5 de febrero de 2009

In Crescendo

Daniel Harding

Partía con gran interés en mi primer acercamiento al directo del jovencísimo director británico Daniel Harding, que visitó el martes pasado el Auditorio Nacional con un doblete de orquesta y repertorio de lo más apetitoso. La Orquesta Gustav Malher es un valor en alza y a pesar de su juventud su sonido es impecable como el de cualquiera de las más grandes orquestas europeas. No en vano la mano de su fundador, Claudio Abbado, ha ejercido sin duda ese saber hacer de los que ya son mitos vivientes de la música. Por otra parte, un repertorio en torno al último Mozart siempre es un universo insondable en el que escudriñar algunas de las páginas más hondas e inspiradas de la música, aunque también un océano donde es fácil hundirse en el lugar común o en la mediocridad de la mirada.

De Harding se ha oído mucho hablar en el mundo de la música clásica. Ayudante de Simon Rattle en su época de la orquesta de Birmingham, parece ser uno de los jóvenes con una carrera de director más prometedora de la actualidad, aunque las críticas de sus grabaciones (acaba de ser fichado por el sello amarillo) son ciertamente desiguales. En Madrid también estuvo sonando su nombre el año pasado como posible candidato a ser sustituto de López Cobos, en la dirección musical del Teatro Real.

Su Mozart puede resultar más o menos criticable, pero es sin duda personal, manteniendo un equilibrio considerable entre las acostumbradas versiones de referencia y la nueva visión profundamente renovadora de ese historicismo tan en boga en los últimos lustros. Para enfrentarse a sus últimas obras, sin embargo, es necesario prestar mucha atención ya que lo visionario que encierran esos pentagramas puede verse aprisionado por una visión demasiado encajada en un momento histórico al que la música de un Mozart joven de edad, pero maduro en lo musical y sobre todo apuntando ya la gran transformación que se avecinaba, quizá le viene demasiado grande. Pero no, lo de Harding es otra cosa. Lo de Harding es una visión rendida a un sentido fuera de lo común para la musicalidad y el sentido de la danza. Sólo hay que ver cómo se mueve, con qué sofisticación y elegancia se comunica con los músicos. La obertura de Don Giovanni sonó quizá un poco falta de ese sentido trágico y demoníaco que esconde su primera parte, pero su desarrollo fue tan grácil y dinámico... ¡tan mozartiano!, que se le puede perdonar.

El concierto de piano nº 27, el último que compuso, es una especie de testamento musical donde el salzburgués por un lado se desvinculaba de una coherencia harmónica "clásica" y por otro jugaba en una ambigüedad con la que supo hundirse hasta lo más hondo de la esencia del hombre, en la dicotomía de su soledad frente a sí mismo en contraste con la grandeza inequívoca de la existencia. Como interprete contó con el gran Paul Lewis, que ya nos asombraba el año pasado en solitario en el ciclo de grandes intérpretes y que ahora nos vuelve a demostrar que su mirada flexible y delicada, pero segura, también puede ser genuinamente mozartiana. Pecó quizá de un exceso de floritura en el adagio central, cuya sencillez no necesita de nada más para proclamar su belleza inmensa. Pero funcionó muy bien en atrapar lo esencial de las notas de este grandísimo concierto y hacerlas enormemente vivas. Harding, por su parte, se mostró en todo momento atento a esos giros sombríos, a esa sutileza del lenguaje de los silencios que pueblan la obra, y el resultado fue una versión muy correcta y emotiva. Su sentido del ritmo y de la elegancia le hacen quizá perder expresividad y coherencia, pero su batuta es nítida en trasmitirnos lo que quiere.

Tras la transición del memoriale para flauta y ocho instrumentos de André Previn, como un interludio de rica atmósfera a modo de aperitivo entre las intensidades de ese Mozart de madurez, llegaba el colofón con ese monumento sinfónico sin igual que es su última sinfonía, nº 41, la Júpiter, que condensa de alguna forma casi todo lo que este gran músico significó, pero que constituye ante todo uno de los más vibrantes y emocionantes retratos del goce de la vida, una exaltación desbordada y exultante de la felicidad.


Y aquí Harding no es que se hiciera grande, es que fue inmenso desde los primeros compases. Qué dominio de la orquesta, qué crescendi, qué diminuendi, qué silencios, qué perfección en el ensamblaje de las familias instrumentales, qué ejercicio de perfección, qué redondez de fraseo... La Mahler Chamber Orchestra es una de las mejores del mundo sin duda, pero no siempre esto garantiza que cualquiera pueda sacar de ella ese sonido y esa expresividad que pueden hacer de un concierto esa experiencia tan inigualable, ese más allá musical al que desgraciadamente pocas veces accedemos en una sala de conciertos. No fue así el martes pasado. Harding tradujo un Mozart mucho menos dubitativo (si cabe) que en la primera parte. Puede gustarnos más o menos su visión, pero lo que oímos llega directamente de su cabeza y de su corazón. Y el milagro por el que es capaz de dirigir a la orquesta para que ésta lo interprete de una manera tan nítida es tal, que resulta casi desconcertante escuchar un arrebato tan compacto de sonidos, texturas y ritmos. Sin fisuras de ningún tipo, la orquesta era un puro y rotundo ejercicio de felicidad, como ésta ha de ser. El finale, absolutamente desbordado de fuerza, pero sin perder un ápice de precisión ni de cohesión, nos dejó a más de uno sin respiración. Y se hizo el milagro. Uno de esos que hacen de la música un alivio único y libertario contra la, a veces, insoportable sinrazón de la existencia

2 comentarios:

Anónimo dijo...

a veces no llega con tener un visión, hay que saber ponerlaen práctica

Javier dijo...

A veces es que nos dejas en absoluto silencio, esto es un halago.