4 de julio de 2008
Proust doméstico.
Me he dado cuenta que Madrid está llena de ellos. No sé qué nombre tienen, pero estos árboles de hoja perenne, verde oscuro y rígido, de impecable sombra y brillo delicado, están plantados en muchas calles y plazas de la capital. En la mía también. Al llegar Julio, brotan sus flores, minúsculas y blancas agrupadas en generosos racimos blancos que al abrirse desprenden un aroma limpio, ligeramente floral, muy característico, que suele llegar al olfato con la brisa de las tardes al inicio de verano.
Son los mismos que estaban plantados allí, al final de la calle donde vivía mi abuelo, en la aldea, detrás de la estación del tren. Es el olor de los veranos de infancia, de la infancia misma que en la memoria sólo quiere quedarse con aquella felicidad estiva encerrada como en un tarro de mermelada. Es el olor de las tardes de paseo en el bosque, del tren pasando día y de noche, pitando a lo lejos, de las tardes de calor encerrados en casa o en el jardín de mi tía, de los atardeceres que se clavaban en la mirada, de mi abuelo dándonos cinco duros para un helado, de ir a por leche a la casa de arriba y después de hervirla tomar la nata con una cuchara y azúcar a escondidas, de sentarnos todos los primos en los puf a leer tebeos, de tantas y tantas imágenes.
Pero también, y de alguna forma, es el olor que me devuelve a mi madre, a mi familia gallega y lo que significan para mí. Al cariño inevitable de la sangre, a las conversaciones nocturnas delante de una copa de vino, y a todas las actitudes que de ellas he heredado: la belleza como bálsamo de la angustia vital, el arte como herramienta para educar el alma, el cine como veneno embriagador que recoge y provoca los sueños, la literatura como necesidad para crecer y para ser feliz y adquirir consciencia y responsabilidad, la música como compañera de la vida, como la única luz frente a tantas soledades, la tolerancia y la comprensión ante lo que no entendemos de los otros, la duda como parte de la existencia... En fin, tantas y tantas cosas que sin ser consciente me han construido y me han llevado a ser como soy, a querer ser como quiero ser. Es una familia a la que me siento profundamente vinculado, a la que necesito porque simplemente son parte de mí y me han transmitido unos valores sobre los que he caminado y con los que he decidido mi forma de estar en el mundo. Cada inicio de verano, con el olor de los árboles, esos miles de pequeños detalles, mi Guermantes particular, surgen de nuevo tal y como eran entonces. Bañados de años setenta, de años ochenta, de años noventa. Espléndidos en la memoria. Hondos, en lo más profundo de mi capacidad de sentir, en la raíz de mi vehemencia, en la razón de mi intensidad, caminando siempre conmigo, aunque a veces ni sea consciente.
Es otra de las razones para desear el verano, el regreso de la memoria como un tren veloz que pasa y me deja ver quién fui, quién nunca debo dejar de ser.
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9 comentarios:
Cuando hablas así me siento muy cerca tuya. Yo que saco a pasear al niño que fui continuamente no sabes como me reconforta conocerte a a tí, niño, caminando desde un racimo de luz blanca y perfumada hasta la conciencia de lo que eres, de dónde vienes.
Me causa un gozo enorme haber llegado el primero a esta maravilla que nos dejas hoy aquí escrita.
Te has fijado lo que da de sí un solo olor. Yo hay veces que me asusto.
Un besazo y en es probable que aparezcamos por allí el fin de semana del 18. ¿Estáis?
Los olores y los sabores suelen transportarme a mí tambien
en esos momentos en que se reflexiona de un tema a otro dejándose llevar, es en los que uno se da cuenta de lo cmplejos y compleots que somos.
un beos fuerte.
Pues no te veo yo muy en busca del tiempo perdido......, perdona, hay tantas tan sutiles cosas que continuamente tienen ese poder de trasladarnos por unos instantes a periodos de nuestro pasado. Una memoria que se mantiene viva como reflejo de lo que somos y de cómo somos.
aún no he leído En busca del tiempo perdido. está en la lista de libros pendientes para leer el día que me aleje del mundanal ruido, a una aldea -me parece que ya lo he dicho alguna vez- como la tuya, que esta entrada tiene tb mucho que ver con la de los veranos de mi infancia. los mismos recuerdos, al menos. ...qué suerte hemos tenido los que hemos tenido un pueblo dónde pasar una parte del verano!
espero que lo pases muy bien, en esta aldea gallega o en la parte del mundo que haya elegido este amante de volcanes para este verano. nos vemos a la vuelta.
un beso.
Como dice Senses, ¡qué suerte la de los que hemos tenido un pueblo dónde pasar el verano!
Y que cada verano nos traiga el recuerdo de aquéllos otros y de los lugares en los que estábamos y sus olores y sabores. Y qué maravillosos las referencias, los sentimientos familiares, ¿verdad?
Un beso.
Qué tierno! Y qué profundo también, me ha sorprendido, no por ser tú, sino porque hacía mucho que no entraba por aquí y ya no estaba acostumbrado.
Pues eso, que vuelvo a pasearme por este mundo, ahora que tengo mucho pero mucho tiempo libre.
Saluditos apretados!
Un olor, un sabor, (y se me viene a la cabeza una canción de Mocedades; ya sabes, yo soy así). Aunque el invierno es la época más triste para mi, creo que lo es solo por el mal tiempo y los dias cortos... El verano es nostalgia, siempre lo ha sido; nostalgia de muchas cosas que se fueron; y a la vez las ansias de vivir las que estan por venir... como un fin de semana del mes de agosto... Besos fuertes
El arbolillo en cuestión es un Aligustre, procedente de China. A mí también me encanta y siempre que me llega su olor dulce e intenso me vienen muchísimos recuerdos de aquella infancia feliz en Cesuras. Sé que si no los hubiesen cortado acabarían rompiendo el muro de la casa, pero ¡qué pena!, con su desaparición llegó también un nuevo paso en la memoria, cambiar la libertad de la inocencia por la libertad de la conciencia. Me gusta saber que además nos une ese olor. Un día decidí buscar su nombre...
Besitos
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