El sonido de sus propios tacones en el suelo la golpea como un martillo en las sienes. Es imposible que no haya otro ruído más fuerte. Pero no, en plena canícula de agosto las calles, incluso ésta, tan céntrica, muestran un aspecto desolador, roto únicamente por el tac, tac, tac que imprimen sus tobillos, doblándose ligeramente a cada paso. Siempre ha considerado que es bastante ágil andando sobre tacones de esa envergadura, pero hoy su pericia parece haberse esfumado. Los golpes sobre el suelo la perturban, parecen significarla, como si la ciudad entera fuera a girarse para observar cómo camina, para intentar averiguar adónde se dirige. Marina se detiene y reflexiona un instante. Aún podría darse la vuelta y buscar un taxi en la esquina. Pero el silencio es absoluto, no parece que vaya a ser fácil tampoco. Y una vez que ha llegado hasta este punto... En casa sólo encontraría los platos sucios del desayuno en el fregadero, y esa imagen la aterra aún más. Sigue caminando, de nuevo el ruido seco sobre la acera, y de nuevo esa sensación de dividirse en dos, de ser solo una de las dos la que ha tomado una decisión amordazando a la otra. Pero continúa. Tac, tac, tac. En el día más cálido del verano, el sol cae a plomo, casi vertical sobre las aceras que no encuentran sombra que alivie su ardor. El aire pesa mucho, y se posa como un paño caliente, hirviendo sobre la piel de sus hombros. La ciudad entera está envuelta de ese aire denso que cuesta deshacer al caminar. Dentro también siente un calor insoportable, que le estalla en el pecho con fuerza. Ha salido de casa impecable, pero el sudor comienza a asomar por sus axilas. Las mira con pudor un instante y se toca la izquierda con un movimiento brusco, como queriendo ocultarla. Vuelve a mirar a su alrededor, pero la calle sigue siendo un desierto. No más desierto que su propia casa, piensa. Y la imagen de los platos desordenados en la cocina vuelve a ella, poderosa. Se reafirma y acelera el paso. Recuerda que debe pasar por el cajero. Localiza uno y se dirige a él. Las teclas queman con furia, pero el fuego sobre las yemas de sus dedos casi le gusta. Mientras teclea su clave no puede evitar pensar en Javi y en el niño. ¿Qué estarán haciendo? Por la mañana le han dicho que irían a la cala de levante que está más aireada los días de calor como hoy. Javi ha insistido en que tomara un avión y los acompañase el resto del fin de semana, pero ella ha repetido que tiene demasiado trabajo pendiente, que no iba a estar relajada. En el fondo no ha sido más que una excusa para quedarse sola, pero ahora, en este preciso instante, querría poder haber tomado ese avión y estar con ellos, tumbada tranquilamente en la cala, sintiendo la brisa del mar sobre la piel. Piensa en Septiembre y en retomar sus clases de natación. Y en las tardes con trabajo extra de nuevo, saliendo con el tiempo justo de pasar por el super antes de que cierren, de llegar a casa y que Javi tenga la cena preparada y se vaya pronto a la cama, y se quede ella sola en el salón viendo la tele o leyendo... Tan sola como ahora, pero sin estarlo. Sí, le gusta esa sensación. Ojalá termine pronto este maldito agosto, se dice. Y el calor, este calor malsano.
Los billetes salen calientes por la ranura, y huelen a nuevo. No puede evitar oler siempre los billetes cuando salen de una de estas máquinas. Pasa un coche veloz, calle abajo, rompiendo el silencio con violencia. Sabe que desde que tiene los billetes en la mano, ha dado ya el paso definitivo. Saca su teléfono móvil y repasa de nuevo el último mensaje recibido. Se sabe la dirección de memoria, pero necesita comprobarla de nuevo. El sol la aplasta insoportablemente, y una gota de sudor acaba de resbalar por su frente. Acelera el paso, quedan solo dos calles. Los últimos pasos los da como obligada. Llama al timbre, y tarda bastante en contestar la voz de Lorenzo. Pasa, dice. Suena tan masculina como al teléfono. La oscuridad repentina del interior del edificio la sumerge durante unos segundos en la confusión. Decide subir por la escalera, evitando el ascensor. Un frescor extraño y húmedo parece desprenderse de las paredes del viejo inmueble. Sube los primeros escalones cuando de repente suena su móvil. En la pantalla lee "Javi". Se detiene y lo silencia, pero no puede apartar sus ojos del nombre que se ilumina al ritmo del vibrador. Repasa mentalmente la conversación de esa mañana. Sí, le ha dicho que iría un rato a la piscina, a dormir la siesta junto al agua. Lo vuelve a meter en el bolso, sin contestar.
Cuando llega al segundo piso adivina una de las puertas del descansillo abierta, y supone que es la de Lorenzo. La empuja suavemente y entra. En el interior, casi tan oscuro como el rellano, un fuerte olor a incienso especiado la asalta con fuerza, desagradándole un poco. Más allá, el apartamento le parece sucio y destartalado. Hace mucho calor de nuevo. Aquel lugar no era para nada lo que tenía en mente. Lorenzo debe estar en el baño. Aún no es capaz de imaginárselo sobre la sábana roída color rojo que cubre el sofá. En menos de diez segundos aparece. Como en las fotos, intensamente bronceado, con el tatuaje que le recorre los hombros. Y el anillo en la mano. Sí, es casi lo primero que mira. Ancho plateado, con esa inconfundible onda negra circundándolo. Exactamente igual que el suyo. Un diseño exclusivo, o eso al menos pensaba ella. Ninguno media palabra. Se miran. Lorenzo no es tan atractivo como en las fotos. Al natural es más bien anodino, casi mediocre. Sonríe, pero tampoco así consigue despertar ninguna sensación especial en Marina. Él se acerca a sus labios, y ella le detiene con la mano. Ha sacado los billetes y los mantiene entre los dedos. Lo primero es lo primero, dice. Lorenzo los agarra aún calientes, y los deja sobre la mesa.
- ¿Tienes alguna pregunta?
- No, en el mensaje estaba todo claro.
- ¿Lo has borrado?
- Sí.
Lorenzo acerca sus labios a los de Marina y ella se deja besar. Lo hace tan suavemente, que casi no siente nada. No se mueve ni un milímetro. Y en cuanto Lorenzo se separa lo suficiente, ella, fruto ya de la metamorfosis, sin apartar la mirada del infinito, se da la vuelta lentamente y desaparece por la puerta.
- Adiós.
Mientras baja las escaleras desarma su teléfono móvil para extraer la tarjeta, que arrojará nada más salir por la puerta, en una alcantarilla. El aparato también lo arroja, en un contenedor. La calle parece haber recobrado algo de vida, y suena algún que otro coche avanzar veloz por la avenida. Es extraño, el sudor parece haberse evaporado de su cuerpo, justo ahora, en la hora de mayor sofoco. Con las llaves de casa en la mano, duda un instante, pero finalmente las arroja también a la alcantarilla con fuerza. Desde la esquina puede ver perfectamente el final de la avenida. A lo lejos, la minúscula luz verde de un taxi se acerca. Marina saca del bolso los dos billetes que ha sacado esta mañana en Internet. Los dos a la misma hora, cada uno a un destino muy diferente. El taxi para y Marina duda un instante antes de decir
- A la estación de Atocha, por favor. Deprisa, llego tarde.
3 comentarios:
El calor siempre es al consejero, acostumbra a quemar las neuronas y a exagerarlo todo, agrandándolo peo por suerte el otoño acaba llegando, y es entonces cuando se deben hacer las consideraciones oportunas.
Ciao Caro,
No pude evitar imaginarme a Kate Winslet de Revolutionary Road reflejada en Marina, ¿Cuántas como ella habrá por la vida experimentando ese sentído de vacuidad? o como bien remarcabas en un texto anterior: “We’re running from the hopeless emptiness of the whole life here.”
Estos relatos te quedan estupendos, dejan muchas incógnitas y múltiples opciones. ¿hay modo de saber a dónde fue? :-)
¡Muchos abrazos y besos!
Y tanto que llega tarde.
Qué te voy a decir que no te haya dicho ya. Me ha resultado muy vívida la imagen de ella arrojando tarjeta móvil y llaves a la alcantarilla.
Ay, tío, que bien escribes!
Yo, al contrario que Marina no quisiera que agosto terminara nunca.
Publicar un comentario