Tengo que reconocer que Richard Strauss se encuentra entre mis preferidos autores operísticos. Ocupa un lugar especial en mi sensibilidad, y a pesar de mis limitaciones con el idioma alemán (más que limitaciones, absoluta nulidad) en un autor para el que el uso de la palabra y su fusión con la música es elemento esencial de su concepción creativa, siempre me he esforzado para comprenderle cada día mejor. Asistir a sus obras en directo, en las que siemrpe es más fácil una asimilación directa del mensaje, ayuda mucho a tomar conciencia de la obra.
Tras el impactante estreno de obras como Elektra o Salomé, que supusieron una completa renovación del género, por el uso innovador de ritmo, palabra y melodías (casi ausentes éstas, la verdad), Strauss se dedicó a un (podríamos llamar) neoclasicismo musical en sus siguientes óperas (Der Rosenkavalier y Ariadne auf Naxos), recuperando la melodía en una reformulación de los patrones clásicos que consigue equilibrar el (también intenso) lado austero y conceptual de sus profusos pasajes de recitativo, y fusionar todo ello con ese lado más de opereta que tienen algunas de sus Óperas de este periodo. En fin, me seduce mucho este autor que siempre nos plantea retos intelectuales en sus obras, plagadas de guiños, provocaciones, sugerencias a la reflexión...
El Real se ha decidido este año a comenzar su temporada con mejor pie que la anterior (qué decepcionante Don Giovanni) programando una obra (Ariadna en Naxos) que a día de hoy ya es un clásico, pero que sorprendentemente se estrena por primera vez en Real (cosas de este país). El año pasado nos vendieron un cartel que prometía ser la lanzadera de los nuevos estrellatos de la ópera de este país, y resultó que se estrellaron todos en el intento. La razón y la inteligencia se han impuesto este año y se ha optado por una producción ya consolidada del Covent Garden londinense que, la verdad, no defrauda. Y, por lo que he podido leer, nos ha brindado algunos de los solistas mejor posicionados en las preferencias de los mejores teatros de ópera del mundo, como son las sopranos Diana Damrau, Anne Schwanewilms y Joyce di Donato. Cuando se juega sobre seguro es más fácil ganar. Y así lo están haciendo, con una producción de primera, a la altura de lo que pretende ser el Teatro Real, aunque no siempre lo consiga.
La Ariadna de Strauss es una obra llena de pequeños homenajes. Pueden leer el argumento AQUÍ.
La fuerza del texto de Hugo von Hofmannsthal es inmensa y nos ataca desde el inicio del primer acto (prólogo), obligándonos a sugerentes reflexiones sobre el amor, la muerte, la interpretación, la frivolidad o la atracción. La música en este prólogo es un delicado a la vez que complejo apoyo a las palabras. Los instrumentos, casi desnudos, conducen la acción con sutil discreción. Los incipientes y tímidos arranques melódicos nos desvelan las claves de las arias de la ópera posterior, y las únicas melodías completas pertenecen al compositor, en el que una impulsiva y brillante Joyce di Donato deja el listón bastante elevado en las representaciones del Real. La dicotomía entre profundidad y superficialidad domina la acción conceptual, y la decisión final del mecenas de unir las dos visiones en una, revoluciona negativamente los participantes que, sin embargo, encuentran un delicioso punto de encuentro cuando la frivolidad (encarnada en zerbinetta) nos enseña que es sólo un disfraz, como lo es el de la seriedad, pero que debajo se esconden sentimientos tan humanos como iguales a los del serio compositor... Un atisbo de atracción, de amor quizá, los sitúa a ambos un instante en el mismo plano humano, en una escena que fue interpretada de manera soberbia en el Real, y que nos dejó a muchos sin aliento.
En la segunda parte, Strauss nos ofrece un hondo homenaje al hecho mismo de la interpretación (de la comedia en el drama y el drama en la comedia) y asistimos al juego del teatro dentro del teatro. Su recreación de la música de un siglo XVIII (en el que se debería desarrollar la acción) produce un giro hacia una sofisticación melódica casi al extremo de las posibilidades de este (ya de por sí envolvente) músico. Por ello, el traslado de la acción a la época actual queda un poco flojo como idea, ya que en mi opinión elimina de alguna forma la esencia de la música y de las razones de su concepción a través de un ejercicio de neoclasicismo. La escenografía es sencilla, pero muy cuidada, al igual que el movimiento de actores y la discreta y poco efectista iluminación, de un clasicismo evidente, y que demuestran de nuevo que es mejor hacer las cosas bien de manera discreta que arriesgar sin criterio. Jesús López Cobos es una gran baza como director. Casi nunca defrauda, porque es un grandísimo maestro, y tiene esa capacidad para la versatilidad de registros, que le hace dirigir con igual dignidad un Strauss, un Mozart o un Wagner. Consigue de la orquesta madrileña llegar a sus máximos, y en la actual producción de Strauss, su participación matiza y subraya con bastante precisión una partitura compleja y muy contrastada, que pasa del acompañamiento de uno o dos instrumentos, a la música de cámara y a los grandes y refinados tutti straussianos. La orquesta se mostró flexible en ello, y aunque a veces dejaba con la sensación de que podía dar más, contó con algunas participaciones solistas de verdadera antología. En cuanto a los solistas cantantes, estuvieron todos muy a la altura, y el contraste entre Zerbinetta y Ariadna resultó verdaderamente convincente. La Zerbinetta de Diana Damrau es absolutamente personal y quizá algunos la podrían tachar de poco académica, pero resulta vitalista y entregada, maravillosa en la coloratura (su aria pasa por ser una de las más difíciles del género) que refuerza con una puesta en escna arrolladora. Y bellísima en los pasajes más melodramáticos, derrochando esa seducción y femineidad que le sobra. Frente a ella, la Ariadna que construye Anne Schwanewilms es rotundamente elegante, sofisticada e ingrávida, rasgos que también posee su voz aterciopelada, de una belleza intrínseca que enamora a cualquiera, y que se funde muy bien con esas melodías tan refinadas que salpican la obra. Quizá le faltó un poco de potencia en algunos momentos en los que la orquesta se imponía sobre ella y su voz se perdía un poco. Pero su Ariadna es perfectamente consciente de ser un mito representado, y la rigidez de gestos y acciones es absolutamente asumido por esta soprano de elegancia indiscutible, como contraste a la vitalidad y tono más de opereta de los personajes cómicos. Strauss fusiona ambas concepciones con una maestría impecable, aunque al final nos vemos abocados a un irremediable final mitológico que, tras la aparición de Baco (interpretado magistralmente por un entregadísimo Richard Margison) nos funde en uno de esos interminables finales straussianos llenos de preciosismo melódico. Me gustó especialmente el planteamiento escénico del final de la obra, el encuentro de Ariadna y Baco en ese salón desnudo envuelto de azules, el juego de las vendas sobre los ojos, y la salida del palacio (isla de Naxos) de una Ariadna que mira con obsesiva melancolía el paisaje de su dolor superado, como si no quisiera partir, como si de alguna manera supiera que el espacio del sufrimiento jamás se desprende de nuestro interior... Broche de oro a una noche verdaderamente brillante, de esas que le hacen a uno recuperar la fe en la Ópera.
Tras el impactante estreno de obras como Elektra o Salomé, que supusieron una completa renovación del género, por el uso innovador de ritmo, palabra y melodías (casi ausentes éstas, la verdad), Strauss se dedicó a un (podríamos llamar) neoclasicismo musical en sus siguientes óperas (Der Rosenkavalier y Ariadne auf Naxos), recuperando la melodía en una reformulación de los patrones clásicos que consigue equilibrar el (también intenso) lado austero y conceptual de sus profusos pasajes de recitativo, y fusionar todo ello con ese lado más de opereta que tienen algunas de sus Óperas de este periodo. En fin, me seduce mucho este autor que siempre nos plantea retos intelectuales en sus obras, plagadas de guiños, provocaciones, sugerencias a la reflexión...
El Real se ha decidido este año a comenzar su temporada con mejor pie que la anterior (qué decepcionante Don Giovanni) programando una obra (Ariadna en Naxos) que a día de hoy ya es un clásico, pero que sorprendentemente se estrena por primera vez en Real (cosas de este país). El año pasado nos vendieron un cartel que prometía ser la lanzadera de los nuevos estrellatos de la ópera de este país, y resultó que se estrellaron todos en el intento. La razón y la inteligencia se han impuesto este año y se ha optado por una producción ya consolidada del Covent Garden londinense que, la verdad, no defrauda. Y, por lo que he podido leer, nos ha brindado algunos de los solistas mejor posicionados en las preferencias de los mejores teatros de ópera del mundo, como son las sopranos Diana Damrau, Anne Schwanewilms y Joyce di Donato. Cuando se juega sobre seguro es más fácil ganar. Y así lo están haciendo, con una producción de primera, a la altura de lo que pretende ser el Teatro Real, aunque no siempre lo consiga.
La Ariadna de Strauss es una obra llena de pequeños homenajes. Pueden leer el argumento AQUÍ.
La fuerza del texto de Hugo von Hofmannsthal es inmensa y nos ataca desde el inicio del primer acto (prólogo), obligándonos a sugerentes reflexiones sobre el amor, la muerte, la interpretación, la frivolidad o la atracción. La música en este prólogo es un delicado a la vez que complejo apoyo a las palabras. Los instrumentos, casi desnudos, conducen la acción con sutil discreción. Los incipientes y tímidos arranques melódicos nos desvelan las claves de las arias de la ópera posterior, y las únicas melodías completas pertenecen al compositor, en el que una impulsiva y brillante Joyce di Donato deja el listón bastante elevado en las representaciones del Real. La dicotomía entre profundidad y superficialidad domina la acción conceptual, y la decisión final del mecenas de unir las dos visiones en una, revoluciona negativamente los participantes que, sin embargo, encuentran un delicioso punto de encuentro cuando la frivolidad (encarnada en zerbinetta) nos enseña que es sólo un disfraz, como lo es el de la seriedad, pero que debajo se esconden sentimientos tan humanos como iguales a los del serio compositor... Un atisbo de atracción, de amor quizá, los sitúa a ambos un instante en el mismo plano humano, en una escena que fue interpretada de manera soberbia en el Real, y que nos dejó a muchos sin aliento.
En la segunda parte, Strauss nos ofrece un hondo homenaje al hecho mismo de la interpretación (de la comedia en el drama y el drama en la comedia) y asistimos al juego del teatro dentro del teatro. Su recreación de la música de un siglo XVIII (en el que se debería desarrollar la acción) produce un giro hacia una sofisticación melódica casi al extremo de las posibilidades de este (ya de por sí envolvente) músico. Por ello, el traslado de la acción a la época actual queda un poco flojo como idea, ya que en mi opinión elimina de alguna forma la esencia de la música y de las razones de su concepción a través de un ejercicio de neoclasicismo. La escenografía es sencilla, pero muy cuidada, al igual que el movimiento de actores y la discreta y poco efectista iluminación, de un clasicismo evidente, y que demuestran de nuevo que es mejor hacer las cosas bien de manera discreta que arriesgar sin criterio. Jesús López Cobos es una gran baza como director. Casi nunca defrauda, porque es un grandísimo maestro, y tiene esa capacidad para la versatilidad de registros, que le hace dirigir con igual dignidad un Strauss, un Mozart o un Wagner. Consigue de la orquesta madrileña llegar a sus máximos, y en la actual producción de Strauss, su participación matiza y subraya con bastante precisión una partitura compleja y muy contrastada, que pasa del acompañamiento de uno o dos instrumentos, a la música de cámara y a los grandes y refinados tutti straussianos. La orquesta se mostró flexible en ello, y aunque a veces dejaba con la sensación de que podía dar más, contó con algunas participaciones solistas de verdadera antología. En cuanto a los solistas cantantes, estuvieron todos muy a la altura, y el contraste entre Zerbinetta y Ariadna resultó verdaderamente convincente. La Zerbinetta de Diana Damrau es absolutamente personal y quizá algunos la podrían tachar de poco académica, pero resulta vitalista y entregada, maravillosa en la coloratura (su aria pasa por ser una de las más difíciles del género) que refuerza con una puesta en escna arrolladora. Y bellísima en los pasajes más melodramáticos, derrochando esa seducción y femineidad que le sobra. Frente a ella, la Ariadna que construye Anne Schwanewilms es rotundamente elegante, sofisticada e ingrávida, rasgos que también posee su voz aterciopelada, de una belleza intrínseca que enamora a cualquiera, y que se funde muy bien con esas melodías tan refinadas que salpican la obra. Quizá le faltó un poco de potencia en algunos momentos en los que la orquesta se imponía sobre ella y su voz se perdía un poco. Pero su Ariadna es perfectamente consciente de ser un mito representado, y la rigidez de gestos y acciones es absolutamente asumido por esta soprano de elegancia indiscutible, como contraste a la vitalidad y tono más de opereta de los personajes cómicos. Strauss fusiona ambas concepciones con una maestría impecable, aunque al final nos vemos abocados a un irremediable final mitológico que, tras la aparición de Baco (interpretado magistralmente por un entregadísimo Richard Margison) nos funde en uno de esos interminables finales straussianos llenos de preciosismo melódico. Me gustó especialmente el planteamiento escénico del final de la obra, el encuentro de Ariadna y Baco en ese salón desnudo envuelto de azules, el juego de las vendas sobre los ojos, y la salida del palacio (isla de Naxos) de una Ariadna que mira con obsesiva melancolía el paisaje de su dolor superado, como si no quisiera partir, como si de alguna manera supiera que el espacio del sufrimiento jamás se desprende de nuestro interior... Broche de oro a una noche verdaderamente brillante, de esas que le hacen a uno recuperar la fe en la Ópera.
8 comentarios:
y tu y yo,
cuándo vamos a ir a la ópera juntos?
Realmete sabes todas esas cosas? Das miedo.
Lección magistral de ópera
;)
Un beso guapetón
Mi complejo de inferioridad va en aumento, a este paso dentro de tres Operas creo que seré Pulgarcito.
Sin aliento...
Creo que he escogido mal dia para dejarte mi primer comentario...
Mis conocimientos de ópera se reducen básicamente a pequeños fragmentos anónimos (anónimos por mi desconocimiento del autor) o al disco que por casualidad estoy en estos momentos escuchando (Popera). Tal vez porque me gusta entender lo que escucho, tal vez porque no se ha dado la ocasión... el caso es que no he ido nunca a una ópera y cada vez que pienso en este género se aparecen ante mí miles de Valquirias furiosas en espantada cabalgata... como es la imaginación ;)
Esperamos más lecciones
Un abrazo del Norte
(un placer conocerte)
Reconozco que el post es algo "heavy" para leer... Pero es que siempre que voy al real me gusta hacer mi crítica. POr esta vez, además, coincido con los "oficiales" que parece que también la han puesto bastante bien.
Efesor... cuando quieras te llevo.
JH, no me digas esas cosas, hombre, que me reprimo...
Mart-ini... gracias, gracias amiguito... Cuando quieras te invito a casa y escuchamos en la terraza la ópera mientras bebemos mart-ini.
Pe-Jota... Bueno, no te creas, de la mayoría de autores no sabría decir casi nada, pero es que Strauss es uno de mis autores operísticos favoritos. Su "caballero de la rosa" está entre las óperas que más me gustan con muchísima diferencia, y el final de "Capriccio", para mí es la página de ópera más bella que se haya escrito en la historia de la música... En fin, que no hablamos de un cualquiera, al menos para mí.
Nortestharj: Gracias por leerme y comentarme, sobre todo en un texto tan farragoso como éste. Ya vendrán los textos eróticos, espero que comentes también en ellos... Besos de alguien encantado también de conocerte.
no fue real, pues jamás he estado en el Real, ni acaso soy de la Real, pretendí únicamente hacerle un jersey a Ariadna, devolverle el hilo que tejió mi fuga hacia ella, pero dentro del laberinto me atrapó, como si de un volcán se tratara, un strauss en plena forma. por otro lado el propio laberinto (¿era real, o era el Real? estaba en obras (in opera) y quedé lost in translation ya que el deustch jamás salió de mi gramophon.
un saludo sin corifeo.
¡QUE PENA NO HABERTE LEIDO ANTES!
Había entradas para casi todos los días y no fui porque Strauss me da un poco de miedo (aunque el Caballero de la Rosa me parece brutal)
Espero tus próximos comentarios
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