Esta frase es comúnmente utilizada en crítica musical para describir esas conjunciones del universo por las que la interpretación de una determinada obra (en vivo o en una grabación) resulta no tanto perfecta, sino excepcionalmente vibrante, llena de emoción, sumamente especial. Yo la escuché por primera vez en una crítica de óperas de referencia, en una de esas revistas de actualidad de música clásica. Estaba referida a las históricas grabaciones de La Bohème y Madama Butterfly por Karajan, con Luciano Pavarotti y Mirella Freni en los años setenta. Y es que realmente lo son. Yo, en mi escepticismo de algunos de los componentes de ese cocktail (especialmente Karajan y Pavarotti, dos de mis menos preferidos en estos mundillos) no era capaz de dar crédito a semejante afirmación. Así que la primera vez que las escuché, admito que me dominaban mis prejuicios. Pero éstos no duraron mucho ante la inmensa grandiosidad pucciniana que logra Karajan. El director consigue un imposible de intensidad abrasadora, modelando unos tempi que fijan a fuego sobre nuestro oído los momentos de éxtasis musical que nos brinda Puccini. Yo a Pavarotti lo encuentro correcto (aunque los críticos se empeñen en decir que aquí está especialmente apasionado. Supongo que a mí su pasión no me llega). La que sí está impresionante es Mirella Freni, esa grandísima voz que se adapta tan bien a estos papeles femeninos del músico italiano. Pero es que con Mirella los milagros son posibles. Y es que su sinceridad a la hora e cantar es intensamente arriesgada, y esa Mimí de verdad se rompe en su amor, en su infinito deseo de amor truncado por lo inexorable de la enfermedad, en el fondo, por la inexorable crudeza de una pobreza que no entiende de belleza ni de sentimientos, que los alcanza a todos con sus garras. La grandeza de la música de Puccini, tan criticada y vilipendiada por sensiblera, en mi opinión, radica en su extrema sinceridad. Si bien es cierto que las historias que escoge no tienen esa fuerza teatral ni ese espíritu crítico y revolucionario de alguno de sus contemporáneos, y ciertamente su aportación conceptual a la evolución de la música es escasa (aunque siempre he pensado que Turandot, escuchado con atención, nos presenta muchos hallazgos en ritmos y tonalidades), los sentimientos los recoge de manera precisa y los transforma en vibraciones que comunican con autenticidad ese fondo intenso del éxtasis de las pasiones, de las melancolías de la imposibilidad. Con un lirismo y una poesía que nos llegan. Es el retrato del mundo interior, de la intimidad de los sentimientos amorosos... ¿Por qué rechazarlos por poco relevantes? ¿Acaso no son casi siempre, en el fondo, el motor de las demás pasiones humanas? La intimidad de los sentimientos tiene para mí una enorme dignidad y la siento como una de las piezas clave de la existencia.
Mirella Freni interpreta estos papeles desde una (también) sinceridad palpable y delicada. Imagino que en esas grabaciones debieron vivirse momentos de especial intensidad, y eso de alguna manera se transmite en la grabación, a través de (todo hay que decirlo) una toma de sonido ciertamente impecable para la época.
Estos días en el Real, La Bohème que nos están sirviendo no pasa de correcta. La escenografía ampulosa y fácil, tendente a asombrar más que a recrear o enmarcar, unida a un reparto vocal algo gris, no contribuyen a que se vaya a hablar mucho en el futuro de estas sesiones. Pero ayer, dentro de esa simplemente correcta intención, el estreno como Mimí (en su primera representación además) de una soprano joven y poco conocida, Ángeles Blancas, dio a Mimí en algunos momentos, esa intensidad especial que tienen las voces magníficas, que aún no han llegado a una gran madurez técnica y expresiva, pero que prometen mucho y que por encima de ello, transmiten con sinceridad. Tengo que reconocer que, por primera vez en mi vida en un teatro de ópera, alguna lágrima cayó cuando cantó ella. Quizá tenía yo el día sensible, o fue aquello algún efecto secundario del té que me tomé previamente, pero el resultado es que me emocioné. Hace muchos años que descubrí ese extracto de su monólogo en el primer acto en el que se presenta a Rodolfo, con esa candidez y esa poesía que enamorarían a cualquiera. Lo he repetido miles de veces, y adoro hacerlo en esa especial cadencia lenta en la que lo pronuncia La Freni, con un ardor inexplicable, con una entrega absolutamente volcánica. Ángeles, en ese preciso pasaje, ayer no derritió, pero sí enamoró.
Vivo sola, soletta
là in una bianca cameretta:
guardo sui tetti e in cielo;
ma quando vien lo sgelo
il primo sole è mio
il primo bacio dell'aprile è mio!
¿Quien no se enamoraría de alguien así en una buhardilla de París, por fría que fuese? El milagro, como siempre, lo termina Puccini.
Pobre Mimí, pobre...
2 comentarios:
Puccini... y los efectos secundarios de un té (casi puedo olerlo desde aquí)
Como siempre, sigo aprendiendo en tus palabras...
Esta tarde, cómo no, he vuelto a escucharla, a la Freni. En ese pasaje que me he recreado en repetir una y otra vez, con esa mirada de Karajan sobre la orquesta, que consigue que la madera se estremezca, que el viento (sublime sobre todo la familia de los vientos) sobresalga por encima de la orquesta, deliberadamente detenidas las tubas, las trompas; deliberada y sutilmente fraseadas en el climax, acompañando a Mimí en ese primer beso al sol de abril que deshace los hielos del invierno, sobre los tejados de París. Inevitable, las lágrimas vuelven, con té, sin él. Además, el té, cierto té que guardo con celo, me sigue recordando a un rodolfo muy particular, de aquí, de Madrid.
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