajes individuales). En el fondo lo importante aquí no es lo que pasa, sino que lo estamos viendo con mucha evidencia desde fuera, y podríamos así también vernos a nosotros mismos y a nuestro entorno cercano. Cómo cambia el mundo, las costumbres, los referentes, las redes vitales en las que nos refugiamos... y en medio de esa velocidad nosotros incapaces de pararnos en cada uno de esos cambios para valorar su naturaleza real.
El bisturí de Assayas es muy preciso, pero no ataca a las personajes ni a sus vicios, sino a los mecanismos y a las inercias que provoca el mundo actual. Por eso quizá nos deje un retrato algo vacío de los protagonistas (que también por ello requieren una brillante interpretación para sostenerse, y así la brindan absolutamente todos los personajes principales y secundarios) pero nos dibuja a cambio un espacio de reflexión muy lúcido y certero. Cada cual opinará lo que quiera, pero la evidencia dejará huella en cada uno de nosotros. Assayas no nos alecciona, sólo nos invita a darnos cuenta una inevitable realidad ante la que a menudo tendemos a pasar de largo. Nadie se sentirá decepcionado porque la película tiene la capacidad para que cada espectador la haga suya desde su sinceridad. La vuelta de tuerca irónica del final es todo un canto a que la vida sigue a pesar de que lo destruyamos todo: un guiño estupendo para terminar esta cinta que vuelve a demostrar de nuevo lo fino que sigue hilando el cine francés.