No hay nada más real que una mirada certera, que una caricia sentida, que un sonido susurrado al oído, rompiendo la tarde en un huracán que disipe las barreras y desnude la profunda intimidad. Y entonces, las demás realidades, ante la esencia de lo físico como transmisor de lo intangible, como única verdad, se entierran en un olvido subterráneo y necesario. La perfección es posible, aunque no siempre alcanzable. Cosas del azar, y también, por qué no decirlo, de una especial predisposición para bucear sin miedos en las corrientes profundas del océano, esas que arrastran sin piedad, pero que nos trasladan a esos mundos cuya existencia sólo existe para los que se dejaron arrastrar hasta el final.
El miedo intenso que me asalta para llegar a ser yo, me refugia a veces entre las algas, en huecos de roca húmeda desde los que camuflar las escamas, ofrecer el reflejo de su mirada caleidoscópica y esconder bajo él la intensa verdad de un niño que se ruboriza con los atardeceres. Sólo el que ha llegado al fondo de alguien sabe con certeza que lo ha hecho. Y en ese minúsculo jardín reservado, existe un Schubert inocente que juega con luz y a veces con sombras de infinita melancolía, que dibujan con trazo firme la materia de la vida, del sentimiento de la existencia minúscula frente al universo, de la alegría y de la extrañeza, del refugio en la sonrisa como antídoto del asalto de la vida en su rareza. Sólo en ese jardín nace el amor como violento despertar, como esencia salvadora de la mediocridad humana, como libertad que siempre se impone. Y en él, la presencia de seres aturdidos que sienten ser sueño de un dios por un instante, la piel desmedida, agua; las manos, hueco; el hueco, aliento; el aliento, vida; la vida, éxtasis. Como decía Lope, “esto es amor: quien lo probó, lo sabe”. Y en una tarde de primavera adelantada, de repente, lo supe. Lo supe sabiéndolo ya. Y la perfección fue posible y alcanzable.
El miedo intenso que me asalta para llegar a ser yo, me refugia a veces entre las algas, en huecos de roca húmeda desde los que camuflar las escamas, ofrecer el reflejo de su mirada caleidoscópica y esconder bajo él la intensa verdad de un niño que se ruboriza con los atardeceres. Sólo el que ha llegado al fondo de alguien sabe con certeza que lo ha hecho. Y en ese minúsculo jardín reservado, existe un Schubert inocente que juega con luz y a veces con sombras de infinita melancolía, que dibujan con trazo firme la materia de la vida, del sentimiento de la existencia minúscula frente al universo, de la alegría y de la extrañeza, del refugio en la sonrisa como antídoto del asalto de la vida en su rareza. Sólo en ese jardín nace el amor como violento despertar, como esencia salvadora de la mediocridad humana, como libertad que siempre se impone. Y en él, la presencia de seres aturdidos que sienten ser sueño de un dios por un instante, la piel desmedida, agua; las manos, hueco; el hueco, aliento; el aliento, vida; la vida, éxtasis. Como decía Lope, “esto es amor: quien lo probó, lo sabe”. Y en una tarde de primavera adelantada, de repente, lo supe. Lo supe sabiéndolo ya. Y la perfección fue posible y alcanzable.
3 comentarios:
Restos... ¿Se puede vivir de restos?
lo sé... reflexiono solo
ya sabes... falta el tiempo y el espacio, pero dispuesto estoy. Las vocecitas susurrantes son mi debilidad, y lo sabes.
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