1 de julio de 2009

Memorias de Julio.



Todos los años la misma historia, mi padre se empeñaba en salir con las luces del alba para que no se nos hiciera noche en el viaje. Un viaje repetido una y otra vez, tal día como hoy, siempre tal día como hoy. Las maletas abiertas sobre el sofá durante días iban preparando el ambiente. Tener que sacar de nuevo las chaquetas, las sudaderas, hasta el paraguas, era como un rito extraño cuando en la calle se alcanzaban ya los 40 grados a la sombra sin problema. Y al final llegaba el día, con un aviso suave de mi madre nos poníamos en marcha en silencio, metíamos la infinidad de cosas en el coche, nunca sin alguna pequeña discusión acerca de nuestra capacidad para hacer equipajes, y finalmente subíamos al coche aún con el frescor de la madrugada.

Recuerdo con mucha intensidad aquellos viajes, los amaneceres lentamente recortando las montañas del norte de Sevilla, la primera parada, obligatoria, en la sierra para un café fuerte y un bollo o una tostada. Y el sol poco a poco definiéndose en aquellos cielos azules de verano. Recuerdo que salvo mi padre, que era el único que conducía (ni incluso cuando mi hermano y yo nos sacamos el carnet nos dejaba turnarnos mucho con él, pues con lo obsesivo que es tampoco le servía mucho de descanso estar pendiente de cómo conducíamos nosotros), todos los demás caían dormidos al poco de desayunar. Mi padre bajaba la música y se disponía con parsimonia a enfrentarse al tráfico lento de viajeros, camiones y vehículos agrícolas que plagaba la ruta de la Plata. Yo no, yo no podía dormir, quería verlo todo: los horizontes parduzcos, las encinas que pasaban veloces, los alcornoques trazados en los campos extremeños, la subida a Béjar, la entrada en Castilla, los campos amarillos de trigo seco, la inmensidad, las ciudades y sus murallas, los ciudadanos ordenados y elegantes que parecían llenar las ciudades castellanas a primera hora de la mañana. Yo deseaba parar en todos aquellos sitios, quedarme brevemente para siempre en ellos, saborearlos. Por supuesto no decía nada, estaba bien claro que para mis padres el viaje era una etapa, un medio para llegar a nuestro destino, nada más que eso, y que cualquier distracción no tenía ninguna posibilidad... No lo sabía aún, pero quizá era aquella sensación el primer germen de mi curiosidad viajera, de mi necesidad de ver otros mundos, otras personas, otras realidades, otros paisajes, de mi interés por la historia, por el legado cultural, por la naturaleza... Para mí aquellos viajes no eran un mero trámite, eran toda una emoción, incluso aunque tuviera que observar todo desde la ventanilla del coche. A pesar de que supiera de memoria ya (al cabo de los años) la ruta, las ciudades y hasta los paisajes... No, yo no me podía quedar nunca dormido, mi emoción me lo impedía... Tenía que verlo todo.

La tarde nos sorprendía en la inmensidad monótona y difusa de los campos de Salamanca o Zamora. El sol en su cenit estival lo llenaba todo. Aquello era antes del aire acondicionado, así que las ventanillas comenzaban a abrirse y el aire entraba como un huracán revolviéndonos el cabello y ensordeciendo la música de boleros que mis padres solían poner, reducida casi a los golpes de bajo borradas las melodías y las palabras ya, sin que a nadie le pareciera extraño seguir poniendo casettes y casettes que en realidad no se escuchaban. Llegábamos a León y ya el campo se tornaba verde, las montañas se comenzaban a adivinar boscosas y frondosas... Poco a poco olvidábamos el calor, los campos secos, la canícula... Y nos internábamos en el noroeste, como si de otro país se tratara. Llegaba ya el olor rotundo y fresco de Galicia, la hierba sobre los campos, los castaños carnosos, los ritmos pausados de los habitantes, la dulzura del acento escuchado por azar desde la ventanilla, la humedad y el vértigo como de entrar en otra realidad. Los robles y los eucaliptos infinitos, el bosque haciéndose más agreste conforme el océano se acercaba... y por fin el mar, azul, intensamente azul, recogido en la pequeña ría, tranquila y escondida de la inmensidad atlántica, pero reflejando sus secretos a la luz indescriptible de la tarde.
Se iniciaba con aquellas emociones de la llegada y los abrazos a la familia, el mes de Julio en el norte. Y vendrían como siempre las mañanas de playa, las tardes de asueto frente al sol, los paseos hasta el faro, los bocadillos de chorizo, las noches frías, las tertulias femeninas -la literatura , el cine y la música siempre presentes- los juegos, el bosque oscuro y el mar siempre rodeándonos, haciéndonos casi isla alejada del resto del mundo, del resto de las vidas de todos los que allí habitábamos por aquellos días. Todo un curioso y delicado art de vivre que nos hacía abandonarnos irremediablemente a las rutinas de aquellos estíos.
Soy consciente de que en aquella época aún no sabía yo lo que significaba vivir en mayúsculas. Sin embargo, los meses de Julio en la Costa da Morte quedaron fijados a fuego como paradigma de la felicidad, y de tantas y tantas cosas que después han marcado mi camino. Y comenzaba todos los años, sí, tal día como hoy...

10 comentarios:

Amilamia dijo...

Un realto muy bonito, que me trae recuerdos de todos aquellos años, cuando Corcubión era un paraíso terrenal. En nuestras vidas sigue ese recuerdo, aunque el cemento haya acabado para siempre con aquellas maravillosas vistas, aquél fantástico paseo hasta el faro de Cee. Hoy los edificios de apartamentos se agolpan en la costa, como en casi todo el litoral galego, devorando cada brisa, cada planta, cada roca. Yo ahora, cuando voy y me pongo a pensar en aquellas veladas en los bungalows con las guitarras, en los aperitivos en las Hortensias, en las noches en la cola de la rana, me entristece. Bicos

Gus Planet dijo...

Hermoso relato amigo Vulcano! no sabía que a ti también te gustaban los viajes y descubrir nuevos mundos, la hsitorias que ellos arrastran ... nosotros también viajábamos en la década de los '70 por la inmensa Patagonia Argentina, eran jornadas interminables, pero esos paisajes y las ansias de sentirme libre, también me impedían dormir ...

Tal vez son esos momentos los que generan el germen de quienes somos hoy. Nunca he parado de viajar y mi voraz curiosidad me ha llevado muy lejos desde aquellos infinitos confines del Sur.
Pero, voilá, los caminos del señor son misteriosos...

A Bientôt mon ami!

Anónimo dijo...

los viajes veraniegos están muy marcados en la memoria.
supongo que porque están llenos de rituales, de colores y de olores únicos.

Javier dijo...

Curiosamente mis memorias de estos meses se centran siempre en Asturias, ya que a pesar de llevar tantos años fuera mis recuerdos siempre en estas fechas vuelan en busca del intenso olor del Mar Cantábrico, aunque yo, por aquellas fechas no necesitaba viajar, lo tenía al lado, aunque sí que al igual que a ti me encantaba no perderme nada cuando nos trasladábamos a Madrid, pero esto era por Navidades.

senses and nonsenses dijo...

mi viaje era más corto, desde el olor del cantábrico hasta los campos de castilla. lo tuyo es que era de guía michelín, y en una única jornada!!! has descrito muy bien cómo va cambiando el paisaje, los colores...
la primera foto puede ser perfectamente de un verano de mi infancia. qué veranos, qué largos, cuántas aventuras...

yo en cambio me dormía casi siempre en el trayecto, es que lo tenía muy trillado.

un abrazo.

susana dijo...

yo me dormía hasta la primera parada, (pero salíamos a las cinco de la mañana!) pero aunque era de las que miraba por la ventanilla, lo que recuerdo con mas fuerza son los olores: el que me decía que dejaba atrás castilla, ese típico y fuerte olor a aceite que no sabía si odiar o amar... el olor a bosque del puerto, el olor a tierra seca de córdoba, y el olor que me decía que por fin estábamos llegando al final del viaje, ese olor a salinas y mar de cádiz. media españa pa´bajo, viajes de radio casette, ventanilla, ¿cuánto queda? y veo veo, ¿qué ves?

mikgel dijo...

He sentido nostalgia por lo no vivido, que es la más cruel de las nostalgias, leyéndote. Gracias, maestro.

Tessitore di Sogno dijo...

No dejo de sorprenderme con tus relatos, cuando leí este estaba en la oficina rodeado de ordenadores y así de fácil me fui a recorrer la geografía de tu tierra que sin duda debe ser hermosa, pude oler los campos y escuchar esos acentos, pude disfrutar también ese viento helado, pude escapar de mi monotonía.

Bien decía Einstein que la imaginación es más importante que el conocimiento, aunque se requiere alguien con esa tremenda capacidad de transmitir emociones a través de un basto dominio de un idioma tan rico como es el castellano.

Gracias, caro.

PS. Feliz fin de semana, seguro que estás disfrutando estos días (con lo mucho que te gusta el verano), aquí llueve a diario en esta época, a caudales, y yo mientras sigo disfrutando de tus posts.

Chico,la Lola 2 dijo...

Muy bonito.Nunca he viajado por esa zona,tengo la intenciòn de ir a Galicia en agosto,aunque aùn no es seguro,y desde Sevilla,pero en aviòn,es màs feo el recorrido,pero màs ràpido

Argax dijo...

No sabes lo bien que me ha hecho sentir este relato de viajes infantiles. Yo también fuí uno de esos niños nómadas de verano, mi ruta ascendía el curso del Guadalquivir y subía por Despeñaperros donde mamá se encogía cada vez que pasaba un camión en sentido contrario. Después venían las planicies de castilla la mancha, los fresones con nata y el baño en la acequía en Aranjuez, el asombro de Madrid que siempre rodeábamos como si fuera un monstruo del que más vale huir, enfilábamos hacia Soria y yo sabía cuando aparecía el Moncayo que pronto estaría en ese pequeño pueblo Riojano que guarda una de mis mitades y al que me siento muy unido. Mi felicidad de niño en calzonas, de huellas de dinosaurio, de días interminables, de repeticiones porque nadie entendía mi acento.
Yo tampoco podía dormir de la excitación.

Un beso