28 de marzo de 2006

Fronteras


Hoy lo he visto. Han pasado cuatro años desde la última vez, aquella última vez. Sí, claro que recuerdo bien qué hicimos aquella última vez. Fuimos al puerto a ver los barcos, a pasear por nuestro andén favorito. Entonces, yo no sabía que dejaría de verlo, pero así fue.
Descendía por la acera de la avenida principal, y desde mi velador en la amplia cristalera del café central, lo distinguí. A esas horas la avenida está muy concurrida, y hubiera sido fácil no reparar en él, distraído en el ir y venir de las personas, en los otros clientes del bar, en las páginas de mi libro. Pero no, después de todo este tiempo perdidos en la inmensidad de esta gran ciudad, sin ningún aviso previo, como ocurren las cosas importantes, ahí estaba de nuevo.
Sigue siendo atractivo. Y se mueve con ese mismo aire de seguridad que siempre me atrajo. Le sienta estupendamente esa camisa naranja. La perspectiva de la avenida desde el café central, en suave descenso, es bastante larga, así que tuve tiempo de observarlo bien. Sentí deseos de levantarme y detenerlo, ya no tiene sentido esconderse, como en los primeros tiempos.
En aquellos primeros meses sí tuve que evitar ciertos lugares, ciertas paradas de metro, ciertas actividades. Cuando tomo una decisión, la llevo a efecto con todas sus consecuencias, y en aquel caso, tuve que pasar con frialdad sobre el dolor que me producía cada acto de evitar. Después, fui poco a poco relajándome en aquella decisión consciente de pensar en las probabilidades de encuentro que ofrecía cada acción mía. Fui olvidando poco a poco, en ese olvido de la superficie, de lo cotidiano. Fui cerrando la puerta de mi mundo con él de manera sutil. Y el mundo, naturalmente, siguió su curso, como siempre sucede. Se cortan unas ramas, pero nacen otras.
Cuando llegó a la mitad de la avenida, empecé a ver con nitidez su cara y sus gestos. Supe que sabría distinguir perfectamente si estaba triste o contento, si le ocupaba alguna preocupación o si se sentía relajado. Mi brazo quiso apoyarse sobre la mesa para levantarme y acercarme a saludarlo. Pero no pude.
Conocí a Sergio una noche de invierno. De un invierno del que sólo recuerdo los mediodías de sol, los correos electrónicos por la mañana esperándome en la oficina, las escapadas a su casa a media tarde para vernos una hora, a veces menos, y los conciertos de Jazz a los que solía llevarme, que tanto nos apasionaron en aquel tiempo. Un invierno marcado por nuestro mundo común que se creaba, y del que aún conservo tantas cosas.
No, su expresión me dice que, a pesar de lo impecable de su aspecto, del atractivo bien cuidado que se afana en exhibir, no es feliz. En su mirada no hay intensidad, no hay ilusión. Él sabe bien refugiarse en otras cosas, pero a mí no puede, no podría engañarme. Me levanté de la silla, dispuesto a acercarme a él y saludarle, ya lo tenía decidido. En ese preciso instante, el camarero se acercó a mí para preguntarme si no iba a tomar nada, si me iba ya. Entonces me quedé paralizado. Le miré unos segundos. Volví la mirada de nuevo hacia la calle. Sergio se perdía ya entre la multitud que llenaba el final de la avenida. Un segundo más. “Un vermouth, por favor”, dije. Y me senté de nuevo.
Sergio volvió a desaparecer de mi vista como lo hizo de mi vida aquella otra vez, improvisadamente, a pesar de ser la mía una decisión consciente. Hoy y aquella tarde.
Hay historias que no pueden ser, a pesar de todo. Aquella tarde, mientras mirábamos el sol acostarse sobre las olas pequeñas del puerto, aquello estaba terminando. La realidad nos golpeó aquella misma noche. Y ya no hubo más paseos por el andén, ya no más llamadas, ya no más encuentros. Nada. Mientras muevo con la varilla de plástico el vermouth miro fijamente al final de la avenida. Presiento que se ha detenido. Y que me espera, también él me espera.

1 comentario:

Vulcano Lover dijo...

Eso es ficción, la realidad siempre es otra cosa. La ficción también siempre es otra cosa. La realidad también. La ficción, la realidad.

Y ambas, en el fondo, son imprevisibles.