26 de enero de 2010

Zimerman, el cerebro de la pasión.



Es uno de los mejores intérpretes de piano del mundo en este momento. Eso ya lo sabíamos. Estuvo en Madrid hace menos de dos años y ya así lo demostró. Ayer regresó, para interpretar a su más internacional compatriota en una de las tardes más intensas que recuerdo en el ciclo de Grandes Intérpretes del Auditorio Nacional. Y es que cuando Krystian Zimerman interpreta Chopin se convierte en un gigantesco músico, en uno de los mejores traductores del polaco que ha dado la historia, seguramente.

La música de Chopin siempre ha encontrado vías muy divergentes de interpretación, y casi siempre bastante polarizadas entre el sentimentalismo que desdibuja la estructura musical y la desafectación al borde de la frialdad. Pero creo que Zimerman tiene una poderosa capacidad para tocar de un modo escrupulosamente cerebral sin perder musicalidad, ritmo ni capacidad de emocionar. Su equilibrio es casi milagroso, y lo hace desde su técnica perfecta y segura, de las más impecables que he visto nunca, sin una mínima nota en falso o en duda. Zimmerman tiene la esencia de Chopin en la cabeza con una nitidez que asombra, y es capaz de interpretar con el corazón, pero desde una contención y una inteligencia tan sutil que sólo deja lugar al asombro.

Empezó el concierto con el nocturno op15, nº2 , para entrar en calor, interpretado correctamente, pero sin ninguna concesión al romanticismo que para muchos parecen exigir estas piezas que, sin embargo, tienen mucho más que explorar bajo otras ópticas. Después, con la sonata nº2 comenzó el verdadero despliegue de talento. La mirada de Zimerman es exacta y limpia, y desgrana la partitura con minuciosidad, sin estridencias ni efectismos inútiles. Tan sólo rigor y convicción, exactitud y controlada pasión. La celebérrima marcha fúnebre quizá resultó algo lenta, pero sin perder ni ritmo ni musicalidad, con un sutilísimo refuerzo de lo marcial que la hizo inolvidable. El final, acelerado y rotundo, dejó boquiabierto a un auditorio que escuchaba, segundos después, una de las más originales versiones del segundo scherzo que he podido escuchar nunca. A pesar de su inusual elección de tiempos e intensidades, me resultó canónica, casi perfecta.

En la segunda parte, la (menos programada) sonata nº3 nos volvía a embriagar. Su lectura fue soberbia, iluminando con precisión y sensibilidad todo el edificio sonoro de esta partitura, llegando a todos sus rincones, explorando implacable cuantos pasajes cruzan esta catedral de sonido. Fue un momento grande para cualquier melómano que se tercie. El final, apasionado pero sin efectos, provocó una de las más grande ovaciones que recuerdo en este escenario. Para terminar, una hermosa traducción de la célebre Barcarola que nos dejaba una inmejorable sensación para terminar esta velada, que el pianista cerró regalándonos uno de los más conocidos valses del músico. De nuevo un Auditorio entregado que sabía que asistía a un concierto para recordar toda la vida, precisamente en el año Chopin, ¿qué mejor homenaje?

3 comentarios:

coque dijo...

chopin lo escuchaba yo en mi adolescencia sin parar, sobretodo para estudiar.

Javier dijo...

Elegancia, esa es la clave, porque para dar vida a Chopin hay que saber lograr la brillantez sin excesos y jugando con todos los matices de la partitura.

senses and nonsenses dijo...

sigues melómano, melómano...

un abrazo.