1 de marzo de 2009

El rayo de sol.

A pesar de que el sol de la mañana brilla intenso sobre todos los objetos que alcanza la vista, Enrique sabe que en realidad es invierno y el aire frío del norte ha bajado desde las montañas. Los transeúntes que de vez en cuando cruzan por el escaparate de la cafetería lo hacen envueltos en bufandas y gruesos abrigos, y exhalan espesas nubecitas de vaho al respirar. A él casi no le da tiempo de enterarse, pues vive a escasas dos manzanas del café donde trabaja como camarero. El sol se empeña, a pesar de todo, en hacer pensar que la temperatura es más agradable.

Desde la estrecha calle del centro en la que está el café de Montecarlo no hay mucho espacio para ver ni luz del sol ni cielo alguno. Sin embargo, a esta hora de la mañana el sol incide sobre el limpiaparabrisas de uno de los automóviles estacionados en la puerta del establecimiento y refleja hacia su interior un desbordante caudal de luz que, creando un extraño efecto de claridad blanquísima en toda la zona cercana al cristal, transforma la atmósfera del café en los escasos minutos que dura. Enrique siente que es como si pudiese mirar la escena desde fuera, como si el lugar le pareciese, de repente, más acogedor, como en aquel cuadro que había sobre la portada del libro que leía Alberto el día que le conoció. Ahora coloca escrupulosamente las tazas sobre los pequeños platos después de haber depositado antes, una tras una, las cucharillas y los sobrecitos rojos de azúcar. Se detiene antes de colocar las dos últimas, cuando el borbotón de sol se expande por las mesas y el suelo de la esquina. Lleva sucediendo un par de días, a la misma hora. Siendo un lugar de toda la vida, los clientes suelen estar siempre a la misma hora en el mismo asiento. Es una sensación de tiempo detenido que le gusta. Hoy hay un chico nuevo, solo, que ojea ensimismado el periódico. Se queda pensando que le da un poco de envidia la gente que es capaz de sentarse sola en un café a leer o simplemente mirar a su alrededor. El haz de luz acaba de invadirle borrando cualquier rastro de sombra, como si una potente lámpara iluminase su rostro. Esa imagen del chico sentado y lleno de sol, parado mientras lee absorto las páginas del diario, le hace recordar aquella mañana que conoció a Alberto. Hace tiempo que aquella imagen no había vuelto a su memoria con tanta fuerza, y ya ni siquiera sabría precisar si ha sido premeditado o simplemente son cosas que han pasado a otro lugar del recuerdo. Lo cierto es que ha vuelto de nuevo. Aquella mañana era diferente. El café donde había quedado con él era mucho más bonito que éste. Más moderno y amplio, más claro y agradable. Además, era una de aquellas primeras mañanas radiantes de primavera y el sol les cegaba los ojos. Se veían las primeras camisetas cortas de la temporada y el aire entre fresco y tibio sobre la piel, después de tantos meses de frío, hacía pensar que el mundo se había reconstruido, más perfecto aún, para estrenarlo aquella mañana. Alberto tenía el cabello tan fino y rubio que aquel sol de fuerza nuclear lo hacía casi deshacerse entre sus rayos. Su piel era también blanquísima. Son las cosas que primero sintió cuando le vio. Curiosamente, también son ahora, después de tres años, las únicas que recuerda vivamente de él. Enrique deposita la última taza sobre el último plato, al que también ha alcanzado ya uno de los rayos de sol, y acierta a ver cómo el chico del periódico le hace un gesto para que se acerque. Al llegar, lo primero que nota Enrique es el olor de la piel del chico, como si el sol que lo envuelve hiciese evaporar una esencia entre frutal y profundamente masculina que lo atrapa, como si su olfato lo hubiese reconocido después de muchos años buscándolo, Enrique piensa que le gustaría que su hogar pudiese oler así, que su cama pudiese tener ese preciso aroma cada día.
El sol se está retirando poco a poco, pero aún ilumina los ojos profundamente azules del chico que de manera familiar, aunque con un cierto aire de timidez, le pide un café con leche. Su sonrisa es amplia y Enrique piensa que es más sonrisa que cualquier sonrisa. Se tuerce un poco hacia la derecha y eso le parece tierno y cercano, como si lo conociera de siempre. Le responde con otra y le mira fugazmente a los ojos, para retirarse enseguida antes de poder observar su reacción, y acudir veloz a la máquina a preparar el café.

Jesús ve alejarse al camarero. Su perfil con el jersey negro ajustado se sumerge en los últimos rayos del reflejo de sol, recortándose en su cadera. Es una imagen que se le queda grabada en la retina hasta que el sol se retira veloz, como por arte de magia. Es guapo - piensa -, seguro que es él. A Luis siempre le han ido los guapos. Además es muy moreno, con unos labios casos que le dan un gesto dulce y acogedor. No parece nada pretencioso. Sí, es de los que le gustan a él. Saca de nuevo del bolsillo el sobrecito de azúcar colorado con el diseño de olas sobre el rótulo alargado de la palabra Montecarlo, ya usada y medio arrugada. Lo hace como dudando de haber entrado en el local correcto. Pero no. Sabe que no. Lo sabe desde que ha reparado en el camarero moreno al que espía hace un rato, escondido detrás del periódico. Lo mira fijamente de nuevo. Siente una extraña mezcla de rabia y deseo. El camarero no sólo es guapo, sino que le gusta. Le gusta mucho. Si se lo pidiera ahora mismo, huiría con él lejos, muy lejos. Lejos de todo. Para contárselo todo. Para que le contara todo él también. Con Luis, en realidad, hace meses que ya no funciona nada. Son demasiado civilizados para hablar del tema con la sinceridad que deberían, pero su relación se ha convertido en una existencia gris que se encamina sin remedio a una cárcel de despertares llenos de angustia. A pesar de todo, piensa Jesús, es mala suerte que haya sido Luis el que primero haya encontrado a otro. A otro tan guapo, además. Piensa que en realidad no han sido los celos los que le han llevado hasta el Montecarlo, sino la necesidad de abrir una brecha por la que poder salir de la irremediable inmovilidad de su vida. Ahora, sin embargo, cree que sí, que siente celos. Pero celos del camarero, al que querría para sí. Es más, siente que en realidad le ha mirado de manera especial, con cierto brillo en los ojos. O eso le ha parecido, claro. Se siente hecho un lío ya no sabe lo que quiere.

- Perdona, ¿me dejas espacio en la mesa para poner el café?
- Ah, sí, claro, disculpa, no sé en qué estaría yo pensando.
- No pasa nada. Entre la hora que es y el frío que hace, supongo que es normal.
- No sé, no debería...
- ¿Quieres algo de desayunar con el café?
- Pues...
- Tenemos una bollería muy buena aquí, ¿sabes? De la panadería San Julio, no sé si la conoces.
-No, no vivo por aquí, estoy sólo de paso, para hacer unos recados. Es que he desayunado ya, ¿sabes?
- Ah, okey, no insisto entonces. En otra ocasión - y le guiña fugazmente un ojo.

Jesús se ha quedado sin saber qué decir. El camarero se ha vuelto ya. Sí, sin duda le ha mirado de forma especial. De alguna forma, piensa, ha intentado acercarse... Pero ocurre lo de siempre, que se queda bloqueado. Y sabe perfectamente, aunque ahora esté pensando en cómo decirle algo cuando se acerque a cobrarle, que tampoco entonces será capaz de articular palabra alguna. Respira hondo y mira el reflejo del sol que se desliza suavemente sobre sus manos, a punto ya de desaparecer. De hecho lo hace bruscamente, al sonido ronco del coche cuyo limpiaparabrisas lo provocaba, que acaba de ser arrancado y se mueve ya lentamente desde el pequeño hueco en el que estaba aparcado, frente al café.

Alberto se ha quedado detenido junto a la vitrina del Montecarlo. Iba a tomar un café antes de coger el coche hasta que algo le ha hecho cambiar de opinión. Alberto es bajito y bastante normal. Sus cabellos, clarísimos y desordenados, nunca se sabe si están despeinados por falta de cuidado o fruto de un buen rato de estudio frente al espejo. Por lo demás, es un chico de lo más discreto y aparentemente hermético, de esos en los que pocos se fijan.
Dentro del bar cree haber visto a Enrique sirviendo una de las mesas. De repente, aquellos dos años se le han venido encima. Aquellos años, y la sensación de culpa que siempre tuvo por marcharse sin dar explicaciones. Siempre se ha aliviado pensando que no tenía otra solución, que no podía ser de otra forma. Pero sabe bien que, al menos un tiempo después, podía haber vuelto y haberle ofrecido una explicación coherente. Sin embargo, no lo hizo.
Rápidamente se agacha, agazapado bajo la gran cristalera del café. No, no puede entrar, no puede... Lo piensa una vez más, pero no puede. Enrique sigue tan guapo como entonces. Incluso más. El jersey negro le sienta estupendamente. Le da rabia, porque tiene unas ganas horribles de tomarse un café bien cargado antes de meterse en el coche, que debe estar congelado. Quién le mandaría aparcarlo en aquel barrio al que en realidad nunca va. Si lo piensa bien no vuelve desde que dejó a Enrique. Supone que sigue viviendo allí, pues a él nunca le gustó vivir muy lejos del trabajo. De hecho, está seguro de que alguna vez estuvo en ese café con él, cuando estaban juntos. Recuerda que hace dos días, cuando tuvo que dejar el coche allí, en realidad, se acordó de Enrique fugazmente. Uno de esos pensamientos que cruzan la cabeza rápidamente, pero con la misma velocidad que entran, salen.

En realidad de Enrique sólo le quedó el olor, aquel olor tan especial suyo, adherido a la piel durante mucho tiempo. Es curioso porque hace poco, en casa de Luis, se confundió al ponerse el jersey cuando se estaba vistiendo, fue en una de sus citas a escondidas. Tomo por equivocación uno de su novio, que estaba también en la silla de la habitación sobre la que él dejó el suyo. Fue extraño, porque aquel jersey tenia casi exactamente el mismo olor que los de Enrique. Era un jersey muy parecido al suyo y, por unos segundos, fruto de un oscuro deseo de fetichismo que no termina de explicarse, pensó en llevárselo puesto. Finalmente no lo hizo.
En todas estas cosas, que bajan como un arroyo tempestuoso por su cabeza, está pensando Alberto cuando de repente se da cuenta que es precisamente el novio de Luis el que está sentado en una de las mesas más cercanas a la vitrina. No está seguro, pues en realidad sólo lo conoce por las fotos que ha visto en casa de él. Así que se queda parado y observa detenidamente desde su posición casi escondido tras una de las columnas externas, a pesar del frío que hace. Jesús, que así se llama, está pidiendo algo al camarero, a Enrique. Se dirigen un par de palabras. Sí, seguro que es él.

Siempre ha tenido una extraña fascinación por Jesús. Quizá por ser el novio de Luis. Pero sobre todo por ser el impedimento para poder hacer que su romance de tardes aisladas no pueda ir a algo más. Nunca se lo plantearía a Luis, sabe que no tiene ninguna posibilidad. Aún así, una extraña atracción le une a Jesús desde que lo vio en foto por primera vez. Casi está resuelto a entrar e intentar acercársele. En persona le gusta mucho más, sí. Y la posibilidad de conocerlo en secreto, sin que nadie sepa nada, le aturde pero le martillea sin parar desde que se le ha ocurrido. Sus manos sudan, a pesar del frío.

*

Los rayos del sol viajan a una velocidad de 299.792.458 metros por segundo. Eso quiere decir que cualquier rayo que parta del sol tardará aproximadamente 2,7 minutos en recorrer los 48.781.000 kilómetros que lo separa de nuestro planeta. Los que acaban de llegar justo ahora al café Montecarlo, por ejemplo, nacieron justo en el momento en el que los ojos de Enrique se posaron sobre los de Jesús. En su largo viaje, tan sólo el choque con el limpiaparabrisas del coche de Alberto los ha desviado en parte hacia dentro del café tras atravesar la vitrina de cristal. Allí han han ido a parar justo a las manos de Jesús, pero enseguida se han derramado hacia la nada. En su ignorancia, ese ramo de fotones inquietos, no sabe que de ellos depende que el nudo de estas diminutas relaciones de una ciudad mediana de este pequeño planeta tierra se tense o se deshaga para siempre.
Una gran explosión en el sol acaba de estallar hace ahora poco menos de tres minutos... aunque desde aquí, hasta el ruido de una hoja cayendo sobre la yerba se escucharía con más intensidad. Millones de fotones de los que se acaban de liberar en esa magnífica explosión van ya camino del coche de Alberto. Sin embargo, Alberto ha decidido arrancar el coche y salir de allí a toda velocidad. Los fotones se estrellan, pues, contra el suelo frío. Y terminan ahogados en un charco que, a pesar de su efecto, continúa congelado a estas horas de la mañana. Enrique retornará a su trabajo y Jesús se irá a casa, para no volver nunca más. A casa donde le espera Luis, secretamente unido a Alberto y a Enrique, sin que ninguno de los dos sepa.
Aquellos fotones, destinados sin duda a obrar el milagro de cerrar el nudo, aún se retuercen sobre la superficie gélida del charco. Sus compañeros, 30 segundos después, chocarán con una nueva vitrina de automóvil, pero la inclinación de esta ya no los llevará al Montecarlo, sino al quiosco de Laura, que en ese momento despacha su diario dominical a Felipe sin saber lo que le espera... Pero esa, claro, es otra historia.

9 comentarios:

Unknown dijo...

"el chico sentado y lleno de sol"
pararme a comentar un texto como este, viniendo de tí no tiene sentido en este formato. Ya sabes que nosotros tenemos nuestras propias formas. Qué bonito volver exactamente cuando escribes cosas que me llenan. Ha sido necesario los auriculares, apartarme y leerte en secreto, por segunda vez el mismo cuento, para tenerte tan cerca.

te mantengo entre las sabanas, donde mejor se guardan los sueños.

Argax dijo...

Como siempre la estructura está muy trabajada. Especialmente interesante el final, sobre todo después de haber asistido a el derroche de capacidad narrativa anterior, nos hace desear fervientemente que sea contada la historia de Felipe.
Excepto alguna explicación de más cuando interviene Alberto, el relato es redondito, redondito.
Lo he leído con café, con una estufa apuntando a mi espalda, con el sonido atenuado de los coches pasado bajo la ventana.

Un abrazo, te echo de menos, supongo que estamos condenados a que así sea.

Javier dijo...

Un relato tremendamente trabajado, perfectamente ajustado en el tempo y con un maravillosos y evocador uso de aquellos elementos que de forma imperceptible se nos adhieren a la memoria logrando evocarnos los recuerdos en el momento más inesperado.

senses and nonsenses dijo...

uy, este texto es para disfrutarlo en otras condiciones. ha sido un día muy raro, muy largo.
yo tb me he animado con los primeros rayos de sol, pero han sido débiles y fugaces.
que tengas un buen lunes y una feliz semana.

un beso.

senses and nonsenses dijo...

entre el destino y el azar..., un fragmento de segundo, un instante, que lo puede trans-formar todo. pero no estoy seguro de que solucionara algo el que alberto entrara al Montecarlo. me has evocado -muy cinematográfico yo- a películas como El azar de kieslowski, los amantes del círculo polar, y hasta Rashomon. ya sabes que me encantan tus Short Cuts sobre la realidad y el deseo.

un abrazo.

NaT dijo...

Yo me he liado un poco y casi me he tenido que hacer un árbol genealógico.
El relato perfecto, como siempre, hablando de secretos, de tristezas contenidas en un cuerpo que a veces no es nuestro si no que pertenece a otros y a otros más sin nosotros saberlo. De un pasado que siempre vuelve aunque sea así indeble como un rayo de sol en invierno y nos recuerda que estamos hechos de sentimientos atrapados en un continente lleno de inmensos y dispares contenidos.

Mira!! sin quererlo el otro día nos abrazamos, aunque fuera fugazmente.

Besos

p. acabo de ver que el peque de arriba ha vuelto a actualizar ¡¡¡no me lo puedo creer!!!

susana dijo...

eres grande, vulcano...

Luís Galego dijo...

um texto interessante, a ler devar, devagarinho...

há já matéria neste blog para uma publicação em livro, parece-me a mim e acho que não estou enganado...

um abraço enorme...

Maribel dijo...

Nunca un rayo de sol fue tan inspirador ... sensacional historia de sentimientos ... cuantas veces no has pasado por un sitio donde has vivido algo especial y te ha evocado un pequeño dejavú ... y cuántas veces no has intentado imaginar que pasaría si vieras a aquella persona de nuevo ... el destino es caprichoso y cada día puedes ir a tomar un café y encontrarte una sorpresa ...
Gracias por tan grato relato.
Besos,
Maribel.