3 de febrero de 2009

Plancha ignota.

Pilar venía todos los jueves a hacer la limpieza de la casa. Mamá le tenía mucho aprecio y siempre estaba diciendo lo bien que hacía tal o cual cosa. La verdad, yo no sé qué veía en ella, porque a mí me parecía que no hacía mucho. Y, sinceramente, las cosas tampoco es que quedaran demasiado limpias tras su paso. Abusaba de productos que tenían un fuerte olor desinfectante a pino o a limón. Los usaba sin mucho ánimo, una leve pasada de bayeta embebida en uno de estos productos y chas, ya estaba. A pesar de que me quejara a mamá de que cada vez había más manchas de humedad en la ducha, como queriendo hacerla caer en la cuenta del poco empeño que ponía Pilar al limpiarla, ella siempre contestaba que hacía falta impermeabilizarla de nuevo, que a ver cuándo pedía papá presupuesto.
Más evidente era el tema de la ropa. Yo creo que Pilar nunca antes había planchado. Tenía en eso tan poca habilidad como conversación mientras lo hacía. Cuando estaba en casa, me quedaba mirándola fijamente mientras lo hacía, pero para ella era como si yo no existiera. Creo que jamás me dirigió una palabra en los 3 años que debió venir por casa. Cuando manejaba la plancha apenas recorría una vez a toda velocidad cada tramo de la tela y por supuesto nunca se detenía en hacer una segunda pasada. La ropa terminaba mal doblada y con signos de haber sido colocada de cualquier manera. Yo le preguntaba a mamá si pensaba que Pilar lo hacía bien con la plancha. Ella siempre me decía que sí, que todo era mejorable, que ya iría aprendiendo. Que qué marqués me había vuelto con esas cosas, que estábamos en una familia obrera, liberal y nada clasista, que esa no era la educación que me habían dado ellos. Yo me callaba, claro.
Cuando terminaba, mamá siempre la invitaba a un café, pero nunca nos dejaba entrar en la cocina cuando ellas estaban allí. Me llamaba la atención porque parecía que ante aquellos cafés Pilar no paraba de hablar. El murmullo de su parloteo se sentía desde el salón y también sus risas en más de una ocasión. Yo no entendía por qué cuando estaba delante de nosotros nunca nos hablaba y mantenía aquel gesto frío, casi desagradable, para después adoptar aquel aparente humor parlanchín y risueño cuando estaba con mamá en la cocina.

Un día, en lugar de Pilar apareció otra señora. Una señora mayor. Pilar era muy joven y bastante guapa, y tenía unos ojos grandes y oscuros que se te clavaban incluso a pesar de sus maneras distantes. En cambio Maruja, la nueva, era mayor, con muchas canas y unas horribles gafas gruesas de pasta marrón que transformaban sus pupilas en dos pequeñas bolitas. Pero era amable y eficiente. ¡Y planchaba tan bien! La ropa tras pasar por sus manos olía nueva y perfumada. Aún así, mamá no la invitó nunca a café. Cuando le preguntamos por qué he había ido Pilar, ella nos contestó que Papá había discutido con ella, por cosas de mayores. No quiso contarnos más, siempre pensé que aquellas cosas de mayores tendrían que ver con el dinero.

La volví a ver unos años después. Me costó reconocerla tan arreglada pues a casa siempre venía con aquel chándal viejo de color rojo. Ocurrió camino del bar al que solíamos ir al salir del instituto. Ella estaba sentada en un banco de la calle, con una minifalda cortísima y un jersey tan ajustado que le marcaba todas las curvas de su sugerente cadera. Tenía un aire triste, el cabello como despeinado, y estaba profusamente maquillada, con los labios coloreados de un rojo muy poco discreto. Mascaba chicle y permanecía callada, como ausente, mientras un chico junto a ella le hablaba con cierta vehemencia. Ella ni le miraba. Pero a mí sí que me vio. Me dirigió una mirada fulminante, como de odio, para apartarla un segundo después y mirar al suelo. Me sentí mal, como culpado de algo de lo que no estuviera muy seguro de haber hecho. Di media vuelta y me alejé, profundamente turbado. No pude evitar girarme antes de llegar a la esquina y desaparecer. Ella me observaba de nuevo. Fue entonces cuando se volvió y comenzó a besar obscenamente a su acompañante, tomándole la mano y llevándosela bajo la escasa sombra de la minifalda, justo desde donde yo podía verlo. Me quedé un rato mirando con una indescriptible sensación entre amarga y ansiosa, hasta que finalmente decidí marcharme. Nunca más la volví a ver. Quizá no fuera ella. Cuando se lo conté a mamá me dijo que le extrañaba, que Pilar se había ido a vivir a Córdoba de nuevo con sus padres. Me sorprendió que supiera de ella después de haberse marchado de aquella forma.
- ¿Pero cómo lo sabes, te lo ha dicho ella? - le pregunté.
- Sí, he hablado con ella alguna vez desde que se fue - dijo, como sin darle importancia.
Lo recuerdo bien, fue el mismo día que terminó discutiendo con Maruja y la despidió por aquella tontería que rompió sin querer. Ya nunca más tuvimos asistenta. Yo, sin embargo, aquella mirada y, sobre todo, aquella mano, no me las he podido quitar nunca de la imaginación.

7 comentarios:

Martini dijo...

Por motivos que no vienen al caso he tenido que cambiar la dire de mi blog...
Ahora me puedes encontrar en
http://mimundomartini.blogspot.com/

mikgel dijo...

Sublime.

un-angel dijo...

A menudo el tema no está en como se plancha,sino en las manos que están detrás de la plancha...
...no se, he sentido hilos invisibles tejidos detrás de las palabras de tu relato, me deja más en el sentimiento lo no dicho ni visto que lo que queda ahí.
Eso es casi magia,sugerir así, ¿sabes? Como pintar una pared de rojo y hacerlo de forma que quien la mire intuya otros colores detrás.
Bueno, igual es que hoy estoy de aquella manera, y veo más de la cuenta.
A ti intento leerte con el corazón, ya lo sabes.
Un abrazo.

Argax dijo...

Un relato claramente de sugerencias, de cosas no dichas. Pero bueno eso ya lo sabes tu que para eso lo has escrito.

Sabes que aunque no te comente nunca ando muy lejos, sabes que me acuerdo de ti a menudo. Un beso muy grande.

luigi dijo...

Cuantas cosas desconocemos de lo que pasa(ba) a nuestro alrededor. Hace unos días, recordé que al venir de mi pueblo a Sevilla, mi padre siempre recogía a algún soldado que hacía autostop en la carretera, hasta que un día no volvió a recoger a ninguno más... Me gustaría enterarme de porque, pero puede que no se acuerden siquiera, de que hace años, siempre viajabamos con un soldado en el asiento trasero...

senses and nonsenses dijo...

para quedarse planchado! nunca dio tanto juego una placha, cuánto cuentas con tan poco.
me ha encantado!!!

un abrazo.

Javier dijo...

Vaya nunca hubiera pensado en la mano que mueve la plancha como un elemento inquietante, pero vaya uno a saber qué querrás insinuar con eso de asuntos de mayores, ummmm, es un término tan ambiguo, jejejejeje