Jacqueline Du Pré y Robert Schumann
He leído alguna vez que cuando morimos, el último sentido que deja de transmitirnos estímulos es el oído. Imagino que eso mismo pensaba Daniel Baremboim cuando, el 19 de octubre de 1987, ponía en marcha cierta grabación discográfica para dejar a su entonces esposa morir en paz. Ella era Jacqueline Du Pré, una de las más grandes violonchelistas de todos los tiempos, y su muerte, el final de una tristísima agonía fruto de la esclerosis múltiple, que ya la había apartado de los escenarios en 1973, a la injusta edad de 28 años. A pesar de su juventud, tuvo tiempo de dejarnos un testimonio inigualable de versiones que en muchos casos no han sido igualadas ni probablemente lo serán jamás.
La grabación que en aquella ocasión sonó junto a su oído, su últmia petición de hecho, era una grabación de ella misma. Jacqueline fue siempre muy exigente consigo misma. Además, puede uno imaginar que tantos años de escuchar grabaciones de juventud desde la incapacidad de su silla de ruedas debió ser algo muy duro y que sin duda debió despertar en ella un acusado instinto crítico de amargo sabor . Pero con aquella versión siempre estuvo bastante satisfecha en vida. Y no era para menos, pues con tan sólo 23 años, había conseguido una interpretación que igualaba y superaba a la de sus ilustres profesores Tortelier o Rostropovich.
Jackie no escogió, como podría intuirse, la interpretación que la lanzó a la fama (la del concierto de Elgar). Esa partitura con la que tanto se identificaba y que en una tempranísima adolescencia reinterpretaba de una forma que ha marcado para siempre la suerte de esa música. Ni siquiera escogió el más bello concierto para violonchelo que se ha escrito nunca, el de Dvorak, que también interpretó, por supuesto, de manera inigualable.
No, Jackie escogió la grabación de su concierto de Schumann. Un concierto que forma parte indispensable del repertorio de ese instrumento. Pero teniendo en cuenta que el repertorio concertístico del violochelo es relativamente discreto, esto puede no decirnos mucho.
Para ser sinceros, no es éste un concierto que se interprete mucho en las salas de concierto. Tampoco muchos lo destacarían como una de las obras capitales del músico alemán. Y sin embargo, creo que yo también lo habría escogido. Porque creo que de verdad encarna como pocos las características esenciales del romanticismo, que es indudablemente el periodo en el que este instrumento alcanzó su esplendor tanto a nivel de desarrollo como de inspiración de obras musicales.
Curiosa palabra, romanticismo. Demasiado desvirtuada por el uso, tanto en su acepción sentimental, como en la artística. Por supuesto, no es cuestión de comparar, pero si bien es cierto que música como la de Brahms, máximo exponente del movimiento y quien supo llevarla hasta sus cotas más altas, Dvorak, especialmente dotado para la belleza o Tchaikovsky, el más inspirado melodista de la historia de la música, puede subyugarnos a través de las cimas que alcanzan la intensidad de la partitura o su desarrollo estructural, creo que obras más modestas en sus pretensiones, aunque de absoluta referencia, como ésta de Schumann, pueden plasmar de manera más sintética y sincera la esencia más auténtica del movimiento romántico. Porque el romanticismo no fue sólo pasión, no fue sólo intensidad ni reducción a lo sentimental. Creo que cuando se habla de romanticismo estamos hablando de una concepción del hombre, que decide enfrentarse a sus contradicciones y transmitir la eterna insatisfacción del ser humano frente a la impotencia de no ver realizado sus ideales, sus anhelos. Y el hombre romántico es un hombre que se aventura a explorar la oscuridad de su intimidad, la imperfección del alma, la vulnerabilidad de la carne y del espíritu, y por lo tanto, también tiene algo de diabólico, de monstruoso. El romanticismo ubica al hombre en una realidad interior más rica y lo conecta con sus deseos, pero también con sus miedos, sus debilidades y su perversidad. Es posible que Schumann, al borde de la locura como estaba, consiguiera una especial lucidez para hacernos descubrir esa realidad. Y lo hace en este concierto de una forma magistral a la vez que sutil. Porque desde el inicio, lo inquietante se mezcla con lo lírico al tiempo que la poesía juega con una oscuridad exuberante que nos seduce. El violonchelo pasa de la danza elegante a la descontrolada, se deja caer en la más intensa de las ternuras o nos deja sin respiro cuando baja a esos graves sin acompañamiento que nos estremecen en su misteriosa melancolía, en su oscuro abandono. Los agudos, a su vez, nos dejan marcada esa imborrable marca de la terrible impotencia.
La grabación que en aquella ocasión sonó junto a su oído, su últmia petición de hecho, era una grabación de ella misma. Jacqueline fue siempre muy exigente consigo misma. Además, puede uno imaginar que tantos años de escuchar grabaciones de juventud desde la incapacidad de su silla de ruedas debió ser algo muy duro y que sin duda debió despertar en ella un acusado instinto crítico de amargo sabor . Pero con aquella versión siempre estuvo bastante satisfecha en vida. Y no era para menos, pues con tan sólo 23 años, había conseguido una interpretación que igualaba y superaba a la de sus ilustres profesores Tortelier o Rostropovich.
Jackie no escogió, como podría intuirse, la interpretación que la lanzó a la fama (la del concierto de Elgar). Esa partitura con la que tanto se identificaba y que en una tempranísima adolescencia reinterpretaba de una forma que ha marcado para siempre la suerte de esa música. Ni siquiera escogió el más bello concierto para violonchelo que se ha escrito nunca, el de Dvorak, que también interpretó, por supuesto, de manera inigualable.
No, Jackie escogió la grabación de su concierto de Schumann. Un concierto que forma parte indispensable del repertorio de ese instrumento. Pero teniendo en cuenta que el repertorio concertístico del violochelo es relativamente discreto, esto puede no decirnos mucho.
Para ser sinceros, no es éste un concierto que se interprete mucho en las salas de concierto. Tampoco muchos lo destacarían como una de las obras capitales del músico alemán. Y sin embargo, creo que yo también lo habría escogido. Porque creo que de verdad encarna como pocos las características esenciales del romanticismo, que es indudablemente el periodo en el que este instrumento alcanzó su esplendor tanto a nivel de desarrollo como de inspiración de obras musicales.
Curiosa palabra, romanticismo. Demasiado desvirtuada por el uso, tanto en su acepción sentimental, como en la artística. Por supuesto, no es cuestión de comparar, pero si bien es cierto que música como la de Brahms, máximo exponente del movimiento y quien supo llevarla hasta sus cotas más altas, Dvorak, especialmente dotado para la belleza o Tchaikovsky, el más inspirado melodista de la historia de la música, puede subyugarnos a través de las cimas que alcanzan la intensidad de la partitura o su desarrollo estructural, creo que obras más modestas en sus pretensiones, aunque de absoluta referencia, como ésta de Schumann, pueden plasmar de manera más sintética y sincera la esencia más auténtica del movimiento romántico. Porque el romanticismo no fue sólo pasión, no fue sólo intensidad ni reducción a lo sentimental. Creo que cuando se habla de romanticismo estamos hablando de una concepción del hombre, que decide enfrentarse a sus contradicciones y transmitir la eterna insatisfacción del ser humano frente a la impotencia de no ver realizado sus ideales, sus anhelos. Y el hombre romántico es un hombre que se aventura a explorar la oscuridad de su intimidad, la imperfección del alma, la vulnerabilidad de la carne y del espíritu, y por lo tanto, también tiene algo de diabólico, de monstruoso. El romanticismo ubica al hombre en una realidad interior más rica y lo conecta con sus deseos, pero también con sus miedos, sus debilidades y su perversidad. Es posible que Schumann, al borde de la locura como estaba, consiguiera una especial lucidez para hacernos descubrir esa realidad. Y lo hace en este concierto de una forma magistral a la vez que sutil. Porque desde el inicio, lo inquietante se mezcla con lo lírico al tiempo que la poesía juega con una oscuridad exuberante que nos seduce. El violonchelo pasa de la danza elegante a la descontrolada, se deja caer en la más intensa de las ternuras o nos deja sin respiro cuando baja a esos graves sin acompañamiento que nos estremecen en su misteriosa melancolía, en su oscuro abandono. Los agudos, a su vez, nos dejan marcada esa imborrable marca de la terrible impotencia.
Y todo ello sustentado en una estructura musical que descansa en formas clásicas, puras, sutil y perfectamente construidas, que dan a la obra un carácter sólido, profundamente musical ante todo. El resultado, un autentico gozo para el oído atento. Un hechizo que nos abandona en los infiernos para rescatarnos en una suerte de danza frenética que es el final, ese final que Jacky, en su arrebato, nos marcaba con una escalofriante nota rasgada final, sublime puerta de la sombra, que una simple niña de poco más de veinte años, inconsciente de su destino fatal, registraba para la posteridad.
3 comentarios:
y lo que yo aprendo de ti con estos parafros de musica. a ver si me compro la BSO de hillary y jackie y al menos empiezo a comprender el violonchelo. besis de vic
Ays, eso que cuentas sobre el oído me ha perturbado. Mucho. Jamás se me había ocurrido reflexionar sobre el orden en el que se van apagando los sentidos.
Estoy con Vic: hay que ver lo que nos enseñas. ¡¡Lo que voy a echar de menos tus crónicas de los miércoles cuando se termine la temporada!!
Muchas gracias a los dos... Hacía días que quería escribir eso, desde que volví a escuchar el concierto hace días: Esa obra es para mí una de las más completas de todo el romanticismo... También un poco como lanza a favor del verdadero romanticismo y no de la banalización que de él se hace hoy en día. También tenía ganas de hablar un poquito de Jacqueline, que es un personaje por el que siento una devoción especial desde hace muchos años. Siempre me conmovió al anécdota del concierto de Schumann como última música para escuchar, en ese momento en que le muerte entra ya en nosotros pero el último atisbo de vida nos permite aún poder escuchar...
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